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LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO VIGÉSIMO

VIDA, LUCHA Y ENCARCELAMIENTO DE PLÁCIDO CRUZ RÍOS


Sus primeras luchas.

Nativo del pueblo de Tamariz, del Distrito de Arteaga, en el Estado de Chihuahua, donde vio la primera luz en 1881, Plácido Ríos, como es mejor conocido, inició desde muy joven sus luchas populares. A fines del siglo pasado, o sea antes de cumplir 20 años, abandonó su tierra y marchó al Estado de Sonora, donde en Hermosillo ingresó a una agrupación política denominada Club Verde, de tan feliz recordación, que se había organizado para sostener la candidatura popular de don Dionisio González para Presidente Municipal de la ciudad, en contra de la postulación de consigna de don Vicente Escalante, suegro del entonces Ministro de Gobernación don Ramón Corral. En apoyo de la candidatura del señor González se pronunciaron los periódicos El Sol y El Demócrata, dirigidos respectivamente por don Belisario Valencia y don Jesús Z. Moreno, y como Plácido Ríos figuraba en el personal del primero, fue encarcelado junto con los demás redactores en la Penitenciaría del Estado.

Plácido Ríos, que era un joven de complexión robusta, de ojos negros y abundante y ensortijada cabellera, fue defendido sin éxito por el muy estimado y valeroso Lic. Parada, habiendo tenido mejor suerte su señora madre, doña Ursula Ríos (1), quien hizo gestiones ante el mismo Ramón Corral, que a la sazón se hallaba en Hermosillo, logrando que éste ordenara que se le pusiera en libertad, no sin recomendar a la afligida madre que su hijo debía abandonar cuanto antes la población para evitarse nuevas y muy posibles persecuciones.


A Cananea.

La recomendación y advertencia de Corral obligaron a Ríos a salir de Hermosillo para marchar al mineral de Cananea con el objeto de solicitar empleo ante la compañía norteamericana que lo explotaba, cosa que muy pronto le fue concedida, pues en 1901 comenzó a trabajar en la mina llamada La Veta Grande y posteriormente en el departamento de concentración de metales, pudiendo darse cuenta desde luego de que la mitad de los obreros era de aquella nacionalidad y de que gozaba de no pocos privilegios. No tardó en relacionarse con muchos compañeros de labor y de vecinos del mismo mineral que eran asiduos lectores del periódico Regeneración, donde como es sabido los Flores Magón y Juan Sarabia combatían desde los Estados Unidos la Dictadura y levantaban el espíritu del pueblo mexicano para hacerle comprender que era necesario rebelarse contra el sistema de opresión de que era víctima tanto de parte de las autoridades como de los grandes industriales y terratenientes.


Ingresa a dos memorables agrupaciones.

Más tarde, en 1905, ingresó Ríos a los clubes Humanidad y Liberal de Cananea, fundados respectivamente en los barrios de Pueblo Nuevo y El Ronquillo por Diéguez y Calderón y el gran luchador socialista Lic. Lázaro Gutiérrez de Lara, y en los cuales, de conformidad con la Junta Revolucionaria que habían establecido recientemente en San Luis, Missouri los mismos Flores Magón y Sarabia en compañía de otros correligionarios, se hacía una intensa propaganda de los principios liberales y se empezó a tratar de las prestaciones a que tenían derecho los obreros de parte de la empresa, y más concretamente, según dice el propio Ríos, sobre la diferencia de sueldos entre los mineros mexicanos y americanos, protestando por la ventajosa situación que tenían los extranjeros, que ganaban ocho pesos al día en tanto que los mexicanos ganaban dos o tres pesos; con la circunstancia de que los americanos desempeñaban los mejores y más descansados trabajos, en tanto que los mexicanos desempeñaban los trabajos más rudos y pesados.


Estalla la huelga.

En tales condiciones, los digirentes de dichos clubes, y al mismo tiempo líderes de los mineros mexicanos, demandaron de la companía que a éstos se les pagara cuando menos cinco pesos diarios y que su jornada de trabajo, que era de diez a doce horas, fuera solamente de ocho, y que en tanto no se concedieran tan razonables peticiones, los trabajadores, que eran más de cinco mil, se declararían en huelga, como efectivamente se declararon el primero de junio de 1906.

