Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourPRIMERA PARTE - CAPÍTULO NOVENOPRIMERA PARTE - CAPÍTULO UNDÉCIMOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMO

Extensión del periodo presidencial. Situación creada al Vicepresidente. Causa probable de la actitud del General Díaz hacia él


Al reformarse la Constitución para instituir la Vicepresidencia fue extendido al mismo tiempo el período presidencial declarándolo de seis años en lugar de cuatro. La iniciativa de esta reforma no partió de los científicos sino de un grupo político opuesto a ellos, que se fue formando al derredor del ex-Secretario de Justicia, señor Baranda, y cuyos procedimientos tuvieron por objeto inmediato atraerse las simpatías personales del Presidente para jnclinar en su oportunidad los más poderosos elementos políticos del país en favor del candidato que dicho grupo eligiera y que ya entonces se trasparentaba.

El pensamiento de alargar el término durante el cual ejercía sus funciones el Presidente de la República es muy sostenible, pues militarían en su apoyo consideraciones de mucho peso; pero extenderlo hasta duplicado como propusieron los del grupo a que acaba de referirse, era ir más allá de lo que aconsejaba la prudencia, y constituía, por lo mismo, una reforma peligrosa. La verdad es que en aquel caso concreto no se perseguía por los iniciadores más fin que el de halagar al Presidente, y estos no tuvieron en cuenta que prolongar el periodo a ocho años equivalía a decretar la permanencia del general Díaz en la Presidencia por el tiempo que le quedaba de vida, dada su avanzada edad, cosa que comprendió perfectamente el mismo general Díaz según lo advertí cuando hablamos del asunto. Mas como los autores del proyecto se apresuraron a dar a conocer su pensamiento a todo el mundo, no pudieron evitarse los comentarios desfavorables que se hicieron en público, hasta que el Presidente llamó a los iniciadores para recomendarles que desistieran de la idea.

A la intervención de algunos científicos se debe, en gran parte, que fuese adoptado el plazo de seis años.

Como era natural, el periodo para el Vicepresidente fue fijado también en seis años, y este aumento de tiempo con respecto a los cuatro del periodo presidencial anterior, hubiera permitido popularizar y prestigiar la nueva institución escogiendo un candidato que además de tener antecedentes favorables, fuese en realidad la segunda cabeza de un partido gobiernista que se organizara para servir de base permanente a nuestra política y encaminarnos poco o poco a las prácticas democráticas. Desgraciadamente, diversas circunstancias, de las que se hablará más adelante, impidieron que el candidato escogido, cuyas dotes personales para el buen desempeño del cargo no eran dudosas, pudiera representar el papel a que estaba destinado, y se desaprovecharon los seis años del nuevo periodo presidencial que debían haberse utilizado para sentar al Gobierno sobre bases verdaderamente sólidas, y asegurar la transmisión tranquila del Poder, de manos del general Díaz a las de su sucesor.

Es un hecho que en el espíritu de los hombres conscientes de las verdaderas necesidades políticas del país, existía la creencia de que algo debía hacerse en el primer sexenio que justificara la prolongación del periodo presidencial, y en cierta manera también, las numerosas reelecciones del general Díaz. En estas honrosas manifestaciones de la opinión pública en favor del Presidente no debía verse solamente una merecidísima recompensa otorgada al candidato por sus inmensos servicios prestados al país, y una medida de seguridad tomada por la Nación para continuar tranquila y progresando durante los años de la reelección, sino también un compromiso tácito que la parte del pueblo que piensa le echaba encima al hombre que en un cuarto de siglo lo había gobernado con tanto acierto, compromiso que no por ser vago en los detalles, dejaba duda sobre el deseo que entrañaba, de que en el nuevo plazo se emprendiese seriamente la gran obra de la iniciación del pueblo en las prácticas cívicas, y de que se hiciese todo lo posible para que -según la frase que se ha vuelto común-, la paz mecánica se convirtiese en orgánica.

No cabe suponer que el apoyo excepcionalmente marcado que la opinión casi unánime del país prestó al general Díaz, particularmente al llegar él a los setenta y cuatro años de edad, no tuviese una significación que abarcara el objeto de mayor preocupación para todos, cual era la necesidad de forjar el eslabón que debía ligar de manera indisoluble su obra a la de sus sucesores.

No hay que ver, sin embargo, en esta terrible y delicada carga que aceptó nuestro gran Presidente, la obligación de hacer cosas imposibles, con las que ciertos escritores poco juiciosos pretenden recargar su responsabilidad ya inmensa ante la historia. Decir que hubiera debido establecer en esos seis años las costumbres y prácticas de un Gobierno verdaderamente democrático y popular, y educar al pueblo de manera que pudiese hacer buen uso de sus libertades, es incurrir en un absurdo patente que solo se explica por la suma ligereza, o por el apasionamiento de aquellos que formulan dichos cargos.

