Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO QUINTOSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO SÉPTIMOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO SEXTO

Se habla de la influencia que ejerció el estado de salud del General Díaz sobre los acontecimientos de aquellos movimientos, y de éstos sobre aquél. Desarrollo del programa político y del militar. Deficiencias y consecuencias


Para que se comprendan bien las deplorables condiciones en que se hallaba el Gobierno para llevar adelante el programa de pacificación, es indispensable tener presente un factor de la más alta importancia: la salud del Presidente; y sólo el culto a la verdad puede dar la fuerza necesaria a uno de sus más sinceros e íntimos amigos para vencer la natural resistencia que experimenta al proponerse hablar del tristísimo período de la vida de aquel grande hombre en el que más decayó de su extraordinario vigor una constitución privilegiada, que no solamente sus numerosos admiradores quisiéramos haber visto llegar al fin en todo su apogeo, sino también la inmensa mayoría de los buenos mexicanos.

De tiempo atrás venía dando el general Díaz señales evidentes de fatiga cerebral, que notaron todos los que tuvieron la ocasión de acercarse a él en los últimos años. Las deficiencias de la memoria, y las frecuentes somnolencias durante el día eran las más aparentes. ¡Consecuencias inevitables de una excesiva labor intelectual y de gravísimas preocupaciones, que le hicieron perder el sueño tranquilo y reparador! Su extraordinaria perspicacia, su admirable espíritu de observación, y algunas más de sus dotes excepcionales, se conservaban todavía casi intactas, haciendo contraste con las otras que desaparecían visiblemente; y los que vivimos en su derredor en esa época angustiosa pudimos observar muy de cerca, y día a día, el tristísimo fenómeno de una brillante inteligencia que seguía luchando, por momentos con buen éxito, pero casi siempre vencida a la postre, contra espesos nubarrones que sin cesar se aglomeraban sobre ella para obscurecerla.

Más no me di bien cuenta en los pnmeros días de mi regreso, de lo mucho que había progresado el mal, hasta que agravándose a pasos rápidos, por la creciente actividad y la mayor tensión nerviosa que motivaban los acontecimientos, se presentó en toda su magnitud e intensidad la amenaza del cataclismo que ya pendía sobre la nación.

De tan penosa situación tenía que resultar desde luego un inconveniente trascendental: el de la incoherencia en la dirección de las medidas encaminadas a la ejecución del programa adoptado, y hacer frente a circunstancias inesperadas, o bien a corregir los errores y las deficiencias siempre inevitables en situaciones complicadas.

Esa falta de unidad en la dirección de la política del Gobierno relacionado con la pacificación, fue seguramente el escollo principal que se presentó para cumplir con los ofrecimientos que contenía implícitamente el mensaje de primero de abril, así como para el desarrollo de las medidas gubernativas y militares. Por una parte, pesaba sobre mí la responsabilidad moral de la formación del nuevo Gabinete y la de los lineamientos generales del programa de Gobierno: y por otro lado, me veía cohibido frecuentemente para prestar el concurso que deseaba al desempeño de esa tarea, por los actos del Presidente que, en principio, rehusaba toda intervención ajena en los asuntos de Guerra, y que, en los demás, no siempre se ajustaba a la orientación general convenida. ¡Cuántas veces me vi en el caso de llamarle la atención sobre esa discordancia, y me encontré frente a una deficiencia de la memoria o a una exaltación pasajera!

Puede decirse que respecto de algunas de las reformas que eran de la competencia del Poder Legislativo el Presidente no tomó una parte activa en la elaboración de las iniciativas de ley correspondientes. Esto se explica fácilmente tratándose de la reforma constitucional de la no-reelección, puesto que definió su actitud en el mensaje diciendo que si se formulara una iniciativa ante la representación Nacional en el sentido de la periódica renovación de los funcionarios del Poder Ejecutivo, dicha iniciativa contaría con su decidido apoyo.

Por lo demás ya se sabe que esa reforma no sufrió dilación alguna en su despacho por las Cámaras, y que sólo la imposibilidad material para que se llenaran todos los requisitos constitucionales impidió que se llevara a cabo dulante la Administración del general Díaz.

A falta de Ministro de Gobernación quedó convenido entre el general Díaz y yo que me entendiera con el personal de las comisiones del ramo en la Cámara y con otras personalidades que me pareciera conveniente escoger para la preparación de la nueva ley electoral, en el concepto de que el Gobierno estaba resuelto a apoyar todas las modificaciones a la legislación vigente que se juzgasen útiles a la vez que practicables, y que tendiesen a asegurar la libertad del voto y el respeto a los votos emitidos.

