Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourPRIMERA PARTE - CAPÍTULO OCTAVOPRIMERA PARTE - CAPÍTULO DÉCIMOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO NOVENO

El señor General Don Bernardo Reyes en la Secretaría de Guerra y Marina. Su separación de ella. Reforma de la Constitución relativa a la sustitución del presidente de la República. Creación de la Vicepresidencia y candidaturas. Apreciaciones de la actitud del señor General Díaz


Las relaciones que desde un principio cultivé con el general Reyes fueron muy distintas de las que tuve con el señor licenciado Baranda, ambos colegas míos de Gabinete, si bien se asemejan en un punto, desgraciadamente muy penoso para mí, como es el hecho de haberme visto en la necesidad, con varios años de intervalo entre ambos casos, de declararle al señor Presidente que en vista de la guerra sin cuartel que me hacían los partidarios de uno y otro, me era imposible seguir en un Ministerio del que ellos formaban parte, cosa que determinó la salida de ambos funcionarios.

Ya se describieron en el capítulo séptimo las condiciones en las que entró el general Reyes a la Secretaría de Guerra, y la entusiasta cooperación que le ofreció al general Díaz para la completa realización de sus planes. Es un hecho que nadie pone en duda, que el Ministro de la Guerra manifestó desde el primer momento, y hasta con cierta ostentación, muy grandes simpatías por el de Hacienda, y el mejor deseo de contribuir con sus propios elementos al mayor prestigio de este último en los centros en que el general Reyes tenía gran influencia. A diario se le veía en la Secretaría de Hacienda, en la calle y otros parajes públicos haciendo demostraciones de afecto y consideración al que esto escribe, y en los asuntos del Gobierno siempre se inclinaba en favor de la opinión sostenida por Hacienda, menos cuando se trató de algunos proyectos propios de Guerra en los que supo desplegar habilidad y tenacidad para conseguir de Hacienda los recursos que ésta se resistía a proporcionarle.

Debe hacerse justicia al general Reyes declarando que se ajustó siempre a los principios de buena administración, que persiguió con firmeza los despilfarros y el robo, y que constantemente se inspiró en el bien del Ejército.

Puede haber tenido en algunos de sus trabajos primitivos ciertas miras de ambición personal, como en la creación y organización de las reservas del Ejército, pero el pensamiento fue bueno y es en mi concepto el único que resuelve satisfactoriamente el intrincado problema de no gravar el presupuesto federal con los gastos de Guerra en mayor proporción que con los correspondientes a los demás servicios públicos, y de poder disponer, sin embargo, en un momento dado, de todos los elementos militares capaces de sofocar una rebeldía armada de importancia, y de rechazar una invasión extranjera, cualesquiera que sean los puntos de nuestro extenso y quebrado territorio donde se produjese una perturbación de la paz pública.

La cordialidad de mis relaciones con Reyes fue sincera, y a no haber sido por las impaciencias y la agitación de mi colega y sobre todo por el espíritu batallador de sus amigos, que no era el que le correspondía tener a un partido cuyo programa consistía, según se decía, en prestar una verdadera colaboración al Presidente, no se habría suscitado, ni en el general Díaz ni en mí, la menor suspicacia con respecto a la conducta y tendencias del Ministro de la Guerra. Ello es que durante más de dos años marcharon muy bien de acuerdo las dos Secretarías, sin que ocurriera conflicto de importancia, no obstante la aseveración en contrario de algunos publicistas que hablan de cierto Consejo de Ministros en que se dio la razón al general Reyes en contra del que esto escribe, al tratarse de los gastos cuantiosos que demandaba la reorganización del Ejército y la adquisición de armamento y material de guerra modernos.

La verdad es que no hubo tal conflicto, ni Consejo de Ministros, ni cosa que se le pareciese. Lo que probablemente habrá dado origen a esa versión fue mi oposición a la creación de una fuerte marina de guerra que propuso otro Ministro y no el general Reyes, y de cuyo proyecto, que desechó el Presidente previo Consejo de Ministros, se hizo alusión en alguno de los capítulos anteriores.

