Índice del Proceso de Fernando Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Tomás MejíaCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEXTO

Defensa de Tomás Mejía realizada por el Lic. Próspero C. Vega



Documento N° 126

Exposición de la defensa de Tomás mejía presentada por el Lic. Próspero C. vega

CC. que forman el Consejo de Guerra:

El defensor de don Tomás Mejía tiene la honra de exponer respetuosamente que:

En causas como la presente, que atraen sobre sí las miradas de todos, y en donde cada ciudadano se transforma en juez, los reos van acompañados del odio o de las simpatías de la multitud, y no es posible dejar de temer mucho que algún error prevenga, o que influya pérfidamente una preocupación acaso secreta y no conocida. Hay que tratarlas también por este motivo, con tanta exactitud como escrúpulo.

Presentan una desventaja las cuestiones domésticas de un país: que los prosélitos de un bando al caer en manos de otro, precisamente el vencedor hace de juez, y el vencido de reo; por grandes que sean los esfuerzos de aquél para revestirse de imparcialidad, purificándose, digámoslo así, con las cenizas de sus malas pasiones, nunca dejará éste de reputar enemigos suyos a los que van a juzgarle, y nunca de abrigar en su ánimo los más tristes vaticinios. No es entonces el testimonio sólo de la propia conciencia quien acompaña al encausado en su prisión, y quien lo alienta o abate, al tenor de su culpa; es además el género de su causa, sin que baste a moderar su pena otro motivo que la bondad personal de los jueces.

Hay, por tanto, inmensa necesidad de encender la luz de la discusión y de mantenerla viva; hay inmensa necesidad de prestar la atención más benévola a las exculpaciones del encausado: es absolutamente necesario que las exponga éste con franqueza; que las haga valer con libertad, que las inculque con fe.

No debiera oírse, pues, en este recinto de veneración una voz tan modesta como la mía, debiera enmudecer en el más profundo silencio. ¿Qué sé yo de lo que haya ocurrido en las altas regiones de la política? ¿Cómo lisonjearme de que puedo reanudar unos con otros sus enredados hilos? ¿Cómo penetrar en el oscuro laberinto? ¿Con qué antorcha conducir mis pasos? Habitante de una provincia humilde y abogado sin nombre, ni conozco los hechos ni he descendido hasta su fondo, y menos alcanzo a calificarlos con inteligencia. Y sin embargo, tendré que detener un poco vuestra atención y que sujetar a vuestro juicio mis pobres ideas, porque he sido objeto de una confianza honrosa; pero me alienta, CC. del Consejo, la rectitud de que estáis animados, y la justificación que tenéis ofrecida. Sois los sacerdotes de la justicia entre Dios y los hombres, entre la sociedad y el procesado. La libertad de este último, su honra y su vida están pendientes de vuestros labios: me prometo que la sentencia que vais a proferir, será un monumento que haga honor a vosotros mismos, que haga honor a los humanitarios principios liberales que forman vuestra gloriosa bandera, y que haga honor a la República de que sois miembros muy dignos.

El señor Mejía ha sido, por cierto, el blanco de las calificaciones más opuestas; ahora mismo es para muchos un héroe sumido en la desgracia, y para otros un pérfido que traicionó a su patria. Merece para unos la corona cívica con que se premia la constancia, y para otros el patíbulo destinado para el delincuente. Pero no es ese el lenguaje de la reflexión y de la calma; es el de los partidarios cuando hablan en exceso de la cólera; pertenece a los hombres extremos, que agotan el diccionario de la calumnia en desprestigio de sus enemigos; ese lenguaje no se escuchará jamás de los labios de un juez recto. Si yo le hubiese oído de cualquiera de vosotros, le diría que no puede ocupar un lugar en este respetable consejo: le diría que no entran a él los cómplices, ni los adversarios del señor Mejía; le diría que falta a sus deberes máS sagrados, que no es imparcial, que no puede juzgarlo.

El señor Mejía, alumbrado con otra luz, con la luz de la razón en calma, merece diversas calificaciones, y a mí me corresponde presentároslo tal como es. Voy a manifestar, primero, que es un caudillo de buena fe; a demostrar, después, que no es justo confundirlo con los infames que vendieron a su patria, y a deducir por último que no es merecedor de la pena de la vida.

Por una desgracia lamentable, nuestra patria ha estado mucho tiempo sin constituirse, sacudiéndola en más de medio siglo los vientos revolucionarios; en esa época, todos los bandos encontraron defensores, y aunque abrazaban ideas contradictorias, la sana razón conoce que los seguían de buena fe, hasta sellarlos con su sangre en los campos de batalla. El señor Mejía adoptó también el suyo, empuñando las armas para sostenerlo, se adhirió a la reacción, y le ha sido tan fiel, que quizá no cuenta su partido con otro jefe de más firmeza de voluntad.

El señor Mejía posee en efecto esta preciosa cualidad, unida a una alma de temple superior; le ruego que me perdone si ofendo su modestia, pero se trata de una sumaria terrible, y es preciso que los vocales del consejo sepan a qué clase de persona están juzgando. Decía, pues, que mi encomendado es poseedor de estas brillantes prendas, y me falta decir que siempre ha vivido retirado de los grandes centros de civilización.

El consejo habrá comprendido ya que el señor Mejía se dejó guiar en sus empresas, por informes que le daban personas caracterizadas, y es muy probable que los compromisos en que ahora se halla envuelto, los deba a sus malos consejeros. Difícil el acierto en cualquiera cuestión, es más difícil en las políticas, en donde los deseos y las pasiones toman una parte activa, y en donde hasta los mismos sabios se separan en opuestos pareceres. ¿Por qué ha de ser extraño que el señor Mejía, retirado de la sociedad y ajeno de la discusión, se dejase conducir de las luces de otro?

La Constitución de 1857 tropezó al publicarse con poderosas resistencias, acaudilladas por el mismo presidente de la República. Me refiero al golpe de Estado de diciembre, y no temo asegurar que el señor Mejía encontró allí la reprobación expresa de la gran Carta, no menos que la confirmación de su anterior conducta. Se convenció que obraba bien, y continuó en el uso de las armas.

En 1860 que volvió a regir el debatido Código, se anunció a muy poco un conflicto nuevo, la venida de los ejércitos coligados. Como el peligro de la independencia es el primero de los peligros, las contiendas domésticas tenían que enmudecer y ser aplazadas; quedaba puesto a prueba el patriotismo; había sonado la hora de acudir en defensa de la República. El señor Mejía lo comprendió luego, y, pronto a combatir por la independencia, se preparaba a salir al encuentro de los invasores. Lo declaró así a sus amigos; mas por fortuna, el ilustre general Doblado conjuró la tempestad y desbarató la coalición, no quedando entre nosotros sino la armada francesa. ¿Sabéis por qué mi cliente no salió a disputarle el paso? Os lo revelaré con franqueza. Porque los caudillos franceses declararon que su objeto era poner el país en la suficiente libertad de darse un gobierno estable y propio, porque igual declaración hicieron Almonte, Miranda y otros personajes de ese género; porque la prensa repetía la misma idea, ya divulgada en todas las clases de la sociedad, y porque en México se aseguraba que era un acuerdo unánime de los Estados la erección de un trono, y el advenimiento a él del Archiduque Maximiliano de Austria.

