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LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO SEGUNDO

UNA DE LAS MÁS CRUELES PRISIONES


Víctimas de la Dictadura porfiriana.

Ciertamente fueron muchos los ciudadanos amantes del progreso, de la libertad y de la dignidad de México que tanto en la época colonial como en la independiente sufrieron encarcelamientos más o menos largos y penosos en San Juan de Ulúa, y que saborearon la amargura de hondos infortunios en la soledad de las espantosas mazmorras del presidio; pero la celebridad de esta fortaleza, que siempre tuvo fama de ser una de las más crueles prisiones del orbe, se acrecentó a partir de los seis primeros años de este siglo en que el general Díaz, convertido ya en el más despiadado de todos los tiranos, la utilizó para matar lenta y horriblemente bajo sus muros terribles y sombríos, a sus más temidos opositores.

En efecto, inmediatamente después de haber estallado la huelga de Cananea, los levantamientos de Jiménez en Coahuila, de Acayucan, Chinameca y Minatitlán en Veracruz, y de haber sido sofocado el intento insurreccional de Ciudad Juárez, todo esto entre junio y octubre de 1906, se desataron las más enconadas persecuciones en toda la República, y las galeras y calabozos infernales del presidio recibieron a un gran número de revolucionarios complicados en esos actos de rebeldía.

Del Estado de Chihuahua fueron conducidos al Castillo en las más infames condiciones, entre otros muchos insurgentes, el destacado escritor e irreductible combatiente Juan Sarabia, el intrépido y talentoso César Elpidio Canales, el Lic. Antonio Balboa, los periodistas Elfego Lugo, Rafael Valle, Eduardo González y Miguel Moreno, así como los valerosos liberales Guadalupe Lugo Espejo, Tomás Lizárraga Díaz, Cristóbal Serrano, Francisco Guevara, José Porras Alarcón, Enrique y Miguel Portillo, Heliodoro Olea, Jesús Márquez, Nemesio Tejeda y Prisciliano Gaitán.

Del Estado de Sonora fueron remitidos a la fortaleza los luchadores Fidencio Salcido, Adalberto Trujillo, Lorenzo Hurtado, Gaspar Rubio, el indio yaqui Javier Huitimea, el Profesor Epifanio Vieyra y Plácido Cruz Ríos, animador de la huelga de Cananea, así como los promotores de la misma Manuel M. Diéguez y Esteban Baca Calderón que, como se sabe, posteriormente fueron generales de división del Ejército Nacional.

De Michoacán fue llevado a Ulúa don Alejandro Bravo, organizador y jefe del movimiento revolucionario de la región de Uruapan.

De Douglas, Arizona, fueron conducidos al Castillo los periodistas Lázaro Puente, José Bruno Treviño y Luis García, así como los abnegados insurgentes Carlos Humbert, Abraham Salcido, Gabriel Rubio y Jenaro Villarreal.

De San Juan del Mezquital, Zacatecas, fue llevado el enérgico periodista Juan José Ríos, que como Diéguez y Calderón, fue más tarde un distinguido general del Ejército Mexicano.

De la ciudad de México fue remitido al presidio el talentoso estudiante de jurisprudencia, periodista y orador veracruzano Eugenio Méndez Aguirre, que posteriormente fue un notable hombre de letras, legislador, catedrático y funcionario de primera fila en su Estado natal.

Del Estado de Tabasco fue conducido el marino don Rafael Genesta, activo propagandista de la rebelión en el Sureste del país.

De Mérida, Yucatán, el inteligente periodista Alfonso Barrera Peniche y el Lic. Eladio Rosado.

De la ciudad de Oaxaca fueron enviados los estudiantes de leyes Miguel Maraver Aguilar, Gaspar Allende y Plutarco Gallegos, y el estudiante de medicina Adolfo Castellanos Cházaro.

De Tehuantepec, Oaxaca, fueron remitidos don Nicolás Mackenzie y don Isidro Rosas.

De la ciudad de Querétaro, el joven revolucionario José Guadalupe Ugalde.

