Índice del Proceso de Fernando Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Tomás MejíaCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SÉPTIMO

Primera parte


Primera defensa de Miguel Miramón realizada por el Lic. Jáuregui



Documento N° 127

Defensa de Miguel Miramón expuesta por el Lic. Jáuregui

Extraño parecerá a muchos de mis correligionarios verme en este sitio, y con tal encargo, tanto más, cuanto que puede parecer un prevaricato político correspondiéndome tal vez el carácter de acusador por mis opiniones políticas, y especialmente por los asesinatos de Tacubaya, en que fue una de las horribles víctimas un hermano querido, cuya sangre clama por venganza al cielo. Cesará sin embargo la admiración cuando se vea que vengo a defender a mi patria de los cargos que acaso le haga la ilustración del siglo. Vengo a pedir el exacto cumplimiento de la Constitución federal que defendemos, como la piedra en que descansa nuestro edificio social y por el que hemos peleado a tanta costa. Vengo, no a sustraer delincuentes de la pena merecida, sino a que las formas en que consisten las garantías del hombre vayan conformes con el final objeto de la sociedad. Vengo a demostrar que soy verdadero demócrata, y cómo entiendo la democracia. No me saldré un punto de la Constitución, estableciendo mis preliminares.

Dos grandes partidos se han disputado el gobierno del país, o lo que es lo mismo, dos grandes ideas conmueven y conmoverán este hemisferio, derramando ríos de sangre, porque el mundo marcha a su perfección y nadie podrá detenerlo. Los que viven en estas crisis revolucionarias, son los que pagan el contingente, para que recojan el fruto las generaciones venideras. Tal es el origen de la guerra actual, que comenzó para nosotros ha más de medio siglo, y que ha llegado a su fin. Sí, este último ensayo de la monarquía no renacerá jamás para el Continente Americano, y es necesario que los jueces que me escuchan no olviden esta idea, que ha de formar el tema de este discurso en defensa de mi cliente.

Pertenecer a uno u otro bando, por estar filiado entre los contendientes, nada significa, todo crimen supone el dolo, el ánimo deliberado de hacer algún mal, y el hombre político de buena fe, no quiere nunca perjudicar a su país, sino llevarlo por el camino que cree lo conduce a su felicidad. Tiéntese el corazón cada uno, respecto a sus convicciones y la causa que ha defendido. ¿Cuántos debieran ser los responsables de la desgracia de México, de ese cúmulo de crímenes y de delitos horribles cometidos a la sombra de la religión como de la libertad? ¿Y es un hombre aislado, dos, tres ni cuatro los que pudieran satisfacer a la vindicta o venganza pública? Yo pido un momento de reflexión sobre este punto, para pasar a los demás.

El partido lo forma una idea, y mientras ella subsista, no faltarán hombres que la sigan. El sistema más absurdo ha tenido siempre sus secuaces, díganlo la religión y la política de todos los siglos, incluso el nuestro. Y bien ¿a quién haremos cargo, al hombre o a la idea? Nadie puede leer la historia sin estremecerse, sin que le cause horror, y deje de compadecer el crimen del género humano, que hace víctima al individuo creyendo matar la idea. Esa que llaman ilustrada Francia y que no es otra cosa que el azote de la humanidad, y la que funda todo su orgullo en su revolución de 93, creyó ahogar la aristocracia matando a los aristócratas, renaciendo aquélla con más fuerza y vigor, mientras que en los Estados Unidos del Norte jamás se ha necesitado más que la práctica del republicanismo para hacerla amar de los más ciegos partidarios de la monarquía. En México, Ciudadanos vocales, cinco ensayos han fracasado, el de Iturbide, el de España en 829, el de Santa Anna, el de Paredes y el de Maximiliano, complemento de la libertad con su derrota.

¿Por qué ha costado tanta sangre? ¿Es ella la que nos produce igual bien? No, por nuestra parte. El fuego en tiempo de la Inquisición, los cadalsos, los asesinatos y la muerte con todos sus horrores, se han repartido entre los partidarios de la democracia, consiguiéndose con ella hacerla fructificar. Nosotros sólo acudimos a sacudir las preocupaciones, y nos defendemos. No son aquellas nuestras armas, ¿por qué las hemos de usar? Y restringiéndonos al caso, ¿corregiremos al delincuente y daremos ejemplo a los demás?

Don Miguel Miramón ha estado siempre filiado en el partido que se nos opone. ¿Y qué hubiera podido sin el clero, sin la viciosa institución de un ejército creado por y para sostener la aristocracia mexicana, las preocupaciones y la ignorancia de millares de almas, educadas así por el espacio de trescientos años? Como él han sido muchos los que le han precedido, y sería necesario castigar a todos, o a ninguno. Ese es el dilema incontestable.