En las conversaciones íntimas de ambos Secretarios de Estado surgía, sin embargo, y con frecuencia, una cuestión que los dividía: la del proyecto del Presidente de pedir licencia al Congreso para hacer un largo viaje al extranjero.

Reyes tocaba siempre el punto con suma insistencia y nerviosidad, pretendiendo que empujáramos, cada cual por su lado, al Presidente, para que pusiera en ejecución su deseo sin más tardar, y se ponía a hablar de las muchas cosas que haríamos los dos estando yo en la Presidencia.

Mis observaciones negativas o dilatorias lo contrariaban a tal grado que alguna vez me pasó por la mente la sospecha de que tenía algún loco propósito que no se atrevía a llevar a cabo hallándose el general Díaz en pleno ejercicio de sus funciones, pero que no vacilaría en ejecutar si, ausente el Presidente, lo estuviera sustituyendo un hombre, como yo, que carecía de elementos militares y del prestigio necesario para contrarrestar un golpe de audacia.

Debe decirse en abono del general Reyes que esta suposición carece de cimientos sólidos y que no se aduna bien con la conducta de lealtad hacia el Gobierno de la Nación, observada por él antes y después de la época de que se viene hablando, y aun después, mientras no lo hicieron variar los acontecimientos últimos de su vida respecto a los cuales no sería tampoco muy difícil encontrar causas que en parte los explicaran.

Desde el segundo año de estar desempeñando la Cartera de Guerra, ya para nadie eran dudosas las miras políticas del general Reyes, y el Presidente, que había echado del todo en saco roto las reflexiones que le hice a ese respecto cuando se resolvió a traerlo a su lado, me expuso sus temores en más de una ocasión, no sin agregar que él sabría reducirlo en seguida al orden al primer paso en falso que diese.

El caso es que el partido reyista se fue formando y robusteciendo rápidamente, al principio con cierto sigilo, y después abiertamente y hasta con arrogancia, aunque cuidando siempre en sus trabajos de propaganda de manifestarse sumisos al Presidente a quien cubrían de incienso, y aun de tributarme elogios a mí mismo de vez en cuando.

En este cielo, al parecer sereno, reventó casi repentinamente la tempestad, y a fines de 1902 comenzó una campaña de prensa sumamente violenta contra el Ministro de Hacienda en periódicos creados con abundancia de recursos, e inspirados por personas afiliadas a los partidos barandista y reyista.

No quiero entrar al terreno de los comentarios sin fin que entonces se hicieron, y en los que fue mezclada la alta personalidad del Presidente sin cuya venia, se decía, ni unos ni otros habrían seguido semejante conducta.

Pocas personas se fijaron posteriormente en que tal versión quedó desmentida por la manera con que se solucionó la falaa situación creada por dicha campaña, y no pocos escritores han seguido prohijándola; mas sea de esto lo que fuere, el carácter y la dureza de los ataques me obligaron a hacer las investigaciones conducentes a la completa averiguación de los autores e inspiradores de los artículos en que se me difamaba y se levantaban contra mí las peores calumnias, hasta que logré mi objeto adquiriendo las pruebas más concluyentes que podían desearse.

El Presidente no creyó al principio, como tampoco lo creí yo, lo que se susurraba en el público. Nos parecía que dados los antecedentes que mediaban entre el general Reyes y nosotros, su participación más o menos directa en esta maniobra política era punto menos que imposible. Hubo de rendirse, sin embargo, ante las pruebas irrefutables que revelaron quiénes eran los responsables de esos ataques y el grado de participación que en dicha responsabilidad correspondía al Ministro de la Guerra en persona.

Tan pronto como el Presidente adquirió esa convicción, llamó al general Reyes para poner ante sus ojos el resultado de la averiguación y le pidió que le entregara la Cartera.

En dicha entrevista el general Reyes se mostró profundísimamente apenado de lo que pasaba, y declaró con énfasis que hasta hacía muy poco tiempo, se hallaba en la más completa ignorancia de que uno de sus hijos hubiese sido el director de la campaña; y que al saberlo le reprochó severamente su conducta recordándole los deberes que todos los de la familia tenían para con el Presidente, y los compromisos contraídos por él, jefe de ella, para apoyar la política del Gobierno.