Todavía así, receloso mi defenso de un engaño, prefirió mantenerse a la espectativa de los hechos, sin tomar parte en ellos, llamándose neutral. ¡Qué distinta conducta observaron otros caudillos reaccionarios! Mientras auxiliaban éstos a los franceses a inmediaciones de Puebla, mientras combatían al gobierno en el campo de Barranca Seca, el señor Mejía en la Sierra de su residencia, conservaba su inacción.

Positivamente entró a México entonces el ejército expedicionario de la Francia. El Partido liberal seguía a nuestro Gobierno abandonando la antigua capital, y dejándola en manos de los conservadores. Se habían movido en ella hábilmente los resortes de la seducción y se contaba con el apoyo de una fuerza magnífica. Cualquier providencia podía dictarse allí sin la menor oposición, como se dictó realmente. Una Junta de Notables escogidos ad hoc, votó en favor del Imperio, la secundaron los diarios de México, la secundaron multitud de pueblos, villas y ciudades que levantaron actas de adhesión, y por fin la secundó, en lo ostensible, la mayor parte de la República, a donde los franceses se habían introducido.

Cuando el señor Mejía conoció el voto de los Notables, y leyó las actas de adhesión, y supo quiénes formaban la Regencia, se disiparon en su ánimo las dudas anteriores; le pareció Mexicano el Gobierno, emanado de una votación espontánea, y juzgó que él se hallaba, no tan sólo libre, sino en el deber de conservar las armas en la mano, en sostén de la nueva institución. ¡Tan fácil así es dar crédito a todo aquello que puede contribuir a la derrota de nuestros adversarios!

Ocupó entonces la capital de San Luis, defendió después la de Matehuala, y más tarde recibió a encargo la de Matamoros; tengo instrucción especial de exponer al Consejo que en todas ellas atendía con suma diligencia a templar el rigor de los franceses, estrechándolos a una moderación desusada; la tengo de manifestar que en el tiempo de sus servicios al imperio, se limitó a defenderse, sin haber emprendido nunca la ofensiva, y la tengo también de repetir que habiendo hecho prisioneros en varias acciones de guerra a muchos individuos, desde la clase de tropa hasta jefes de la más alta importancia, le es grato recordar que a ninguno se privó de la vida, que en todos observó la posible clemencia, y que a muchos les restituyó su antigua libertad.

Se encontró en el sitio de Querétaro contra su deseo, y sin otro estímulo que ser fiel a las leyes del honor militar. Había llegado a entrever la ruina del Imperio, admitió el designio de retirarse a la vida privada, renunció varias veces de la milicia; pero desatendida su renuncia, le quedaba el medio de la deserción, que reputó indigno de su clase, y prefirió ceder a la fatalidad de su destino. Es, por tanto, el señor Mejía, prisionero voluntario y víctima espontánea del pundonor de un guerrero.

En menos palabras: ha defendido siempre los principios conservadores, que formaban su fe política. Ama la independencia de su patria, y está y ha estado dispuesto a combatir por ella; dudó cuáles fueran los intentos de la intervención europea, y suspendió inmediatamente sus hostilidades contra nuestro Gobierno, para tomar la espectativa y descubrirlos. Fue natural. Cuando vio establecida la Regencia, que calificó de Gobierno Mexicano, se adhirió a ella, porque sus dudas quedaban resueltas a favor de la autonomía de la República. Había dado crédito a las palabras del general Forey, de Almonte y de Miranda, se dejó llevar del voto de los Notables, le sedujeron las declamaciones periodísticas, y le fascinaron las actas de adhesión.

Antes no había salido del punto de su residencia; después ya fue soldado del Imperio.

Como jefe imperial no atacó nunca, se defendió apenas en las plazas de San Luis, Matehuala, Matamoros y Querétaro. Jamás autorizó el crimen. Llegó a entrever más tarde que se desplomaría el Imperio, y se decidió a retirarse a la vida privada, pero sin desertar del ejército, que le pareció una repugnante deslealtad; renunció del mando de las tropas, instó con sus renuncias, no alcanzó ninguna respuesta, y se halló en último término obligado por su honor a sacrificarse al pie de su bandera. He aquí un caudillo que vacila antes de filiarse en un bando, pero que después de adherido no hace más que obedecer, no es más que soldado.

Triunfó en San Luis y en Matehuala, y había triunfado anteriormente en Querétaro. Entonces fue clemente con los vencidos, devolvió la libertad a sus prisioneros, y ¿sabéis quiénes fueron éstos? Su nombre lo repite la fama con cien voces. Lo fue el valiente General Alvarez, en la batalla de la Estancia; lo fue el heroico General Arteaga el 2 de noviembre de 57; lo fue el esforzado General Treviño en la ciudad de Rioverde; lo fue, por fin, el ilustre, que ahora es objeto de nuestra admiración, que tiene la gloria de ser vuestro primer caudillo, y que se llama Mariano Escobedo ...

Es, por tanto, el señor Mejía un hombre que consulta las luces ajenas para decidirse a obrar; firme en sus convicciones, leal en sus compromisos, intrépido en el combate y clemente después de la victoria; tal es el reo que aguarda de vosotros un voto que corresponda a sus honoríficos antecedentes, un voto de estricta justicia.

Examinemos ahora con referencia a los cargos, si ha hecho mal en sostener con las armas el voto de su conciencia política; si es cierto que traicionó a la patria, y fijemos después el tamaño de su pena por haber sido soldado del Imperio.

Conviene que fijemos, antes de todo, el sentido de la suprema orden que encabeza este proceso, para evitar confusiones que podrían ser funestas. No se dispone allí la observancia total de la ley de 25 de enero de 1862, sino tan sólo de algunos artículos, que son los puramente reglamentarios del juicio. En tal virtud -son sus palabras-, ha determinado el C. Presidente de la República, que disponga usted se proceda a juzgar a Fernando Maximiliano de Habsburgo, y a sus llamados Generales don Miguel Miramón y don Tomás Mejía, procediéndose en el juicio con entero arreglo a los artículos del sexto al undécimo inclusive de la ley de 25 de enero de 1862, que son los relativos a la forma del procedimiento judicial. Nada expresa respecto de los penales, y esta omisión, que sin duda es meditada, merece estudiarse.

Si a juicio del Gobierno esa ley hasta en sus penas comprendiese a nuestro caso, no hubiera detallado artículos, sino que simplemente habría prevenido que la causa se sujetase a ella. Si esto hubiera dicho, la habría declarado vigente en su totalidad, aunque siempre dejando libre al Consejo para decidir si los hechos estaban o no comprendidos en ella, y libre también para imponer o no las penas que fulmina según su conciencia.

Pero no fue eso lo que dijo, sino esto otro solamente: obsérvense los seis artículos reglamentarios. Luego es claro que sólo declaró vigentes seis artículos; porque la razón de las ideas opuestas, es opuesta, y es claro también que su mente ha sido no permitir al Consejo que aplique al caso ninguna de aquellas penas. Esto es demasiado importante.

Llevando a más lejos la observación, se descubre que la suprema orden no fijó ley alguna de donde pudiera el Consejo tomar la parte penal del negocio. Tampoco dijo nada sobre esto, y es muy grato para mí ver cuánto honra a nuestro Gobierno ese silencio, que da un testimonio visible de su ilustración. Sabe muy bien el Gobierno, que dos partidos luchando con las armas, son dos partes beligerantes con todos los derechos de la guerra; y sabe también que sólo el derecho internacional puede aplicárseles y no las leyes positivas, según después veremos.

