Índice de Manifiesto de Agustín IturbidePresentacion de Chantal López y Omar CortésSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

MANIFIESTO

AGUSTÍN DE ITURBIDE

Primera parte


No escribo para ostentar erudición; quiero ser entendido por todas las clases del pueblo. La época en que he vivido ha sido delicada; no lo es menos en la que voy a presentar al mundo el cuadro de mi conducta política. Mi nombre es bastante conocido, mis acciones lo son también; empero, éstas tomaron el colorido que les dieron los intereses de los que las transmitieron a regiones distantes. Una nación grande y muchos individuos en particular se creyeron ofendidos y me denigraron (1).

Yo diré con la franqueza de un militar lo que fui y lo que soy, lo que hice y por qué; los imparciales juzgarán mejor aun la posteridad. No conozco otra pasión que la de la gloria, ni otro interés que el de conservar mi nombre de manera que no se avergüencen mis hijos de llevarlo.

Tengo por puerilidad perder el tiempo en refutar los libelos que se escribieron contra mí (2). Ellos están concebidos del modo más a propósito para desacreditar a sus autores -parecen inspirados por las Furias-, venganza y sangre solamente respiran y, poseídos de pasiones bajas sin reflexionar, caen en contradicciones. ¡Miserables! Ellos me honran, ¿cuál fue el hombre de bien que trabajó por su patria a quien no le persiguieron enemigos envidiosos?

Di la libertad a la mía. Tuve la condescendencia, o llámese debilidad, de permitir que me sentasen en un trono que crié destinándolo a otros, y ya en él tuve también valor para oponerme a la intriga y al desorden; éstos son mis delitos, no obstante ellos, ahora y siempre me presentaré con semblante tan sereno a los españoles y a su Rey, como a los mexicanos y a sus nuevos jefes; a unos y a otros hice importantes servicios; ni aquéllos ni éstos supieron aprovecharse de las ventajas que les proporcioné, y las faltas que ellos cometieron son las mismas con que me acriminan.

En el año de 1810 era un simple subalterno (3). Hizo su explosión la revolución proyectada por don Miguel Hidalgo, cura de Dolores, quien me ofreció la faja de teniente general (4). La propuesta era seductora para un joven sin experiencia, y en edad de ambicionar; la desprecié, sin embargo, porque me persuadí de que los planes del cura estaban mal concebidos, no podían producir el objeto que se proponía llegara a verificarse. El tiempo demostró la certeza de mis predicciones. Hidalgo y los que lo sucedieron, siguiendo su ejemplo desolaron al país, destruyeron las fortunas, radicaron el odio entre europeos y americanos, sacrificaron millares de víctimas, obstruyeron las fuentes de las riquezas, desorganizaron el ejército, aniquilaron la industria, hicieron de peor condición la suerte de los americanos, excitando la vigilancia de los españoles a vista del peligro que los amenazaba, corrompiendo las costumbres; y lejos de conseguir la independencia, aumentaron los obstáculos que a ella se oponían.

Si tomé las armas en aquella época, no fue para hacer la guerra a los americanos, sino a los que infestaban el país (5).

Por octubre del mismo 1810, se me ofreció un salvoconducto para mi padre y para mi familia, e igualmente que las fincas de éste y mías estarían exentas del saqueo y del incendio, y libres de ser asesinados los dependientes destinados a su servicio (cual fuera entonces la costumbre) con sólo la condición de que me separara de las banderas del Rey y permaneciese neutral (6). Tuvo igual suerte esta segunda proposición que la anterior. Siempre consideré criminal al indolente cobarde que en tiempo de convulsiones políticas se conservase apático espectador de los males que afligen a la sociedad, sin tomar en ellos una parte para disminuir, al menos, los de sus conciudadanos. Salí, pues, a campaña para servir a los mexicanos, al Rey de España y a los españoles.

Siempre fui feliz en la guerra; la victoria fue compañera inseparable de las tropas que mandé. No perdí una acción (7). Batí a cuantos enemigos se me presentaron o encontré, muchas veces con fuerzas inferiores en proporción de uno a diez, o de ocho a veinte.

Mandé en jefe sitios de puntos fortificados, de todos desalojé al enemigo, y destruí aquellos en que se fomentaba la discordia (8). No tuve otros contrarios que los que lo eran de la causa que defendía, ni más rivales que los que en lo sucesivo me atrajo la envidia, por mi buena suerte. ¡Ah! ¿A quién le faltaron cuando le lisorijeó la fortuna?