Aún sin llegar a estos extremos, es muy frecuente encontrar gentes que censuran al general Díaz por no haber ajustado sus actos al espíritu de nuestras instituciones, y no apartarse por completo del régimen personal. Para esta tarea, un sexenio es nada, y la vida de un hombre también, sobre todo si se considera que para entrar de lleno a la práctica de un sistema político popular era indispensable en nuestro caso, comenzar por sacar a la Nación del caos en que estuvo desde su origen, haciéndole perder a sus habitantes los hábitos de desorden que en ellos se habían arraigado, y en seguida constituir un Gobierno que después de asegurar las vidas e intereses de todo el mundo, organizara sobre bases sólidas y morales los servicios públicos y diera gran desarrollo a la actividad económica e intelectual de la República.

De todo esto se volverá a hablar más adelante, y veamos por ahora lo que pasó después de la primera elección de Vicepresidente.

Aún entre los enemigos de Corral se encuentran varios que no le escatiman alabanzas por sus cualidades personales y la corrección esmerada de la actitud que guardó en su nuevo cargo.

Inteligente, recto y honrado, no se dijo de él más que era brusco en sus modales y de carácter poco afable, pero suponiendo ciertos esos defectos y otros más, nadie adujo en su contra hechos ni argumentos que mermaran la estimación personal a que era acreedor, y que lo inhabilitaran para desempeñar con honra y provecho para la Nación, la primera Magistratura del país.

En la delicada situación en que lo colocó su elección para la Vicepresidencia, siempre observó una conducta modesta y discreta por excelencia, sin manifestar impaciencia de ningún género, ni separarse, en un ápice que fuere, de la dirección que el Presidente imprimía a la cosa pública. Hizo cuanto pudo para no herir susceptibilidades de los amigos políticos del Jefe del Estado, y para evitar que se le supusiese la menor ambición del Poder, no obstante que era un hecho muy conocido, que solo aceptó su candidatura a la Vicepresidencia accediendo al empeño y a la presión de sus numerosos amigos, entre los cuales yo fui seguramente el que mayor influencia ejerció sobre él para determinarlo a prestarse a ese primer ensayo de la nueva Institución, ensayo que él preveía muy penoso, y lleno de dificultades a su juicio casi insuperables.

En realidad, lo que le faltó para tener en el delicado papel que representó el feliz éxito que era de desearse en bien de la Nación, no dependió de él adquirirlo o hacerlo, sino en gran parte, del hombre eminente que gozaba con sobrada razón del más grande prestigio que jamás haya tenido en México un hombre público, y que podía haber desprendido de su luminosa aureola algunos rayos que hubieran contribuido a formar poco a poco la de su sucesor.

El curso de los acontecimientos fue distinto del que se esperaba y deseaba. El general Díaz no llegó a dar a Corral la participación debida en la dirección de la política, ni a formarle la atmósfera de prestigio y de influencia dentro de la cual tendría más tarde que moverse y prosperar. Lo mantuvo frecuentemente en la ignorancia de sus planes y determinaciones, cosa que es tanto más de extrañarse, cuanto que Corral fue al propio tiempo su Ministro de Gobernación. En los asuntos de elecciones muy pocas veces lo consultó, y lo peor del caso fue que, excepto para las de diputados y senadores, de 1910, siguió llamándome a mí y no a Corral, para formar la lista de los candidatos gobiernistas, o mejor dicho para imponerme de los nombres de aquellos que merecían sus preferencias, pues aunque escuchaba con atención las observaciones, acababa por hacer en esa materia lo que le parecía más conveniente. Sería yo injusto, sin embargo, si no dijese que algunas veces aceptó mi juicio sobre tal o cual candidato obrando también en consonancia con mi modo de ver en ciertas cuestiones, no sin advertirme que lo hacía así porque yo nunca le pedía nada ni tenía miras políticas; pero esa misma excepción con que me favorecía hizo resaltar más el extraño tratamiento que le dio a Corral, excluyéndolo de esos asuntos, no obstante que este buen amigo guardó siempre con él una conducta aún más reservada que la mía.

La diferencia tan grande entre la manera como me consideraba el general Díaz y como consideraba a Corral en el manejo de los asuntos públicos, me colocó con suma frecuencia en una situación falsa y mortificante, no tanto a los ojos de Corral, a quien cuidaba yo de tener al tanto de todo, y que comprendió perfectamente que no dependía de mí, en modo alguno, evitar tan penoso contraste, sino a los del mundo político, siempre dispuesto a dar o acojer noticias sensacionales e interpretaciones torcidas, cuando no a usar de toda clase de armas para desprestigiar a los demás y a sembrar la cizaña.

(Oposición de Félix Díaz, Jefe de la Policía, a Corral).