Conque no pudiendo señalar ley alguna, de hecho no la señaló, sino que formó de ello un punto omiso, bastante notable. Quede, pues, sentado desde ahora, y llamo la atención del Consejo sobre el particular, que no puede hacer uso en este asunto de las penas de la ley de enero de 1862.

También importa mucho extirpar la perniciosa confusión de ideas que hacen las personas vulgares cuando tocan los hechos de nuestra política de los últimos cinco años. La venida de los invasores, la forma imperial del gobierno, tan mal recibida entre nosotros, y la calidad de extranjero en el Emperador, dan margen a que se igualen a veces el Imperio y la intervención, los partidarios del uno y los enemigos de la independencia del país. ¡Error gravísimo que es fuerza combatir! Porque si hubo muchos mexicanos sectarios frenéticos de la intervención, que se le unieron sin examen, arrostrando con todas sus consecuencias, hubo también otros, y fue la mayoría de los conservadores, que nomás fueron imperialistas. Me declaro, a la faz del mundo, enemigo capital de los traidores, que me repugnan infinitamente; pero veo que el honor de México está empeñado en reducir al justo, el número de estos desgraciados, sin que nos sea lícito cubrir ligeramente con el lodo de tanta infamia a quien no lo merezca.

Es preciso examinar la conducta de cada uno. Si algunos llegan a parecer traidores, los otros no aparecerán sino como amantes del Gobierno monárquico, y si para aquellos viles y pérfidos que desgarraron el seno santísimo de la patria hay que ser duros, muy duros, inflexibles, para éstos hay que ser clementes y suaves, como simples enemigos de opinión.

Vengamos a los cargos.

El primero y el tercero, de no haber reconocido nunca y de haber hecho una guerra constante al Gobierno Constitucional, son idénticos, y hay que comprender uno y otro en la misma respuesta.

No puedo excusarme de apuntar siquiera su vaguedad; se refieren a hechos completamente indefinidos; no determinan a qué clase de guerra, en cuál época, en dónde, con qué carácter, qué se proclamaba, qué circunstancias mediaban, y a fe que tales tinieblas producen en mí la imposibilidad de analizarlos, y causarán luego en el Consejo la de sentenciarlos. Nomás apunto la observación; porque nace de un derecho claro que hasta ofensivo fuera fundado.

Apuntaré también que dichos cargos no están deducidos de la causa, en donde no hay más que la declaración del preso. Por regla general, que no tiene excepciones, los hechos constituyen el cuerpo del delito, y éste ha de ser justificado plenamente. Como base de los procedimientos, no puede presuponerse, y es consecuencia que los cargos que no emanen del proceso, son insostenibles por falta de fundamento. Y no hay que atenerse a la confesión del acusado, porque sólo ella es insuficiente. No hay que apelar tampoco a la publicidad; se ha omitido aquí la comprobación de esta circunstancia, y vale tanto como si no existiera, o damos por libre a la bárbara tiranía de ser alguno castigado a voluntad acaso de un juez más inicuo, únicamente porque le ocurrió llamar públicos los hechos, tal vez sin serlo verdaderamente.

Estas objeciones afectan la esencia de todo sumario y lo vician; tengo que insistir en ellas necesariamente.

Voy, no obstante, a apartarlas de mi vista por algunos instantes. ¿Se trata por ventura de los hechos anteriores a la intervención? Será cierto entonces que no los comprende la ley de 25 de enero de 1862, porque no tiene efecto retroactivo. Felizmente regía en esa época el artículo constitucional que, lleno de humanidad, había prohibido la última pena en los delitos políticos.

¿Se trata de los hechos posteriores?

Hagamos en tal hipótesis la conveniente separación de ideas; deslindemos, si puedo expresarme así, los conceptos para responder al cargo. La materia del que nos ocupa no es por ahora la complicidad con la intervención o el imperio, es el simple desconocimiento al Gobierno Constitucional. ¿Por qué desconocía el señor Mejía, de 862 en adelante, la legal autoridad de este Gobierno? Os aseguro, ciudadanos del consejo, que la Carta de 857 ha sido el objeto de mis constantes votos, reconozco sin disimulo que es legítima en su origen, filosófica en sus prescripciones y honorable en todos sus artículos; mas no puede negarse que cuando fue publicada y propuesta a la República, quedamos los mexicanos perpetuamente libres para obsequiarla o retirarle nuestra aprobación. Así ha sucedido con todas las leyes y en todas las épocas.

El derecho Romano, el más profundo de todos los derechos, decía en su título de legibus, ley 32: puesto que las leyes no nos obligan por otro motivo que por haberlas aceptado el pueblo, con razón obligarán todas las que apruebe, aunque no sea por escrito. El derecho Canónico, tan elevado en sus doctrinas, declaró (en) su capítulo 3° dis. 4° que las leyes se instituyen cuando se promulgan, y se afirman cuando son aprobadas por el uso de los que las observan. El derecho Español otorga la fuerza misma de una ley a la costumbre introducida, que no es más que la voluntad popular expresada en sus acciones, y la misma Constitución a que vengo refiriéndome invoca en su apoyo la autoridad del Pueblo mexicano. ¿Qué hay, pues, de criminal en que mi encomendado no se adhiriese a la Constitución al tiempo de publicarse?

Ella en 857 debió al golpe de Estado del mes de diciembre su primera inobservancia, que duró tres años; recobraba su poder en 861, no sin tropezar aún con fuertes resistencias, cuando desembarcaron los ejércitos coligados de la Europa; en 1863 aparecieron en la escena política los Regentes, y en 864 comenzó el imperio, que ha logrado mantenerse hasta 1866. Refiero hechos puramente, sin comentario alguno. La luminosa Constitución, en el transcurso de diez años, no había regido más de tres, y siempre derramándose la sangre de sus generosos defensores en los combates. ¿No sería fácil, pues, que hubiese vacilado el señor Mejía sobre la adhesión de los mexicanos a ella? ¿No pudiera afirmarse razonablemente que nos habíamos dividido impugnándola unos, y defendiéndola otros?

Dedúcese que el señor Mejía, hasta cierto punto en uso de su derecho de mexicano, pudo levantarse contra la Constitución de 1857, que después tuvo motivos poderosos para creer que no había logrado ella la aprobación de la mayoría, y en fin, que respondió al cargo con toda verdad, cuando dijo que desconoció al Gobierno Constitucional porque no se había establecido bien en el país. Que diga cualquiera, con la mano en el corazón, si es o no exacta esta respuesta.

No es dado a todos interpretar las leyes con acierto, ni abrigaré yo la extraña pretensión de hacerlo con la de 25 de enero de 1862; puedo sin embargo sostener, con fundamentos sólidos, que no se comprenden en ella los que no han reconocido al Gobierno actual.

Esa ley dio por afianzada la paz pública, y en su concepto, se propuso mantenerla inalterable, dio como existente la quieta dominación del Gobierno, y proyectó así impedir que se levantasen sus enemigos. No contiene ni una palabra que suponga a la Repúblicá en guerra, ni se pensó en conservar una paz que ya estuviese alterada, ni mantener en el Gobierno aquel reposo que hubiese ya fenecido. Suponed al Gobierno como estaba con un partido numeroso frente a frente, negándole la autoridad y disputándole el poder.