Dijo además, que su expresado hijo era indómito -tal fue su expresión-, como lo había demostrado en otras circunstancias de su vida, en que el joven se rebeló contra las órdenes de su padre, y el General concluyó extendiendo su renuncia de Ministro de Guerra y presentando al Presidente sus excusas más expresivas.

Tan luego como salió de la Presidencia, me fue a ver a la Secretaría de Hacienda y me repitió en sustancia lo mismo.

Si la conducta del general Reyes para conmigo fue nada menos que incorrecta, como autoriza a creerlo, desentendiéndose de todas las demás circunstancias, el solo hecho de haber tolerado, sin dar paso alguno para poner en claro su actitud, que su hijo de veinte años lo pusiese en una de las situaciones más crueles en que puede verse un hombre de honor, la que observó con el Presidente merece calificarse de una manera aun más dura, porque estaba obligado hacia él no solo por los antecedentes de amistad y amplia protección con que lo había distinguido siempre, sino también como se ha dicho, por el compromiso expreso que con él contrajo de procurar por todos los medios que estuviesen a su alcance, rodearme del prestigio y de las simpatías del ejército y de sus amigos personales, compromiso que en realidad no lo ligó conmigo puesto que nunca acepté sus ofrecimientos para el objeto que perseguía el Presidente.

Al tomar la resolución de separar de su Gobierno al general Reyes, el Presidente no quiso desligarlo de todo compromiso político, y por este motivo no formuló objeción a que volviese a hacerse cargo del Gobierno de Nuevo León de donde se había separado con licencia para desempeñar la Cartera de Guerra.

El dilema que se presentaba era el siguiente: o se aparentaba creer en las explicaciones dadas por el Ministro de la Guerra, fundadas en la ignorancia de que su hijo y algunos altos empleados de la Secretaría de Guerra fomentaban la campaña emprendida contra mí, y en tal caso convenía seguir utilizando en otro terreno los servicios del ex-Ministro; o se excluía de la administración pública de una vez y para siempre el expresado General exponiéndose a convertirlo en elemento de desorden al que le llevaría el despecho, su temperamento impulsivo y sus relaciones personales con militares y civiles que le eran adictos y le inducían ya con afán a apartarse del cantino legal y patriótico.

El Presidente prefirió adoptar el primer aspecto de la alternativa y tomó la resolución de seguir cultivando con él buenas relaciones, no sin ejercer vigilancia sobre sus movimientos. Yo también me vi obligado a seguir igual camino, sobre todo en vista del interés con que el Presidente me puso de manifiesto los graves inconvenientes de una ruptura completa de relaciones.

Tuve que escoger entre la extraña situación que me habría creado el contraste de la actitud del Presidente que aceptaba las excusas del general Reyes con la mía enteramente opuesta, y el sacrificio de imponer silencio al justo resentimiento que abrigaba yo por la conducta de mi ex-colega. Hice, pues, un esfuerzo para creer, o mejor dicho, para aparentar creer en la sinceridad de las excusas, y puse mi conducta posterior en armonía con la del Presidente siguiendo en relaciones con el expresado general, aunque reducidas al trato de los negocios públicos y a simples cortesías sociales.

Justo es decir que en tan delicadas circunstancias, el general Reyes dio muestras de completa corrección, y que al salir para Europa con la comisión militar que le dio el Gobierno, la única persona a quien visitó en México, después de ver al Presidente, fue a mí.

En el cuatrienio en que ocurrieron los sucesos de que se viene hablando, siguieron agitándose varios problemas políticos entre los cuales descolló, como de costumbre, el de la sucesión presidenciai, especialmente después de la enfermedad que el Presidente contrajo en Guerrero y Morelos y que no dejó de causar serios temores por su vida.

En lugar de preocuparse por llevar a cabo su determinación de prepararse un sucesor, el general Díaz hablaba menos que nunca de su proyecto de separarse del poder, y es que tenía muy fresco el recuerdo de la conducta del general Reyes, fenómeno psicológico muy humano después de la grave decepción que le causó el hombre en cuyo concurso descansaba por completo la realización de su programa.

