Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourAdvertencia de José Yves LimantourPRIMERA PARTE - CAPÍTULO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

Consideraciones preliminares.
Situación anterior a 1892


La labor característica del general Díaz en su primer periodo presidencial, de 1877 a 1880, fue seguramente la política. La necesidad de neutralizar, para el restablecimiento del orden pqblico, las diversas influencias maléficas que agitaron al país antes y después de las elecciones de 1877, indicó al nuevo Gobierno cuál debía ser el objeto fundamental de sus esfuerzos. En cuanto al trabajo de reorganización de los servicios administrativos y al de fomento de los diversos ramos de la actividad nacional, hubieron de quedarse en estado inicial o de simple programa, por la falta de tiempo y de elementos para su desarrollo.

Algunos años después, cuando el general Díaz subió de nuevo al poder, al concluir el periodo presidencial del general González, el problema que se impuso a la atención del Gobierno fue tal vez más complicado y difícil que el de 1877, porque, si bien no se había alterado la tranquilidad pública, las cuestiones políticas, no por haber variado de forma, dejaban de ser tan amenazadoras como siete años antes, y en cambio, la completa bancarrota en que la Administración del general González dejó a la Hacienda Pública, con el cortejo inevitable de males que siempre trae consigo, entre los cuales es el principal el aniquilamiento total del crédito, agravó considerablemente la situación económica.

Recuérdese, en efecto, cuán triste y desalentador llegó a ser en aquel entonces el cuadro que ofrecían la Hacienda Pública y los ramos todos de la producción nacional. Gravadas estaban las rentas fiscales en forma y cantidades que apenas si podía disponerse de sumas mezquinas para atender a un presupuesto de egresos que paulatinamente se había ido aumentando sin discreción alguna; las aduanas marítimas y fronterizas tenían comprometido en favor de los acreedores del Fisco hasta el ochenta y siete y aun el noventa y cuatro por ciento de sus ingresos, y no eran menores los gravámenes que pesaban sobre otras fuentes de recursos; el Gobierno adeudaba al Banco Nacional sumas muy fuertes que excedían del crédito que este le tenía abierto, y que por las crecientes exigencias de la situación amenazaban acabar con dicho establecimiento; adeudábase también a los empleados una considerable porción de sus haberes; hipotecado estaba un gran número de edificios y propiedades de la Nación; y como una intensa crisis se dejaba sentir en todos los ramos de la economía pública, no había esperanzas de una pronta reparación en el debilitado organismo de la patria. Un solo dato podía caracterizar la situación por su gravedad: importando el presupuesto de gastos más de cuarenta millones de pesos, el déficit en contra del Erario se estimaba en más de veintitrés millones, o sea, el más alto, cuantitativa y proporcionalmente, que se había registrado desde el restablecimiento de la República.


NOMBRAMIENTO DE DON MANUEL DUBLÁN

Claramente se penetró el general Díaz de la necesidad de dar preferente atención a los ramos de Hacienda y de Fomento; de Hacienda, porque la situación no podía verdaderamente sostenerse ya más de unos cuantos días; y de Fomento, por que no quedaba más esperanza de evitar el agotamiento general, que desarrollando todos los ramos de la riqueza nacional; para ese doble fin era indispensable poner al frente de los Departamentos respectivos a hombres que no tuviesen compromisos políticos y fuesen capaces de consagrarse, con inteligencia y abnegación, a la tarea casi desesperada que les tocaba desempeñar. El Presidente creyó encontrar en don Manuel Dublán la persona apropósito para el Ministerio de Hacienda, no obstante que dicho señor no se había distinguido hasta entonces en asuntos de esta índole, y que además tenía antecedentes políticos desfavorables, si bien muy antiguos. Esta elección llamó fuertemente la atención general, con tanta mayor razón, que el Presidente tenía a la mano, por decirlo así, un funcionario eminente que sí había dado pruebas, en diferentes ocasiones, de poseer no sólo grandes conocimientos en la materia, sino también las demás cualidades indispensables para desempeñar acertadamente el mencionado puesto: don Matías Romero. Pero, en concepto del general Díaz, quien me lo dijo varios años después, la presencia de don Matías Romero al frente de nuestra representación diplomática en Washington era más útil en aquellas circunstancias que en el Ministerio de Hacienda, y además temía que el carácter inflexible y nada atractivo del expresado funcionario le impidieran adaptarse a las condiciones del momento que eran excepcionalmente delicadas. Por fortuna, andando el tiempo, cambió el Presidente de modo de pensar a ese respecto. ¡Cuánto se habría ganado, si en lugar de llamar a don Matías a Hacienda en 1892, cómo lo hizo después, lo hubiera hecho desde 1884!


