Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO CUARTOSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO SEXTOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO QUINTO

Formación del gabinete de marzo. Condiciones a que debió sujetarse. Nuevo programa de gobierno. Parte civil. Mensaje del Presidente al Congreso, del 1° de abril de 1911. Medidas militares aconsejadas


Al rendirme a los deseos del general Díaz de continuar formando parte de su Gabinete no lo hice incondicionalmente, sino al contrario, poniendo condiciones y presentando todo el programa político que en mi concepto debía desarrollarse. Las condiciones y el programa fueron aprobados y aceptados por él, y en el acto procedí a poner en práctica lo que estaba a mi alcance.

Mi primera exigencia fue que a la resolución de la crisis ministerial no se le diese el carácter de exclusión de tales o cuales Ministros, sino el de cambio general de Gabinete. Me era imposible aceptar que el Presidente separara de su Gobierno, como había sido su intención, sólo a los Ministros conocidos por científicos. La única excepción que se hizo del cambio general, además de la mía, fue en favor del general González Cosío, quien si se quedó en el Ministerio fue debido a circunstancias especiales, que impidieron encontrar para el Ramo de Guerra en aquellos momentos una persona más adecuada. El general Díaz se volvía todos los días más desconfiado, y con González Cosío tenía la seguridad de una lealtad completa y de que no le pondría el menor obstáculo a la libertad con que él mismo quería manejar el mencionado Ramo.

La otra condición consistió en que el Nuevo Gabinete careciera de color político, y fuera compuesto, por lo mismo, de personas no afiliadas a partido ni grupo conocido y cuya misión principal se reduciría a despachar los negocios corrientes de las Secretarías de Estado hasta que concluyera la revolución, y a discutir las medidas fundamentales que conviniere tomar para restablecer el orden en toda la República.

Ante los peligros exteriores e interiores que nos amenazaban, creí indispensable establecer una tregua entre todos los grupos que se agitaban, y evitar que alguno de ellos penetrara en el mismo Gobierno de donde salían los científicos, dando así lugar de nuevo a intrigas y luchas sin fin que entorpecerían la labor de pacificación, única de carácter político a que debíamos consagramos todos de manera absoluta, sin economizar esfuerzos ni sacrificios materiales o de orden moral o afectivo. Una vez cumplida esa misión, vital para el país, el Gobierno se reorganizaría según las prácticas usuales y las necesidades de la política del momento, dejando entonces a cada cuál en libertad para tomar la actitud que mejor le conviniere.

Este modo de proceder me hizo perder las simpatías de muchos hombres públicos, y hasta me atrajo la enemistad de personas caracterizadas que juzgaban la ocasión propicia para entrar en el Gabinete. Harto lo deploré, pero no creí posible hacer excepciones. Por otro lado, quizá habría sido esa una buena oportunidad para ensayar un Ministerio de concentración en el que figuraran las personas más distinguidas de los diferentes grupos militantes, como se hace en otros países en ciertas circunstancias. Deseché, sin embargo, la idea, considerándola impracticable y peligrosa en México, donde no hay organización propiamente tal en los partidos, ni existe disciplina alguna en la vida pública, y domina, en cambio, un espíritu díscolo e intrigante que todo lo oscurece y enreda. Los precedentes de simili-concentración que registra nuestra historia, lo demuestran superabundantemente.

Desde las primeras entrevistas que tuve con el Presidente, y antes de que accediera yo a quedarme a su lado, me pidió una lista de personas que, a mi juicio, fuesen ministeriables, y se la presenté haciendo figurar en ella unas doce o catorce de opiniones diversas, si bien todas gobiernistas, con lo cual quise mostrar al Jefe del Estado que, no por quedar mis amigos y yo separados del Gabinete nos oponíamos a que se rodease de hombres que tuvieran un modo de pensar distinto del nuestro. Cuando me resolví a permanecer en el Gobierno, la cosa cambió de aspecto radicalmente, y entonces apareció la necesidad de eliminar los candidatos que tenían una representación política, cualquiera que fuese. Una de las personas comprendidas en la lista con quien había yo llevado hasta entonces relaciones muy cordiales, se distinguió entre mis más encarnizados censores tan pronto como supo que no formaba parte de la nueva combinación ministerial. Sólo tres de los que quedaron de mi lista llenando la condición deseada disfrutaron del honor de ser escogidos por el Presidente, quien completó su nuevo Gabinete con personas designadas directamente por él sin que yo tuviese más intervención en el nombramiento que la de haber manifestado mi conformidad cuando me indicó los nombres.