México se hallaba tranquilo, poniendo en planta sus instituciones democráticas, cuando plugo a Napoleón III concebir el torpe proyecto de dominarlo con las armas, para hacerlo después con los Estados-Unidos del Norte, prevalido de la guerra civil encendida por algunos Estados del Sur con el objeto de hacerse independientes. Nos mandó sus sicarios y al Príncipe Maximiliano denominándolo Emperador. He aquí una guerra extranjera sin antecedentes, sin provocación, y sin guardar los usos y costumbres observados en tales casos de Nación a Nación. Esta conducta realza el agravio que nos ha inferido la Francia, a la que representa su Monarca. Es la Nación francesa la culpable de todas las consecuencias y que debiera dar cumplida y entera satisfacción. ¿Nos creemos autorizados, sin embargo, a usar los mismos procedimientos como represalias?

Mi defendido tomó parte, no por la Francia, sino con el gobierno de Maximiliano; ha hecho la guerra al partido nacional contribuyendo al luto y a la desolación de millares de familias. Se ve que yo no disminuyo el cargo.

De aquí resulta que debe juzgársele como a todos y a cada uno de los que han combatido, según las reglas de la Constitución y de las leyes expedidas en virtud de ella, para salvar la situación. Pero no nos equivoquemos: es necesario examinar primero las circunstancias del país y lo que pudo decidir a una parte de sus habitantes a aceptar la intervención y después la monarquía. Comprimido por las frecuentes convulsiones políticas a que llamaron anarquía los espíritus poco reflexivos, se creyó ser el único remedio un gobierno extranjero apoyado por la Europa. La ocupación de los franceses les parecía estable y que la robustecería Austria, así que, produciendo la paz, los mexicanos volverían a sufrir con gusto el yugo que sacudimos de los españoles, y a que nos supusieron acostumbrados.

Nadie tendrá por culpable esta creencia, porque no lo es la nuestra de lo contrario. ¿Defenderla con las armas puede llamarse traición? Así lo he publicado en mis escritos, extendiéndola a los empleados en una administración extraña, porque así lo concibo, según la acepción jurídica de la palabra. El hecho solo de hacer fuerza una a otra nación para que admita sus mandatos, es repugnante, es contra la vida, contra la dignidad, contra la independencia que debe gozar un país respecto de otro; lo repele la naturaleza, del mismo modo que el homicidio, el robo y la violación.

Pero mi defendido está muy lejos de ese cargo, y en el que reporta, así como en los delitos comunes, hay sus grados, atenuándose o agravándose, para lo que se investigan las circunstancias, de la propia manera en los que llaman delitos políticos, porque en ambos hay dos hechos que considerar, el físico y el psicológico o moral. Un hombre muerto, un objeto extraído, dan acción a la sociedad para reputarlo criminal, pero no basta. ¿Por quién se cometió? ¿Qué intenciones lo guiaron? Esta es la cuestión complicada y llena de espinas en jurisprudencia criminal.

Hagamos la investigación. Mi cliente fue desterrado por Maximiliano bajo un pretexto honroso, según es público y notorio, por lo que no necesita prueba, y después sin ser llamado vino para defender sus convicciones políticas. Se encuentra con un simulacro de gobierno reconocido por las potencias europeas; falseada la opinión pública con millares de firmas en que figuraban notabilidades de ambos bandos, y un estado de cosas en que parecía bastar un solo esfuerzo para obtener el triunfo que otra vez le había dado su arrojo y determinación.

Militar desde su niñez y educado como tal, preciso es que obedeciera también a otra preocupación demasiado extendida por desgracia en la clase, y es, que el soldado deja de ser ciudadano, para convertirse en instrumento ciego del que manda y se supone Gobierno establecido, cualquiera que sea su origen. La denomino preocupación porque en efecto lo es para el soldado republicano. Este permanece ciudadano y sujeto a las leyes comunes y a la autoridad civil, tomando sobre sí otra carga, y sujetándose además a las leyes militares o acumulativas; es un nuevo lazo a la misma autoridad, pero sin perder su primer carácter, y al conservarlo, lo hace de sus derechos y obligaciones. Es libre personalmente para pensar, separándose del servicio tan pronto como sus ideas estén en contradicción con él.

A mi defenso, pues, por tanto, no lo reputo inocente para con el país, para con la forma de su gobierno, haciendo armas contra ella; pero sí hasta cierto punto, disculpable. Joven de esperanzas, no sería extraño que se convirtiera en defensor de la patria, como otro General cuyos servicios de hoy han llenado de reconocimiento a México, que le debe triunfos por su pericia y valor militar, y a quien cito, únicamente para que se palpe que el hombre es sólo hijo de las circunstancias que le rodean.

De lo expuesto concluyo que el delito atribuido es puramente político, a diferencia del común, cuya diferencia estriba en la causa que los produce. En el uno la convicción, en el otro las pasiones, tratándose ambas por distintas reglas, marcadas de antemano en la misma Constitución.

Esta supone la existencia de hombres delincuentes que la contrariasen formando motines, asonadas, o una verdadera revolución: y sin embargo, no quiso que se suspendieran las garantías individuales que aseguran la vida del hombre, cuando impone la pena de muerte. En los casos de invasión, dice el art. 29, perturbación grave de la paz pública, o cualquiera otros que pongan a la sociedad en grave peligro o conflicto, solamente el Presidente de la República, de acuerdo con el Consejo de Ministros y con aprobación del Congreso de la Unión, y en los recesos de éste de la diputación permanente, puede suspender las garantías otorgadas en esta Constitución, con excepción de las que aseguran la vida del hombre, pero deberá hacerlo por un tiempo limitado, por medio de prevenciones generales, y sin que la suspensión pueda contraerse a determinado individuo.