GESTIÓN HACENDARIA DE DON MANUEL DUBLÁN

Aunque don Manuel Dublán no tenía, como ya se ha dicho, preparación especial en materias económicas y financieras, su indiscutible talento y el conocimiento de las cosas del país le hicieron entender las enfermedades de que estaba atacada por aquellos días nuestra Hacienda Pública. Apenas nombrado Ministro acudió solícito a remediarlas; trabajó mucho, con el mayor empeño, y tuvo seguramente loables aciertos. Sin pretender formular una crítica de su conducta y de sus actos en Hacienda, lo que estaría fuera del cuadro de estos apuntes, es pertinente decir en pocas palabras algunas cosas que harán comprender mejor la razón de ser de ciertas medidas que me vi precisado a tomar algunos años después.

Figuran en primera línea entre las disposiciones más laudables de don Manuel Dublán las que dictó a raíz de la toma de posesión de su cargo, para desembarazar al Gobierno del sinnúmero de ligas que lo tenían completamente agarrotado. Se trataba, en suma, de salvar a la Nación de un colosal naufragio hacendario, para lo cual no cabía otro recurso que el de escoger y aplicar rápidamente los medios susceptibles de dar un resultado eficaz, aun a riesgo de lastimar algunos intereses y derechos. Primus est vivere. Este, es precisamente lo que hizo el nuevo Ministro, a reserva de suavizar, una vez desahogado el Erario, las asperezas de sus primeras disposiciones. Al expresado fin tendieron, la suspensión inmediata y general de las consignaciones de rentas públicas constituidas a favor de determinados acreedores, con lo cual se pudo disponer desde luego de cuantiosos recursos que hacían mucha falta; la reducción de sueldos y de numerosas asignaciones del Presupuesto de Egresos; y el establecimiento de las bases para la liquidación y el reconocimiento de la inmensa cauda de títulos de deuda y de reclamaciones que fueron dejando tras de sí las Administraciones anteriores.

Tales actos, y otros posteriores que le proporcionaron nuevos recursos al Erario, produjeron favorable impresión en el público, porque atestiguaban las buenas intenciones, espíritu de iniciativa y la habilidad de su autor. Se comenzó a tener confianza en el Gobierno, y esperanza de salir del terrible marasmo en que se hallaban los negocios; la emisión de los nuevos títulos del 3% en que vinieron a convertirse los títulos antiguos, los saldos insolutos de los ejercicios fiscales, y las reclamaciones presentadas a la Comisión liquidataria de la Deuda Pública, en conformidad con las leyes de junio de 1885, derivadas de la de 1882, movilizó y dio algún valor a una buena parte de la riqueza pública hasta entonces estancada y completamente estéril para todo el mundo, menos para los agiotistas; hasta en el extranjero echó brotes el crédito nacional con las referidas medidas que abrieron la puerta al arreglo de la antigua deuda llamada inglesa, de célebre memoria, llevado a cabo por el general Francisco Z. Mena, crédito que pronto permitió al Gobierno contratar, en 1888, el empréstito de 10.000,000 libras, en 1890, el de 6.000,000 libras y por último, el empréstito hipotecario de 2.700,000 libras, destinado a la reconstrucción y terminación del Ferrocarril Nacional del Istmo de Tehuantepec.

¿Cómo es que, después de tan brillante principio, la gestión hacendaria de Dublán se fue opacando poco a poco, al grado de que al morir dejara la Hacienda Pública en grave situación, y esto, no obstante que en todo su tiempo la tranquilidad se mantuvo perfecta, que no existió la menor agitación política, que la construcción de vías férreas en diversas regiones del país mucho facilitó el desarrollo de las industrias y del comercio, y que, así los nuevos impuestos como las operaciones de crédito realizadas en el extranjero pusieron a la disposición del Gobierno cuantiosos elementos, muy superiores a aquellos con los cuales contaba anteriormente? La verdad es que si el brío con que Dublán acometió su tarea en los primeros tiempos se fue apagando a medida que disminuía la intensidad de la crisis, fue porque su temperamento, de natural calmoso, necesitaba de fuertes estimulantes para obrar con toda la actividad requerida por las circunstancias, y porque su marcado oportunismo lo inclinaba, tan luego como sentía que bajaba la presión de los acontecimientos, a dejar en pie los estorbos, y sin resolución los árduos problemas que se le presentaban. En sus labores vivía de día en día, sin programa de algún alcance, y sin método. Desgraciadamente, influyeron también en neutralizar en parte sus eminentes cualidades ciertas debilidades y la paciente tolerancia de antiguos y recientes abusos y corruptelas.