Conviene que se sepa que la Cartera de Relaciones fue dada al licenciado don Francisco L. de la Barra porque el Presidente le había hecho ya alguna indicación, dos o tres meses antes, en un viaje que hizo a México siendo entonces Embajador en Washington. Así me lo dijo el mismo de la Barra al pasar yo por Nueva York, y me lo confirmó el Presidente en nuestras conversaciones sobre la formación del Gabinete. Sólo para aclarar un punto que ha sido objeto de erróneas afirmaciones, agregaré aquí que no obstante la indicación hecha a de la Barra, el Presidente insistió en que pasara yo de Hacienda a Relaciones para marcar mejor el cambio de política que iba a inaugurarse, proponiéndose en tal caso ofrecer a de la Barra otra Cartera. Como yo me mantuviera firme en mi renuencia a ocupar un puesto que podía eventualmente conducirme a la Presidencia de la República, dada la gravedad de la salud del Vicepresidente, algunos amigos, que no opinaban como yo, y entre los que figuraban los señores Enrique C. Creel y don Olegario Molina, miembros del Gabinete que desaparecía, fueron a ver al Presidente en el acto que supieron que yo me quedaba en la Secretaría de Hacienda, para decirle que, en su concepto y en el de muchas personas, mi lugar estaba en Relaciones y no en Hacienda. El resto del incidente consta en la carta del señor Creel que se transcribe.


Los Angeles, septiembre 22 de 192 [en blanco la última cifra] (El señor Limantour olvidó poner el año, sin embargo, y tal cual se señala en la edición de papel que nos ha servido de guía para la elaboración de la presente edición cibernética, ha de tratarse del año de 1920, puesto que el libro del señor Calero del que se hace mención en la carta, fue publicado en Nueva York en junio de 1920. Precisión de Chantal López y Omar Cortés)

Señor Lic. don Victoriano Salado Alvarez.
San Francisco, Cal.

Mi distinguido amigo:

Con motivo de algunos comentarios hechos por usted al libro del señor licenciado don Manuel Calero, titulado Un Decenio de Política Mexicana, ha surgido una diferencia entre ustedes sobre hechos relacionados con el señor licenciado don José Yves limantour.

El señor licenciado Calero dice: aseguro que el señor limantour intrigó para obtener la cartera de Relaciones después de que se había acordado conferida al señor de la Barra; y usted señor Salado Alvarez dice: arguyo que el señor Limantour no pretendía la Presidencia de la República, ni menos había intrigado para que por medios oblicuos se le otorgara el Ministerio de Relaciones en la primavera de 1911.

A esta diferencia de criterio obedece la respuesta de usted al señor don Manuel Calero, que termina con esta requisitoria: Por tanto me permito interpelar formalmente a los señores don Enrique C. Creel y don Olegario Molina (ya que desgraciadamente no existe el señor don Joaquín Casasús, que fue otro comisionado), para que digan si obraron por cuenta propia al intentar la combinación mediante la cual el señor Limantour se haría cargo del Ministerio de Relaciones, o si fueron instrumentos del Ministerio de Hacienda, que los hubiera enviado y de concierto con ellos tratara de apoderarse de la Presidencia de la República. Así mismo les suplico que se sirvan manifestar cuanto juzguen pertinente para la aclaración del incidente referido.

Hecha esta interpelación tengo el deber de contestarla diciendo la verdad de lo que yo sé de una manera clara y terminante, aceptando de lleno la responsabilidad que de mis actos me corresponda ...

Para el Ministerio de Relaciones (para la Vicepresidencia de la República) se necesitaba un hombre superior. A mí me pareció que la persona indicada era el señor Limantour.

Así se lo propuse a mi excelente amigo el señor licenciado don Joaquín D. Casasús y lo invité para que procuráramos la importante cooperación del señor licenciado don Olegario Molina para intentar aquella combinación, llevando el convencimiento al señor Presidente y al mismo señor Limantour.

Así lo hicimos. El señor don Olegario Molina fue quien apoyó el proyecto acerca del señor general Díaz, quien estuvo conforme y de allí surgió la orden de suspender e! viaje del señor de la Barra.