Pues bien, aun cuando el delito merezca la pena capital, quedan existentes las garantías que establecen los artículos 13, 14, 20, 21, y los demás relativos.

Es indispensable no confundir estos procedimientos, con lo que debemos llamar la ley marcial, en que no tienen ni deben tener lugar. Basta identificar la persona, basta que el delito sea notorio, y basta la necesidad o conveniencia del momento, para ejecutar las penas más severas por el General en Jefe de un ejército, cumpliendo con sus obligaciones y deberes, los más estrictos en la guerra. Explicaré la diferencia. La ley marcial, que siempre viene del Legislador, es un expediente que acude en tiempo de público peligro, igual en sus efectos, al nombramiento de un dictador. El General u otra autoridad encargada de la defensa del país, entre nosotros es el Presidente de la República, proclama la ley marcial. Al hacerlo así, se pone él mismo sobre toda ley. El deroga o suspende como le parece la ley común. Recurre a todas las medidas por repugnantes que sean a las leyes ordinarias; pero que juzga mejor calculadas, para asegurar la salvación del Estado en el inminente peligro a que está expuesto. La ley marcial es vaga e incierta, y medida únicamente por el peligro que resguarda, existe sólo en el pecho de aquel que la proclama y ejecuta. Despótica en su carácter y tiránica en su disposición, no sirve más que para aquellos momentos de extremo peligro, cuando la salvación y aun existencia de un país, depende de la pronta adopción y ejecución sin vacilar de las medidas más enérgicas en su carácter. La historia toda atestigua este modo de obrar en tales casos, y sería vano negarlo aun en los gobiernos populares. En tales períodos, las Repúblicas especialmente requieren un modo pronto de usar toda la energía del pueblo. De este principio de conservación ha partido la carta fundamental sabia y necesariamente para conceder facultades extraordinarias al Ejecutivo, en ciertos casos especificados, cuando no hay otra alternativa en una invasión extranjera o insurrección doméstica.

Tal es el origen del decreto de 25 de enero de 1862 y las demás leyes promulgadas después, según las circunstancias en que se iba encontrando el país. La primera procuraba con sus terribles disposiciones, que ningún mexicano ayudase a la intervención francesa, y no en virtud de ella, sino del buen sentido de la Nación, nadie se prestaba a servir el cargo más insignificante. Pero se perdió Puebla, luego se evacuó la capital y las demás capitales y poblaciones. La ley de 25 de enero perdió todo su influjo, y sería impracticable, pues que abrazaría a toda la Nación. El art. 1° fracción V, castiga la formación de actas en los puntos ocupados por el enemigo, aceptando empleo o comisión, ya del invasor o de personas delegadas por él. En el 3° fracción X, arrogarse el poder de los Estados o territorios, el de los distritos, partidos y municipalidades, funcionando de propia autoridad o por comisión de la que no lo fuere legítima.

¿Se comprende el númerO de personas que caería bajo la cuchilla de la ley, la suma de los procesos y las ejecuciones? ¿Pudiera, física y moralmente, llevarse a cabo? Buena la ley, útil y conveniente cuando se dictó en 1862, sería fuera de propósito en él de 1863; suponiendo delincuente a todo el pueblo mexicano, sería insultar su desgracia, cuando desamparado, sin armas para su defensa, y oprimido de las bayonetas francesas obedecía a una fuerza mayor y se doblegaba a su pesar a las circunstancias, siendo víctima del invasor que lo diezmó, cometiendo las brutalidades que llaman ilustración al otro lado del mar, en la culta Francia ...

Una ley, pues, que no puede cumplirse en toda su extensión, claudica por sí misma, se hace nula y de ningún valor, en todo aquello en que falta la igualdad de aplicación. No se pueden escoger personas, dejando a las demás que les comprende de la propia manera y a quienes no hay motivo de exceptuar. Esto no lo digo yo, lo expresa con mucha claridad la Constitución. Ya transcribí el art. 29, marcando aquellas palabras sin que la suspensión (de garantías) pueda contraerse a determinado individuo.

Pero más claro, más perceptible está en el art. 128, que dice a la letra:

Esta Constitución no perderá su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión se interrumpa su observancia. En caso de que por algún trastorno público se establezca un gobierno contrario a los principios que ella sanciona (aquí toda la atención del Consejo), tan luego como el pueblo recobre su libertad, se restablecerá su observancia, y con arreglo a ella y a las leyes que en su virtud se hubieren expedido, serán juzgados, así los que hubieren figurado en el Gobierno emanado de la rebelión, como los que hubieren cooperado a ésta. La sabiduría, justicia y previsión con que se presenta el artículo, no deja nada qUé desear.

Para que llegue a establecerse un Gobierno que emane de la rebelión, se necesita que haya cooperado un gran número, y que se considere emanado de una verdadera revolución, de una causa política en que toma parte el bando que ha abrazado la idea.