El arreglo de la deuda pública, emprendido, como queda dicho, con tanto arrojo e inteligencia, no fue llevado, sin embargo, a su debido término; la liquidación de una buena parte de los créditos contra la Nación quedó en suspenso; no se llegaron a emitir los nuevos títulos que las leyes del mismo Dublán destinaban a determinados pagos; y los empréstitos que se obtuvieron en el extranjero, aunque muy útiles para ciertas consolidaciones indispensables, en parte recibieron diferente aplicación que la prevista, con grave perjuicio del Erario por las condiciones en que se efectuó dicha aplicación, siendo la principal, la de que mediante tales operaciones de crédito se convertía en deuda en oro, inmediata, y con causa de réditos, la que no había 5ido pagadera sino en plata, y casi toda en plazos largos y sin réditos. De las grandes reformas que se iniciaron en aquella época, la de la supresión de las alcabalas sufrió mil vicisitudes, y después de una Gran Conferencia convocada por el Ministro y a la que acudieron representantes de todos los Estados y muchas personas notables, para formular un proyecto que realizara la expresada reforma, esta vino a reducirse a una simple reglamentación del añejo y perjudicialísimo sistema alcabalatorio, rechazado desde 1857 por la Constitución Federal y por la opinión unánime de hacendistas y contribuyentes. Otra reforma, la del Catastro, se quedó también en coma, no obstante que fue preparada por una Comisión nombrada especialmente para el objeto. En materia de Bancos puede decirse que la acción del Gobierno no se hizo sentir, habiéndose limitado a seguir otorgando concesiones bajo condiciones distintas y sin unidad de ideas, para el establecimiento de Bancos de emisión en diversas partes de la República.

Igual diversidad se observa en el modo de subvencionar las empresas de ferrocarril que causaban entonces gastos considerables al Erario; y tal variedad además de haber sido una amenaza muy seria y continua contra los Presupuestos, por los pagos que debían hacerse en dinero efectivo, lo fueron también contra el mercado de los títulos de la Deuda Interior con los que en ciertos casos se pagaban las subvenCiones.

Por otra parte, y este es tal vez el motivo principal de la esterilidad relativa de su gestión hacendaria, don Manuel Dublán no le dio mayor importancia a la formación de los Presupuestos, ni por lo mismo, a la nivelación de los egresos con los ingresos fiscales. Sabía que le faltaba dinero para cubrir las atenciones del Erario, y eso le bastaba para crear más o menos a ciegas, nuevas fuentes de recursos y hacer de vez en cuando algunas economías; y digo más O menos a ciegas, porque no podía darse cuenta de la magnitud del déficit, ni parecía importarle mucho averiguarla. No acostumbraba hacer estimaciones cuidadosas de los Ingrtsos, y para obtener de las Cámaras la autorización de erogar ciertos gastos cuya cuantía era difícil prever, como el de la situación de fondos en el extranjero, los vencimientos de las subvenciones, los pagos a contratistas, y otros semejantes, siguió la práctica antigua de dejar en blanco las partidas relativas del Presupuesto, lo que equivalía a verdaderas autorizaciones ilimitadas. Con agujeros como éstos, por donde salían libremente de las arcas nacionales los fondos públicos, era natural que éstas se vaciaran con rapidez, y que al agotarse los recursos se acudiera a los productos de los empréstitos y a los préstamos de los Establecimientos bancarios para salvar la situación. El ejercicio fiscal de 1890-1891, el último de la gestión de Dublán, arrojó un déficit de diez y nueve millones quinientos mil pesos, más de la mitad de la cifra total de los ingresos ordinarios del año que no pasaron de treinta y siete millones cuatro cientos mil pesos. ¡No impunemente pueden pasarse por alto los principios fundamentales de una ciencia, por triviales que a muchos les parezcan!