Piénsese en la importancia de dicha cooperación no sólo por lo que significaba en sí misma, sino por la esperanza que tenía el general Díaz de que me alentara Reyes a acceder a sus deseos. Faltando esa colaboración, y habiendo en su lugar surgido graves motivos de inquietud para el porvenir, no era de extrañarse que el Presidente se desanimase y aplazara por algún tiempo la ejecución de su proyecto.

Mientras tanto comenzó a discutirse en público la conveniencia de modificar otra vez la Constitución en el punto relativo a la sustitución del Presidente de la República en sus faltas temporales y absolutas, pues el sistema vigente entonces desde 1896, suscitaba cada día, con razón o sin ella, mayor número de objeciones.

Entonces fue cuando los llamados científicos volvieron a la carga con el proyecto de la creación de la vicepresidencia que iniciaron más de diez años antes, y que también preconizaron otras personas que figuraban en el campo de la política.

Partidario que fui desde un principio, de la creación de la vicepresidencia, no tuve embarazo en apoyar el movimiento, y lo hice con calor, por las razones especiales de que después se hablará, no obstante que en vista de la actitud que siempre tomó el Presidente ante ese problema, me incliné también varios años antes en favor de la intervención de las Cámaras y de la propuesta del candidato en su caso, para el nombramiento de Presidente interino o sustituto, sistema que no tiene, en mi concepto, tantos inconvenientes como en México se le atribuyen, y que, asegura bastante bien la continuación de una misma política durante el corto tiempo de un interinato. A pesar de todos nuestros razonamientos, el Presidente no quiso definir todavía su modo de pensar.

(Mi viaje a Europa a mediados de 1903, siempre por motivos de salud. Fuerte impresión que me produjeron los temores de los hombres de estado de la América del Norte, Inglaterra, Francia, Alemania, etc., y de los banqueros y hombres de negocios de esos y otros países con quienes teníamos ya ligas extrechas de intereses, tocante a las consecuencias de la acefalía del Gobierno, en que los hizo pensar la reciente enfermedad del general Díaz, y a la falta de un fuerte partido gobiernista capaz de asegurar la trasmisión tranquila del poder a una persona que tuviese la experiencia y popularidad necesarias, ya conocida de antemano, para librar al país de una grave conmoción política. Exito feliz que alcancé a mi regreso convenciendo al Presidente de la necesidad de presentar sin pérdida de tiempo la iniciativa de la reforma constitucional relativa a la vicepreJidencia. Rapidez en la tramitación y fecha en que fue promulgada la reforma).

Estos resultados no fueron obra de intrigas políticas, como muchos se han empeñado en decirlo, sino del convencimiento sincero y arraigado de que era indispensable presentar ante nacionales y extranjeros, todas las garantías posibles de que el porvenir de la Nación no quedaba en manos de una mayoría, siempre movediza, de Diputados y Senadores, en momentos de acefalía del Gobierno, sino en las de un hombre bien conocido y reputado que disfrutase de la confianza de toda una organización política perfectamente cimentada y compuesta de personas juiciosas y honradas. Un Vicepresidente electo con el apoyo del mismo partido que eligiese al Presidente, es a no dudado el sistema de sustitución que presta mejores garantías siempre que el Vicepresidente sepa conservar su prestigio y la confianza del propio partido, y la carencia de éstas condiciones es la que dio lugar en nuestro país a las intrigas que desacreditaron la institución de la vicepresidencia.

Los tristes recuerdos que dejó dicha institución fueron los que inclinaron al general Díaz a oponerse durante tanto tiempo a la reforma, y no sería extraño que esta prevención, que tuvo durante toda su vida, haya influido en la conducta que observó después de realizada la reforma, respecto al Vicepresidente, y de la que diré algunas palabras más adelante.

Un incidente de cierta importancia merece ser relatado en este lugar.

Aprobada por las Cámaras de la Unión, a fines de 1903, la iniciativa de la Vicepresidencia, y mientras se tramitaba en las Legislaturas de los Estados, el general Díaz tuvo conmigo dos conversaciones en las que agotó sus argumentos procurando obtener mi consentimiento a fin de que mi candidatura fuese presentada al público para el nuevo cargo. Resueltamente me opuse a ello, usando, como era natural, los mejores términos que podía inspirarme mi sincero agradecimiento hacia él.