Cesa de ser una sedición o motín, convirtiéndose en guerra civil. Cuando se forma en el Estado un partido que no obedece ya al soberano y tiene bastante fuerza para hacerle frente, o cuando en una República se divide la nación en dos fracciones opuestas y llegan a las manos por una y otra parte, es una guerra civil. Algunos reservan este término a las justas armas que los súbditos oponen al soberano, para distinguir esta resistencia legítima de la rebelión. Pero, ¿cómo llamaremos a la guerra que se levanta en una República despedazada por dos fracciones, o en una monarquía entre dos pretendientes a la Corona? Cuando se hace la guerra con regularidad, es, quiérase o no, guerra civil.

En su término es cuando puede juzgarse con madurez y reflexión de las cosas y de los hombres que han intervenido en ella, siendo esta la causa porque el artículo constitucional que comento, reserva el castigo para entonces. En esa época se distinguirán todos los grados de complicidad y se hará lo conveniente. En estado de guerra es muy común que las pasiones determinen las acciones de los hombres, más bien que la justicia y la razón. Una justicia recta y vigorosa sería imposible. Sería necesaria la restitución de cuanto se ha tomado injustamente, que se reparen los perjuicios y se reembolsen los gastos de la guerra. ¿Y cómo se ha de tasar la sangre derramada y la desolación de las familias? La justicia rigurosa exigiría, que aun en aquel cuyas armas son justas, se midieran los límites de la defensa que pudiese haber traspasado. No, nuestro artículo constitucional aplaza el castigo de los delincuentes por su multiplicidad, y quiere que con arreglo a la carta y con vista de las leyes de circunstancias que forman la historia de la revolución, se proceda a meditar el modo más seguro de conseguir la paz y perpetuarla, reconciliando a la nación consigo misma.

Aplazar este juicio es lo que manda expresamente la Constitución, que yo defiendo hoy con mi voz, y por la que he hecho sacrificios del tamaño de un grano de arena, así como los heroicos militares que me escuchan han derramado y seguirán derramando su sangre.

Una Constitución es nada evidentemente, si no es la ley de todas las leyes. Desde que éstas pueden sustraerse al imperio de aquélla, restringirla, traspasarla o suspenderla, ella no es más que una ficción, un fantasma. Entre todas las leyes, ella sola es ineficaz, pues nada puede contra las otras, qúe lo pueden todo contra ella. Se dirá que no existe sino para recibir ultrajes y para hacer más sensibles a cada ciudadano los atentados individuales que ella le había ordenado no temiese. ¿Qué significa esta inmutabilidad que se le atribuye? Una ley inmutable es aquella que se observa, y se empieza a destruir una Constitución, desde el momento en que se desobedece alguna de sus disposiciones literales. Lo que contradice a la letra de una ley constitucional jamás es conforme a su espíritu que destruye su autoridad, si en las cuestiones que ha resuelto positivamente se consulta otra cosa que su texto.

Hay dos sistemas que se oponen, el uno Constitucional y el otro revolucionario. Es el orden y el desorden ocasionado por las circunstancias. ¿A qué nos debemos estar pasadas éstas? Él año de 1862, permanecía el Supremo Gobierno en la capital de México, y las demás autoridades en el resto de la República. El decreto de 25 de enero comprendía aquel estado de cosas, y por eso declara el art. 59 el derecho de acusar ante la autoridad militar los delitos que expresa, y norma los procedimientos para investigarlos. El art. 69 aclara este concepto, diciendo: luego que dicha autoridad tenga conocimiento de que se ha cometido cualquiera de ellos, bien por la fama pública, por denuncia o acusación, o por cualquiera otro motivo, procederá a instruir la correspondiente averiguación con arreglo a la ordenanza general del país, etc. No estamos en el caso de esta forma, porque no hay fama pública, denuncia ni acusación; es el delito notorio de que habla el art. 28, que dice: Los reos que sean cogidos in fraganti delito en cualquier acción de guerra o que hayan cometido los especificados en el artículo anterior, serán identificadas sus personas y ejecutadas acto continuo.

Es digna de admirar la conducta prudente del ciudadano General en Jefe, y que le hará honor en todas partes, cuando tomada prisionera toda la guarnición rebelde de Querétaro, con los principales caudillos, no quiso usar de una facultad que le ponía en las manos la sangre de millares de víctimas. Soldado valiente en la guerra y humano en la victoria, ha preferido consultar sus procedimientos, para no exponer su responsabilidad en caso tan grave y que debe tratarse por la primera autoridad del país.

El Supremo Gobierno ha mandado formar esta causa, porque quiere oír las defensas de los reos, pesarlas y resolver definitivamente. De otro modo, habría mandado que el General en Jefe cumpliese con el art. 28 citado, que comprende exactamente a los procesados. Esta es la discusión legal entre la sociedad que acusa y el acusado que se defiende, presentando sus motivos y descargos. Lícito es por lo mismo hacer presente cuanto contribuya a un fin que demanda la justicia y la conciencia pública.