El temor de que mi juicio sobre la labor de don Manuel Dublán en Hacienda sea juzgado por los que no me conocen bien, demasiado severo, y por ende falto de imparcialidad, me impulsa a declarar solemnemente en estas líneas, que ningún móvil existe en mí que sea susceptible de inclinarme a torcer sin razón la opinión pública en contra de uno de mis predecesores más distinguidos. Ya dije, y ahora repito, que al exponer cual era la situación de la Hacienda Pública en el período inmediato anterior al de mi entrada en la expresada Secretaría, me pareció indispensable indicar algunos de los yerros y de las faltas que neutralizaron los esfuerzos dignos de encomio de aquel Ministro, y que debían, por lo mismo, evitar a todo trance sus sucesores en tan delicado puesto.


DON BENITO GÓMEZ FARÍAS EN HACIENDA

Al fallecimiento de don Manuel Dublán, el general Díaz se propuso buscar como en 1884, alguna persona entendida en el ramo, que no tuviese ligas políticas, y de quien pudiera estar seguro de que se consagraría exclusivamente a la dirección de su departamento ministerial. Se fijó entonces en don Benito Gómez Farías, no porque le hubiesen sido conocidas las dotes hacendarias de dicho señor que apenas había tratado superficialmente, sino porque este último disfrutaba de una intachable y merecida reputación de honradez y pertenecía desde largo tiempo al mundo de los negocios, habiendo prestado buenos servicios a negociaciones mineras de gran importancia; pero el error del Presidente consistió en no parar mientes en que estos servicios, por valiosos que hubiesen sido tratándose de empresas privadas, muy poca semejanza tienen con los que demanda la dirección de un ramo tan complejo, como el de la Hacienda Pública, que tiene entre sus fines nada menos que el de crear y vigorizar el crédito nacional, y el de ayudar al desarrollo de la riqueza general del país.

La tempestad se cernía ya cuando falleció don Manuel Dublán, y la atonía de la gestión de don Benito Gómez Farías dio lugar a que se acumularan, para llegar a la postre a reventar, los más negros nubarrones. A los males imputables a los hombres, vinieron a agregarse los que fueron el resultado de acontecimientos imposibles de ser previstos. Por un lado, como se ha dicho, el desbarajuste de los presupuestos, el agotamiento de las cantidades que quedaron disponibles del empréstito de 1888-1890, el aumento constante del adeudo al Banco Nacional y de la deuda flotante, la falta de pago a los empleados públicos, el desorden y la prodigalidad en ciertos gastos, etc., etc.; y por el otro lado, la pérdida de las cosechas de maíz y de trigo de varios años consecutivos, así como la continua y rápida depreciación de la plata, con el cortejo de fatales consecuencias que unas y otras causas han traído a la Nación siempre que se han presentado; todo ese cúmulo de factores concurrió a agravar la situación y a hacer inminente la catástrofe. Comprendiendo entonces el general Díaz la ingente necesidad de amortiguar cuando menos los efectos del cataclismo, que era ya inminente, se resolvió a cambiar de Ministro de Hacienda.


ANTECEDENTES DE MI ENTRADA AL MINISTERIO

Consecuentemente con el propósito que tuvo desde que nombró a don Manuel Dublán, de confiar la dirección de ese ramo a un hombre que no tuviese compromisos políticos de ningún género, y que poseyese los conocimientos esenciales en la materia, pensó, según me dijo algún tiempo después, en varias personas que en su concepto reunían las condiciones indicadas, pero a quienes fue excluyendo una tras de otra de su mente, bien sea porque variara de opinión sobre las presuntas cualidades de algunos de los escogidos, o bien, porque deseoso él de dar cabida en la Administración al elemento joven, las personas en quienes se había fijado no llenaran ese requisito. Así fue como, por el procedimiento de eliminación quedaron fuera de la combinación ministerial los primeros candidatos del Presidente, quien después de mucho pensarlo llegó a fijarse en definitiva en el que estas líneas escribe, cuya inexperiencia de las funciones públicas podía sin embargo haberle inspirado el temor de que resultara incapaz de enfrentarse con buen éxito a tan terrible situación como la que ya entonces se había desarrollado.

Una tarde del mes de marzo de 1892 fui llamado al Palacio Nacional, y el general Díaz me habló por primera vez de su deseo de llevarme al Ministerio.

