Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourPRIMERA PARTE - CAPÍTULO DÉCIMOSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO UNDÉCIMO

La entrevista Creelman. Supuesto porpósito del Presidente. Conferencia del Presidente con los señores Corral, Olegario Molina y Limantour. En vísperas de las elecciones de 1910


Una mañana del mes de marzo de 1908 se conoció en México el texto de la conferencia que el notable escritor americano Creelman tuvo poco tiempo antes con el general Díaz en el Castillo de Chapultepec, y en la que el ilustre septuagenario hizo las trascendentales declaraciones que -puede decirse sin exageración- fueron el punto de partida de la agitación política que por falta de buena dirección y por otras causales, sirvió de cuna a la revolución.

Las declaraciones, y circunstancias en que fueron hechas causaron tan grande impresión, que pocas personas creyeron, en el primer momento, en la autenticidad del texto publicado en el Pearson's Magazine de Nueva York o en la fidelidad de la versión española, pero no tardó mucho tiempo en saberse que uno y otro eran genuinos y que las especies atribuidas al general Díaz no se apartaban esencialmente de la verdad.

Los Ministros, yo inclusive, y todas las personas que rodeaban de cerca al Presidente, excepto su Secretario Particular, ignorábamos el hecho, y tuvimos igual sorpresa al conocerlo por los periódicos. ¿Cómo es que el general Díaz nada me hubiese dicho, antes o poco tiempo después de la entrevista, acerca de ese acto que fue seguramente uno de los más importantes de su vida política, cuando me tuvo casi siempre al corriente de cosas de igual índole, y hasta de las decepciones e inquietudes que probablemente lo indujeron a conceder o a promover la entrevista famosa?

No me puedo contestar satisfactoriamente la pregunta, pero creo adivinar que fue por cierto despecho que debe haberle provocado mi renuencia a prestarme a la realización del plan aquel de que tanto he hablado, y así mismo por el deseo de no dar entrada a las objeciones que suponía le presentaría yo movido por el temor de que, al abrirse ampliamente las puertas a todas las ambiciones, como era natural que sucediera después de sus declaraciones, brotarían nuevas candidaturas que disminuyeran las probabilidades del triunfo de la de mi amigo Corral.

Sobre lo que pasó en la tantas veces mencionada entrevista nada sé de más que lo que todo el mundo conoce, porque ni estuve presente en ella, ni el Presidente ni Creelman me refirieron nada sobre el particular. En cuanto al análisis de las declaraciones, no creo hallarme en aptitud de hacerla con provecho de la verdad histórica; por lo que me limitaré a hacer en este capítulo y en los posteriores, breve reflexiones sobre algunas de ellas sin que me quede la seguridad, ni mucho menos, de aportar un contingente útil a los pensadores de buena fe e imparciales, para que formen su juicio definitivo.

Dos pensamientos fundamentales campean visiblemente en las frases del general Díaz: el de justificar su régimen de gobierno en el pasado, y el de infundir la creencia de que las próximas elecciones se efectuarían con apego a los principios democráticos, porque la Nación estaba ya bien preparada para entrar definitivamente en la vida libre.

Pero de estas dos ideas sólo apoyó la primera y lo hizo fundándose en hechos y razonamientos que en su mayor parte deben admitirse por todos los que conozcan nuestro medio social, pues nadie puede sostener de buena fe por jacobino exaltado que sea, que dada la condición en que se hallaba el pueblo a fines del siglo pasado, era posible gobernarlo de acuerdo con la letra y el espíritu de las instituciones vigentes.

El segundo pensamiento, por lo contrario, no puede menos que suscitar las más serias objeciones y sospechas. Se resiste uno a admitir que el Presidente declarara con énfasis que el pueblo se hallaba bien preparado para ejercer sus derechos, y que el porvenir de México estaba asegurado, porque nadie mejor que él sabía que ni la instrucción gratuita, ni los periódicos, ni los otros medios de difusión de las ideas habían logrado sacar a las masas de la ignorancia en que se hallaban de los más elementales derechos del ciudadano, y con más razón, de la manera de ejercitar esos derechos.