Tan pronto como el señor Limantour supo de lo que se trataba se opuso enérgicamente, fue a hablar con el Presidente, y consiguió que se ordenara al señor de la Barra que continuara su viaje a México, y a nosotros nos dio sus razones y nos repitió lo que muchas veces nos había dicho, que era financiero, que se creía capaz de desempeñar como buen administrador la Secretaría de Hacienda; pero que no era político, y que no quería llegar a la Presidencia de la República.

Esta es la verdad de las cosas.

Soy de usted afectísimo amigo y atento servidor.

Enrique C. Creel.


En cuanto a la Secretaría de Gobernación, hubo necesidad de dejarla vacante por algún tiempo, por el siguiente motivo. El general Díaz se sentía moralmente cohibido -no se por qué causa, aunque creo adivinarla-, para encomendar el expresado Ramo a una persona que no fuese del circulo de amigos personales del señor don Teodoro Dehesa, y como estaba convenido entre nosotros que no serían llamados al Ministerio los hombres políticos, se resistió a cubrir por de pronto dicho puesto. Esta situación se prolongó varias semanas, hasta que logré convencerlo de la conveniencia de completar el Ministerio designando alguna persona competente, sobre todo para llevar las negociaciones de paz que ya habían comenzado y que pesaban demasiado sobre mis hombros; y el medio que encontró el Presidente para salir de la dificultad fue confiar la Cartera de Gobernación a otro de los miembros del Gabinete, el licenciado Jorge Vera Estañol, a cuyo cargo siguió también la de Instrucción Pública que estaba desempeñando. Mi afán porque no continuara acéfala la expresada Secretaría de Estado se justificaba también por la apremiante necesidad de que hubiera un Ministro que respondiera ante el Congreso y la opinión pública, de las medidas de orden civil encaminadas a sofocar la insurrección. Demasiado me quemaban, como ascuas, esos asuntos que había yo estado manejando a instancias del general Díaz, para no procurar por lo menos, compartir con otro, si es que no podía eludirla del todo, la responsabilidad moral de una dirección que sólo de una manera muy imperfecta me era posible ejercer.

Ya que he mencionado al señor Dehesa, me parece pertinente agregar algo más que se refiere a él en relación con la formación del Ministerio. El muy transparente deseo del general Díaz de darle cabida en el Gobierno del Centro al elemento dehesista, me puso varias ocasiones en la necesidad de hablarle muy en serio de la absoluta incompatibilidad que existía entre la presencia simultánea de dicho elemento y la de mi persona en el seno del Gabinete. Ya era demasiado grande el sacrificio que se me había pedido de separarme de amigos antiguos, para que todavía se solicitase de mí que formara parte de un Gabinete en el que Dehesa, o un representante suyo, substituyera precisamente a Ramón Corral a quien tanto combatió él, y contra cuya candidatura para la Vicepresidencia de la República acababa, él, Dehesa, de oponer la suya propia. Esta consideración y la fundamental, que era la relativa a la exclusión completa de los hombres políticos del nuevo Ministerio, me parecieron de tal manera convincentes para todo aquel que no tuviera más preocupación que el bien del país, que resolví exponérselas al mismo Dehesa, con la esperanza de que mis explicaciones lo dejaran satisfecho, y de conjurar de ese modo los graves peligros de complicación que temía yo sobrevinieran.

A pesar de todos los esfuerzos que hice en una larguísima conversación, para convencerlo de la necesidad de que el Presidente se rodeara de hombres nuevos, que no llevaran al Gobierno ni prejuicios personales, ni la mala voluntad de nadie, no obtuve del Gobernador de Veracruz más respuesta que ésta: que él no aspiraba a la Cartera de Gobernación ni a otra alguna, pero que en su opinión debía llamarse a desempeñar la expresada Secretaría al coronel Félix Díaz, su amigo íntimo.

Ni mis argumentos de carácter general, ni la razón especial que le di, de que la entrada de Félix Díaz en el Ministerio, lejos de robustecer al Gobierno, lo expondría a mayores ataques, dando con este caso de nepotismo nuevas armas a la revolución que precisamente reprochaba al Presidente la estrechez y el exclusivismo del círculo gobiernista, pudieron hacer cambiar la actitud de Dehesa quien permaneció inquebrantable en su opinión.

Este fracaso tuvo no poca influencia sobre la triste secuela de los acontecimientos públicos.

Tal es la historia de la constitución del Ministerio de fines de marzo.