Y, en fin, de Acayucan, Minatitlán, Puerto México, Ixhuatlán, Pajama, Santa Lucrecia, Chinameca, San Pedro Soteapan y otros lugares de Veracruz, que fue el Estado en donde las tropas federales hicieron mayor número de prisioneros, fueron conducidos a la fortaleza, entre otros muchos, los siguientes insurrectos: Enrique, Julio y José María Novoa, Román Marín, Cecilio Morocini, Natalio Trujillo, Luciano Rosaldo, Ramón Riveroll, Diego Cándano o Condado, Romualdo Hernández Reyes, Ramón Pitalúa, Juan Rodríguez Clara, Jenaro Sulvarán, Raúl Pérez, Primo Rivera, Carlos Rosaldo, Hilario Gutiérrez y Emilio Rodríguez Palomino.

Juan E. Velázquez, Cipriano Medina, Palemón Riveroll, Agustín Ricardo Mortera, Faustino Sánchez, Donaciano Pérez, Julián Esteva, Lic. Agustín Rosado, Pablo Ortiz, José Flores, Gabino Alvarez, Lino Turcot, Alberto Yépez, Benjamín Pulido, Rosendo Otero y Profr. José Vidaña.

Wilfrido Turcot, Simón Yépez, Luis Torres Fleites, Emilio Domínguez, Miguel Flores, Felipe Torres, Pánfilo Hernández, Miguel Morales, Pedro Rodríguez, Juan Morales, Miguel Hernández, Amado Primo, Pedro Hernández, Cristóbal Vázquez, Ing. Anastasio Barandarián y Pedro Martínez Rodríguez, que como Juan Rodríguez Clara era periodista y poeta.

Además de los anteriores, fueron enviados a Ulúa en calidad de bandoleros, amarrados codo con codo, en los cañoneros Bravo y Zaragoza, más de 300 indígenas de Ixhuatlán, de Pajama y de la Sierra de Soteapan, entre los que se hallaban Juan Alfonso Primero, Félix Bartolo, Eulalio Luis, Cristóbal Santiago Cruz, Manuel Cruz Huahuate, Juan Alfonso Segundo, Miguel Cruz, Eduardo Bartolo, Cristóbal Cruz Chapachi, Juan Isidro Cruz, Miguel Morales Tashogohus, José Luz Vicente, Francisco Vicente, Miguel Bartolo, Manuel Alfonso, Agustín Bartolo y varios niños de doce a catorce años, dos de ellos llamados Nicolás Cruz y Esteban Santiago. A todos estos desdichados, muchos de los cuales no habían tomado participación en el movimiento revolucionario, les destruyó la soldadesca sus humildes hogares, les robó cuanto de valor tenían y les incendió sus campos de sembradío, dejando a sus familias en la desolación y la miseria.

Y si a tan larga relación se agregan los nombres de Margarita Martínez, de José Neira y otros huelguistas de Río Blanco, que fueron remitidos al Castillo en enero de 1907, los de los rebeldes de Viesca en 1908, los de Tehuitzingo, Puebla, y de Valladolid en 1910 y los de otros varios lugares, resulta que el número de cautivos amontonados en las mazmorras de Ulúa se eleva a más de 700, todos ellos condenados a sufrir el más amargo de los confinamientos por el nefando crimen de haber querido derrocar un régimen que en vez de preocuparse por el bien público, hollaba toda clase de garantías y libertades y reducía a los trabajadores del campo y la ciudad a la ignominiosa y doliente condición de esclavos.


Breve noticia del Castillo.