Es posible, pues, que Creelman o su traductor fuesen mucho más afirmativos en sus textos que el Presidente en sus palabras, y la inexacta interpretación dada por aquellos a los conceptos de este último se explica hasta cierto punto si se toma en cuenta lo embarazoso que habrá sido para el general Díaz expresarse en un asunto en el que las conclusiones que buscaba no podían fundarse en la realidad de las cosas.

Cualquiera que haya sido el alcance de las palabras empleadas realmente por el Presidente, nos hallamos en presencia de un texto extensamente publicado y comentado, y que jamás fue desmentido ni corregido por el alto personaje a quien se le atribuye la paternidad. No nos es lícito, por lo mismo, negar la autenticidad de los conceptos allí vertidos, por más que nos conste la falta de concordancia entre los hechos que el general Díaz menos que nadie podía pasar por alto y cuya presencia en su memoria se revela por varias reticencias muy significativas de sus frases, y por otro lado, las afirmaciones tan terminantes sobre la aptitud adquirida ya por el pueblo para acudir libremente a los comicios en ejercicio de una de sus más delicadas prerrogativas como es la de elegir sus mandatarios.

La extrañeza que causa semejante declaración, hecha unos cuantos meses después de las elecciones municipales de 1907, que se efectuaron, como siempre, según las prácticas antiguas, y cuando en los cuatro años transcurridos desde las elecciones presidenciales anteriores, ningún ensayo ni acto preparatorio siquiera se intentó para modificar esas prácticas en el sentido de adaptarlas paulatinamente al espíritu de nuestras instituciones, sube de punto considerablemente al leer los pasajes de la entrevista donde dice el general Díaz que tenía la firme resolución de separarse del poder al expirar su periodo, sin tener en cuenta lo que sus amigos y sostenedores opinaran; que había llegado el día en que México cambiase sus gobernantes sin daño ni peligro; y que miraría como una bendición que se creara un partido de oposición que si fuese bien dirigido él apoyaría y aconsejaría.

¿Cuáles pueden haber sido entonces los móviles que indujeron al Presidente a dar un paso tan en desacuerdo con su modo de pensar y de proceder de toda la vida, y que tenía que enardecer las ambiciones, bajo el amparo de sus palabras y de sus promesas?

Desecho desde luego todas las explicaciones que presentan al general Díaz como hombre profundamente egoísta, vanidoso, o que se guía por sus pasiones, porque lo conocí demasiado bien, en el trato íntimo que tuvimos durante diez y nueve años, para admitir semejantes aseveraciones que son la antítesis de sus verdaderas cualidades fundamentales: abnegación, modestia, acendrado patriotismo, y mucho dominio sobre sí mismo.

Debe juzgarse al hombre por lo que ha sido toda su vida y por las circunstancias de actualidad capaces de influir en su carácter, su modo de ser y sus decisiones; y si el amor sin límites a su país, el profundo conocimiento de sus conciudadanos, su notable perspicacia y las demás dotes de gobernante que poseía, no bastaron en esta vez para impedirle que diese un paso tan imprudente como el de las consabidas declaraciones, la causal no debe atribuirse más que a circunstancias supervenientes que en mi concepto fueron la fatiga cerebral que ya venía demostrando desde hacía algún tiempo, y el gran desaliento que le entró al creer que su sucesión política estaba muy comprometida por la falta de un candidato que le satisfaciera.

Digo esto último, porque no pasaron por mí inadvertidas algunas expresiones suyas de desconsuelo al ver el descontento causado por la elección de Corral, y las lacras de los otros candidatos posibles.