Convoqué varias veces a las comisiones mencionadas y a algunos diputados prominentes, entre los cuales se hallaban varios miembros distinguidos del Partido Democrático, pero desgraciadamente me encontré con una oposición latente de parte de algunos de ellos, que entorpeció bastante la preparación de la nueva ley electoral. Uno de los puntos que más se discutió fue el del voto directo, aconsejado, en efecto, por la teoría pero que en una nación donde el cuerpo electoral está compuesto en su inmensa mayoría por personas que no saben leer ni escribir, ni tienen la menor idea de lo que pasa fuera de sus respectivas localidades, tiene que originar todos los inconvenientes de una votación privada de todo discernimiento.

Los trabajos emprendidos en aquella época sirvieron, sin embargo, de base a la ley que fue expedida posteriormente por el Gobierno emanado de la revolución.

El Ministro de Fomento quedó encargado por su lado del estudio relativo al fraccionamiento de los terrenos, y sus ideas sobre el particular coincidieron con las mías. Fuimos de opinión que el problema agrícola, tal como se entendía entonces, no era en realidad una cuestión única, bien caracterizada, que debía resolverse por medio de una legislación uniforme para todo el país.

Efectivamente, no puede decirse con propiedad que ha existido ni que exista actualmente en México un problema agrícola, ni que la necesidad de proveer de tierra a ciertos pueblos o a los agricultores pobres presente por todas partes los mismos caracteres y deba satisfacerse con igual urgencia. En cambio son muchos los problemas que convendría resolver para favorecer la agricultura y proporcionar bienestar a los labriegos, y también muchos medios de alcanzar esos fines, por lo general locales, y naturalmente de índole diversa.

Tan lejos estaba el fraccionamiento de tierras de ser una exigencia apremiante de la Nación, que el Plan de San Luis Potosí, que sirvió de estandarte a la Revolución, no contiene palabra alguna relativa a esa pretendida reforma que sólo vino después a servir de pretexto para tratar de justificar las enormes arbitrariedades cometidas contra los terratenientes.

En el programa aprobado en agosto de 1911 por la Gran Convención organizada por la Revolución triunfante, no se hace todavía más que una ligera alusión a la pequeña propiedad.

Los estudios emprendidos en la Secretaría de Fomento por el nuevo Ministro se inspiraron en el absoluto respeto a los derechos adquiridos, procurando al mismo tiempo facilitar la expansión de ciertas aglomeraciones de habitantes enclavadas en grandes haciendas, y usando para ello del recurso constitucional de la expropiación, siempre que fuese fundado en justas razones y previa indemnización al propietario. Se buscó también la manera más eficaz de favorecer el regadío, facilitando a la vez el fraccionamiento de los terrenos irrigados. Se proyectaron otras muchas cosas que desgraciadamente no podían dar tampoco resultados palpables en el cortísimo plazo que tuvo de vida el Ministerio de Marzo.

Lo mismo debe decirse de las reformas que se pensó hacer en la Administración de Justicia, y de las que se encontrarán en los archivos del Ramo testimonios fehacientes que acreditan la actividad desplegada por la persona que estuvo entonces al frente de la respectiva Secretaría de Estado.

Con el conjunto de trabajos a que acaba de aludirse, y las pruebas innegables que dio la Administración del general Díaz de su intención de renovar hasta donde fuese prudente el personal político del país, dando entrada al propio tiempo a nuevos elementos, no puede honradamente sostenerse que el Gobierno no tuviese las más firmes intenciones de satisfacer, en lo que de él dependía, las aspiraciones de una buena parte de los habitantes del país que atribuían el malestar que entonces reinaba a la inmovilidad del Gobierno y a la estrechez del círculo que tomaba participación en la política. Cualquiera que haya sido la suerte de algunos ofrecimientos hechos o esbozados en otros tiempos, no había justa razón para negar en esta vez toda confianza al Gobierno que, como prenda de su sinceridad, hizo un cambio de Gabinete en el que entraron varios hombres nuevos y distinguidos, trazó con toda solemnidad ante la Nación su programa, y comenzó desde luego a llevarlo a cabo hasta donde le fue posible.