¿Creéis que hubiera dicho entonces el que se levante contra mí perderá la cabeza? ¿La perderá el que tome las armas, y esto por vía de precaución para que la paz no sufra? Hubiera sido lo mismo que decirle: me propongo en mi triunfo sacrificaros aunque seáis muchos; tengo sed de sangre, nueve o diez mil víctimas en nada me interesan, y este lenguaje pugnaría con la ciencia y con los sentimientos humanitarios del Gobierno.

La paz pública es en efecto la base de la felicidad común, en ella descansa la fortuna de las Naciones, y su libertad es el sol de las inteligencias, es la aurora del progreso, es el primero de todos los bienes. Sin la paz todo es confusión y desorden, no hay nada. Establecida una vez, necesario es conservarla a costa de cualquier sacrificio: a ese fin son aceptables un rigor extremo y los mayores castigos. De allí la tremenda legislación de todos los países contra los trastornadores del reposo público. De aquí la terrible ley de 1862.

Tan justo es dictar esta ley en tiempo de paz, como imprudente en tiempo de guerra. En este tiempo hubiera sido una temeridad sin disculpa, hubiera sido provocar las represalias, aparecería nomás como efecto de una ira desenfrenada. Ella supone el estado pacífico del Gobierno, de consiguiente el estado de guerra la pone fuera de su caso. No puede por eso comprender al señor Mejía, una vez que no ha llegado a reconocer al Gobierno Constitucional, ni ha podido llegar éste a dominar en paz. Lleva, repito, diez años de expedida la Constitución, y apenas cuenta tres de una observancia insegura, y entre el humo de los combates. -Seamos francos-. Lo que acaba de resolverse es una cuestión de partido: los liberales, apoderados del Gobierno legítimo, y los reaccionarios, siguiendo a otro de origen espurio, tenían en alto sus estandartes; todavía ayer era posible la derrota del C. Juárez, que hoy ha consolidado como nunca su dominación. No ha mediado sino un hecho de armas, ¿y esta sola circunstancia pudo echar en el vencido la nota de criminal? y ¿ella sola será bastante a fundar una sentencia hasta del último suplicio?

En años anteriores se erigió entre nosotros el Gobierno del general Santa-Anna, despótico e inicuo, es verdad, pero llegó a establecerse y a regir pacíficamente, lo que no ha conseguido el C. Juárez. Era preciso destronarlo, era preciso levantarse en su contra, y de facto se hizo el levantamiento. Si el general Santa-Anna hubiese mandado dar muerte a sus enemigos, ¿hubiera obrado bien? ¿no está, predicando la razón que no había crimen en los sublevados? Su autoridad, su reconocimiento, su poder ¿podían convertir en criminales a los patriotas que sólo aspiraban a recobrar las libertades públicas?

Un partidario puede decir a otro: tú no piensas como yo, tú vales menos que yo, y no por eso le habrá reprochado un delito, un algo que merezca pena.

La ilustración del siglo admite que cualquier partido puede abrazarse de buena fe: admite, como posible, que los partidarios no tengan de qué reprenderse, y admite más, hasta que se estimen como meritorios de haberse filiado en él.

Así los crímenes políticos acaso no son crímenes: es repugnante castigarlos, y es bárbaro llevar el castigo hasta la última pena. Renuevo mis respetos.

Por abundancia de razonamientos he demostrado hasta aquí que no comprende al señor Mejía la ley de 1862. Voy ahora a manifestaros que no le comprende ninguna otra de las que llamamos positivas.

Es un hecho que el partido liberal y el conservador han estado disputándose la dominación del país. Es un hecho que la legitimidad se encuentra del lado de los liberales, pudiendo sus adversarios figurar entre los desobedientes.

Es un hecho que se han dividido entre ambos el territorio, sobrepujándose uno al otro alternativamente en fuerza y en poder. Estos son los hechos que no hay mexicano que no conozca, ya que todos fueron a su vista.

Luego estos dos partidos no tienen juez común, y son como dos naciones que llegaron a las armas. Luego deben estimarse como dos partes beligerantes, precisadas a la observancia de las prácticas suaves y cultas del derecho de guerra, de que la ilustración no permite a nadie dispensarse. Luego a las leyes que el uno dicte, viéndolas de enemigo a enemigo, les falta una autoridad reconocida, y en sustancia no se les llama leyes. Luego el único derecho que pueden invocar es el derecho de gentes, que es la suprema ley de las naciones, porque es el derecho natural mismo.

Siempre que un partido numeroso, dice Wattel, se cree con derecho de resistir al soberano, y se halla en estado de tomar las armas, debe hacerse entre ellos la guerra del mismo modo que entre dos naciones diferentes, y deben observar los mismos medios de precaver sus excesos, y de restablecer la paz.

En otro lugar dice: es necesario absolutamente considerar a estos dos partidos como formando en lo sucesivo o a lo menos por algún tiempo, dos cuerpos separados o dos pueblos diferentes, pues aunque alguno de ellos sea culpable por haber roto la unidad del Estado, resistiendo a la autoridad legítima, no por eso dejan de estar divididos de hecho. Además, ¿quién los juzgará y decidirá de qué parte estará el agravio o la justicia? No tienen superior común sobre la tierra, y por consiguiente se hallan en el caso de dos naciones que entran en contestación, y que no pudiendo convenirse, acuden a las armas. En este supuesto, es evidente que las leyes comunes de la guerra, esas máximas de humanidad, de moderación, de rectitud y honradez que hemos expuesto, deben observarse por ambas partes en las guerras civiles. Las mismas razones, que establecen su obligación de Estado a Estado, las hacen tanto o más necesarias en el caso desgraciado en que dos partidos obstinados despedazan su patria común.

Y ¿no es cierto que las naciones viven en el estado natural? ¿No es cierto que para ellas, si no es algún convenio, tampoco existen leyes positivas?

Como las sociedades de hombres independientes, enseña Wheaton, se consideran perfectamente iguales entre sí, puede contemplárseles como si se encontraran lo mismo que los individuos en estado de naturaleza. En la gran sociedad de las naciones, no hay poder legislativo, y por consiguiente no hay leyes expresas, excepto aquellas que resultan del convenio de las naciones entre sí.

Observad aquí la perfecta armonía de estas doctrinas con la suprema orden que dio principio a la causa: ved cómo el Gobierno sintió la necesidad de señalar hasta la ley a que debían sujetarse los procedimientos, y entonces fijó tan sólo seis artículos; mirad con cuánta sabiduría guardó silencio en punto a las penas, como que se reconoce impotente para fijar una ley de donde habían de deducirse. La consecuencia es clara, no hay leyes positivas a que un partido someta razonablemente al otro: no las hay contra los reos de este proceso.