He demostrado que la ley de 25 de enero, es de aquellas que debe(n) caer bajo el examen que previene el art. 128 de la Constitución, así como al castigo de los reos que comprende y han figurado en la revolución. ¿Dejará el Supremo Gobierno de pesar estas razones y de hacer eco en su alta sabiduría para obrar con entero conocimiento de causa, cuando se trata nada menos que de la inteligencia que debe darse a la ley fundamental? ¿Hará una interpretación doctrinal el Consejo, cuando por menos motivo, por una simple forma, ha consultado el Ministerio fiscal, sobre cómo deben contarse las veinticuatro horas para la defensa? No lo temo de este Tribunal, cuando le es tan fácil declinar toda responsabilidad, y asegurarse en sus procedimientos, de la propia manera que lo ha hecho el Ciudadano General en Jefe.

Robusteceré más la excepción. Cuando las leyes fundamentales del Estado han arreglado y limitado el poder soberano, ellas mismas señalan la extinción y los límites de su poder y el modo de ejercerlo. Está, pues, estrechamente obligado no sólo a respetarlas, sino también a mantenerlas, porque son el plan sobre el cual la Nación ha resuelto trabajar en su felicidad y cuya ejecución le ha encargado ... Si está encargado del poder legislativo, puede, según su sabiduría, abolir las leyes no fundamentales, y hacer otras nuevas, cuando lo exija el bien del Estado.

Hemos visto ya, aunque me repita en parte, que según el art. 29 de la Constitución, cuando se trata de la vida de un hombre, no quedan suspensas las garantías que ella concede. Pues bien, aun suponiendo, por un ligerísimo momento, que don Miguel Miramón hubiese sido traidor a la Patria en guerra extranjera, una de las garantías es (art. 13) que: En la República Mexicana nadie puede ser juzgado por leyes prohibitivas ni por tribunales especiales. Este es un principio, siempre que se trata de un proceso en guerra o paz, a diferencia como ya expliqué, de las facultades discrecionales de un General en Jefe y que se traducen por la ley marcial. Proceso, luego garantías constitucionales. No se admite medio.

En la misma comunicación del Ministerio de Guerra se expresa que se proceda al juicio que dispone la ley en otros casos, para que de ese modo se oigan en éste las defensas que quieran hacer los acusados. Luego es una ley privativa y un tribunal especial designado. Es un proceso ad hoc y para determinadas personas. Si las prevenciones han de ser generales, deben abrazar a cuantos estén en su caso. Mi defendido ha servido seis meses militarmente. ¿Y cuántos otros de los aprehendidos pudieran ser más delincuentes? ¿Cuántos tendrían menos descargos? Este es el juicio universal que quiere el art. 128, repito, con la más alta sabiduría, para que la justicia sea verdaderamente distributiva, arreglada a la ley natural y al derecho de gentes. Entonces se aplicará al art. 21 que declara ser exclusiva de la autoridad judicial, la aplicación de las penas propiamente tales.

Afortunadamente para don Miguel Miramón, no se le ha hecho un solo cargo que importe traición a la Patria en guerra extranjera, que el art. 23 de la Constitución exceptúa por la abolición de la pena de muerte, y que comprende a los delitos políticos que con profusión le hace el Ministro fiscal. Preciso es destruir por vía sólo de instrucción, el único que se quiere deducir por presunciones, y con silogismo que parece redondo. Napoleón invadió a México para poner de emperador a Maximiliano; tú serviste a las órdenes de éste en los últimos seis meses, luego tuviste intención de servir a la intervención francesa. No se infiere, porque Miramón llegó a México cuando ya estaba falseada la voluntad nacional, así por la aquiescencia errónea y forzada de los mexicanos, como por el falaz reconocimiento de las potencias europeas, engaño de algunos millones de personas. Miramón quiso servir a su partido, y este es el verdadero cargo de un delito también político. Contra las presunciones de haber querido desembarcar en Veracruz, y el reconocimiento de la República, hay el destierro disimulado que sufrió, su conducta en Guadalajara, el odio de Bazaine, y multitud de otras pruebas que no dejarían la menor duda de que jamás estuvo por la intervención francesa. Hablo someramente, porque no es mi ánimo contestar sin que se resuelva la cuestión, o duda de ley, que promuevo. Hechos aislados que no constan en el proceso comprobados, y de los que nadie puede juzgar con conciencia, no pueden servir para fundar un cargo, y mucho menos de tanta magnitud. Las respuestas de mi cliente son en este punto enteramente satisfactorias.