Tengo para mí que al anunciar su resolución de separarse definitivamente de la Presidencia sin escuchar la voz de sus amigos y partidarios, y al hacer las declaraciones relativas a la libertad electoral, a la capacidad del pueblo para ejercer sus derechos, a la formación de partidos políticos y hasta de oposición, su deseo fue el de provocar un movimiento de la opinión pública con la esperanza de que brotaran nombres prestigiados apoyados por grupos serios y numerosos, y así poder él escoger y favorecer la candidatura que en su concepto ofreciera mayores garantías, confiando siempre en que al fin y al cabo su voz sería escuchada, y sus indicaciones atendidas por todas las agrupaciones contendientes. De este modo, debe haber creído atenuar cuando menos su responsabilidad, la que por lo contrario aumentaría considerablemente, si continuara designando, sin más criterio que el suyo, la persona a quien prestaría el Gobierno todo su apoyo en las siguientes elecciones.

Fue probablemente un ensayo de consulta al pueblo el que quiso hacer, pero reservándose para sí mismo la interpretación de la voluntad popular. Con exhortar a sus conciudadanos a que manifestasen y propagasen sus ideas, para lo cual les cfrecía solemnemente dejarlos en plena libertad, y les aconsejaba que organizasen partidos políticos, es probable también que el general Díaz pensara emanciparse de toda liga con sus amigos personales, con sus antiguos correligionalios, con los científicos y con todos los círculos que secundaban algún pretendiente no desahuciado por él, y principalmente con Corral que llevado espontáneamente por él a la Vicepresidencia no le había proporcionado ni el pretexto más insignificante para desairarlo y abandonarlo.

Una vez hecho el plebiscito de nuevo género que se ha de haber propuesto efectuar mentalmente el general Díaz, la mesa quedaba limpia, y la designación del candidato, basada en una parte de la opinión nacional, le habría permitido retirarse, después de la elección del sucesor, con toda la tranquilidad de conciencia de quien ha hecho cuanto de él dependía para cumplir bien con su misión.

Soy el primero en admitir que contra la explicación anterior caben serios argumentos. Nuestro pro-hombre conocía mejor que nadie la psicología y todas las condiciones morales de los mexicanos; sabía perfectamente que la deficiencia de ilustración en la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos los incapacitaba para hacer valer los derechos y cumplir con las obligaciones que las leyes constitucionales les otorgan o les imponen; tenía la experiencia del mal uso que en esas condiciones hacen los pueblos de sus libertades; y sin embargo ¿cómo es que se ofuscara al grado de lanzarse repentinamente por un camino tan opuesto al que había recorrido hasta entonces con tan buen éxito?

El Presidente tuvo que darse cuenta, al tomar su resolución, de que corría una verdadera aventura más llena de peligros que de promesas halagüeñas para el porvenir del país. El paso súbito de una inercia electoral completa a una agitación sin brújula ni freno no podía menos que causar sacudimientos que la Nación no estaba preparada a resistir.

La educación cívica de un pueblo es obra de muchos factores que sólo dan resultado al través de varias generaciones bien gobernadas, y un ensayo intempestivo de democracia conduce casi infaliblemente a una reacción contraria. Fue sobre este punto una enseñanza muy elocuente para el mismo general Díaz lo que pasó en las elecciones municipales de la Capital en 1876 a raíz de la batalla de Tecoac.

Había dado instrucciones terminantes al Gobernador del Distrito Federal, para que, en cumplimiento de las promesas del Plan de Tuxtepec, los elementos oficiales se abstuvieran en lo absoluto de ejercer toda influencia sobre el cuerpo electoral, y sucedió lo que tenía que suceder, que los intrigantes y caciques de barrio se enseñorearon de las casillas, y que fueron electos regidores de una moralidad tal que al concluir el primer cabildo ya habían desaparecido de la mesa el tintero y otros objetos de plata. Resultado: el Ayuntamiento fue disuelto autoritativamente por el Gobierno, y las elecciones siguientes se hicieron empleando con mayor rigidez que nunca los procedimientos de costumbre.