Antes de pasar a otro punto, le ruego al Consejo que fije su atención en la firmeza con que ha sostenido el Sr. Mejía sus opiniones políticas, firmeza que reconoce el mismo cargo que nos ocupa, una vez que envuelve el reproche de la constante guerra contra el Gobierno, y de no haberle reconocido nunca. Si de cualquiera se presume que obra de buena fe nomás porque no aparece lo contrario, si, en lo político especialmente, la ilustración actual recomienda que sea considerada como existente en todos los partidos, ¿quién podrá desconocerla en el señor Mejía, que ha presentado de ella tantas y tan fuertes pruebas? ¿quién negará que la firmeza de opinión es una de las mejores? Defender por espacio de muchos años una misma idea, sufrir en la defensa todo género de padecimientos, y arrostrar hasta los más grandes peligros a despecho de los vaivenes de la fortuna, a despecho de la manera de obrar de los débiles, y aun a despecho de la seducción que también ha disparado sus tiros: todo esto es imposible que no proceda de buena fe radiante, que inunde el alma, que temple la aspereza de los sufrimientos; es imposible que no emane de la conciencia con que se sigue y se sostiene un partido. Dejemos, pues, establecido de ahora para siempre, que mi encomendado fue antes y es ahora víctima no del espíritu de medrar, no de las aspiraciones del poder supremo, tampoco del criminoso fraude, sino de la buena fe más comprobada, y más universalmente reconocida. Toquemos otro cargo.

El segundo afecta la neutralidad de mi defenso cuando llegó la intervención, y los auxilios que le prestó. La respuesta es categórica; fue neutral, porque no conocía las intenciones de la Europa, y a la intervención no le dio auxilio alguno.

El cargo presupone rectamente que una fue la época de la intervención, y otra la del Imperio, terminando aquélla, y comenzando ésta con la elección de Maximiliano. El se contrae puramente a la intervención, y lo mismo hizo la respuesta.

Y bien, si recordamos que el señor Mejía no tomó de nuevo las armas a la venida de las tres potencias, sino que le encontraron con ellas por otro motivo; si recordamos que desde 861 hasta mediados de 863, que fue el período de la intervención, se mantuvo en la Sierra; si recordamos que en ese espacio de tiempo, ni le hizo guerra al Gobierno ni se adhirió al ejército extranjero; si recordamos, en fin, y esto no hay quien lo ignore, que su neutralidad le hizo conocer al C. General Manuel Doblado, Ministro entonces de Relaciones, deduciremos en el acto que no prestó ninguna clase de auxilio a la intervención. Suplico al Consejo se sirva comparar la conducta de mi defenso con la de otros caudillos reaccionarios que se acercaron a Puebla, ya agredida por Lorencez, y que después combatieron las fuerzas nacionales en Barranca Seca: estoy cierto que la comparación arrojará sobre el señor Mejía una gran luz que haga más perceptible la falta de auxilio de que vengo hablando.

Después de la rendición de Puebla, cuando el ejército nacional efectuaba su salida de México para el Interior al mando del General Garza, marchaba (duele el corazón decirlo, pero es verdad), marchaba en clase de fugitivo, y con el desorden y desmoralización que siempre acompañan a una retirada. El señor Mejía, situado entonces a inmediaciones del tránsito, a orillas de la ciudad de San Juan del Río, lo veía todo, mantenía intactas sus fuerzas: pudo haber acometido al ejército con probabilidades de alcanzar grandes ventajas; de hacerlo hubiera prestado a la intervención un poderoso auxilio, porque tal vez hubiera destruido las resistencias posteriores, y sin embargo nada emprendió sobre él, sino que le dejó pasar libremente. Fue público el hecho, y nos está poniendo a la vista el verdadero ánimo de mi defenso, de no ayudar en nada al invasor: los hechos tienen una lógica irresistible.

Pero fue neutral, se dice, hallándose la independencia de la República en peligro. Si con esto se ha pretendido argüir a mi defensa de haber sido contrario a la independencia de México, con instrucciones suyas y a su nombre, rechazo el cargo en su más amplio sentido. No. El señor Mejía ama la independencia y ha estado dispuesto a defenderla como ciudadano, como soldado y como partidario. Tal fue su resolución, pronta, decidida, eficaz. Si no marchó desde luego, fue porque dudó de aquel peligro, y dudó porque no pudo ver claro desde el lugar de su retiro, recibiendo como recibió informes contradictorios. Ya he notado anteriormente que sus circunstancias personales le obligaban a dirigir consultas sobre su modo de obrar, y que es seguro que debe a sus consejeros los compromisos en que ahora se halla.

Hubiera podido llevarse de la opinión de los que no veían comprometida la independencia. Estos individuos con entera evidencia no pertenecían al bando liberal, sino que eran correligionarios de mi defenso, y sin embargo de sus simpatías por ellos, y sin embargo de la confianza que le inspiraban, se negó a obsequiarlos, y se conservó en espectativa de los hechos. Me permito con este motivo preguntar a cualquiera: ¿qué otra conducta hubiera observado él en aquellas circunstancias? Rehusaba debilitar su propio partido, rehusaba engrosar el Republicano, rehusaba también ayudar al invasor, quería batir a ese último en el caso de peligrar la independencia, no podía cerciorarse de la verdad de este peligro por sí mismo, ni podía conocerla tampoco de los informes contrarios que le llegaban; ¿no es cierto que se ajustó a las reglas de prudencia, la neutralidad y la espectativa? Seguramente que sí.

Pero en fin, se añade, le prestó al menos un servicio indirecto distrayendo la atención del Gobierno. No es cierto, ¡vive Dios! que la distrajera si había declarado al mismo Gobierno su neutralidad. No haré armas en su contra, le dijo al señor General Doblado; y cumplió su palabra religiosamente. Transcurrió un año entero desde la gloriosa fecha del 5 de mayo a la pérdida de Puebla, y desafío a cualquiera a que presente un solo acto del señor Mejía, en todo ese tiempo, de hostilidad al C. ]uárez. No se unió a los franceses, no invadió parte alguna y se mantuvo quieto en la Sierra. En una palabra, sabía el Gobierno que mi encomendado no le hacía guerra, y esto era suficiente para no distraerle su atención.

Si el cargo se refiere a la época del Imperio, no negaré que entonces mi encomendado militó por donde andaban los franceses, no en favor suyo, militó por el Imperio, no por la intervención.

Consignemos aquí desde ahora este punto, que es de la más alta importancia. Proclamado el Imperio, varió en su esencia el carácter de la intervención, porque fue ya más definida, menos pretensiosa, porque continuó tan sólo como enemiga de las instituciones republicanas, continuó simplemente en apoyo del Imperio.

Antes representaba la idea del extranjerismo, neta, con su carácter de conquista; después no fue sino promovedora de un Gobierno que se propuso sostener. Lo que siendo así, nuestros extraviados compatriotas, después del voto de Notables puede afirmarse que se adhirieron a un partido mexicano, que se declararon imperiales, no intervencionistas.

Cuando un acto admite doble interpretación, es irracional acomodarle la más depresiva; es injusto, porque la justicia ordena calificarlo benignamente; es inusitado, porque en todas ocasiones se ha estimado en el sentido más favorable a sus autores, y así debe ser siempre, mientras no demos como cierto el innoble empeño de deducir perverso a un hombre, aun allí mismo donde acaso obraba con rectitud. Nadie ha visto como delincuentes a los que se muestran compasivos con el criminal en su desgracia: nadie llama refractarios a los conservadores que se unieron al Gobierno liberal para resistir a los franceses.