Desde luego, el presidente de la compañía estaba dispuesto a que se pagara el salario pedido, pero no a que se redujeran las horas de trabajo.

Esta concesión tal vez hubiera satisfecho a los huelguistas, asevera el ya citado profesionista Pacheco Moreno, pero órdenes terminantes recibidas del Presidente Díaz y del Secretario de Gobernación, Ramón Corral, prohibieron al superintendente que hiciera la menor concesión a los mineros, dándole como razón de tales órdenes, el que cualquiera concesión que se hiciera establecería un precedente peligroso que incitaría a la huelga a los demás proletarios de la República.


Ríos asume una actitud valerosa.

La huelga se inició primeramente entre los obreros de la mina Oversigth, y cuando Ríos se enteró de ello, procuró y logró que el movimiento se generalizara en todo el mineral, excitando a sus compañeros y proveyéndolos de armas y parque que tomó de los montepíos y otras casas de comercio con objeto de que se defendieran, en vista de que eran agredidos y hasta asesinados en las calles de Cananea por los mismos empleados de la compañía, que además encerraban en la cárcel del pueblo a todo sospechoso de simpatizar con la huelga.


Llegan tropas americanas.

El 3 de junio, llamadas por el gobernador Izábal, llegaron a Cananea gran número de soldados y rangers americanos para ametrallar a los huelguistas y conducir a despoblado a muchos de ellos, a quienes fusilaron sin el menor asomo de averiguación.

Es de importancia hacer notar -dice el mismo abogado Pacheco Moreno- que desde el comienzo de la huelga el gerente y los accionistas de la compañía se dirigieron inmediatamente a Washington pidiendo la intervención armada, al mismo tiempo que se dirigían también a las uniones mineras de Arizona pidiendo pronto auxilio, pues los huelguistas mexicanos estaban asesinando mujeres y niños norteamericanos en Cananea. Estas noticias produjeron una impresión de horror tremenda en los Estados Unidos y una fuerza de trescientos voluntarios norteamericanos, trabajadores de las minas de Arizona, cruzó inmediatamente la línea divisoria dirigiéndose a Cananea. La noticia de tales asesinatos era, por supuesto, una mentira. Pero esta mentira tenía un objeto, el que se obtuvo en toda su magnitud.

Ríos abandona Cananea. Durante los sangrientos incidentes de la huelga muchos de los trabajadores fueron aprehendidos y envíados a la Penitenciaría de Hermosillo, entre ellos Diéguez y Calderón, a quienes más tarde se remitió a las mazmorras de San Juan de Ulúa; y al terminar la huelga después de cuatro días de incesantes refriegas, de actos de heroísmo de los obreros nacionales y de tremendas represalias contra los mismos, Plácido Ríos se vio obligado a huir del mineral para encaminarse, según él mismo lo cuenta, a un ranchito llamado La Escondida, cuyo propietario era miembro del Partido Liberal, y luego se dirigió a Genoveráchi, a Bacoáchi y a Benámichi, pequeñas poblaciones localizadas en las márgenes del río Sonora, estando unos días en un lugar y otros en otro, pero sin perder contacto con los miembros del Partido Liberal.


Vuelve al mineral y sigue luchando.

Poco más tarde, cuando ya casi había desaparecido la agitación, regresó a Cananea, donde continuó trabajando en la fundición junto con otros obreros mexicanos que, como él, por la discriminación racial que seguía prevaleciendo en el mineral estaban resueltos a levantarse en armas de acuerdo con el llamamiento de insurrección que en su Programa del primero de julio había lanzado la Junta Revolucionaria del Partido Liberal. Así las cosas, Ríos hacía frecuentes viajes a Douglas, donde conferenciaba con Lázaro Puente, Bruno Treviño y demás luchadores que en esa ciudad hacían labor subversiva, llevándoles comunicaciones de sus compañeros de trabajo, y ellos, a su vez, le daban cuenta de los asuntos que trataban con la propia Junta, así como propaganda revolucionaria y algunos elementos para que fomentara el movimiento rebelde entre los mismos trabajadores.