Otro cargo me toca a mí directa y personalmente responderlo. Sobre los asesinatos de Tacubaya el 11 de abril de 1859, crimen que horrorizó al mundo, como hijo de una hiena que se llama entre nosotros Márquez, hombre cobarde que se ceba en los indefensos y huye el cuerpo en las batallas. Don Miguel Miramón no lo supo sino después de consumado, indignándose de tal procedimiento, y sin fuerza para castigarlo porque el honor del triunfo sobre nosotros lo había recogido Márquez. Yo estaba en compañía de otros siete designado para su víctima esa misma noche a la oración, encerrados ya en un calabozo, y fui salvado con mis compañeros por Miramón, sin esfuerzos míos ni de mi familia, a la que no quise dar parte. Pago ahora la deuda con mis esfuerzos, y enseño prácticamente, cuán errado va el hombre que sacrifica a su semejante por opiniones políticas de buena fe, y a quien puede necesitar al día siguiente. Don Miguel Miramón, joven de buenos antecedentes en su educación civil y militar, a quien no puede negarse la buena fe con que ha abrazado un partido para defenderlo lealmente, dígase lo que se quiera, no es hombre peligroso para la Patria. Ya el Consejo ha oído sus respuestas al cargo de traición. Dispuesto para combatir la intervención francesa, se encontraba proscrito por el partido liberal. Posición difícil, cuando sólo los demócratas defendemos tan sagrada causa, defeccionando vilmente no pocos de entre nosotros. Una buena acogida por nuestra parte le habría evitado tener que reunirse a su antiguo partido, del que ha sufrido muchos desengaños, y el trato lo hubiera decidido a abjurar esas ideas torpes y rancias que no están bien en la juventud del siglo.

Nótese bien que los últimos seis meses, ya no pertenecía a la intervención francesa, decidida la marcha de su ejército, y por consiguiente siguió solo la guerra civil entre la idea conservadora que se reviste de diversas formas, ilusionada con un poder agonizante, para sepultarse por siempre en el polvo del olvido. Si esto es cierto, si hemos conquistado como es la verdad, el principio republicano y democrático, ¿por qué tememos otra revolución? Será necesario que nos dividamos nosotros mismos, y vendrán otros hombres a sustituir los que no existan.

Líbrenos Dios de creer que los derechos y el porvenir de la República estuvieran en manos de un solo aristócrata, que si así fuera, la necesidad y la conveniencia pública justificarían su destrucción. Ha sido necesario todo el poder de una nación de primer orden, para suspender por un momento nuestras instituciones republicanas, garantizadas por todo el continente americano, y probada la impotencia de Europa para derrocarlas. Reflexiónese sin pasión, y se encontrará que mi cliente es de los menos culpables. No ha sido él quien mendigara el príncipe extranjero, ni se hubiera hecho cómplice de los horrores cometidos por la intervención francesa. No ha sido él quien sancionara, ni con su presencia, los decretos y órdenes de proscripción y de muerte, sirviendo sólo como militar en batallas regulares y sin hacerse reo personalmente de delitos contra el derecho común y de gentes. Su débito está al nivel del de los demás jefes, y en un grado menos, por el poco tiempo de servicio. ¡Cuánta distancia para la graduación legal y concienzuda de la pena!

Ya no era el éxito de la invasión extranjera el que se defendía en Querétaro por Miramón; era el partido político de los que han desgarrado el país, y en efecto, el opuesto y el que ha embarazado las instituciones republicanas. Esto es lo que se llama guerra civil, y no es lo propio formar la conspiración o rebelarse, que seguir el movimiento revolucionario después que hay motivos para creer, aunque sea engañosamente, en la legalidad y aceptación de la idea que se defiende.

Los primeros pasos contra la autoridad establecida, son los que se castigan con mayor severidad para contenerlos. Las más enérgicas y prontas medidas, son económicas de sangre; por eso aconsejaba Napoleón cargar con bala contra los motines para dispersarlos; después pueden usarse los de Instrucción. Washington mandaba a su mayor general Howe, en el levantamiento de la tropa de New Jersey, no dar cuartel mientras estuviera con las armas en las manos, y que en el instante se ejecutara a los cabecillas, juzgándose a los demás con regularidad. En Querétaro no ha habido una sedición, un motín contra la autoridad, sino, repito, una guerra regularizada, siendo otros los que promovieron y complicaron aquélla, decidiendo los hechos de armas la cuestión.

¿Qué reglas se observan después? Las que determina el derecho de gentes a que se sujeta el art. 128 de la Constitución. La guerra civil, dice Wattel, destruye los vínculos de la sociedad y del gobierno, o lo menos suspende su fuerza y sus efectos: produce en la nación dos partidos independientes que se miran como enemigos, y no reconocen ningún juez común. Por consiguiente, es necesario absolutamente, considerar a estos dos partidos como formando en lo sucesivo, o a lo menos por algún tiempo, dos cuerpos separados, o dos pueblos diferentes; pues aunque alguno de ellos sea culpable por haber roto la unidad del Estado, resistiendo a la autoridad legítima, no por eso dejan de estar divididos de hecho. Además, ¿quién los juzgará y decidirá de qué parte está el agravio o la justicia? No tienen superior común sobre la tierra, y por consiguiente se hallan en el caso de dos naciones que entran en contestación, y que no pudiendo convenirse acuden a las armas.

En este supuesto, es evidente que las leyes comunes de la guerra, esas máximas de humanidad, de moderación, de rectitud y honradez que hemos expuesto, deben observarse por ambas partes en las guerras civiles. Las mismas razones que establecen su obligación de Estado a Estado, las hacen tanto o más necesarias en el caso desgraciado en que dos partidos obstinados despedazan su patria común.