Si, como ya se ha dicho, el Presidente tomó relativamente poco interés en las reformas de que se ha venido hablando, en cambio, se consagró con empeño verdaderamente febril a la dirección de la campaña y a hacer modificaciones importantes en el personal político de todo el país. Su actividad era tal que apenas si daba entrada a la iniciativa de sus consejeros oficiales, y a duras penas recogíamos, en las Secretarías de Guerra, de Gobernación y de Hacienda, los hilos de muchos asuntos que se tramitaban o despachaban por encima de nosotros. No es que intencionalmente obrara así el general Díaz en la mayor parte de los casos, sino que, movido sin duda, por el deseo de reparar las consecuencias de su tardía resolución de atacar con toda energía la ola revolucionaria, quiso después poner pronto remedio a muchos de los males que había estado tolerando y sobre los cuales abrió los ojos a última hora. Lo que debe deplorarse es que esto lo hiciera con demasiada precipitación, sin la prudencia necesaria, y preocupado principalmente por la idea de demostrar con esa actividad que desplegaba, la falsedad de los rumores que a sus oidos llegaban tocante a su cansancio intelectual.

En el ramo militar, lejos de seguir el camino convenido respecto al reclutamiento de nuevas fuerzas, al movimiento de tropas y en general a las providencias que debían dictarse para la mejor organización de los servicios militares, y para la delimitación de las facultades y responsabilidades de cada cual, el general Díaz, a pesar de todas las advertencias que le hacíamos el general González Cosío y yo, continuó concentrando más y más en la Presidencia y en su domicilio de la calle de Cadena, el despacho de las órdenes y la recepción de los informes referentes a la campaña. Todo lo quería hacer personalmente, o confiándose en auxiliares que carecían de experiencia y de responsabilidad.

Eliminó de esa manera la cooperación de Jefes y de personas que le habrían sido muy útiles, y se echó sobre las espaldas el peso enorme de una tarea que ningún ser humano sería capaz de soportar, por excepcionales que fuesen sus energías y sus dotes personales; por lo que no es extraño que hubiese incurrido, como en efecto incurrió, en errores, retardos y omisiones de la mayor trascendencia.

Nada o muy poco se adelantaba, por lo mismo, en la realización de la parte más importante del programa, que era la de aumentar, vigorizar el Ejército federal. Muy al contrario, las condiciones de dicho Ejército empeoraban constantemente por las causas ya expuestas y el vuelo que tomaba la revolución; así es que muy pronto pudo notarse el disgusto que producía en los Jefes y oficiales este estado de cosas, y la inutilidad de los sacrificios impuestos a las tropas con las marchas y contramarchas continuas que se les obligaba a hacer sin objeto bien pensado.

Si todo el mundo comprendía que no se sacaba de los buenos elementos que contenía el Ejército el provecho que eran susceptibles de proporcionar, con mayor razón se daban cuenta de ello los mismos militares, entre quienes comenzó a cundir, no obstante el optimismo que ostentaban hasta entonces, el desaliento y la inquietud dominantes en las clases civiles.

Con igual nerviosidad procedió el Presidente en sus relaciones con los Gobiernos de los Estados y las autoridades subalternas. En lugar de iniciar la nueva política del Gobierno haciendo, o aconsejando, unos cuantos cambios de personas que la Nación entera reclamaba desde mucho tiempo, y de hacerlo con mayor mesura y tacto, si era posible, que los desplegados por él de manera tan notable durante toda su vida, precipitó las cosas bruscamente con la probable intención de adelantarse a los revolucionarios en la realización del desiderátum general de que se renovara el personal político del país; y se puso a llamar a casi todos los Gobernadores, a muchos Jefes Políticos y Presidentes Municipales, a pretendientes, periodistas, hombres de influencia, y a cuantas personas creía poder utilizar para sus fines, con lo cual no consiguió más resultado que dar entrada a una avalancha de aspiraciones locales, la mayor parte de ellas infundadas y bastardas, despertar ambiciones de todo género, lastimar a muchos de sus viejos partidarios que le habían servido con lealtad, por más que algunos de ellos no lo hicieran desinteresadamente, y por último, dar aliento con creces a los revolucionarios, armados y civiles, que se dieron perfectamente cuenta de la falta de consistencia de la conducta del Presidente y del Gobierno mismo.

Agravaba enormemente las consecuencias de esta agitación del general Díaz, la rapidísima desaparición de su memoria que llegó a tal grado, que en circunstancias de las más difíciles no se acordara ni de lo que se le había dicho, ni de lo que él mismo había ofrecido o resuelto hacer horas antes. Hubo casos en que tratando de provocar cambios de Gobernadores prometiera en un mismo día su apoyo a dos candidatos rivales, o pidiera como servicio personal a algún amigo que fuera a hacerse cargo del Gobierno interino de un Estado, cuando había ya recomendado otra persona para el mismo puesto. En el espacio de veinticuatro horas el Presidente rogó al Gobernador de Guerrero, por telégrafo, que viniese a México para hablar de la política local que convenía desarrollar, mandó llamar a un joven abogado residente en México, que nada ambicionaba, y a quien alentó a que saliera en el acto para Chilpancingo a preparar su elección para el Gobierno, y por último autorizó a un viejo intrigante de los más revoltosos para que emprendiera su marcha también en la misma noche y moviera sus influencias en la Legislatura del Estado, con el fin de ser electo para el propio cargo. Y no se crea que estas tres determinaciones casi simultáneas fueran el resultado de un plan maquiavélico o de un cambio de opinión debido a circunstancias supervinientes: sólo deben atribuirse a un completo olvido de los actos o promesas que acababa de hacer; cosa semejante pasó en otros muchos asuntos de importancia.