Con los fondos que recogía en Douglas y con los que le habían proporcionado los rancheros durante su recorrido por los pueblos del río Sonora compró armamento y municiones en Arizona, introduciéndolos a territorio mexicano con ayuda de otros compañeros por un lado de Naco, a distancia de la Aduana; pero al llevar las armas con rumbo a la montaña, Rios y sus acompanantes fueron perseguidos y tiroteados por los guardias fiscales, y aunque Plácido resultó herido, lograron evadir la persecución y esconder las armas en una mina abandonada llamada La Mariquita, que se hallaba en las fragosidades de la Sierra de San José, no muy lejos del mineral de Cananea.


Es aprehendido.

Después de pasadas tres semanas de estos acontecimientos, Ríos fue capturado y conducido a la cárcel del mismo mineral, siendo inmediatamente encerrado en un calabozo, donde quedó incomunicado y con centinelas de vista. La causa de su arresto, según él mismo dice, fue que al verificarse la aprehensión de los insurrectos de Douglas, le encontraron a Bruno Treviño una carta que lo denunciaba como uno de los principales participantes de la huelga y de tener estrechas relaciones con los grupos liberales de México y Estados Unidos, por lo que el ya citado juez Huacuja y Avila ordenó su captura con la esperanza de obtener de su parte valiosas informaciones sobre los promotores de la propia huelga, y a la vez recogerle los documentos que portara y se refirieran a los trabajos de oposición emprendidos contra la Dictadura.


A Hermosillo.

De la cárcel de Cananea fue conducido a la Penitenciaría de Hermosillo junto con los correligionarios Francisco Castro, Manuel Sobarzo, Jesús Hernández y Alfredo González, así como con un gran número de desventurados presos del orden común, a pie y bajo la vigilancia de una fuerte escolta de caballería, teniendo que recorrer una distancia de 200 kilómetros, y sólo descansando un poco en las poblaciones del trayecto, tales como Magdalena, Cucurpe, Tuape, Horcasitas y otras, ubicadas en la línea del Ferrocarril Sud Pacífico.

Ya en dicha Penitenciaría, donde volvió a quedar incomunicado, fue llevado varias veces a rendir sus declaraciones ante el juez Huacuja y Avila; pero este funcionario, a pesar de sus presiones y amenazas, no logró obtener de su parte ninguna de las informaciones que apetecía; mas por el hecho de haber sido uno de los más destacados animadores del movimiento huelguístico y de habérsele recogido en la prisión de Cananea algunos papeles comprometedores, tras un juicio que se prolongó varios meses, lo sentenció a más de cuatro años de encarcelamiento, que debía cumplir precisamente en el Castillo de San Juan de Ulúa.


Prosigue la dolorosa peregrinación.

Una vez sentenciado, Plácido Ríos fue sacado de la Penitenciaría junto con dichos compañeros y de los luchadores de Douglas y Sahuaripa, sin saber adonde se le destinaba; pero pronto todos se dieron cuenta de que por distintos medios de comunicación se les llevaba al centro del país. De Hermosillo al puerto de Guaymas, donde se les unieron más de 500 yaquis, hombres, mujeres, niños y ancianos, que eran remitidos como esclavos al Valle Nacional para sujetarlos a trabajos forzados, fueron conducidos en ferrocarril; de Guaymas a San Blas en el barco El Demócrata, y de San Blas a Tepic iban a ser enviados pie a tierra, pero un ganadero compasivo les proporcionó unos burros para que pudieran caminar. Todos venían bajo la custodia de una considerable fuerza armada comandada por el mayor Moisés Bretón, quien se portó muy humanitariamente con ellos, al grado de que lo llegaron a querer, pues se negó a ejecutar la orden que traía de colgarlos en los árboles del camino.

Al llegar a Tepic, donde les concedieron 14 días de descanso y los tomó a su cargo el teniente coronel Próspero Rivas, se dispuso que el viaje que iban a emprender hasta Guadalajara lo hicieran también por tierra, no obstante la gran distancia que separa las dos ciudades. Ya en camino, el citado jefe, que era un individuo borrachón y marihuano, los trató sin consideración alguna y hasta con exceso de crueldad, ensañándose particularmente con los infelices yaquis, pues no se tentaba el corazón para culatear a los viejitos y a las mujeres que caían casi medio muertos de fatiga.