Y bien, ¿estas reglas pudieran ser la norma de un juicio precipitado para un examen minucioso, en que habrían de pesarse las circunstancias del país, el estado de la guerra, sus causas y sus efectos? ¿Cómo se tranquilizaría la conciencia de un juez, y mucho menos teniendo que decidir sobre la conveniencia y necesidad política cuya norma no le ha dado la ley? ¿Se sujetará a lo que otros hombres como él hayan pensado? ¿Abjurará de su propia e independiente opinión? Tales son los inconvenientes que quiso salvar la Constitución, y otro de más fuerte razón.

Supuesto que en la guerra civil se consideran los partidos como de Estado a Estado, no son las leyes particulares de cada uno de ellos las que deben aplicarse a los vencidos en una batalla y se han hecho real y verdaderamente prisioneros. De país a país no hay promulgación en el estado de guerra, a menos de ciertas notas que se pasan y trae el uso de ella. ¿ Cómo, pues, pudieran aplicarse? En el caso hay de particular, que en enero de 1862, Miramón estaba en La Habana, y permaneció en el extranjero hasta su última vuelta al país, en que casi todo él se encontraba bajo la presión de la monarquía, y sujeto a las prescripciones de ésta. Obedecía el estado insurreccionado e independiente.

Húberus, citado por Wheaton, establece por reglas: 1° Que las leyes de cada Estado tienen fuerza dentro de los límites de aquel Estado, y obligan a sus súbditos. 2° Todas las personas dentro de los límites de un Estado se consideran como súbditos, sea su residencia permanente o temporal. Estas reglas, que se refieren al derecho civil, traen su origen del derecho de gentes, y sirven en tesis general para concluir que sólo las prescripciones de las leyes internacionales son aplicables en los conflictos de Estado a Estado, o de Nación a Nación.

El Supremo Gobierno en su comunicación con que dan principio estas actuaciones, inculca la necesidad y conveniencia de instruir el proceso, para asegurar la paz, resguardar los intereses legítimos, y afianzar los derechos y el porvenir de la República. Entro a la cuestión de circunstancias, y hasta donde pueden llegar la clemencia y magnanimidad. Cuestiones todas de la más alta política, y que importan, puede decirse, una resolución legislativa o judicial, o cuando menos la acusación de crímenes y delitos no excusables. ¿Y es a este tribunal al que se sujetaría tan alto funcionario? Mi opinión es la que él mismo manifiesta, y no me cansaré de expresar, oír las defensas, y juzgar con mayor detenimiento e imparcialidad.

¿No es cierto que la ley de 16 de agosto de 1863 manda en su arto 1° que serán considerados como reos de traición y sufrirán la confiscación de sus bienes, a más de las otras penas que las leyes fijan a este delito, los empleados en el orden municipal, civil o militar, etc., y sin embargo, se les ha oído y aplicado gubernativamente otras penas en conmutación?

Una consecuencia muy importante deduzco de aquí, que la sentencia del Consejo no trae ejecutoria; la que se robustece aún más de los términos de la comunicación del principio, en que derogando el artículo que habla de los delitos in fraganti y señalando nominalmente otros, dejan la puerta abierta los párrafos 3° y 14 art. 1° de la ley posterior citada de 16 de agosto de 1863. Mi duda de ley es por tanto enteramente admisible para que se resuelva, en vista de los fundamentos en que se apoya.

Nunca es larga la discusión cuando se trata de la vida de un hombre, nunca es larga cuando se trata de la vida de una nación, de su buen nombre y de su dignidad. ¿Por qué fatalidad están reunidos tres individuos en un proceso, que dista mucho de la materia que debe tratarse con cada uno en lo particular? A don Miguel Miramón no puede hacerse más cargo de pública notoriedad, que un delito político, haber tomado las armas en guerra civil. ¿Importa tanto a la salud de la patria, que se concluya su causa en un día o en un mes? ¿No está seguro, rodeado de guardias fieles y sin poder obrar? El objeto de la guerra y de todos sus horrores es rendir al enemigo; y ¿no está rendido?

La pena de muerte está expresamente derogada por nuestra Constitución para los delitos políticos, y ningún tribunal puede imponerla, ni el legislador decretarla en tales casos. La pena de muerte no se impone al prisionero de guerra, porque no es útil y necesaria, faltándose al derecho de gentes. Todos los autores modernos convienen en este axioma bien fundado: Luego que nuestro enemigo está desarmado, y rendido, ya no tenemos ningún derecho sobre su vida, siempre que no haya cometido algún nuevo atentado, o se haya hecho antes culpable de un crimen digno de muerte. ¿Cómo en un siglo ilustrado, pregunta Wattel, han podido imaginar que es lícito castigar de muerte a un comandante que ha defendido su plaza hasta el último extremo, o al que en una mala fortaleza se ha atrevido a oponerse contra un ejército real? ¡Qué idea la de castigar a un hombre animoso porque ha cumplido con su deber! Alejandro el Grande profesaba otros principios cuando perdonó a algunos Milesios, a causa de su valor y de su fidelidad.