No obstante las reflexiones que anteceden, persisto en creer que el Presidente, ya fatigado por la edad, desencantado de no encontrar en derredor suyo al hombre que buscaba para continuar su obra, y deseoso de concluir su carrera aflojando las riendas del régimen personal, se propuso buscar indicaciones sobre la dirección que convendría imprimir al voto electoral, en las preferencias manifestadas por las masas o por las agrupaciones políticas más importantes y mejor organizadas. El que su propósito fracasara no prueba que sus intenciones no fueran las que yo le atribuyo, sino más bien que cometiera simplemente un error de buena fe, bien sea en la apreciación de la situación y de los individuos, o bien en la elección y ejecución de los medios propios para realizar sus fines. A primera vista parecerá extraño que ese gran político que fue el general Díaz se equivocara de todo a todo, sin advertir siquiera la grave imprudencia que iba a cometer; mas no se juzgue al hombre por los acontecimientos que presenciamos después, ni tampoco se dejen en el olvido las condiciones en que él personalmente se hallaba y las circunstancias que entonces lo rodeaban, condiciones y circunstancias que deben tomarse en cuenta al liquidar sus responsabilidades morales.

Para llevar a efecto las ideas, o mejor dicho, algunas de las ideas expresadas por el Presidente a Creelman, era indispensable comenzar muchos años antes por enmendar la Carta Magna, especialmente en el punto relativo a la capacidad para votar, pues sólo es digno de todo respeto por parte de las autoridades el voto que se da con pleno conocimiento de lo que se hace. Una vez ajustadas las instituciones al grado de adelanto de nuestro pueblo, la práctica de ellas debía haberse ensayado en los comicios locales, donde es más probable que los electores conozcan los asuntos que son de la competencia del Municipio y las personas más capaces de representar sus ideas e intereses; y si el ensayo diese buenos resultados, haber pasado sucesivamente al ejercicio de la soberanía popular en campos más extensos, que por lo mismo requieren mayor interés o mayor cultura, como son los distritos electorales en que se elijen los gobernadores y diputados de los Estados, diputados y senadores del Congreso de la Unión, y el Presidente y Vicepresidente de la República. La formación de los partidos habría progresado de igual manera, y los hombres que por sus méritos y aptitudes se hubieran dado a conocer en las pequeñas esferas sociales habrían tenido tiempo, ocasiones y elementos de popularidad que les preparara a desempeñar un papel más elevado y más útil en el organismo político. La enseñanza, la prensa, el libro, los medios de comunicación y de difusión de las ideas, habrían prestado al propio tiempo su eficacísimo concurso para educar al pueblo, lenta pero tranquila y seguramente, y enseñado al cabo de muchos lustros a gobernarse a sí mismo.

En lugar de tomar con tiempo ese derrotero -si es que el general Díaz pensó alguna vez antes de 1908, en orientar su sistema de Gobierno por un rumbo más conforme con los principios democráticos-, dejó pasar los cuatro primeros años de su primer sexenio en la más completa inacción, y de la noche a la mañana lanzó como un bólido al mundo político el anuncio de sus nuevos propósitos e impresiones, creyendo sin duda calmar con sus declaraciones el descontento y las impaciencias que comenzaban a manifestarse abiertamente.

El resultado fue diametralmente opuesto al que esperaba. Sin dar tiempo para que se agruparan las opiniones y los intereses; sin hábitos de organización, ni conocimiento de las gentes por parte de los electores; desconcertados éstos y aun desconfiando de la sinceridad del Presidente, los pocos elementos juiciosos con que contaba el país entraron en gran agitación sin lograr hacer obra útil, no obstante que nadie los contrariara; y en cambio, los perniciosos, aprovechando esa agitación y haciendo toda clase de esfuerzos para aumentarla y pervertirla, comenzaron sus trabajos de zapa procurando desprestigiar por toda clase de medios a los hombres del Gobierno y cuanto bueno se hizo en el largo periodo de paz de que había disfrutado la Nación, y al fin pusieron el fuego en el hermoso edificio de la reconstrucción nacional que durante dicho periodo de la Administración del general Díaz se había conseguido levantar.

Debilitada sin duda por los años, y por las otras causas que ya se ha dicho, la poderosa mano del insigne patriota que más de una vez salvó a su país, y que erróneamente confió en poderle salvar también en esta ocasión, no logró ya sofocar el incendio.