El programa de Gobierno que le presenté al general Díaz comprendía dos partes: una que consistía en medidas destinadas directamente a sofocar la revolución; y otra en reformas de carácter político y administrativo. A mi entender, al mismo tiempo que debían ponerse en acción, con la mayor energía, todos los elementos militares de que se disponía para dar pronto término a una insurrección que demasiado había durado ya, era no sólo de justicia, sino de conveniencia social, realizar ciertas aspiraciones de la parte pensante de la población, que desde hacía tiempo venía reclamando algunos cambios en la Administración pública y la supresión de prácticas notoriamente abusivas.

Así, por temperamento como por raciocinio, me he inclinado siempre a satisfacer la opinión pública, cuando se trata de cosas que no pugnan con la justicia o con el interés de la colectividad, sin que para ello obste el que se hayan levantado en armas, con el objeto o pretexto de realizarlas, algunos impacientes, ambiciosos, o simples criminales vulgares.

La reclamación por medio de la violencia es seguramente muy reprensible, y merece severo castigo; pero el hecho no autoriza al gobernante a diferir la ejecución de las medidas reclamadas cuando ellas tienden a llenar necesidades públicas o deseos legítimos de un gran número de ciudadanos. Los que piensan en contrario se forman muy triste idea de los deberes de los gobernantes al hacer depender el otorgamiento de justas concesiones, de la circunstancia de que se haya, o no, trastornado el orden público.

Confunden seguramente esas personas las relaciones cívicas que existen entre los altos funcionarios y el pueblo, con las que establece la disciplina militar entre jefes y subalternos. De ahí que tachen de actos de debilidad lo que es una verdadera obligación de derecho social. Y no se nos traiga a la vista, como ejemplos demostrativos de la bondad de la teoría, aquellos casos que se encuentran en la historia, de gobiernos caídos a raíz de haber aceptado para sofocar un movimiento revolucionario algunos puntos del programa de la oposición; porque sería preciso investigar cuidadosamente cuales fueron los factores determinantes de aquellas situaciones, y la influencia que cada uno de ellos ejerció sobre los acontecimientos públicos que se desarrollaron; y porque se encontrarían también sin dificultad alguna en el gran registro de la vida de los pueblos otros muchos casos en que ciertas concesiones hechas oportunamente y con juicio, salvaron las crisis políticas más agudas.

Debiendo abrirse las Cámaras el 1° de abril, no podía desaprovecharse tan buena oportunidad para exponer a la Nación las ideas del nuevo Gobierno sobre las principales cuestiones debatidas en la prensa, en las agrupaciones políticas y en el público en general; de suerte que desde las primeras entrevistas que tuve con el Presidente a mi regreso de Europa, que fue el 20 de marzo, insistí en el mencionado programa de reformas, el cual tardó algunos días en tomar forma definitiva después de las conversaciones que tuve con mis compañeros de Gabinete a la vez que con otros amigos, y fue incorporado en el mensaje del señor Presidente, previa discusión y aprobación, como de costumbre, en el Consejo de Ministros, el cuál tuvo lugar la antevíspera de la apertura de las Cámaras.

Como puede verse en la parte final del mensaje leído por el Presidente al Congreso el 1° de abril de 1911, los principales puntos abarcados en el nuevo programa fueron los siguientes: la renovación del alto personal político que formaba parte del Gobierno y que por su larga permanencia en sus puestos constituía una especie de osamenta que entorpecía el desarrollo de los órganos del cuerpo social; el prudente y equitativo fraccionamiento de las grandes propiedades rurales; la reorganización del Ramo de Justicia garantizando mejor la elección del personal y la independencia de los Tribunales; la modificación de las leyes electorales para hacer más efectivo en las elecciones el voto de los ciudadanos que sean capaces de emitirlo con plena conciencia; y por último, la aceptación del principio de la no-reelección de los funcionarios del Poder Ejecutivo que deriven del sufragio popular, siempre que las Cámaras Legislativas juzgasen conveniente tomar la iniciativa de la reforma.

No es mi propósito hacer aquí una exposición de motivos de las declaraciones y promesas hechas por el Gobierno en el expresado mensaje. Si la idea de hacer concesiones a la opinión pública merece, o llega a merecer algún día, la aprobación general, me basta que se sepa que, bueno o deficiente, ese programa contenía propósitos honrados, concebidos y sostenidos por mí en el seno del Gobierno desde tiempos anteriores, y cuya realización se iba a procurar llevar a cabo, de buena fe y en el menor plazo posible.