Desde el año de 1867, al entrar victorioso en la capital de la República el ilustre caudillo del Ejército de Oriente, le hizo a mi padre la honra de visitarlo varias veces con motivo de algunos asuntos que había iniciado por conducto de los entonces coroneles Francisco Z. Mena y Ramón Torres. Preferiría algunas veces hacer visitas, a recibirlas en su casa; distinguía así a sus amigos y economizaba algún tiempo. Tenía yo entonces doce años cuando me conoció; y nueve años después, al ocupar él de nuevo la ciudad de México, a raíz de la batalla de Tecoac, me nombró, no obstante mi poca edad, profesor interino de Economía Política en la Escuela de Comercio, designándome también poco tiempo después, y con el mismo carácter, para desempeñar la Cátedra de Derecho Internacional en la Escuela N. de Jurisprudencia, interinidad que, por lo que respecta a la clase de Economía Política, se convirtió después en nombramiento definitivo que ejercí hasta el día en que ingresé a la Secretaría de Hacienda.

Debido a esas relaciones, conoció el general Díaz mi predilección por el estudio de las expresadas materias, y como en aquellos días desempeñaron sucesivamente la Secretaría de Instrucción Pública dos hombres eminentes, don Ignacio Ramírez (El Nigromante), y don Protasio Tagle, que fueron mis sinodales en los exámenes profesionales, es muy probable que ellos afirmaran en el ánimo del Presidente la opinión favorable que de mí tenía, y que, debido a esa circunstancia, hubiese yo recibido tan joven los referidos nombramientos.

Los artículos que durante bastante tiempo estuve escribiendo sobre asuntos económicos y hacendarios en el periódico de Jurisprudencia El Foro; las diversas comisiones oficiales que me fueron encomendadas, relativas a tratados internacionales, alcabalas, catastro, aranceles, depreciación de la plata, empréstitos municipales y de los Estados, dirección de las obras del desagüe del Valle de México, de las del saneamiento de la ciudad, y de las de abastecimiento de aguas potables; así como mis trabajos en el seno de la Cámara de Diputados, y otros muchos que es inútil enumerar, contribuyeron seguramente a darle al general Díaz una garantía moral de mi manejo, suficiente para confiarme la gestión de la Secretaría de Hacienda.

Es posible también que lo indujeran en el mismo sentido los negocios de mi bufete, que en su mayor parte se relacionaban con asuntos de carácter administrativo, o cuestiones financieras y económicas.

Al campo de la política, propiamente dicho, fui llevado solamente por circunstancias de orden secundario y por causas ajenas a mi iniciativa. Varias veces fui, es cierto, Regidor del Ayuntamiento de la Capital, y después, sucesivamente, Diputado y Senador en las Cámaras Federales en cuyo seno tuve el honor de representar diversos Estados y Distritos Electorales; pero bien sabido es que el cargo de Regidor no tenía color político en aquella época, y que en las Asambleas Legislativas no me singularicé entre mis compañeros por una participación activa en los trabajos de ese carácter, participación que en suma, se redujo a poca cosa. El más caracterizado de dichos trabajos fue quizá mi cooperación en el grupo de La Unión Liberal de que hablaré en pocas palabras más adelante.


MIS RELACIONES CON DON MANUEL ROMERO RUBIO

Además de las indicaciones que con mucha discreción me hacía en ese mismo sentido el general Díaz, contribuyeron también, y poderosamente, a que me dejara yo arrastrar a veces al terreno político, las excelentes relaciones personales que tuve la suerte de contraer con un hombre de vasta inteligencia, político hábil y sagaz, que disfrutaba en todas partes de muy vivas simpatías; me refiero al licenciado don Manuel Romero Rubio.

Regresó de los Estados Unidos por el año de 1881, y abrió su bufete con el propósito de ocuparse en asuntos relacionados con su profesión; pero, como era de esperarse, tratándose de un personaje de su talla que tanto se distinguió en la política, se vio pronto rodeado de sus antiguos amigos y partidarios que acudían a él con el fin de orientarse y encaminar sus trabajos por el rumbo que fuese más conveniente.

El licenciado Romero Rubio comprendió pronto que el nuevo orden de cosas establecido por el general Díaz descansaba sobre bases firmes, y se hallaba sostenido por hombres de mucho valimiento. Sin vacilar resolvió adherirse al nuevo Gobierno y aconsejar a sus amigos que, poniendo un velo al pasado, consagraran sus esfuerzos al completo restablecimiento de la paz, y a coadyuvar el encauzamiento de las fuerzas vivas de la Nación por el camino del progreso.