Habían pasado ya varios meses desde la entrevista con Creelman cuando un día al concluir el acuerdo de los negocios de Hacienda, me hizo el Presidente alusión por primera vez a la expresada entrevista, sin entrar en detalles de ningún género, y al parecer con el único objeto de exponerme la embarazosa situación en que le ponían, no obstante sus declaraciones terminantes, las numerosas solicitudes que de todas partes y a diario recibía pidiéndole su aquiesencia para lanzar de nuevo su candidatura para el periodo de 1910-1916.

Estaba resuelto, decía él, a llevar adelante firmemente su decisión de alejarse de los puestos públicos, pero no quería contestar a los que se manifestaban tan entusiastas, sin conocer antes mi opinión sobre la forma y oportunidad de una negativa que seguramente crearía descontentos.

Habiéndole yo advertido que parecía indicado oir también a Corral en tan importante asunto aceptó la idea agregando que llamaría igualmente a don Olegario Molina en cuyo buen juicio tenía confianza, y fijó día, hora y lugar para escucharnos a todos juntos.

Tres días después nos reunimos al efecto en Chapultepec, y el general Díaz comenzó por repetirnos las razones que tenía para no acceder a lo que se le pedía, y separarse definitivamente del cargo, razones que son muy conocidas por ser las mismas que manifestó en numerosas circunstancias de su vida; e insistió particularmente en sus convicciones contrarias a la reelección que solo aceptó en otras ocasiones por la enorme presión de la voluntad popular expresada con entusiasmo y casi por unanimidad de los votantes, y citó como prueba de esa convicción el hecho de haber resuelto en su primer periodo presidencial que en lugar de que los cuatro años se contaran desde el día en que prestó la protesta como Presidente electo lo fueran desde el día en que concluyó el periodo presidencial anterior, reduciendo así en varios meses el tiempo durante el cual ejercería el Poder. Terminó su peroración manifestándonos que sólo una verdadera necesidad nacional podría hacerle variar de propósito, y que aún en el caso de que por el número e importancia de las manifestaciones que se le habían hecho considerábamos nosotros que existía esa necesidad nacional, aceptaría la candidatura pero sólo a efecto de facilitar la elección del Vicepresidente, y el firme propósito de retirarse algunas semanas después de la toma de posesión del cargo, si resultase electo.

Fui el primero en tomar la palabra para decir que, en mi concepto, no cabían dudas ni vacilaciones, sino que debía aceptar la candidatura, porque era el mejor medio de asegurar la fácil y tranquila trasmisión del Poder al Vicepresidente, solución esta última que traería también para él la ventaja de ponerlo a cubierto de la imputación que algún día podría levantarse en su contra de aspirar a perpetuarse en la Presidencia de la República; pero que todo el plan requería para su éxito que se constituyese un verdadero partido gobiernista, perfectamente unido y disciplinado, con un programa político en el que cupiesen las reformas reclamadas con más fundamento por la opinión pública; partido y programa que sólo prosperarían si el Presidente con sus poderosos elementos políticos y su inmenso prestigio personal los patrocinaba y si prestaba al mismo tiempo todo su apoyo a su sucesor.

El programa que esbozé consistía principalmente en reformas de la administración de justicia y del sistema y prácticas electorales, y en la renovación del personal político de la Federación y de los Estados. Insistí de un modo especial en este último punto, porque así se quitaría a los agitadores que hacían entonces propaganda revolucionaria en la Frontera Norte, el pretexto que reconocía como causa la prolongada dominación de algunos grupos de personas en ciertos Estados; e hice valer también la conveniencia de dar entrada a la vida y a los puestos políticos, a los que trajeran consigo ideas, métodos distintos y hasta elementos sociales nuevos, que agregados a los existentes, robustecieran y ensancharan los cimientos del Gobierno. Llegué a decir al Presidente, en apoyo de mi tesis, que debía comenzarse la renovación por los que formábamos parte del Gabinete desde ya muchos años, para encontrar menor resistencia con los demás altos funcionarios de la Federación. De esta suerte los hombres de mérito que tuviesen ambiciones legítimas se tranquilizarían con la esperanza de que pronto se les presentaría una oportunidad de realizarlas.