Léanse con cuidado esas declaraciones, y en ellas se encontrará, especialmente por los que bien conocieron la conducta observada por mí en el largo tiempo de diez y ocho años que formé parte del Gobierno, las ideas que siempre sostuve en el seno del propio Gobierno, y la norma a que ajusté todos mis actos. En una sola cuestión hube de modificar mi anterior modo de pensar -en la forma y en la oportunidad más que en el fondo-, que fue la de no-reelección, pues si nunca fui partidario de que se inscribiese en la Carta Magna el principio de no-reelección, mucho trabajé en preparar con el asentimiento del mismo general Díaz, la trasmisión del Poder de sus manos a las de su sucesor, con el fin de eliminar uno de los mayores peligros de que se trastornara la paz en el porvenir. Más, habiendo encontrado que durante mi última ausencia se había extendido, aún entre personas allegadas al Gobierno, la opinión de que convenía elevar dicho principio a la categoría de precepto constitucional, no me pareció prudente que el Gobierno se opusiera a su adopción, si las Cámaras tomaban la iniciativa de la reforma.

El curso que tomaron los acontecimientos ha inducido seguramente a muchas personas a creer que fue un error intentar la realización de las reformas anunciadas, por más que la opinión general las considerase como verdadera necesidad pública. Además del argumento de la inoportunidad, se ha esgrimido el de que la Nación no podía confiar en los ofrecimientos que se le hicieron en el Mensaje del 1° de abril, cansada como estaba de ver que el general Díaz no cumplía sus promesas, censura que desde luego debe tacharse cuando menos de exagerada; más sea o no cierto que existiera esa desconfianza y que ella fuese la causa de que no diera resultado eficaz el nuevo plan yo no podía haber hecho otra cosa al aceptar mi parte de responsabilidad en el Gobierno, que pedir que se tomaran las medidas que parecían justas y tenían probabilidades de ser bien recibidas por la gente sensata; y esto con tanta razón que de tiempo atrás estaba yo reclamando varias de ellas, en mis conversaciones oficiales o íntimas con el Presidente. Y si digo que éste era el único camino que se me presentaba, es porque elimino sin vacilación, por inaceptable, el otro miembro de la alternativa en que me vi colocado, que era el de seguir, impávido y con la boca cerrada, la política que otros muchos le aconsejaban al general Díaz, consistente en reprimir con suma dureza la insurrección sin variar, en un ápice que fuera, el sistema y los métodos observados hasta entonces, ni dar cabida en los círculos del Gobierno a los hombres jóvenes, ni hacer la menor concesión a las nuevas ideas.

Debo agregar que al obrar como lo hice, me formé la ilusión de que la buena acogida que recibí al regresar al país y la reputación de hombre formal que creo adquirí dirigiendo la Hacienda Pública, servirían para inspirar confianza, por poco que fuese, en las declaraciones y los ofrecimientos hechos a la Nación después de un cambio significativo de Ministerio y con toda la solemnidad de un Mensaje leído ante las Cámaras.

Ahora que han pasado varios años desde aquellos acontecimientos, no encuentro todavía qué cosa más podía haberse hecho para infundir esa confianza que nos fue negada. Poco tiempo necesité para desengañarme de aquella ilusión, pues a poco andar se vio claramente que ni el gran prestigio del Caudillo, ni mi pequeño contingente personal, ni las prendas que desde luego se dieron de nuestra firme intención de traducir inmediatamente en hechos las palabras y las promesas armnciadas, lograron hacer variar la impresión general de que había sonado irremisiblemente la hora en que tenía que desaparecer la Administración del general Díaz.

De lo que llevo dicho sobre el plan de reformas no debe deducirse que éste embargara por completo mi atención y mis esfuerzos. Convencido de la necesidad imperiosa de hacer marchar de frente las medidas políticas y las punitivas, no di preferencia a aquellas respecto de estas últimas, y desde el primer momento le hablé al Presidente de la necesidad de una vigorosa represión del movimiento revolucionario, lo mismo que al general González Cosío, Ministro de la Guerra con quien tenía yo frecuentes conversaciones para imponerme de las providencias que se dictaban y comunicarle algunas de mis ideas sobre el particular. Es claro que dependiendo principalmente de las Secretarías de Guerra y de Gobernación la parte más activa de la acción gubernamental, no me tocaba ingerirme a fondo en asuntos de guerra, ni en las relaciones con los Gobiernos de los Estados que tuviera por objeto el mantenimiento del orden público y la mejor resolución de las dificultades locales. Por otro lado, dada la situación excepcional en que me colocó el Presidente dentro del nuevo Gobierno, no era menos evidente la obligación moral que sobre mí pesaba, de no desentenderme completamente de aquellos asuntos, sino de prestar, dentro de los límites de mis posibilidades, la más eficaz cooperación que de mí podía esperarse.