Sirvió así de traít d'uníon para formar un núcleo con muchos hombres distinguidos de diverso color político, que fue de muy grande importancia para la reorganización del país. Entre esos hombres, que lo rodeaban y cultivaban con él íntimas relaciones de amistad, figuraban los licenciados:

Manuel M. de Zamacona.
Alfonso Lancaster Jones.
Carlos Rivas.
Rafael Dondé.
Luis Méndez.
Emilio Velasco.
Protasio Tagle.

Los generales:

Mariano Escobedo.
Sóstenes Rocha.
Carlos Fuero.
Pedro Baranda.

Arzobispo Labastida.
Canónigo Próspero Alarcón.
Monseñor Gillow.

Doctores:

Eduardo Liceaga.
Rafael Lavista.

Señores Guillermo Prieto, Jesús Castañeda, Manuel Saavedra, Francisco Mejía, los hermanos Díez Gutiérrez, Ramón Guzmán, Antonio de Mier y Celis, Nicolás de Teresa, Evaristo Madero, Agustín Cerdán, Joaquín Redo, y otros muchos que omito para no hacer más extensa la enumeración.

En este bufete tan brillantemente concurrido fuimos acogidos con gran benevolencia y simpatía algunos jóvenes que entonces entrábamos a la vida del foro: Rosendo Pineda, Justo Sierra, Joaquín Casasús, Roberto Núñez, Emilio Pimentel, José M. Gamboa, Fernando Duret, y yo. Manuel Gutiérrez Nájera y Juan de D. Peza fueron también de los nuestros, amenizando, con su encantadora inspiración de poetas, los momentos que pasábamos en la biblioteca de nuestro gran amigo. Como es natural, cada uno fue tomando su camino, según sus preferencias, inclinándose, unos a los negocios administrativos o judiciales, y los más a los asuntos políticos, sin que por esto la separación fuera muy marcada, cosa que se explica perfectamente dado el medio en que vivíamos.

Por gusto, y por convicción de mis deficiencias en achaques políticos, me fui dedicando a otra categoría de ocupaciones, especialmente a las que traían consigo problemas hacendarios que resolver; pero el contacto con la mayor parte de las personalidades que frecuentaban la casa con fines políticos, la comunicación recíproca, entre compañeros, de nuestras impresiones sobre los asuntos públicos del día, y particularmente, la presión cariñosa y llena de delicadezas que frecuentemente ejercía sobre mí nuestro Jefe, como le decíamos, me hicieron dar más de un paso por el terreno que me había vedado, trayendo por resultado que, una vez establecida cierta comunidad de pareceres y de ideales, principalmente entre los que fuimos el producto de los mismos sistemas educativos, semejante conjunto de circunstancias influyera sobre mi ánimo de un modo tal en determinados casos, que ya me fue imposible dejar de tomar participación en actos públicos en los que seguramente nunca me habría ingerido espontáneamente. ¡Cuántas veces en la vida somos el juguete del medio social en que por casualidad nos hallamos!


LA UNIÓN LIBERAL

Mi intervención en la organización de La Unión Liberal constituye sin duda el acto político más importante de mi conducta anterior a la entrada al Ministerio. Voy a dar a este respecto algunas explicaciones.

En la Unión Liberal, el año de 1892, debe verse el principio de un movimiento político que entrañaba las aspiraciones de los hombres, jóvenes la mayor parte de ellos, que aprovechando el deseo expresado por el general Díaz a varios amigos suyos, entre otros a Rosendo Pineda, de que se procurase dar a las próximas elecciones una forma más en armonía con el sistema representativo popular, pensaron en organizar una Convención Nacional, formando a la vez, sobre bases permanentes, un gran partido cuyo programa, netamente liberal, contuviese las reformas administrativas y políticas consideradas de más urgencia.

Como nunca ha podido constituirse en México el partido liberal sobre bases sólidas que lo hagan estable, y como por otra parte la oportunidad parecía propicia para 10grarlo, por el motivo indicado, causó entusiasmo entre los hombres de la época la idea de organizar un gran partido político, fuerte y homogéneo, que pudiera enfrentarse en todo tiempo a cualquier movimiento subversivo, a la vez que ir poniendo en práctica los verdaderos principios democráticos tan desconocidos de nuestro pueblo; y de ahí que se agrupasen al núcleo directivo de los trabajos de La Unión Liberal tan pronto como se propagó la idea iniciada por el grupo de amigos que nos reuníamos en casa de Romero Rubio-, muchos hombres de valer en todas las esferas sociales, que ambicionaban trabajar por mantener el equilibrio político del país, y asegurar definitivamente la paz pública desarrollando al propio tiempo la riqueza nacional.