Notoriamente contrariado me contestó:

- No es materia de gratitud, sino de un deber que el patriotismo le impone a usted.

A estas palabras un poco duras sólo repliqué:

- El verdadero patriotismo no puede aconsejarme que acepte una carga que sea superior a mis fuerzas y capacidades.

Ahí quedó la cosa, dejándonos a los dos la conversación una mala impresión que por fortuna fue pasajera.

Se ha dicho que guardé cierto resentimiento contra el general Díaz porque no llegó a cumplir el compromiso antiguo, y muchas veces confirmado, de dejarme en su lugar temporal o definitivamente. Esta aseveración es enteramente infundada porque jamás existió compromiso alguno, sobre el particular, entre nosotros. Me hizo, sí, reiterados ofrecimientos de apoyar mi candidatura, o de solicitar él una licencia proponiéndome al Congreso como su sustituto, ofrecimientos que mucho agradecí pero que siempre rehusé. Mal podía, por lo mismo, el general Díaz faltar a su palabra de llevarme a un puesto, que sabía de una manera expresa que yo no aceptaba.

Circulaban con visos de veracidad en la época en que se efectuó la última reforma constitucional, muchos rumores relativos a mi actitud contraria a la reforma, a disgustos sobrevenidos entre el Presidente y yo; a mi separación del Ministerio y a otros sucesos sensacionales; rumores que partían, según unos, de personas allegadas a la Presidencia, y que, según otros, procedían del texto de una carta circular que el mismo señor Presidente había dirigido a los Gobernadores de los Estados recomendándoles que apoyasen cerca de sus respectivas Legislaturas, la mencionada iniciativa de la Vicepresidencia.

Llegaron a tomar tal consistencia esas versiones, que el general Díaz juzgó necesario dirigir una segunda carta a los Gobernadores en los términos que aparecen en la adjunta copia fotográfica de una de dichas cartas, que me ha parecido conveniente reproducir aquí para dejarle toda su autenticidad (En la edición de papel que nos ha servido de base para elaborar la presente edición cibernética se especifica que en el escrito original no incluyo el señor Limantour la carta de referencia, señalándose que cuando se tomó la decisión de editar en papel esta obra, se determinó incluir la carta inserta en la segunda edición de la obra del señor Carlos Díaz Dufoo, Limantour, correspondiente al año de 1922, inserta en la página 337. Precisión de Chantal López y Omar Cortés).


México, febrero 8 de 1904.
Señor Gobernador ...

Estimado amigo:

Aunque en una carta de diciembre en que me permití recomendar a los señores Gobernadores la iniciativa del Ejecutivo que restablece la Vicepresidencia de la República, y al referirme al señor Limantour, cuidé de hacer constar las palabras está de acuerdo en principio que, en efecto, la consideraba como una necesidad nacional, y que sólo suplicaba que por ningún motivo apareciera como candidato, he sabido que uno o acaso más de dichos señores, sin fijar bien su atención en las palabras que aquí subrayo, suponen que no simpatizó con tal reforma, y que se sometió a la opinión de los demás Secretarios de Estado, limitándose a hacer la súplica que también subrayo; y temiendo yo que no haya sido bastante clara mi exposición, y que, por lo mismo, surjan dudas respecto a la actitud y el sentir del señor Limantour en tan importante asunto, he creído conveniente dirigir a usted esa nueva carta por vía de aclaración, manifestándole que dicho buen amigo nuestro no sólo ha estado de acuerdo en que se realice aquella reforma, sino que considerándola como una ingente necesidad en la vida democrática republicana del país, la patrocinó siempre con empeño y tomó participación activa e importante en su redacción; y en cuanto a su propósito de no figurar en la elección para el delicado cargo de la iniciativa, obedece a una resolución tomada por él desde hace varios años, de no desempeñar más cargos públicos que los que le permitan hacer una labor meramente administrativa; pero por razones políticas no había yo juzgado prudente hacer pública esa manifestación antes de ahora y sólo después de que el señor Limantour la declarara irrevocable, como ya lo hizo.

Repito que acaso sea innecesaria para usted esta aclaración, pero a lo menos la aprovecho con gusto para hacer mención especial de los patrióticos sentimientos e importantes servicios del señor Limantour al país, dispuesto siempre a prestárselos sin más interés que el de verlo próspero y feliz.