Por fin, después de varios días de dolorosa peregrinación, los prisioneros llegaron a Guadalajara; allí fueron encerrados desde luego en el cuartel de El Carmen, donde en la sala de banderas permanecieron casi incomunicados cerca de dos semanas. Estando en el cuartel, y en virtud de la indignación que a los luchadores había causado la pésima conducta del teniente coronel Rivas, Lázaro Puente y el Profr. Epifanio Vieyra formularon una acusación en su contra, logrando que las autoridades castigaran severamente a tan arbitrario y bárbaro sujeto.


A la ciudad de México.

Desde que arribaron a Guadalajara, tanto los luchadores como los demás cautivos quedaron bajo el cuidado de un coronel que había sido compañero de estudio del Pro fr. Vieyra en el Colegio Militar, y por esta circunstancia los trató a todos con muchas consideraciones; y al ser embarcados en el ferrocarril con destino a la ciudad de México, el mismo jefe dispuso que la escolta y los yaquis hicieran el viaje en los carros de segunda y que los presos políticos lo hicieran en los de primera.

Al llegar a esta capital, en tanto que a los yaquis se les enviaba a su triste destino al Valle Nacional, Plácido Ríos y demás compañeros eran internados en el ya desaparecido cuartel de San José de Gracia, que se hallaba en las calles de Mesones, y en el cual estaba alojado el 15 Batallón de Infantería; y como los luchadores venían escoltados por el 14 Batallón, al día siguiente, a la hora en que muchos de los soldados se encontraban borrachos y marihuanos, se suscitaron rivalidades entre los dos cuerpos, de tal manera que pronto se generalizó una balacera, cuchilladas y golpes. Como la causa de tales escándalos se atribuyera a los mismos luchadores, diciéndose que ellos habían instigado a la tropa, los sacaron del cuartel por la noche perfectamente amarrados de dos en dos, para llevarlos a la Cárcel de Belén, donde fueron encerrados en las terribles bartolinas de castigo, cuya descripción trazara magistralmente años después el extinto y formidable combatiente Ricardo Flores Magón.


A Veracruz y San Juan de Ulúa.

Después de haber permanecido algún tiempo en esos antros pavorosos, Plácido Ríos, Lázaro Puente, Bruno Treviño, Jenaro Villarreal, Epifanio Vieyra, Luis García, Abraham Salcido, Carlos Humbert, Gabriel Rubio, Lorenzo Hurtado y Adalberto Trujillo, fueron conducidos al cuartel de San Ildefonso, donde posteriormente se estableció la Escuela de Leyes, para en seguida, y a intervalos de varios días, enviados a Veracruz en un carro del Ferrocarril Mexicano. A medida que iban llegando al puerto se les encerraba en las galeras de un cuartel, y cuando ya todos estuvieron reunidos, fueron trasladados a los calabozos de la fortaleza.


Un relato de Plácido Ríos.

Ahora dejamos la palabra a Plácido Ríos, para que él nos diga de viva voz algo de lo mucho que padeció junto con sus compañeros durante su estancia en el presidio:

El trato en San Juan de Ulúa era muy duro, pésimo. Por ejemplo, nos tenían encerrados toda la semana en las tinajas, sacándonos al sol una que otra vez, cuando le daban ganas al mayor Victoriano Grinda, que era un criminal en el trato y muy burdo para expresarse. Todos los sábados nos sacaban al baño, una vez que habían encerrado a los demás presos. Ya que estaba todo libre, antes de salir nos registraban por completo, y salíamos desnudos de un calabozo a otro en donde se nos entregaba la ropa, pues había la consigna de que nos registraran para no sacar correspondencia alguna o papeles. Nos dirigíamos a un pozo, y aunque aquello estaba con fango, sin embargo era el baño. Siempre estábamos rodeados de escolta. Sin embargo, los liberales nos ingeniábamos para sacar algunos escritos que denunciaban al exterior nuestra situación.. Por ejemplo, teníamos en los zapatos tacones huecos y allí poníamos los artículos o los escritos que creíamos era necesario que fueran conocidos. Los dejábamos en aquel lugar, escondidos; y al día siguiente, los otros presos que tenían muchas mayores consideraciones, los recogían y por su conducto salían de la fortaleza para ser conocidos en el exterior. Como menudearon esa clase de publicaciones, supe que al gobernador de San Juan de Ulúa, José María Hernández, le llamaron la atención y esto motivó ,una vigilancia más estrecha para con nosotros, y como castigo nos impusieron una obligación que no teníamos antes: la de sacar con nuestras propias manos la cuba, es decir, el recipiente donde hacíamos nuestras necesidades. Como quiera que Juan Sarabia se negó a hacer este denigrante servicio, el capataz Arturo Serrano lo obligó a punta de golpes con un nervio de toro; y recuerdo que Sarabia le dijo, al caer por los golpes: Cébate en mí, verdugo. En estas condiciones, un compañero nuestro, Antonio Balboa, le dijo a ese capataz que él sacaría la cuba por Sarabia, y ahí terminó el incidente que pudo llegar a mayores, porque nosotros estábamos exaltados y teníamos ganas de linchar allí a ese sujeto. Yo tuve que cumplir ese servicio al día siguiente, y el hecho es que la cuba se volcó sobre mí al subir una escalinata, con la consecuencia de que me produjo por mucho tiempo una dispepsia.

Quiero agregar a todo esto un recuerdo sentimental de mi parte, y es que tan luego como desde Cananea estuve preso y fui siendo trasladado hasta San Juan de Ulúa, mi madre, sufriendo privaciones sin cuento, enfermedades y muchos sinsabores, siempre procuró estar cerca de mí en el mismo punto donde yo estaba. Fue en realidad un hecho heroico que debo repetir aquí, porque más que yo ella sufrió. Ella fue la que verdaderamente sufrió (2).


En libertad y a Sonora.

Aunque Plácido Ríos estaba sentenciado a cuatro años de prisión, no salió de la fortaleza sino hasta la caída de la Dictadura. Pero no obtuvo su libertad por la amnistía decretada por el Congreso en mayo de 1911, sino, según él mismo afirma, gracias a las gestiones que su paisano y amigo don Adolfo de la Huerta hizo en su favor ante el Caudillo de la Revolución don Francisco I. Madero.

Plácido Ríos, que por su recia constitución física de hombre abroquelado para las más duras faenas no dejó los calabozos tan enfermo como la inmensa mayoría de sus compañeros; ya gozando de libertad se dirigió al Estado de Sonora con objeto de trabajar de nuevo en el mineral de Cananea, donde permaneció hasta después del asesinato del Presidente Madero, para unirse con el futuro general Juan José Ríos, de quien fue un activo colaborador en su lucha emprendida contra las fuerzas del usurpador Victoriano Huerta.


Integra el grupo de precursores y se le otorga una condecoración.

Más tarde, en 1929, junto con el mismo Juan José Ríos, con Teodoro Hernández, Luis Carcía, Jenaro Sulvarán, Elfego Lugo, Adolfo Castellanos, Camilo Arriaga, Calderón, Garda Zárate, Antonio López y otros viejos luchadores, trabajó por el establecimiento del grupo de Precursores de la Revolución, cuyas finalidades ya se han expresado, y en 1933, estando radicado en la ciudad de Puebla, el presidente Abelardo Rodríguez, tomando en cuenta sus limpios antecedentes de paladín de la causa del pueblo, le concedió la condecoración del Mérito Revolucionario.


Contrae matrimonio y desempeña modestos empleos.

Después de permanecer por algún tiempo en la heroica Puebla de Zaragoza, Plácido Ríos se vino a esta ciudad de México, donde contrajo matrimonio civil con la señorita María del Socorro Ramírez, estableciendo su hogar en la casa número 25 de la calle Lago Wetter, en la Colonia de Santa Julia; poco más tarde, y en virtud de que por ciertos reveses de fortuna atravesaba por difícil situación económica, trabajó como guardabosque en Chapultepec; y al dejar este empleo a causa de una enfermedad, obtuvo otro como velador en la misma escuela nocturna de Tlalpan en que trabajaba su correligionario Luis García, con el ya citado y exiguo sueldo de 200 pesos mensuales, que apenas le alcanzaba para satisfacer muy medianamente sus más ingentes necesidades.