Ayudado por mis apuntes, recuerdo haber pronunciado estas o semejantes palabras:

Comprendo muy bien, señor Presidente, que por un sentimiento de exquisita delicadeza, y sin darse tal vez cuenta de que sólo es aparente y no real la similitud de circunstancias, se haya usted resistido a hacer o a favorecer los cambios del personal político, cuando usted mismo se ha visto obligado a permanecer en su puesto cerca de treinta años; pero debe usted tener presente, que la expresión de la voluntad nacional en su favor ha sido siempre patente y entusiasta, lo que a todas luces no ha sucedido en igual grado con los Gobernadores y demás funcionarios de elección popular; y que la misma necesidad de conservar durante mucho tiempo un Jefe tan prestigiado como usted, reclama indispensablemente la renovación, paulatina pero constante, de los hombres que ejercen influencia directa sobre la marcha del país por medio de los cargos públicos. La historia nos enseña que hasta los monarcas se han visto estrechados, para mantener siempre vivos su prestigio y autoridad, a buscar constantemente nuevas cooperaciones, aun sacrificando algunas veces sus antiguos y fieles servidores.

Mi argumentación sobre el punto relativo a la organización de un verdadero partido gobiernista, descansó principalmente en la inquietud a que daba lugar por todas partes la guerra a muerte que unos a otros se hacían ostensiblemente los elementos que rodeaban al general Díaz, no obstante que todos se decían gobiernistas. El único vínculo que los unía era la adhesión personal al Presidente, pero en manera alguna constituían algo que ni de lejos se pareciese a una organización política. Fui tan lejos en mi propósito de convencer al Presidente de la ingente necesidad de dar al Gobierno una base firme, y tan amplia como fuese posible, por medio de ese partido, que le dije sin ambajes que la política consistente en disolver agrupaciones y nulificar personalidades fue muy sabia y oportuna en el primer período de su Administración, cuando el restablecimiento del orden y la consolidación de la paz exigían acabar con los cacicazgos y las conspiraciones militares, mientras que en la época por que atravesábamos, las condiciones de la política exigían un cambio radical encaminado a favorecer la reconstrucción y el desarrollo político, social y económico del país, tarea para la cual eran imprescindibles los esfuerzos colectivos; y que así como la labor del Presidente merecía los más calurosos elogios por la habilidad con que fue ejecutada durante el primer periodo, sería igualmente apreciada y aplaudida la que yo proponía que se siguiese ahora.

Con el calor natural de mi peroración no pude darme cuenta de la impresión que al Presidente produjeron mis palabras, pero al salir de la reunión me manifestó el señor Corral que en su concepto el Presidente no se había manifestado muy convencido de la bondad del plan por mí expuesto, y que por ese motivo él, Corral, se mantuvo tan reservado cuando le tocó hablar.

En efecto, Corral se limitó a confirmar algunos de mis conceptos, agregando que su situación delicada de Vicepresidente restringía demasiado su libertad para tomar parte en la discusión.

En cuanto a lo que expuso el señor Molina, sólo puede decirse que al aprobar la idea de que el Presidente aceptara su candidatura para el próximo período, a reserva de dar entrada al Vicepresidente tan pronto como lo creyera conveniente, llamó fuertemente la atención del general Díaz sobre la necesidad de organizar bien al ejército, haciendo la mejor selección posible entre los jefes, y cuidando mucho de la disciplina, para contar con él en el caso de que la agitación política llegara a convertirse en revolución.

Después de la conferencia que acabo de relatar, no volvió a hablar conmigo por algunos meses el Presidente sobre asuntos de política.

La agitación siguió creciendo rápidamente en todo el país. El Partido Reyista se extendió por todas partes; y el Democrático, lo mismo que el Anti-Reeleccionista comenzaron a organizarse. Se formaron también otros grupos más o menos importantes. Francisco I. Madero saltó a la palestra con su famoso libro La sucesión Presidencial, y surgieron por doquier nuevos periódicos que se hicieron unos a otros, y con mayor razón a sus respectivos candidatos, una guerra sin cuartel.