Para colmo de complicaciones, la grave enfermedad que una extracción de muelas mal hecha le originó al general Díaz a principios de mayo, vino a crear una situación verdaderamente desesperada. En la cama, con una calentura elevadísima, teniendo toda la cabeza hinchada por una terrible infección, privado de alimentos y sin poder hablar más que por monosílabos, quedó de hecho inhabilitado durante muchos días para seguir atendiendo los apremiantes asuntos del momento. Su prodigiosa energía le permitía, sin embargo, ocuparse de las negociaciones de paz, con motivo de las cuales me recibía dos y tres veces diarias, pero solo para eso le alcanzaron las fuerzas, y puede decirse, sin exageración que la Nación entró entonces en estado de verdadero acefalía.

En opinión de los médicos, no desmentida por los hechos que presenciamos meses y años después, nunca habría recobrado el general Díaz, por franco que llegase a ser su alivio, la plenitud de las facultades indispensables para continuar rigiendo los destinos del país. La enfermedad adelantó violentamente y para siempre, la obra destructiva de los años: en unos cuantos días acabó de apagar una excepcional actividad física e intelectual.

Con excepción de las medidas puestas en ejecución a que brevemente se ha aludido, las demás, o fueron aplazadas, o se quedaron definitivamente en estado de proyecto.

Más aún, a menudo se hizo lo contrario de lo que debía hacerse, y la precipitación con que se obraba hizo que cundiera el desorden en el ramo militar lo mismo que en los asuntos locales que eran motivo de inteligencia entre el Gobierno del centro y las Entidades federativas. No pocas autoridades de los Estados en lugar de prestar una franca y eficaz cooperación en la obra de pacificación, demostraron apatía o incapacidad para hacer frente a una situación anormal. En lugar de entregarse en cuerpo y alma a secundar los esfuerzos del centro, y a tomar la iniciativa para resolver pronta y eficazmente los conflictos locales que surgían, se limitaban a dar cuenta de lo ocurrido, a pedir instrucciones y a solicitar ayuda y protección. Salvo dos o tres Estados que enviaron el contingente de hombres para reforzar el ejército, que se pidió a todos, los demás, lejos de mandar esos contingentes, pedían, algunos hasta con apremio, que se les mandaran fuerzas federales para contener el avance de la revolución en sus respectivas demarcaciones. Ya se comprenderá que no siendo humanamente posible que la Federación atendiera y cuidara todo el territorio de la República, en los múltiples incidentes de todo género que a cada momento se presentaban, tenía que sobrevenir un verdadero caos, como en efecto aconteció.

Por otro lado los gravísimos defectos de organización y de táctica en el Ejército Se acentuaron cada día más; y se tornó en positivo desastre el fracaso de las disposiciones dictadas y gestiones hechas en todo el país para levantar tropas y aumentar la policía rural. A pesar de los grandes alicientes pecuniarios y de otro género que ofrecimos a los que se engancharan en el ejércto, sólo se consiguieron unos cuantos centenares de hombres; de suerte que las fuerzas del Gobierno, en lugar de aumentar, se redujeron considerablemente, no sólo por las bajas que sufrían combatiendo contra un número de insurrectos muy superior, sino por la necesidad de fraccionarse en multitud de destacamentos que que ejercían en muchos lugares verdaderas funciones de policía. Llegó la escasez de tropas a ser tal, que desde fines de abril se quedó México casi sin guarnición, sólo con el número de soldados necesarios para las guardias de los cuarteles y edificios públicos. Esta situación dio lugar a que habiéndose acercado los zapatistas a las orillas de la Capital no se pudiesen enviar contra ellos más que una pequeña columna de mil doscientos hombres formada a toda prisa con policía rural y destacamentos de tropa recogidos de muchas partes, y cuyo mando fue confiado al general Victoriano Huerta, columna que por cierto tuvo que regresar dos días después a México donde su presencia fue juzgada indispensable para mantener el orden público que ya comenzaba a alterarse en las calles.