Entre los asuntos que se relacionaban con la política local de los Estados, y que el Presidente trataba con Corral, ocupaban naturalmente el primer lugar los de Sonora y Sinaloa donde la influencia personal de Corral era grande desde mucho tiempo atrás. En los demás en que el Vicepresidente tenía menos amigos propios, el general Díaz dejaba perder constantemente las oportunidades de dar realce al papel del Ministro de Gobernación y de acercarle elementos nuevos que fuesen formando bola de nieve y dando consistencia al círculo o partido en que habría de apoyarse un día la elevación de su sucesor a la Suprema Magistratura. Nada, menos que nada, se hizo en ese terreno, como tampoco en el de la preparación del pueblo para el ejercicio de algunos, siquiera, de los derechos públicos que las Constituciones de los países democráticos le reconocen.

Así pasaron los primeros años del sexenio de 1904-1910.

¿A qué obedeció esta extraña conducta del Presidente? Ya veremos en el capítulo siguiente el derrotero que siguió en materia de libertades y prácticas cívicas al acercarse el periodo electoral siguiente, y sólo aventuraré aquí unas cuantas reflexiones sobre el motivo que pueda haberlo inducido a permanecer con los brazos cruzados y a exponer su obra al fracaso dejando en la sombra al sucesor que él mismo escogió, en lugar de robustecer y prestigiar a éste para cimentar aquélla sobre bases perdurables.

(Conviene presentar condensados los móviles que los adversarios del general Díaz le atribuyen: egoísmo, aprésmoi le déluge, espíritu de dominación, etc.).

A mi modo de ver, la única explicación satisfactoria capaz de ayudar a descifrar el enigma, es la siguiente:

El general Díaz veía con bastante recelo, como es bien sabido, a la mayor parte de los científicos, que como intelectuales de criterio independiente podrían tomar en determinadas circunstancias un rumbo distinto del que él creyera conveniente dar a la política del Gobierno. Es posible entonces que el Presidente temiese que el expresado grupo ejerciera una influencia tal sobre Corral que lo llevara más allá de los límites que el mismo Presidente le marcara; y como, entre otras cosas, sabía que el licenciado Pineda, hombre de gran carácter, y de energía poco común, cuyas inclinaciones por la política lo hacían consagrar a ella casi todo su tiempo y sus actividades, hablaba a diario y libremente con el Vicepresidente sobre todas las cuestiones de esta naturaleza, no es ilógico suponer que, en el concepto del general Díaz, existía algún peligro de que la indisciplina de los científicos llegase a contagiar al que en segundo lugar personificaba al Gobierno de la Nación, y cuya conducta sería de tanto más graves consecuencias cuanto mayores y más poderosos fuesen los elementos de todo género que se le allegaran. Nada tenía que reprocharle a Corral, quien no le dio el más pequeño motivo de arrepentirse del decisivo apoyo que le prestó para su elección, pero las cosas podían cambiar, y acaso haya bastado ese temor para que el Presidente no le diese alas al que podía servir de núcleo a los impacientes y descontentos, sin reflexionar sin duda que con dejarlo reducido a sus propios elementos, más bien menguados por la deplorable impresión la pacífica trasmisión de la primera Magistratura, y por ende el porvenir y la suerte de la República.

La desconfianza fue pues, en mi opinión, la que cegó al general Díaz haciéndole perder de vista la necesidad de constituir un partido gobiernista, grande y homogéneo, que bajo su alta dirección sostuviera a su presunto sucesor, y permitiera a la Nación ir poco a poco reformando y haciendo prácticas sus Instituciones.

¿Será esta la verdadera explicación del enigma de que venimos hablando? No estoy seguro de ello, pero es la que menos contradicción presenta entre la conducta observada por el general Díaz desde la primera elección del Vicepresidente y la habilidad sin igual para el manejo de los hombres de que dio pruebas incontrastables durante toda su vida. Es posible que, a pesar de su gran energía, se apoderaran de él un profundo desaliento y mayores inquietudes que nunca, ante el aspecto que fueron tomando las cosas en los últimos años; al menos esa impresión es la que me quedó después de varias de nuestras conversaciones íntimas.

Eliminado yo del campo electoral por propia convicción y de modo definitivo; profundamente decepcionado el Presidente del general Reyes por los acontecimientos de 1902; conocedor a fondo de la insuficiencia irremediable de otros candidatos posibles; y receloso de que Corral se tornara en instrumento de los científicos militantes, nada más natural que el general Díaz se haya desconcertado al palpar los obstáculos casi insuperables que presentaba el problema de la sucesión presidencial que tanto le preocupaba, y cuya resolución era cada día más apremiante. En ese estado de su ánimo debe también pararse mientes para emitir juicio sobre los actos a que va a referirse el capítulo que sigue.

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