Recibe un beneficio y otra condecoración.

Trabajando en la escuela de referencia, el Presidente Alemán, teniendo en cuenta su precaria situación y las luchas que había emprendido durante la Dictadura por el mejoramiento económico y social de las clases laborantes, en diciembre de 1959 le concedió una pensión vitalicia de 600 pesos mensuales; pero si este beneficio de mucho le sirvió para remediar la pobreza en que vivía, en cambio por ese tiempo se enfermó gravemente de la vista, por lo que el Gobierno lo envió para su curación al Hospital Central Militar, donde no sólo lo atendieron de los ojos sino de otras dolencias que, como la anterior, seguramente había contraído como consecuencia de los trabajos subterráneos en las minas de Cananea y del ambiente contaminado de las mazmorras de San Juan de Ulúa.

Posteriormente, el 7 de octubre de 1965, Plácido Ríos tuvo la inmensa satisfacción de que el Senado de la República lo honrara concediéndole, en sesión extraordinaria, la Medalla de Honor Belisario Domínguez, presea que únicamente es otorgada a los ciudadanos mexicanos más distinguidos y que de modo sobresaliente hayan contribuido en diferentes aspectos a lograr el bienestar, el progreso del pueblo y de la patria. Además, en ese día, el Senado decretó que como caso excepcional por tratarse de un homenajeado de escasos recursos, se entregara a Ríos la cantidad de 25,000 pesos en compensación de los trabajos que abnegada y desinteresadamente había llevado a cabo en favor del proletariado durante la época de infamia y opresión del porfiriato y de los infortunios que había sufrido en los calabozos de la fortaleza.


Plácido Ríos en la actualidad (3).

El viejo luchador de Cananea y mártir de San Juan de Ulúa, con 88 años de edad, vive actualmente con su esposa, doña María del Socorro Ramírez de Cruz Ríos, en la miEma casa de Lago Wetter que hace más de cinco lustros construyó con su propio esfuerzo. Todavía conserva su complexión robusta, pero camina inclinado; su rostro, de recia y noble configuración, refleja la generosidad de sus sentimientos; tiene un ojo perdido a causa de una catarata, y usa gafas obscuras; su abundante y rizada cabellera, que antes fuera intensamente negra, es casi blanca; oye poco, pero su mente es clara y su memoria feliz, aunque en ciertos momentos confusa; jamás olvida su pueblo natal de la Sierra de Chihuahua, y proclama con orgullo ser indio tarahumara.

Es uno de los contados precursores a quienes se ha hecho un poco de justicia. Y como antes dije, Plácido Ríos, con la reciente y muy lamentable desaparición de don Antonio Díaz Soto y Gama, es ya el único superviviente de la gloriosa generación de luchadores idealistas que pusieron los cimientos del estado social que hoy disfrutamos; estado que aunque no es perfecto, algún día, con el esfuerzo de nuevos y honrados luchadores, alcanzará las proporciones necesarias para que el pueblo mexicano realice totalmente sus aspiraciones hacia una vida rodeada de verdadero bienestar y de verdadera libertad.


NOTAS

(1) La madre de Plácido Ríos era descendiente de un indio tarahumara que tenía el mismo ncimbre del gran luchador zacatecano Juan José Ríos.

(2) Estas declaraciones, publicadas en La Huelga de Cananea, editada en 1956 por el Fondo de Cultura Económica, las hizo Plácido Ríos al Patronato de Historia de Sonora, según un interrogatorio que le fue formulado poco antes de la publicación de dicha obra.

(3) Tómese en cuenta que este ensayo fue escrito en 1967, y la medalla a que hace referencia Eugenio Martínez Nuñez, le fue otorgada en la sesión del 7 de octubre de 1965. En sí Plácido Cruz Ríos ya ha fallecido, aunque ignoramos la fecha exacta. Precisión de Chantal López y Omar Cortés

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