Y bien, estas razones de clemencia, de humanidad, no pertenecen sino a la nación, al cuerpo o autoridad que la represente. Salen fuera de la esfera de un tribunal, no tocándole tomarlas en consideración. Pero sí está obligado a hacer manifiestas estas excepciones, a consultar la duda de ley y a tener presente la Constitución. Cuando en un tribunal se introduce la duda del hecho, absuelve al acusado. Cuando duda del derecho, ocurre al legislador.

Se comprende fácilmente, Ciudadanos del Consejo, que el Supremo Gobierno no ha querido simplemente cubrir las formas, sino procurar que las razones en contra de su juicio le ilustren, pues que el principio de la sabiduría es saber dudar.

Réstame por último contestar algunas objeciones que ya se indican en el proceso. Se dirá que el punto promovido por mí está resuelto en el hecho de haberse señalado la ley de 25 de enero y no la Constitución. A este argumento llaman los lógicos petición de principio, que consiste en dar por cierto lo mismo que se discute. Yo sostengo que es la segunda y no la primera a la que debemos atenernos. Si hasta ahora se forma la cuestión, ¿cómo se ha de tener por resuelta? Al principio, al legislador, se representa precisamente sobre sus mandatos. Esta es una razón de más para apoyar el artículo constitucional. Tan pronto como el General en Jefe no quiso usar de sus facultades, identificando las personas de los acusados para aplicarles la pena, la reservó a otra autoridad.

El Supremo magistrado cree ser él, y yo creo que es la Nación cuando ésta pueda juzgar, así de los reos como de los actos del mismo Gobierno provisional. Entonces habrá otro juez. ¿Podrá decidir un Consejo de guerra ordinario esta cuestión? Acordémonos del precepto de la Constitución: tan luego como el pueblo recobre su libertad se restablecerá su observancia, y con arreglo a ella y a las leyes que en su virtud se hubieren expedido, serán juzgados, así los que hubieren figurado en el Gobierno emanado de la revolución, como los que hubieren cooperado a ella. Aquí se ve claro y terminante que la Nación quiere juzgar por sí, no sólo de los reos sino de las mismas leyes que se hubieren expedido, como la de 25 de enero y otras, para decir en cuáles están inclusas las personas de los reos.

También se intentará enunciar que el acusado ha reconocido la jurisdicción, declarando y contestando el cargo. La ilustración del Consejo me evitará extenderme sobre este punto decidido por la razón y las leyes. Esta excepción es perpetua, y puede interponerse en cualquier estado del pleito, perteneciendo al derecho público y no al privado. Ataca las facultades de una autoridad suprema, a la que toca únicamente decidir sobre su competencia, que no puede delegar.

Mas este es el preciso estado de la causa en que debe ponerse la excepción, no siendo admisible en el sumario de las causas criminales, pues no podría pararse su secuela, sin riesgo de perder los datos que aseguran la perpetración del delito y su autor. Cualquiera autoridad es competente en el caso, poniendo después el reo y el proceso a disposición de su juez natural.

Así como este es el lugar más a propósito para las investigaciones, de la propia manera en el que resida el Supremo Poder deben tratarse las cuestiones en que está interesada toda la Nación. Esta ha sido la práctica en los países todos, y no hay motivo para separamos de ella. Los poderes extraordinarios de un comandante, cesan tan pronto como una revolución ha terminado. Arrestados los culpables, ningún castigo sumario se les puede infligir. Deben decidirse los casos por otro Tribunal, después de una fría y madura deliberación. La ley arma a cada oficial del ejército con plenos poderes preventivos, pero con no vindictiva autoridad. Esta es la regla general de la ley, y de la que no es lícito desviarse, a menos de extraordinarias emergencias.

Así está cumplido por parte del Ciudadano General en Jefe; pero para que el Congreso pudiera conocer de la causa debidamente, sería necesario facultarlo con el derecho de gracia y justicia, de ese poder discrecional que reside en la Nación.

Mi opinión es, en resumen, que de la misma manera que se ha mantenido a don Miguel Miramón en rigurosa custodia, así permanezca hasta cumplirse con el precepto constitucional. Sin temor de fuga, no habiendo quienes intenten rescatarlo por la fuerza, y ni aun haciendo falta esta guarnición para rendir la capital, único punto resistente, la justicia, la prudencia, la circunspección, aconsejarán mejor la última determinación. ¿Qué falta para este desenlace? Oiremos a nuestros amigos y enemigos, y se escuchará la verdadera voz del pueblo mexicano. Daremos tiempo a que las naciones se instruyan de la justicia con que obramos, y estoy seguro que no nos doblegaremos entonces ni ahora a sus amenazas, ni atenderemos exigentes recomendaciones, obrando con la dignidad que corresponde a un pueblo libre e independiente.

Por tales fundamentos concluyo suplicando al Consejo se digne consultar la duda de ley que propongo por denegada esta misma muchas veces, y si se resolviere por la negativa, continuaré la defensa de mi cliente.

Dije.

Querétaro, junio 13 de 1867.
Lic. Ignacio de Jáuregui.

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