Si el voto de los Notables hubiera recaído en el C. Juárez, el partido liberal le hubiera sido fiel a este eminente personaje, tanto como ahora, sin ser por ello intervencionista.

Me complazco verdaderamente en este análisis, que pone a la vista a millares de individuos, porque es glorioso para México que se reduzca más y más el número de aquellos hijos espurios de la patria que son indignos de habitar su suelo, y de vivir al amparo de la República.

Otro cargo es de complicidad en los asesinatos, robos y demás excesos verificados en tiempo del Imperio. Negado por el señor Mejía, lo niego yo también.

¿En dónde o cuándo se cometieron tales crímenes? ¿con qué motivo? ¿cuántas veces? ¿quiénes fueron sus víctimas? ¿quiénes los autores? ¿qué circunstancias mediaron? Nada absolutamente se sabe, todo se ignora. El cargo es tan indeterminado, que no puede sostenerse, es completamente fútil. Tiene además el enorme defecto de no ser nacido de la causa, que respecto a él no presenta ni el dato más leve. Temo mucho que ni el C. Fiscal que lo formuló pueda detallarlo, aun sirviéndose de sus noticias privadas. El señor Mejía respondió cuanto podía responderse. No soy responsable -dijo- de aquellos delitos que no autoricé, que es la mejor exculpación posible. Pasemos al otro.

El último se contrae al reconocimiento y a la defensa que hizo del Imperio el señor Mejía. Lo reservé para este lugar, porque tiene cualidades propias que no permiten mezclarlo con los otros.

La complicidad con el Imperio es de una naturaleza secundaria. El que fungió de emperador es el principal, y el delito de sus defensores y de los que se prestaron a reconocerlo deriva del suyo, le está unido esencialmente.

Si no fue un crimen llevar el título de Jefe del Imperio, tampoco lo es su reconocimiento ni su defensa. Esto dice la lógica. Que recaiga, pues, la sentencia sobre el Emperador, y luego sobre los que se adhirieron a él. Lo contrario es muy irregular, y a riesgo de absolver al principal, condenando tal vez a sus cómplices.

Si la autoridad indispensable para proferir un fallo, o valiéndome del término jurista, si la jurisdicción dependiera no más que de un asenso, el Consejo tendría entonces la suficiente competencia para resolver hasta este último cargo. Lo creo imparcial, lo creo justo, y lo creo ilustrado convenientemente; pero sabe muy bien que no está en manos de un particular la concesión del poder público, y esto me obliga ya a salir de este arbitrio, y a repetirle con todo respeto que la ley no le ha dado jurisdicción sobre este punto.

Me permito arrojar sobre el caso una mirada general. Si el Imperio, por impuro que haya sido su origen, alcanzó a dominar en casi todo el país; si llegó a ser, no un gobierno legítimo, sino un Gobierno de facto, ¿queda el Emperador sujeto a la ínfima jurisdicción del ramo militar? ¿El simple Consejo de Guerra deberá, podrá siquiera tomar sobre sí la ardua tarea de calificar los actos de tal Jefe del Estado? ¿y esto en una sola audiencia, y por un proceso levantado en horas, sin pruebas ni constancia alguna?

También yo proclamo la ilegitimidad del Imperio, pero conozco que ejerció su cabeza funciones muy altas, que es imposible juzgar bien en juicio por vapor; ¿será posible al menos calificar los motivos que le trajeron a México? Y no siéndolo, ¿podrá decirse con plena seguridad que no fue engañado, sino que vino, fraudulentamente?

Anuncio apenas estas reflexiones para mostrar que el caso en que se ha colocado al Archiduque Maximiliano, no está comprendido en la ley de 862, siendo consecuencia forzosa que tampoco puede sujetarse a los jueces creados por ella, lo cual comprende visiblemente a los acusados de cómplices. Hago mías las luminosas razones que sobre el particular han expuesto los sabios defensores del Archiduque.

Mas como ha sido desechada la declinatoria llevándose adelante los procedimientos, vuelvo, sin prescindir de ella, a ocuparme del cargo.

Pero ¿cuál es? ¿será por acaso el de traición a la Patria? Y ¿por qué será traidor el señor Mejía? ¿por haber opinado en favor de un Imperio? Os aseguro que eso no es delito.

El Imperio es una de tantas formas de Gobierno establecida en muchas naciones del globo.

¿Por haber opinado que la corona recayese en un príncipe extranjero? ni es delito tampoco.

En la soberanía de las Naciones está conferir el mando a quien designe su voluntad augusta. La historia presenta hechos muy conocidos que acreditan esta verdad, y ahora mismo nuestros vecinos del Brasil se encuentran gobernados por un miembro de la familia reinante en Portugal, la casa de Braganza, sin que haya padecido en nada su independencia.

¿Por haber obsequiado el voto de los notables? En toda la extensión de la palabra, el señor Mejía no ha hecho mal en esto.

En política lo principal es la idea, aunque haya salido de la cabeza de un esclavo. Los pretorianos en Roma alguna vez dieron Señor al mundo. El ejército, innumerables; y en la República escandalosos pronunciamientos ascendieron al poder al General Santa-Anna.

Se adhirió el señor Mejía, es verdad, al voto de los Notables. Creyó que así obsequiaba la opinión, por eso se declaró defensor suyo.

En nuestra historia contemporánea figuran también otros notables que dieron a México una Constitución y un Gobierno.

Se adhirió el señor Mejía al voto consabido, pero su adhesión fue confirmada con la de una multitud de individuos. La capital de la República fue imperialista, el bando conservador fue imperialista, fueron imperiales algunos liberales. Estuvo de moda el imperio.

En materia de Gobierno la aquiescencia nacional es el todo. Puede imponemos hasta la institución que más nos repugne.

Si es verdad que nos estaban oprimiendo las bayonetas francesas, que no éramos libres, el señor Mejía juzgó de otra manera, se equivocó. Hay sin embargo que tomar en cuenta que no siempre las decisiones de la fuerza carecen de mérito legal, no siempre se nulifican.

La fuerza en la antigüedad, con el nombre de conquista cambió el mundo, y fue reconocido el cambio. La España por la fuerza encadenó a México a su carro, y su Gobierno produjo algo de legítimo, todavía duran sus huellas. Nadie piensa en reclamar al Norte las adquisiciones de nuestro territorio, y las obtuvo por la fuerza. La fuerza es quien dicta las transacciones y otros convenios entre el vencedor y el vencido, y esos convenios valen. La conservación de la sociedad, dice Wheaton, quiere que los compromisos consentidos por una nación bajo el imperio de la fuerza sean tenidos por obligatorios. Si no fuese así, las guerras no podrían terminarse más que por la sumisión y la ruina total de la parte débil.

Yo proclamo en alta voz la presión de las bayonetas extranjeras: admito que los avances del Imperio fueron obra suya. Aún así hay que reconocer en ellos el consentimiento público. No os escandalice mi idea, es absolutamente segura.

Cuando un país, por la opresión que sufre, hace algo, consiente todavía en hacerlo, como un medio de conservarse; lo prefiere a su propia ruina. Escoge un menor mal, pero lo escoge, lo acepta, y su aceptación produce sus efectos.