La fortaleza de San Juan de Ulúa fue construida originalmente por los conquistadores o aventureros españoles como un baluarte para defender de la piratería el puerto de Veracruz y las costas colaterales del vasto territorio recién usurpado; después fue utilizada como prisión de Estado y para reos civiles y militares generalmente sentenciados a muy largas condenas. Su edificación, hecha sobre un islote constituido por una especie de madrépora llamada vulgarmente piedra muca o múcara, distante unos mil metros del citado puerto y descubierto por Juan de Grijalba en junio de 1518, se comenzó en 1582, empleándose en el proceso de su construcción más de 200 años y a un costo que sobrepasa la enorme cifra de 40 millones de pesos, que equivaldrían a más de mil millones de los pesos actuales. Al consumarse la Independencia Nacional, fue el último reducto de las tropas españolas, que de allí, después de un tenaz y prolongado asedio, fueron desalojadas en noviembre de 1825 por el general don Miguel Barragán con la valiosa cooperación del famoso marino campechano don Pedro Sáins de Baranda. Posteriormente, los fuegos de sus cañones defendieron la dignidad y soberanía de nuestro territorio combatiendo gloriosamente contra la escuadra francesa en 1838 y 1863 y contra la norteamericana en 1847 y 1914. Finalmente, cuatro años después de la caída de la Dictadura porfirista, la fortaleza dejó de ser prisión por decreto del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, para convertirse, ya convenientemente reformada, en museo histórico regional, en talleres de carpintería y maestranza y en productor astillero en pequeña escala. En la actualidad es un lugar muy visitado por turistas nacionales y extranjeros, que acuden continuamente a conocer lo que se conserva, para eterna maldición de tiranos y opresores, de los antros pavorosos donde tantos seres humanos pasaron horas interminables de desolación y de amargura.


Unas descripciones del Castillo.

Para ilustrar el conocimiento de los lectores que no sepan cómo era el Castillo cuando las pasadas tiranías lo emplearon como instrumento de tortura, transcribo a continuación un fragmento de una obra que acerca de la fortaleza escribió don Pedro Llanas en 1874, así como otro de un estudio que don José María Coéllar hizo posteriormente de la misma, con objeto de que puedan formarse una idea de los crueles sufrimientos que padecieron todos aquellos que por sus levantados ideales o por sus errores y descarríos estuvieron encerrados en tan lóbrego presidio. El fragmento del trabajo del señor Llanas es el siguiente:

... En el piso bajo del edificio se encuentran las mazmorras o calabozos destinados al presidio, entre los que se encuentran dos de ingrata memoria designados con el nombre de tinajas, verdaderos sepulcros donde fueron enterrados vivos muchos desgraciados. Por fortuna y gracias a la filantropía de los señores Foster, Carbó y Arechavaleta, no existen ya esos remedos de las jaulas de Luis XV; empero subsisten todavía otros calabozos lóbregos, húmedos, pavorosos que aterrorizan hasta a aquellos que tienen un temple de alma de acero. Las emanaciones fétidas, las filtraciones salitrosas y las reducidas corrientes de aire que penetran en esta especie de cavernas, todo contribuye a la destrucción y al aniquilamiento del individuo. Mas bien parece aquello el lugar escogido por los espectros para sus nocturnas citas. No hay un solo ser que se aventure a entrar aunque sea a la mitad del día, en aquellas horripilantes mansiones, testigos mudos de mil historias de lágrimas y duelo, que no sientan un frío sepulcral que hiela la sangre y un pánico que hace estremecer.

En estas solitarias mazmorras no percibe más ruido el infeliz presidiario, que el triste y monótono de las olas, y de vez en cuando, la melancólica campana que anuncia la ida y el arribo de alguna embarcación.

Los presos que salen a los trabajos tienen el consuelo de respirar un aire más puro y de ver siquiera el cielo, el mar, el sol; pero en cambio los trabajos a que se les destina no dejan de ser también muy fuertes.

Tienen que ir a arrancar de los bajos o lugares que están a flor de agua, la piedra muca, teniendo para ello que estar sumergidos en el agua muchas veces hasta el pescuezo, en medio de un sol abrazador que eleva la temperatura hasta sesenta grados, teniendo que caminar entre rocas, agudas y filosas, que hieren al menor contacto, y amenazados constantemente por multitud de peces como el insaciable y encarnizado tiburón.

La piedra que con tantos esfuerzos se arranca, la conducen estos seres infortunados a lomo entre el agua por todo aquel trayecto hasta la fortaleza, cuando no hay chalanes.