En el Manifiesto que lanzó al pueblo mexicano La Unión Liberal expresó cuáles eran los ideales que perseguía, y cuál su candidato para la Presidencia de la República en el siguiente cuatrienio: el general Porfirio Díaz.

En dicho documento, magistralmente escrito por Justo Sierra, y que calzaron las firmas de once personas entre cuyos nombres le cupo al mío la honra de figurar, se trató de echar los cimientos de una obra permanente de educación política nacional, colocándola bajo la egida del hombre excepcional que se hallaba en el poder, único capaz de llevar a efecto tan magna tarea.


LA INAMOVILIDAD DE LOS MAGISTRADOS, Y LA VICEPRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA.

El fin inmediato de la campaña electoral de 1892 quedó llenado al declararse disuelta la Convención, pero los iniciadores del movimiento no podían aceptar que los altos pensamientos proclamados solemnemente en el Manifiesto, y que sirvieron de bandera a la referida campaña, fuesen considerados como letra muerta una vez obtenido el resultado de aquellas elecciones. Obrar de otra manera, o mejor dicho, cruzarse de brazos equivalía en su opinión a confesar que se habían prestado a una farsa indigna. Por esto es que, consecuentes con sus propósitos, y tratando de dade vida permanente a La Unión Liberal, algunos miembros del partido escogieron de su programa las reformas consideradas como de mayor trascendencia, y después de algunos meses presentaron ante las Cámaras varias iniciativas de ley; teniendo por objeto una de ellas asegurar la independencia de la justicia, estableciendo la inamovilidad de los Magistrados de la Suprema Corte; y otra lograr, por medio de la creación de la Vice-presidencia de la República, la sucesión pacífica del Jefe del Estado, en caso de su ausencia o muerte.

De dichas iniciativas, la de la inamovilidad de los Magistrados fue aprobada en la Cámara de Diputados; no así en el Senado que ni siquiera llegó a tomarla en consideración. El proyecto de la Vice-presidencia no obtuvo en ninguna parte ni los honores de la discusión.

El general Díaz había quedado muy satisfecho con el resultado de la Convención. Tratándose de solicitar un voto popular que pugnaba con sus promesas de revolucionario, necesitaba preparar su reelección y llevada a efecto en una forma que hiciera muy patente la voluntad nacional de conservarlo en el poder otros cuatro años, cosa que no se conseguiría con una elección hecha como las de costumbre, esto es, sin preparación ni organización de ninguna especie.

De esa voluntad del país nadie dudaba; el prestigio del general Díaz estaba en su apogeo; pero él comprendía que una elección pasiva, de apariencia indiferente, no bastaba para justificar el cambio de su actitud al aceptar su candidatura para un tercer periodo constitucional después del Gobierno del general González; mientras que podría considerarse hasta obligado a vencer sus escrúpulos, si el pueblo, representado por la Convención Nacional formada por los delegados de toda la República, le ofrecía, después de muchos discursos y de manifestaciones aparatosas, la renovación de sus poderes presidenciales.

Sobrada razón tenía, por tanto, el Presidente para mostrarse complacido del resultado de la nueva organización electoral, y con este motivo, Rosendo Pineda, que fue el Deus ex machina de la combinación, creció en alto grado en su concepto y consideración.

Mas pensando en el porvenir, el general Díaz temió que un mecanismo, como el de la Convención, que acababa de funcionar de manera tan satisfactoria, y que se hallaba en manos de un grupo de personas poco numeroso pero muy prestigiado, pudiera algún día, al tomar mayor desarrollo y una forma permanente, constituir un centro susceptible de ejercer cierta presión sobre su política, coartando así, por poco que fuese, su libertad de acción, de cuya integridad se mostró siempre tan celoso. Por lo mismo, era natural que las tendencias de los promovedores de La Unión Liberal hacia la constitución de un verdadero partido político no se adunaran con las suyas, por más que aquellos hicieran profesión de fe gobiernista y le hubieran dado pruebas irrecusables de serlo lealmente.

Diversos eran en el programa del famoso Manifiesto los puntos de discordancia entre el modo de pensar del general Díaz y los deseos de los signatarios y sostenedores de aquél, y esto no obstante, al dársele conocimiento de dicho documento, antes de que saliera a luz, se abstuvo de formular la menor objeción, y aun felicitó calurosamente a sus autores. Es que consideró simplemente el documento como una hermosa pieza literaria, del todo adecuada al acto electoral para el que se había escrito, y por lo mismo, de gran utilidad para el buen éxito de la campaña. Tocante a las ideas contenidas en el programa de La Unión Liberal se mantuvo siempre en la más completa reserva.