El pueblo, dice un autor célebre, que por su conservación se ha sometido al usurpador, consiente todavía su Gobierno, y así como es, y bajo esas leyes le quiere aún y le prefiere a la destrucción y la anarquía. Tendrá en buena hora derecho para reclamar las agresiones de su libertad, pero le renuncia por entonces con su aquiescencia y la otorga con su silencio y tolerancia.

La República toleró a Maximiliano, le prestó cierta aquiescencia irresistible para ella. Maximiliano acaso fue un gobierno de facto. El verdadero usurpador fue Napoleón III.

Cuando el vencedor de un país le dice: ha de hacerse mi voluntad, os prevengo en vuestro beneficio que seáis vosotros los autores de un Gobierno que pueda regiros, es seguro que el país acogerá el Gobierno que yo llamo ilegítimo y de origen bastardo; que no por eso deja de ser Gobierno de mero hecho, es verdad, pero consentido por él.

Por fin, ¿es traidor el señor Mejía porque defendió un imperio erigido en tiempo de la intervención? Ciertamente que no, pues ya sabemos que después del voto de los Notables, los mexicanos que se adhirieron a él fueron imperialistas, no intervencionistas. El señor Mejía lo defendió porque lo juzgaba mexicano, lo sostuvo en clase de Gobierno nacional. Si después desconfió de Almonte y de Miranda, en su principio confiaba en ellos ciegamente. Nunca defendió al Imperio porque lo habían promovido los franceses. Le hemos visto en efecto permanecerle fiel, no obstante que los franceses habían salido ya de nuestro territorio.

¡No multipliquemos, por Dios, el número de los infames! ¡No prodiguemos el título de traidores!

Se ha reconvenido al señor Mejía de no haber abandonado al Imperio después que se convenció que no podría sostenerse; mas también esta reconvención se halla suficientemente exculpada por sus respuestas. No lo abandoné, dice, porque no admitieron mi renuncia del mando, y luego porque no quise desertarme, que era el medio que me quedaba, y que no adopté por ser opuesto a mi honor. Si este honor, añadió, es verdadero o es falso, yo no lo sé, pero es conforme a las ideas que tengo de él.

Ciertamente que cualquiera falsedad en la idea que formemos del honor, puede conducirnos a un abismo. Para muchos haya veces que retar, y que admitir un reto, no más que por honor. Para otros es punto de honor el evitarse un ridículo, y no retroceden de él nunca. Para el señor Mejía su honor quedaba herido con una deserción militar. ¿Hizo mal en no cometerla? No, porque no hay hombre de bien que no prefiera la pérdida de la vida a la de su honor.

Yo adelanto un poco más todavía, y afirmo que ni la deserción era adaptable, porque arrojaba al señor Mejía a las persecuciones imperiales, sin darle seguridad de la protección de la República, y lo colocaba entre dos enemigos, en donde era evidente su ruina. Es clarísimo, por tanto, que la deserción le ponía en riesgo simultáneo de perder el honor y la vida, y la magnitud de este peligro, que a juicio de las leyes inspira miedo grave, es una disculpa suficiente.

El cargo en último término se contrae a la desobediencia al Gobierno Constitucional, se reduce al reproche de partido y no al delito de traición.

Bajo el mismo aspecto lo ha visto también el Supremo Gobierno, que acaba de poner en absoluta libertad a los subalternos del ejército imperial, a quienes habría castigado si en su concepto hubieran sido traidores; pero ya queda contestado este cargo ampliamente. Ha dicho el señor Mejía que desconoció al Gobierno Constitucional porque no lo creyó bien establecido en el país, y dejo apuntados los fundamentos de su creencia.

Tenemos ahora que ocuparnos de la pena que merezca el preso. Conforme a las explicaciones hechas, es muy fácil de resolver el punto, y voy a decir acerca de él unas cuantas palabras.

Si hemos de atender a los cargos de un modo general, tienen el grave defecto de que todos ellos son completamente vagos, o no se han deducido de la causa, o cuando menos descansan en hechos de que no hay ni la menor constancia. Bajo este aspecto son insostenibles, no puede imponerse al reo ningún castigo.

Si, apartándonos de esta observación, los consideramos separadamente, demostrado está que el señor Mejía no traicionó a la patria. Nunca hizo armas contra la independencia, ni se adhirió a la intervención ni le prestó auxilio de ninguna clase.

No está manchado con los feos crímenes de infidencia contra la nación, ni merece por este capítulo que se le imponga pena.

Pero si nos contraemos a la simple guerra civil, es cierto que el señor Mejía, en cuya opinión el Gobierno Constitucional no se había establecido bien en el país, sostuvo como guerrero el voto de su conciencia política, defendiendo primero la reacción y después el proyectado lmperio, es decir las banderas mexicanas que llevaron esos nombres. Sirvió en efecto contra el Gobierno acaudillando el partido de la oposición. ¿Cuál entonces habrá de ser su pena?

Si está ya demostrado que la parte penal de la ley de 1862 no le comprende; si lo está en general que no es aplicable al caso ninguna de las que llamamos positivas; si lo está también que dos partidos que acudieron a las armas se reputan como dos naciones beligerantes, lo está, sin duda, por una deducción necesaria, que mi defenso debe someterse únicamente al derecho internacional. Sujetarlo a cualquiera otro, es arbitrario y es opuesto a las máximas que sigue el mundo civilizado.

El señor Mejía es un jefe desarmado y prisionero de guerra.

¿Qué prescribe para él el derecho internacional? Que no debe morir, y que el Gobierno tiene solamente la facultad de reducirlo a la impotencia de sublevarse de nuevo. Uno de los autores ya citados nos enseña que dar muerte a los prisioneros no puede ser un acto justificable, más que en casos extremos en que la resistencia por su parte, o por la de los que quieran libertarlos, haga imposible su custodia. La razón y la opinión general de común acuerdo demuestran que sólo la necesidad imperiosa puede justificar un acto semejante. Wheaton, t. I, part. 4°, cap. 2° núm. 2.

Luego que nuestro enemigo está desarmado y rendido, dice Wattel, ya no tenemos ningún derecho sobre su vida, siempre que no haya cometido algún nuevo atentado, o se haya antes hecho culpable de un crimen digno de muerte. Antiguamente había el error horrible, y la pretensión injusta y feroz de apropiarse el derecho de quitar la vida a los prisioneros de guerra hasta por manos del verdugo. Hace ya mucho tiempo que se han adoptado principios más justos y humanitarios.

El mismo autor recuerda el hecho ocurrido en Nápoles muy semejante al nuestro, de la guerra de Coradino, rival de Carlos I, disputándole la Corona, y refiriendo que este rey mandó decapitar a Coradino, su prisionero, dice que tal barbarie horrorizó a todos, y que Pedro III rey de Aragón se la acriminó al cruel Carlos, como un crimen detestable e inaudito hasta entonces entre los príncipes cristianos: que se trataba de un rival pernicioso, pero que aun suponiendo que las pretensiones de éste fuesen injustas, Carlos podía tenerlo aprisionado hasta que las abandonase, o diese seguridad para lo sucesivo.

Hay derecho, añade, para asegurarse de los prisioneros, y por esto para encerrarlos, y aun atarlos si hay motivos de temer que se subleven o se fuguen, pero ninguna cosa autoriza para tratarlos con dureza, siempre que no se hayan hecho personalmente culpables para el que los tiene en su poder, porque en este caso es dueño de castigarlos. Fuera de esto, debe acordarse de que son hombres y desgraciados. Un corazón magnánimo no siente más que la compasión por su enemigo vencido y sumiso. Wattel, tomo III, cap. 89, núm. 149 y 150.