Las divisiones entre todos los elementos políticos resultaron tan grandes y tan hondas, que una buena parte de los que se afiliaron en los nuevos grupos o partidos fueron gentes que se decían gobiernistas, pero que, en realidad se pusieron a hacer una labor de verdadera oposición a los hombres y a la política que sostenía el Presidente.

Esa falta de cohesión entre los elementos que, bien dirigidos debían haber constituido el más firme apoyo del Gobierno, y por otra parte, las innumerables promesas que cada quien hacía al pueblo tratando de atraérselo para la lucha electoral, contribuyeron de modo muy directo a la completa desorganización política del país, que tan funestos resultados produjo después.

Así es cómo, por desgracia, las declaraciones que el general Díaz hizo a Creelman indujeron a ciertos hombres de buena fe a seguir un camino extraviado, y seguramente también sirvieron de pretexto a los demás, que fueron la inmensa mayoría, para dar libre vuelo a sus apetitos desordenados y sus malas inclinaciones.

Tengo por seguro que el Presidente no tardó mucho tiempo en advertir que se había dejado arrastrar en la entrevista con Creelman mucho más allá de lo que convenía decir para el logro de sus fines; pero era demasiado hábil para no disimularlo. Es indudable que el descontento producido a la larga por la política desconcertante que siguió durante tantos años en materia de candidaturas, no habría sido suficiente por sí solo para provocar el fuerte y rápido desarrollo del espíritu de oposición al Gobierno que se manifestó descaradamente en los actos y palabras de casi todos los directores de los partidos. Salta a la vista la influencia determinante de un fenómeno social tan repentino, que debe haber ejercido, en el hervidero de políticos más o menos improvisados, la voz solemne del Presidente exhortando a las masas a que hiciesen valer sus derechos, y ofreciéndoles garantías y apoyo.

Se observa esa preocupación en el Jefe del Estado, en todo lo que hizo, cuando la agitación subió de punto, para contrarrestar el empuje de los exaltados que en muchos casos eran los mismos a quienes había alentado.

Desorganizó el partido reyista enviando a su jefe al extranjero con una misión que se parecía a un destierro; desautorizó bruscamente al partido nacional porfirista obligándolo a disolverse; halagó a varios de los miembros prominentes del partido democrático, para dominar la agrupación y después nulificarla; utilizó a los científicos como medio de combatir los demás partidos, pero procurando al mismo tiempo quitarles toda influencia en la cosa pública.

Al único partido que no logró someter fue al antirreeleccionista que poco a poco se fue convirtiendo en refugio de los extremistas, y al fin, en foco de conspiraciones y de revueltas. De ahí partió la chispa revolucionaria.

Sin embargo, en sus conversaciones sobre estos asuntos el general Díaz afectaba no tener la menor alarma, y poco tiempo antes de las elecciones me dijo, rompiendo el muy largo silencio que había guardado conmigo en materias políticas, que se hallaba bastante satisfecho del ensayo de prácticas republicanas que se estaba haciendo en el país, y que, si desgraciadamente las cosas tomaran un mal giro, él sabría corregir a tiempo los abusos que se cometieran. Nunca puso en duda, ni cuando la revolución estalló, la posibilidad de reducir al orden a los que se apartaran del camino legal.

Poco tiempo después salió a luz repentinamente la candidatura del señor don Teodoro Dehesa para la vicepresidencia, que proclamaron y se esforzaron mucho en hacerla popular los partidarios del Gobernador de veracruz, quien además de ser amigo íntimo del general Díaz, había heredado las relaciones políticas que dejó don Joaquín Baranda, y contaba también con bastantes sostenedores en su Estado.

Lo singular de esta candidatura fue que, al decir de los amigos del señor Dehesa, y a juzgar también por las apariencias, disfrutaba de una marcada preferencia de parte del Presidente, y que siempre se había resistido el candidato a conformar su conducta a la que el general Díaz recomendaba a las más altas personalidades políticas, llegando hasta asumir terminantemente una actitud hostil a Corral.