De usted afmo. servidor y amigo.

Porfirio Díaz.

De este importantísimo documento, resultan perfectamente comprobados con el testimonio del señor general Díaz los hechos siguientes que me conciernen:

Primero: Que no solamente estuve de acuerdo en que se llevase a cabo la reforma constitucional, sino que considerándola como una ingente necesidad en la vida democrática republicana del país, la patrociné con empeño y tomé participación activa e importante en su redacción.

Segundo: Que al prestar mi concurso sólo supliqué que por ningún motivo apareciera mi nombre como candidato a la Vicepresidencia.

Tercero: Que mi propósito de no figurar en las elecciones obedecía a una resolución tomada por mí desde un principio, de no desempeñar más cargos públicos que los que me permitieran hacer una labor meramente administrativa.

Cuarto: Que si el general Díaz no había juzgado prudente hacer pública antes esa manifestación,fue por esperar una última vez que yo la declarara irrevocable, como lo hice, y,

Quinto: Que lejos de haberse afectado mis relaciones con el Presidente, como se decía en público, los términos finales de la carta, son una demostración concluyente de lo contrario.

Corrobora las anteriores declaraciones del Presidente relativas a mi persona, el resultado de la entrevista que tuvo el señor don Carlos Díaz Dufoo, conocido y bien reputado escritor, con el mismo Presidente, y que el propio escritor relata en su libro Limantour. En ella manifestó el general Díaz de una manera clara y terminante, que efectivamente había yo sido su candidato, y que desde muchos años se estuvo esforzando en convencerme de que debía aceptar sus ofrecimientos, cosa que siempre rehusé.

La entrevista tuvo lugar en febrero de 1905, es decir en pleno periodo de tranquilidad electoral, y cuando el general Díaz pudo negarse, sin inconveniente alguno a contestar las preguntas del señor Díaz Dufoo, o desmentir la especie que se le atribuía, si el relato no hubiese sido fiel.

Para concluir con este punto y a riesgo de parecer redundante, reproduzco la carta que con fecha 4 de junio de 1904 dirigi al Imparcial sobre mi candidatura a la Vicepresidencia que había brotado por varias partes del país.

Esta carta resume en cierta manera las diversas manifestaciones que hice hasta entonces sobre el particular, y con ella lo mismo que con cuanto queda expuesto en el presente libro, puede darse por demostrado de una manera absoluta que jamás tuve ambiciones políticas, ni grandes ni pequeñas, seguro como estoy de que nadie podrá presentar un solo acto de mi vida, ya sea pública o privada, susceptible de interpretarse en sentido contrario.


México, junio 4 de 1904.

Señor:

El periódico de usted y algunos más de esta ciudad y de otras partes del país, han venido indicando mi nombre para la Vicepresidencia de la República, y yo he guardado silencio respecto de esas insinuaciones, porque hubiera sido poco meditado apresurarse a declinar una candidatura apenas iniciada; pero ahora que han aumentado los órganos de la opinión pública que se pronuncian en el mismo sentido, y que se acerca el momento de que los ciudadanos manifiesten en las reuniones populares su preferencia por un candidato, me parece que es llegada la oportunidad de declarar, como declaro públicamente, mi firme propósito de no aceptar encargo alguno político de carácter militante.

No es un sentimiento de egoísmo el que me ha inspirado hace años este propósito, que cada día ha arraigado más en mi espíritu, sino el reconocimiento ingenuo que hago de mis escasas aptitudes para una labor meramente política. Por esto es que, cumpliendo con un deber de ciudadano, he preferido servir a mi país en la esfera administrativa, y estoy dispuesto a continuar sirviéndole, en tanto que mis servicios se consideren útiles, porque entiendo que la unión de todos los mexicanos en el cumplimiento de nuestros deberes para con la patria será lo que nos mantenga en la vía de seguridad y de engrandecimiento por la que felizmente atraviesa la República.

Hago presente mis agradecimientos a aquellos de mis conciudadanos que pensaban favorecerme con sus votos en los próximos comicios, y a usted, señor Director, por la publicación de esta carta en las columnas de su estimable periódico.