Por lo expuesto, el derecho de gentes niega al vencedor la facultad de matar a los prisioneros, sin otra excepción que los crímenes anteriores o posteriores, crímenes que no ha cometido el señor Mejía.

¿Posteriores? a la vista está que no los hay.

¿Anteriores? ni el proceso nos presenta uno solo, y la fama pública va de acuerdo con el proceso. ¡No cometió infidencias con la Patria, no asesinó ni robó a nadie, no especuló tampoco traficando con sangre! ¡Crímenes anteriores! Puedo, antes bien, manifestar varios hechos honrosos de la conducta pública del señor Mejía. No persiguió a sus enemigos de opinión, templó en cuanto pudo los desmanes del ejército francés, conservó la vida de sus prisioneros, los trató con clemencia, les dio su libertad. No hay quizá en el partido reaccionario otro caudillo con mejores títulos a la gratitud. En toda la República se levantan voces a centenares llevadas de este noble sentimiento que publican la genial clemencia del señor Mejía.

Y ¿por qué habría de morir este hombre generoso?

Y ¿por qué le mandarían matar?

Con igual justicia debiera morir el jefe y todos los del partido: matar sólo al primero, no es castigar el delito que también cometieron los segundos, sino ensañarse contra el hombre, nomás porque tiene pericia, nomás porque tiene valor y otras virtudes, nomás porque pudo llegar a ser caudillo. Sería declararnos enemigos del mérito.

Y ¿para qué le mandaríais matar? Castigar con el último suplicio es ofrecer a la sociedad una venganza por el pasado, no la justa reparación: es acostumbrarla para el futuro a espectáculos de sangre, embotándole sus sentimientos humanitarios, o bien, es penetrarla de un terror mil veces repetido, y siempre estéril. Corregid en buena hora al delincuente, mejorad la sociedad, pero al delincuente no se le corrige matándole, ni a la sociedad se le mejora añadiendo cadáveres a cadáveres. La pena de muerte es completamente inútil.

¿Será más fuerte el partido de la libertad matando a un adversario? No. Ese noble partido lucha contra la pena de muerte, y no puede fortificarse poniendo en contradicción sus hechos y sus principios. Lucha por la idea, en ella está cifrada su fuerza, y la idea no progresa con la muerte de los que no la creen. La verdad de los tres ángulos de un triángulo en nada progresa con el exterminio del insensato que se levantase contra ella.

El partido liberal aumenta su poder por sólo su magnanimidad. ¿Cuándo y en dónde ha sido sanguinario? Nunca, en ninguna parte, y sin embargo, crece y adelanta y prospera no sólo hasta vencer, sino hasta producir el mayor desaliento en sus enemigos. Le ven éstos como un coloso al que será enteramente inútil hacer la guerra. Gloríese, pues, en sus progresos: vuele rápido en pos de otros mejores, llegue muy pronto a la deseada cima, pero que su conducta se uniforme con sus honrosos antecedentes, que no siembre en su camino el reproche de haber matado sin necesidad y estérilmente.

¿Os está preocupando la paz de la República? ¿Os parece que se afirma con la muerte del señor Mejía? Si fuera dable a mi flaca voz separaros por un instante de esta idea, para conduciros no a otro punto, sino precisamente a las que la sostienen, estoy seguro que la muerte del procesado no os prestaría la ya (sic) misma confianza. ¿Es acaso el señor Mejía el único reaccionario? ¿es acaso imposible que después aparezcan otros nuevos? ¿os habéis formado el proyecto de matarlos a todos, uno por uno? ¿creéis que tal propósito sanguinario se conforme con la causa de la República? ¿por qué hacer morir a los de hoy y perdonar a los de mañana?

Si mandaseis decapitar al guerrero corrompido y feroz que había sacrificado siempre sin compadecerse nunca de los vencidos, que había hecho derramar en todas ocasiones la sangre del que tuvo al frente, si esto fuera, el mundo lo disculparía como un arranque de justa cólera, haría justicia a vuestra fundada indignación. Pero ¿creéis que os otorgará igual disculpa, pensáis que tomará el mismo disimulo si condenáis a muerte a don Tomás Mejía? ¿a don Tomás Mejía, que se ha hecho menos notable por su arrojo en las batallas que por su clemencia posterior? ¿Os habéis persuadido de que os perdonará el juicio público si condenáis a morir al salvador de vuestros compañeros, al salvador nada menos que de vuestro general? ¿podréis olvidar que la salvación del señor Mejía, sin traspasar vuestros deberes, es hasta una muestra de amor a vuestro caudillo y de respeto al Supremo Gobierno?

La muerte de un individuo ningún significado tiene en la paz de toda una nación. Si ese individuo vale algo, es porque lo sostienen los demás, son éstos los que alteran la paz; en caso de morir debieran de morir ellos.

Ahora bien, el consejo que tiene la imprescindible obligación de limitar su fallo a los datos que arroja la sumaria, la tiene igual de absolver al señor Mejía de todo cargo, porque la sumaria está viciada en su esencia. Le pido por lo mismo que lo absuelva, y en todo caso, le pido que no lo condene al último suplicio. Tan legal como es mi pedimento, os protesto, sin embargo, que vacilaría en hacerla a otros hombres sin corazón, o que no tuvieran el vuestro. Aquí a la inversa, os lo presento lleno de confianza que fundan precedentes más benignos, porque habéis empuñado el glorioso pendón de la libertad, y el partido generoso de los libres vivamente odia la pena de muerte; porque sois ilustrados y comprendéis que es inútil imponerla por castigo, que hay hasta cierta incultura en aplicarla al reo político; porque sois valerosos, y está reservado al cobarde usar de rigor con el vencido, derribar al suelo la cabeza del inerme; porque sois humanitarios, y pugna con la dulzura de vuestros principios el derramar sangre fuera de los combates; en fin, porque sois justos, y no hay justicia en dar muerte a un prisionero de guerra que se entregó a vosotros, que se confió a vuestra notoria civilización.

Nacido en la esfera más humilde, alcanzó el señor Mejía, por sus propios esfuerzos, por sólo su genio, a ser exaltado hasta los primeros puestos de la milicia: arbusto confundido entre las breñas de la montaña, se tornó en árbol frondoso de grandes frutos, no más que por las lluvias del cielo. ¿Empuñaréis la hacha destructora para derribarlo? ¿Rehusaréis vuestros homenajes al valor, os negaréis a ofrecer un estímulo a las virtudes ocultas de la más abatida de nuestras clases?

No mataréis al señor Mejía, no, porque sois agradecidos y no podéis mandar al infame patíbulo al que supo conservar vivos a vuestros más caros compañeros de armas. ¡Don Tomás Mejía, caudillo reaccionario, salvando siempre la vida de los liberales, no habíamos de salvar la suya! ¡Oh! ¡qué desventajoso fuera para nosotros la contraposición! ¡qué paralelo tan difícil de sostener satisfactoriamente de nuestra parte! ¡No lo permita Dios!

Dije.

Querétaro, junio 12 de 1867.
Próspero C. Vega.

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