Ante el cuadro que describen las páginas anteriores nadie extrañará que no hayamos logrado sofocar la insurrección ni infundir al país la confianza necesaria para arrancarles a los revolucionarios la bandera que tremolaban. Ni la reforma constitucional de la no-reelección, ni la preparación de la nueva ley electoral que daba las mayores garantías a todos los partidos políticos, ni los cambios muy significativos que se efectuaron en el personal político y en el judicial, ni otras muchas pruebas patentes de la nueva orientación que se deseaba darle a nuestra vida pública, sirvieron para tranquilizar de modo durable la agitación de los espíritus y contener la decepción que invadía el ánimo hasta de los más fervientes partidarios del Gobierno.

Sin entrar en prolijas consideraciones psicológicas sobre las influencias y reacciones que determinaron el completo cambio de la opinión pública con respecto al Gobierno del general Díaz, puede decirse que entre los factores importantes de este cambio (donde también figura el cansancio que -según muestra la historia- experimentan los pueblos al ser gobernados durante mucho tiempo por los mismos individuos y por los mismos métodos, por buenos que sean unos y otros -recuérdese a Arístedes-), uno de los principales es la impresión que recibieron las masas en todo el país al darse cuenta de que el Gobierno, que creían fuerte, había perdido sus energías, volviéndose así incapaz de mantener el orden público y de llenar las justas aspiraciones de la Nación.

Algún día se verá, con la claridad de la luz meridiana, cuán lejos están de la verdad los que afirman que el movimiento insurreccional fue la consecuencia directa de los grandes latifundios, de la triste condición del indígena, de la presión y explotación del pueblo en general, de los privilegios odiosos concedidos a los favoritos, a los ricos y a los extranjeros, y de otras cantinelas por el estilo, que fueron con posterioridad extensamente propagadas para tratar de justificar la obra revolucionaria y disculpar las atrocidades que en su nombre se cometieron. El que se haya explotado en contra del régimen anterior el disgusto causado por tales o cuales abusos o desigualdades sociales, que en su mayor parte nos fueron legados por las generaciones precedentes, no es razón suficiente para considerar esos hechos como las verdaderas causas de la revolución, y menos todavía para disculpar a los que la iniciaron y fomentaron.

Frustrados por completo los efectos que se esperaban de las reformas y medidas iniciadas por el Gobierno al constituirse el nuevo Ministerio, lo que acaeció después fue la consecuencia natural del desengaño sufrido por la mayoría de la gente, que tenía fe ciega en la solidez del Gobierno, y de la insuficiencia notoria de éste para reaccionar contra ese desengaño.

Si no puede aprobarse, lo que han dicho algunos, que el general Díaz se mantuvo muchos años en el poder porque todo el mundo lo creía fuerte y le temía (afirmación imperdonable en boca de quienes presenciaron la inmensa popularidad de que él disfrutó en un país de dos millones de kilómetros cuadrados con diez y seis millones de habitantes, y que gobernó admirablemente durante más de treinta años disponiendo solamente de un ejército de apenas veinte y tantos mil hombres), en cambio debe convenirse en que harto contribuyeron las penosísimas impresiones de que vengo hablando al resultado, para muchos inexplicable todavía, de que el país se volviera de un día para otro contra el que, todavía pocas semanas antes, era su ídolo.

Una última observación de carácter personal. La debilidad y el desconcierto del Gobierno comenzaron a manifestarse antes de que yo regresara de Europa, y el desengaño público tomó creces rápidamente en los dos primeros meses de 1911 cuando se vio que la insurrección no fue sofocada en su cuna y que el Gobierno se hallaba incapacitado para poner pronto remedio a una situación que cada día empeoraba.

La esperanza que renació con el cambio de política y de Gabinete fue efímera, y a poco la confianza y los ánimos se abatieron para no volverse a levantar.

¿Qué parte de responsabilidad me toca en la catástrofe? No me corresponde a mí decirlo. Llevé al Gobierno, sin pérdida alguna de tiempo, un programa político y militar que hasta ahora nadie ha demostrado que fuese malo o inoportuno, y me dediqué además a ejecutar dicho programa en la parte que estaba dentro de mi alcance, sin economizar desvelos ni energías. Si el programa no se realizó en totalidad, ni acaso en su parte principal, no fue por falta de buenas intenciones ni de empeño. He de haber incurrido seguramente en errores, y omitido hacer cosas que tal vez habrían dado resultados satisfactorios. A eso se limita mi responsabilidad, pero importa dejar bien sentado que si el Gobierno se convirtió en buque juguete de las olas, el desamparo no puede atribuirse a falta de brújula, ni de esfuerzos míos para orientarlo por buen camino.

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