Me fue preciso entonces definir bien la situación, y supliqué al Presidente me dijera lo que había de cierto en esos rumores y apariencias.

Me asistía para ello cierto derecho que me conferían las ideas cambiadas con él en la conversación que tuvo, meses antes, con Corral, con Molina, y conmigo, en la que nos pidió nuestra opinión sobre la política que convendría seguir en aquellas elecciones. Me autorizaba también y con mayor razón todavía, a hablarle sobre el particular las repetidas declaraciones que me había hecho de que, a su juicio, Corral seguía siendo el único hombre posible para ocupar la Vicepresidencia en el próximo período, como lo había sido para el período corriente, y de que por lo mismo, haría en favor de su candidatura cuanto estuviese en sus facultades hacer.

Al contestar mi interpelación el general Díaz me aseguró que en sus conversaciones con los principales sostenedores de la candidatura Dehesa se había limitado estrictamente a prometerles que los dejaría en plena libertad para organizar sus trabajos electorales como ellos lo entendieran, pero sin prestarles la menor ayuda, con lo que creía haberse ajustado al papel que le correspondía desempeñar respetando el libre ejercicio de los derechos que la Constitución reconoce al hombre y al ciudadano, sin apartarse por eso de su propósito de seguir recomendando la candidatura Corral a cuantos le pidieran su opinión.

Refiriéndose a ciertos amigos personales del Vicepresidente, que calificó de inquietos, me dijo con alguna ironía: que procuraran no ser ni celosos, ni golosos; a lo que yo me permití replicar que, según sabía, la inquietud les venía de que, viviendo en una atmósfera nebulosa, no veían claro.

Ya se conocen los resultados que dieron las elecciones después de no pocos incidentes sensacionales. El general Díaz cumplió su promesa, y Corral fue reelecto.

Semanas antes de estos acontecimientos, diversas causas, unas de interés público, y otras personales, habían despertado en mí el deseo de hacer otro viaje a Europa aprovechando para ello los meses durante los cuales habría relativamente poco que hacer en la Secretaría de Hacienda, porque, dedicados muchos servicios públicos a la preparación de las solemnidades del Centenario de la Independencia, los asuntos importantes, y aun los corrientes, entrarían naturalmente en un periodo de calma.

El Presidente no acogió favorablemente la idea y opuso bastante resistencia. Consideraba importuna mi salida del país en los momentos en que iban a congregarse los representantes de todas las naciones con quienes estábamos en relaciones, para celebrar con suntuosas ceremonias y festividades, nuestra independencia nacional.

Sin duda también lo contrariaba -aunque no me lo dijo-, el temor de que aprovechara yo mi ausencia para llevar a cabo mis deseos -que él conocía perfectamente--, de alejarme de la cosa pública en la primera oportunidad favorable, temor que no era del todo desacertado, pues yo mismo, sin tener deliberadamente el propósito de separarme en aquella ocasión, acaricié sin embargo la esperanza de poderlo hacer.

A pesar de todo, consintió al fin en que emprendiera yo el viaje en vista de las fuertes razones que le expuse. Dos de ellas, sobre todo, eran incontestables: el estado muy serio de la salud de mi señora a quien perjudicaban notoriamente el clima unido a la altitud de la Mesa Central, y la necesidad de concluir la conversión de la Deuda Exterior del 5% en otra que sólo reditúa 4%, que en abril anterior no se pudo llevar a cabo sino por la mitad, y que para realizarse por completo presentaba serias dificultades que más fácilmente se allanarían hablando con los banqueros que por correspondencia.

El día 11 de julio al anochecer salí de México con mi señora, mi hijo, y el doctor Manuel González que atendió a mi señora hasta Nueva York, en donde nos embarcamos para Europa algunos días después.

Corto en este lugar mis apuntes para comenzar la Segunda Parte con la narración de ciertos hechos que pasaron durante mi estancia en el extranjero, y que coincidieron con el principio del colosal sacudimiento social y político que derribó al Gobierno del general Díaz.

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