Muy desagradable impresión me causaron, desde mis primeras averiguaciones, el estado que guardaban los diversos servicios de Guerra y la manera con que se conducían las operaciones militares. Los batallones tenían apenas unas cuatrocientas o cuatrocientas cincuenta plazas poco más o menos, faltándoles la tercera o cuarta parte de su efectivo en pie de paz previsto en el Presupuesto de Egresos. En las fuerzas de caballería la deficiencia de hombres y acémilas era más grande. La mayor parte de las tropas se hallaban paralizadas en la Capital, o en diversos puntos del país donde se temían levantamientos. Las que salían para la campaña no llevaban la debida dotación de parque, pertrechos y demás cosas indispensables, y llegaban por pequeños destacamentos y sin precaución a los lugares en donde se encontraba el enemigo. Un sin número de marchas y contramarchas inútiles cansaban a los soldados y los desalentaban; con mayor razón cuando los rebeldes los sorprendían y batían, lo que sucedió varias veces, no obstante la buena calidad de dichas tropas.

Los jefes de columna, con pocas excepciones, daban pruebas de incapacidad notoria o falta de experiencia, aunque es justo decir en descargo de algunos de ellos, que se les privaba de toda iniciativa, sujetos como estaban por completo en sus movimientos a las órdenes de México. La dirección de las operaciones se hallaba concentrada en la Presidencia, de donde partían directamente las órdenes a los jefes que debían ejecutarlas, los cuales se entendían de la misma manera con la Presidencia, salvando las más veces el conducto de la Secretaría de Guerra.

Dos o tres oficiales del Estado Mayor del Presidente despachaban y recibían todos los telegramas, y con frecuencia ocurría que la Secretaría de Guerra, ignorando el contenido de éstos, dejaba de tomar las medidas correspondientes, o dictaba por su lado providencias que en no pocos casos resultaban en contradicción con los acuerdos de la Presidencia.

El día que se publique la historia de las operaciones militares de esa época, y del papel que hizo el Ministerio de la Guerra, se hallará la explicación de muchos acontecimientos que pasan hoy por incomprensibles, o que son atribuidos generalmente a causas muy distintas de las verdaderas.

Como no es mi intención emprender esa historia, ni tengo a mi alcance los documentos indispensables para ello, hago aquí punto omiso de un sin número de deficiencias que se descubrieron, y de torpezas cometidas en las disposiciones dictadas contra los insurrectos, deficiencias y torpezas que, hablando con justicia, no deben imputarse sino en pequeña parte al Ministro de la Guerra.

La revolución estalló en Chihuahua a fines de noviembre de 1910, sin que por muchas semanas pasara de unos cuantos centenares el número de los insurrectos, y sin embargo, sólo hasta febrero del año siguiente se emprendió seriamente la campaña destinada a sofocarla.

En el intervalo no tuvo el Gobierno más que descalabros, los que naturalmente enardecieron el espíritu de la rebelión. Si la primera derrota que sufrieron los sediciosos, la de Casas Grandes, que fue a principios de marzo, hubiese tenido lugar dos meses antes, no se habría extendido la chispa revolucionaria como sucedió en los meses de enero y febrero, y es casi seguro que el movimiento maderista se hubiera extinguido allí. En lugar de eso, las huestes insurrectas se formaron de nuevo y con una prontitud notable merced a los elementos que recibían de otras muchas partes del país que estaban en ebullición, y principalmente del extranjero, no tardaron en constituir una seria amenaza para Ciudad Juárez y la misma Capital del Estado.

Varios meses perdidos lamentablemente cuando podía haberse sofocado la insurrección en su cuna, la exhibición de un ejército desorganizado y deficiente, cierta incoherencia en la dirección de la campaña, y otras muchas faltas cometidas por el Gobierno dieron lugar a que el movimiento revolucionario tomara ya, a los cuatro meses de haber estallado, un vuelo extraordinario e imprevisto que a poco tiempo se convirtió en irresistible. Esa fue la situación que me encontré al regresar a la República.