Infortunadamente, las dos iniciativas de ley ya mencionadas versaban sobre asuntos respecto de los cuáles tenía ya el general Díaz una opinión muy fija. A su juicio, la inamovilidad de los Magistrados de la Suprema Corte, en lugar de favorecer la buena administración de la Justicia, traería consigo muy graves inconvenientes si no se procedía previamente a depurar el personal, tarea que requiriría muchos años para ser llevada a buen fin. Pero esta objeción, que sólo era en realidad de forma y de tiempo, y no de fondo, no es la que lo determinó a hacer fracasar la reforma. Según me lo confesó, en una conversación en que le instaba yo para que no se opusiese al proyecto, una vez que este hubiera sido modificado convenientemente ante el Senado, su renuencia provenía en primer lugar de la necesidad imperiosa que para todo Gobierno existe, decía él, de no verse completamente desarmado en los conflictos pendientes ante el Supremo Tribunal de la Federación, cuyas decisiones pueden en ciertos casos poner en peligro las relaciones internacionales, o crear dificultades trascendentales en asuntos graves de política interior. Ante este argumento, toda réplica era supérflua, no porque fuese irrefutable sino porque marcaba bien su determinación de oponerse a la reforma.

En cuanto a la creación de la Vice-presidencia, su repugnancia era todavía mayor, llegando hasta juzgarla como irresistiblemente destinada a convertirse en foco de intrigas contra la política del Presidente, y aun contra su misma persona; y fue necesario que trascurrieran algunos años y que concurrieran circunstancias especiales, para que disminuyeran poco a poco sus prevenciones a este respecto.

Es mi impresión que el Presidente pudo haber disuadido a tiempo a los autores del proyecto de la Vice-presidencia de seguir insistiendo que este se discutiera en la Cámara, siempre que, en cambio, les hubiere facilitado, como derivativo de sus justos anhelos en favor del bien público, la realización de la otra reforma iniciada, que respondía verdaderamente a una exigencia de la opinión general deseosa de obtener garantías de imparcialidad, saber y hOnradez en el alto personal de la Administración de Justicia. Y digo lo anterior, porque al darme cuenta de que la tramitación del asunto se iba paralizando en el Senado por ciertas intervenciones, inquirí las intenciones de mis amigos antes de hablarle al Presidente sobre el particular. Pero fue inútil; no pude convencerño. Queda por averiguar si con la gran experiencia adquirida en su larga carrera pública, y su admirable perspicacia, estuvo más en razón que nosotros los jóvenes de entonces.


LOS CIENTÍFICOS, SU ORIGEN.

El desengaño sufrido por los promovedores de La Unión Liberal trajo consecuencias imprevistas. La más importante de ellas fue que en lugar de formarse el gran partido liberal, fuerte y permanente, tan deseado por el grupo iniciador, nació, como de la nada, una agrupación singular, sin forma ni organización alguna, y sin más lazos de unión que los ideales de aquel centro político y el propósito de idos realizando dentro de los límites que les fijara su firme adhesión al Gobierno del general Díaz.

La expresada agrupación, compuesta solamente de un pequeño número de personas que no tenían jefe, ni reuniones, ni más programa que el muy vago que acaba de bosquejarse, es el que recibió de sus adversarios el mote de científicos, y al que tendré que aludir en otros lugares de estos apuntes. Por ahora sólo diré que mi participación personal en los trabajos de esta agrupación, como en la Unión Liberal, fueron de poca importancia, limitándose a unas cuantas conversaciones, y a dar algunos consejos. Los que lean estas líneas comprenderán que si he entrado en ciertos detalles de mi vida, anterior a mi ingreso al Ministerio, ha sido solamente para traer un testimonio plausible de un hecho que tiene importancia para la apreciación imparcial de mi conducta política posterior, cuál es, que mi entrada a la Secretaría de Hacienda no obedeció a consideraciones políticas de ningún género, ni por parte del general Díaz que de toda evidencia no tomó en cuenta mis insignificantes antecedentes de ese carácter, ni por parte mía y de mis amigos, que ni pudimos haber previsto la elección que de mí haría el Presidente, ni menos entrar en combinaciones que determinaran dicha elección.

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