Concluyo suscribiéndome de usted, atento y S. S.

Y. Limantour

Promulgada la reforma constitucional, se abrió el periodo de lucha electoral con extraordinaria agitación por tratarse por primera vez de la elección de un Vicepresidente, que como era de esperarse, despertó muchas ambiciones. De ahí que cada grupo político que se improvisara, por escasa que fuese su importancia, tratara de obtener el apoyo directo del general Díaz para su respectivo candidato. Como medida conciliatoria y para dar cabida a todos, se pensó en que por medio de una convención semejante a la de 1892, se designaran los candidatos para la Presidencia y la Vicepresidencia. Así se hizo, y desde luego fue proclamada la candidatura del general Díaz para la Presidencia, pero no así la de la Vicepresidencia que fue la manzana de la discordia.

Preocupado el general Díaz con un problema de tan vital importancia para la marcha tranquila del país, pensó en que alguna indicación suya solucionaría el conflicto, y antes de hacerla me pidió que le propusiera yo los nombres de algunas de las personalidades políticas que por sus antecedentes y respetabilidad fuesen bien aceptadas, no sólo en el país, sino también en el exterior; y al pedirme los nombres me recalcó que en esa designación me correspondía no poca responsabilidad moral por haberme opuesto siempre a mi propia candidatura.

El candidato de mi preferencia no podía ser dudoso para el general Díaz a quien hablé siempre con encomio de don Ramón Corral, desde que vino de Sonora al Gobierno del Distrito y pasó después al Ministerio de Gobernación, puestos en los que dio numerosas pruebas de ser buen gobernante y administrador; mas no quise contestar desde luego al Presidente sin hablar antes con mis amigos y de sondear el parecer de otras personas serias y reflexivas pertenecientes no solo a la política, sino también a la banca, al comercio, a la industria, y otros círculos sociales.

Como resultado de mis investigaciones y con el objeto de no provocar la suspicacia del general Díaz, a quien podía ocurrírsele que en mayor grado que los méritos intrínsecos del candidato influían en mi opinión los estrechos vínculos de amistad que con mi candidato me ligaban, no me limité a presentarle el nombre de Corral, sino que tdmbién le hable con calor de las numerosas y sólidas cualidades de otra persona que también había dado pruebas indudables de su tacto, inteligencia y justificación como gobernante cuando estuvo al frente del Estado de Yucaián; me refiero al señor licenciado don Olegario Molina.

El señor Presidente dio muy buena acogida a los dos nombres que le indiqué, y me dijo que ambas personas eran igualmente competentes para desempeñar satisfactoriamente su cometido, e indiscutiblemente superiores por todos conceptos a cualquiera de los candidatos que se mencionaban en el público. Le agradó sobre todo que no fuesen militares, por creer él que el adelanto moral del país permitía demostrar de esa manera la predominancia de la ley sobre la fuerza; pero nada me dijo entonces sobre su preferencia en cuanto al candidato, ni tampoco hizo, que yo sepa, indicación alguna a otras personas a ese respecto, probablemente para dejar a todo el mundo en completa libertad de opinar, y conocer de ese modo el rumbo por donde se orientaba la opinión pública concentrada en aquellos momentos en los delegados a la Convención y en la prensa.

Se acercaba el momento de votar en la Convención en favor de un candidato para la Vicepresidencia, sin que se uniformase la opinión de los delegados, ni se propusiese un candidato que reuniera seguramente la mayoría de los votos, y fue entonces cuando el general Díaz hizo conocer por conductos confidenciales su preferencia por la candidatura del señor Corral.

Semejante modo de proceder fue severamente censurado por los individuos de la oposición que no tomaron en cuenta las inveteradas costumbres de nuestro país en materia electoral, ni la necesidad de poner término a los trabajos de una Convención vacilante que no quería cargar con la responsabilidad moral de designar un candidato cualquiera que fuese, que ni con mucho disfrutaría del prestigio ni de la popularidad del Jefe del Estado.

Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourPRIMERA PARTE - CAPÍTULO OCTAVOPRIMERA PARTE - CAPÍTULO DÉCIMOBiblioteca Virtual Antorcha