Esta piedra es calcinada en hornos al efecto, hasta convertirla en cal. En el momento de apagarla, el pobre preso toma varias precauciones cubriéndose la boca con sucios harapos; pero a pesar de estos medios preservativos, el polvo tenue y sutilísimo, pepetrando por los abiertos poros de la raída tela, lo aspiran y va a tomar su asiento a los pulmones o al estómago de aquellos desgraciados, produciendo en ellos la muerte más o menos tarde; pero siempre segura ...

Y en su estudio el señor Coéllar, que en 1916 era director del Archivo General de la Nación, manifestando las impresiones recibidas durante una visita que hizo al Castillo en el mismo año, en los momentos en que un gran número de trabajadores hacía desaparecer algunas de las tinajas y comenzaba a hacer al edificio las modificaciones ya especificadas, se expresa así:

... Pasados los talleres del Arsenal Nacional, en los que se despliega una gran actividad; cuando los gruesos muros han amortiguado el ruido de las máquinas, el choque de los martillos sobre el hierro forjado y el escape del vapor, se siente uno poseído de una paz grande, y apenas si con la imaginación se antoja ver en el gran patio de la fortaleza grupos de rayados tomando el sol después de la labor forzada, o esperando el principio del acarreo.

En su lugar una cuadrilla de albañiles transforma el muro que ahora es posterior y que en la fortaleza era principal; y los pequeños agujeros que ostentaba aquel muro, que más parecían guaridas de animales que habitaciones para seres humanos, van desapareciendo para dar lugar a amplias arcadas y habitaciones, si no suntuosas, sí habitables.

Otro tanto sucede en la cabecera norte del patio donde estaban las famosas tinajas, que ya desaparecieron para dar lugar a los talleres de la Fábrica Nacional de Cartuchos, traídos de la ciudad de México.

Algunos veracruzanos protestan por este trabajo de adaptación, que podríamos llamar de humanización, porque estiman que con él se profana un monumento.

Indudablemente el visitante curioso, el historiógrafo de minucias y todos los paleófilos sentirán la desaparición de aquellos antros de la crueldad humana, pero ¡qué importa la rabia de los amantes del detalle ante los intereses de la humanidad! La manera más eficaz de evitar que se usen nuevamente las tinajas, es hacerlas desaparecer.

En las antiguas fortificaciones exteriores del Castillo, atrás de los fosos, en el baluarte de la Media Luna y en su reducto, están los calabozos que fueron desocupados con mayor antigüedad. Entre ellos, debajo de la escalera de servicio de la Media Luna y de la rampa para elevar las piezas de artillería, están tres lúgubres calabozos que tienen una sola entrada. Al entrar al tercero de ellos, el más oscuro y lóbrego, sentimos un hálito que nos infundió pavor y respeto al mismo tiempo (1). En visita anterior se nos aseguró que en este calabozo fue donde murió fray Melchor de Talamantes, una de las primeras víctimas de la Independencia Nacional. También por aquellas galeras y corredores parecen verse aún las huellas de las pisadas y los altos pensamientos de fray Servando de Teresa y Mier.

Volviendo a la antigua plaza de armas o patio principal de la fortaleza, y consultando un plano de Ulúa que procede del año de 1850, nos encontramos con que la tiranía española no había encontrado la manera de utilizar ni el muro entonces principal del Castillo y hoy trasero, ni el baluarte de la Soledad. Se necesitó que la tiranía mexicana pensara en la manera de alojar el mayor número de seres humanos en esas horribles mazmorras. Debajo del baluarte de la Soledad se encuentran las llamadas galeras chatas que deben haber sido escarbadas en el relleno del baluarte mismo. Se les llama así porque son más bajas que anchas.