Mi intervención en las cuestiones militares se ejerció desde un principio de dos maneras: haciendo que la Secretaría de Hacienda suministrara los recursos necesarios para dotar a las fuerzas del Gobierno de hombres, pertrechos de guerra, y de todo lo que requería una campaña eficaz a cuyo fin pidió a las Cámaras las autorizaciones de gastos respectivos; y también aconsejando ciertas medidas que parecían indispensables para la buena utilización de esos elementos.

El aumento del ejército fue una de mis principales preocupaciones, porque día a día se multiplicaban los focos de insurrección. Neutralizada como estaba una buena parte de las fuerzas federales, por los temores de nuevas complicaciones que obligaban al Gobierno a no desguarnecer ciertas plazas y regiones del país; y siendo necesario, por otra parte, cuidar las líneas de ferrocarril y demás vías de comunicación que a menudo eran cortadas, propuse desde luego:

1°, que se crearan nuevos batallones de infantería, y especialmente regimientos de caballería;

2°, que se organizaran de seis a diez cuerpos nuevos de rurales, para dedicar la mayor parte de ellos a la vigilancia y seguridad de los caminos, y disponer para la campaña de las fuerzas que estaban empleadas en esa tarea, y,

3° que se enviaran apremiantes excitativas a los Estados para el levantamiento de fuerzas auxiliares, cuyos haberes pagaría la Federación, y que quedarían afectas a la defensa del territorio de sus respectivos Estados; defensa que hasta entonces estaba encomendada casi exclusivamente al Ejército Federal.

A muchos parecerá curioso que yo haya movido al Gobierno para que tomase las medidas anteriores, siendo de todos conocida mi tenaz resistencia a que se aumentara inconsiderablemente el Presupuesto del Ramo de Guerra y Marina. A este respecto, tendría mucho que decir en defensa de mi actitud de épocas anteriores y de la que observé en 1911; pero me bastan unas cuantas palabras. Unos son los tiempos de paz octaviana y otros los de revolución interior y peligro de guerra extranjera. Para hacer frente a situaciones tan distintas, sostuve en aquel entonces ciertas ideas que nunca tomó en serio la Secretaría de Guerra, consistentes en la formación de muchos cuadros de batallones y regimientos, y en la organización de milicias o reservas que, sin causar fuertes gastos permanentes, facilitaran ei aumento de las fuerzas activas en un momento determinado. Debo hacer justicia al general Reyes que cuando estuvo al frente de la Secretaría de Guerra tuvo la misma idea de organizar las reservas del ejército, obra a la que procuré coadyuvar haciendo lo que pude de mi parte al grado de obtener de mi hermano y de varios amigos que se alistaran en las mencionadas reservas. Desgraciadamente los manejos políticos del citado General desvirtuaron la institución y todo se echó a perder.

Es un hecho incontrovertible que durante los primeros meses de la revolución muy poco se hizo para organizar más fuerzas de las que constituían el ejército regular, y para obtener de la Secretaría de Hacienda, entonces dirigida por el Subsecretario del Ramo, que se solicitasen del Congreso las autorizaciones correspondientes para los gastos extraordinarios que la situación requería con urgencia. Esa actitud pasiva se debió, en gran parte, al extraño optimismo que prevalecía en los círculos militares con relación a la campaña. Y si califico de extraño dicho optimismo, es porque no obstante los descalabros sufridos, todos los jefes, comenzando por los más altos, veían con cierto desprecio la insurrección, creyendo que el Gobierno disponía de elementos sobrados para reprimirla en poco tiempo, y que sólo había dependido de errores fáciles de subsanar el que no se hubiese logrado ese resultado. No será sorpresa para nadie el que diga que mi estado de ánimo era muy distinto del optimista que existía en el personal de Guerra.

Todo lo que queda consignado en las anteriores páginas con relación al papel que desempeñé en lo relativo a la conducta política y a las medidas militares encaminadas a dominar la insurrección, fue obra de muy pocos días, apenas los indispensables para imprimir a la máquina gubernamental la nueva dirección que, en mi opinión, debiera haber satisfecho a los simpatizadores juiciosos de una evolución política, pondría coto al espíritu de aventura de muchos, y reprimiría severamente a los trastornadores recalcitrantes del orden público. Ya veremos después la suerte que corrieron en su ejecución y desarrollo esas medidas.

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