El elemento de construcción dominante en todas las galeras es la bóveda de arco corrido debajo del relleno que debía cimentar las piezas de artillería. Es la forma arquitectónica usada en todas las fortalezas en razón de su gran resistencia. Por lo tanto, las galeras chatas son bóvedas de arco corrido cuya curvatura arranca desde el mismo suelo. Se comunican entre sí por medio de arcos escotados en el muro que escasamente tienen la altura de un metro. Todas ellas reciben débil luz por perforaciones practicadas en el centro y en la parte más alta de la bóveda. Según se nos ha dicho, estas galeras fueron las preferidas para los reos de poca importancia que salían a trabajar en las obras de conservación de la fortaleza, en el acarreo de carbón o explosivos que las casas comerciales de Veracruz, con permiso especial, depositaban en Ulúa. En el ángulo Noroeste de la Plaza de Armas y debajo del baluarte de Santiago, están las llamadas galeras altas, en razón de que su altura es mayor que su ancho.

Por su propia construcción se disponía en ellas de un poco más de aire que en las anteriores y la vida era medianamente tolerable. Estaban destinadas a los reos peligrosos. En la pared de una de ellas existe el recuerdo de la estancia de Chucho el Roto en forma de una inscripción que dice: En esta lóbrega prisión estuvo Chucho el Roto. Según el decir de los antiguos presidiarios, en ese sitio fue muerto a palos por los capataces. En la pared frontera existe un dibujo típico de presidio. Un torero frente a una bailarina, y una inscripción que no creemos conveniente reproducir.

En otra de estas galeras se ve una calavera con un puñal en medio de dos velas y un letrero que dice: 1888. Aquí yacen los restos del terrible Nay. Este Nay era un capataz de presidio, famoso por sus ferocidades, y a quien mataron los presidiarios a puñadas y mordiscos a falta de armas.

Junto a la reja de entrada a estas galeras, hay otras dos que conducen una al calabozo llamado El Diablo. Es una celda de bóveda circular que tiene escasamente la altura de un hombre y una superficie no mayor de cuatro metros cuadrados. Otra de las rejas conduce al vestíbulo de los calabozos conocidos con el nombre de El Infierno y La Gloria.

El Infierno es una celda semejante a la anterior. En La Gloria, además de la pequeña celda que pudiéramos llamar planta baja, hay otra empotrada en el relleno del baluarte a la que se asciende por una escalera de seis peldaños. Es una verdadera cueva de bóveda circular que tendrá dos metros de altura por otros tantos de ancho y unos tres de profundidad. No tiene más comunicación que el agujero de la escalera y que tendrá escasamente un metro cuadrado y que va al calabozo de la planta baja. No tiene una sola hendidura por donde pueda penetrar luz o aire. La obscuridad en ella es tan profunda que podría cortarse con un cuchillo, según expresión de un observador.

Estos calabozos estaban hechos con el pretexto de encerrar en ellos a los presos que cometían alguna falta contra la disciplina del presidio; pero por más que forzamos la imaginación, no encontramos culpa ninguna que mereciera ser castigada de una manera tan infame; ni podemos imaginarnos cómo hubo ser humano capaz de resistir el confinamiento en aquella cueva en donde creemos que difícilmente viviría un topo.

Como detalle general, debemos decir que, por una parte el agua del mar depositada por la brisa, por otra parte la lluvia y por otra las infiltraciones de los aljibes construidos en el relleno de los baluartes, hace que todas las galeras escurran agua por sus paredes. Ahora que no están habitadas y que no se limpian a diario, ostentan estalactitas y principio de estalagmitas que, andando el tiempo si se les deja en ese estado, las convertirán en interesantes grutas (2).


Una observación.

Como una aclaración que estimo pertinente, debo decir que el señor Coéllar, al escribir el penúltimo párrafo transcrito, seguramente olvidó o no sabía que no sólo El Infierno y La Gloria, sino también El Diablo, El Limbo, El Purgatorio, La Leona, La Cadena, "El Jardín de las Meditaciones y otros calabozos igualmente infames, fueron empleados sistemáticamente, más que para castigar faltas de presos, para martirizar en ellos por consigna y por largas temporadas, a los principales luchadores que el despotismo porfiriano había encerrado en la pavorosa y terrible fortaleza.

Asimismo, debo decir que no estoy de acuerdo con el señor Coéllar en cuanto a que estuvo bien que se hayan hecho desaparecer las tinajas en Ulúa, pues en mi concepto deberían haberse conservado para que, como antes dije, sirvieran de eterna maldición a los tiranos y déspotas que las usaron para martirizar a sus enemigos los hombres honrados y patriotas; y en cuanto al temor de que alguna vez pudieran ser utilizadas de nuevo con el mismo fin, creo que debe descartarse tal suposición, ya que si esos procedimientos de barbarie tuvieran algunas probabilidades de volver a su vigencia, no se hubieran conservado, como se conservan en efecto, muchas de las máquinas de tormento que con tanta prodigalidad se emplearon en los tiempos bárbaros de la Santa Inquisición.


Las infamias de la Dictadura.

Sería imposible describir en todo su doloroso realismo la inmensa tragedia de infamias y amarguras de que fueron protagonistas los luchadores revolucionarios en San Juan de Ulúa. Por ello sólo me limitaré a manifestar que la Dictadura porfiriana, no satisfecha con la triste victoria de haberlos reducido a la impotencia, ordenó que se les hiciera sufrir corporal y espiritualmente más allá de lo que puede resistir la naturaleza humana. Desde luego comisionó a los más desalmados verdugos para que los hicieran víctimas de las mayores atrocidades; los cubrió con la túnica infamante del bandido, y dispuso que se destinaran los más horrendos calabozos para los que fuesen de mayor significación, a los que sin motivo ni razón se ultrajó de mil maneras, se azotó sin piedad e incomunicó por tiempo indefinido; se dio el caso de que a Juan Sarabia, el más glorioso de los cautivos, se le tuviera prácticamente sepultado por cerca de tres años en las mazmorras El Infierno y El Purgatorio, donde sufrió los más tremendos martirios y escribió con su mano encadenada los más formidables anatemas contra los verdugos y opresores.

También ordenó la Dictadura que a los prisioneros no incomunicados, no obstante que estaban débiles y hambrientos a causa del reducido y asqueroso rancho que se les daba, mejorado de vez en cuando con los desperdicios de los hoteles de la ciudad de Veracruz, se les sujetara, confundidos entre criminales y hostigados con el rebenque de los carceleros, a muy duros y humillantes trabajos forzados, con cuya agotante labor no pocos quedaban desfallecidos o medio muertos. Se dieron casos de inaudita y refinada crueldad con los campesinos indígenas que en gran número habían sido injustamente encarcelados por los levantamientos de Veracruz, pues algunos de los que caían desmayados bajo el peso de su carga, en lugar de ser enviados para su atención a la enfermería, eran arrojados al mar como pasto de los tiburones, o rematados a palos por los torvos y enfurecidos capataces.

Otros muchos ultrajes, infamias, atentados y vejaciones sufrieron todos los prisioneros, a tal extremo, que de los 700 que llegaron al Castillo llenos del vigor de la juventud, en menos de cinco años unos 400 fallecieron en el fondo de los calabozos, bajo el garrote de los verdugos, o en medio del mayor abandono en los camastros de la llamada enfermería. Y cuando los 300 restantes que milagrosamente habían escapado de la muerte alcanzaron la libertad con el derrumbe de la Dictadura, salieron del presidio muy enfermos y envejecidos, algunos casi ciegos y otros medio paralíticos, y llevando en las espaldas las huellas profundas del azote como trofeo glorioso del dolor y sufrimiento padecidos por la causa de la libertad y la justicia.


NOTAS

(1) Estos calabozos son los que en la actualidad los guías de la fortaleza, por ignorancia, hacen aparecer como El Purgatorio, La Gloria y El Infierno, que ya desaparecieron, y que eran mucho más estrechos y pavorosos y además ubicados al fondo de un largo lóbrego pasillo.

(2) El Castillo de San Juan de Ulúa, publicado en el Boletín de Educación del mes de febrero de 1916.

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