En el año de 1816 mandaba la provincia de Guanajuato y Valladolid y el ejército del Norte; todo lo renuncié por delicadeza, retirándome a vivir según mi natural inclinación, cultivando mis posesiones. La ingratitud de los hombres me había herido en lo más sensible, y su mala fe obligado a evitar las ocasiones de volver a ser el blanco de sus tiros; por otra parte, deshecho el mayor número de partidas disidentes y casi en tranquilidad el país, ya estaba libre del compromiso que seis años antes me obligó a tomar las armas. La patria no me necesitaba, y podía sin faltar a mi deber descansar de los trabajos de la campaña.

Restablecióse el año de 20 la constitución en las Españas. El nuevo orden de cosas, el estado de fermentación en que se hallaba la península, las maquinaciones de los descontentos, la falta de moderación en los nuevos amantes del sistema, la indecisión de las autoridades y la conducta del gobierno de Madrid y de las cortes, que parecían empeñadas en perder aquellas posesiones, según los decretos que expedían, según los discursos que algunos diputados pronunciaron, avivaron en los buenos patricios el deseo de la independencia; en los españoles establecidos en el país, el temor de que se repitiesen las horrorosas escenas de la insurrección; los gobernantes tomaron la actitud del que recela y tiene la fuerza, y los que antes habían vivido del desorden se preparaban a continuar en él. En tal estado, la más bella y rica parte de la América del Septentrión iba a ser despedazada por facciones. Por todas partes se hacían juntas clandestinas que trataban del sistema de gobierno que debía adoptarse: entre los europeos y sus adictos, unos trabajaban por consolidar la constitución, que mal obedecida y truncada era preludio de su poca duración; otros pensaban en reformarla, porque en efecto, tal cual la dictaron las Cortes de Cádiz era inadaptable en lo que se llamó Nueva España; otros suspiraban por el gobierno absoluto, apoyo de sus empleos y de sus fortunas, que ejercían con despotismo y adquirían con monopolios. Las clases privilegiadas y los poderosos fomentaban estos partidos, decidiéndose a uno y a otro, según su ilustración y los proyectos de engrandecimiento que su imaginación les presentaba.

Los americanos deseaban la independencia pero no estaban acordes en el modo de hacerla, ni el gobierno que debía adoptarse. En cuanto a lo primero, muchos opinaban que ante todas las cosas debían ser extermUlados los europeos y confiscados sus bienes; los menos sanguinarios se contentaban con arrojarlos del país, dejando así huérfanas un millón de familias; otros más moderados los excluían de todos los empleos, reduciéndolos al estado en que ellos habían tenido por tres siglos a los naturales. En cuanto a lo segundo, monarquía absoluta moderada con la constitución española, con otra constitución, República federal, central, etcétera, cada sistema tenía sus partidarios, los que llenos de entusiasmo se afanaban por establecerlo.

Yo tenía amigos en las principales poblaciones, que lo eran antiguos de mi casa, o que adquirí en mis viajes y tiempo que mandé; contaba también con el amor de los soldados; todos los que me conocían se apresuraban a darme noticias. Las mejores provincias las había recorrido; tenía ideas exactas del terreno, del carácter de sus habitantes, de los puntos fortificables y de los recursos con que podía contar. Muy pronto debían estallar mil revoluciones, mi patria iba a anegarse en sangre, me creía capaz de salvarla y corrí por segunda vez a desempeñar deber tan sagrado.

Formé mi plan conocido por el de Iguala; mío porque solo lo concebí, lo extendí, lo publiqué y lo ejecuté (9). Me propuse hacer independiente a mi patria porque éste era el voto general de los americanos; voto fundado en un sentimiento natural y en los principios de justicia, y voto que se consideró que era medio único para que prosperaran ambas naciones. Los españoles no han querido convencerse de que su decadencia empezó con la adquisición de aquellas colonias; los colonos sí lo estaban de que había llegado el tiempo de emanciparse. Los políticos dirán; yo no escribo disertaciones.

El Plan de Iguala garantiza la religión que heredamos de nuestros mayores. A la casa reinante de España proponía el único medio que le restaba para conservar aquellas dilatadas y ricas provincias. A los mexicanos concedía la facultad de darse leyes y tener en su territorio el gobierno. A los españoles ofrecía un asilo que no habrían despreciado si hubiesen tenido previsión. Aseguraba los derechos de igualdad, de propiedad, de libertad, cuyo conocimiento ya está al alcance de todos y una vez adquirido, no hay quien no haga cuanto está en su poder para conservarlos o para reintegrarse de ellos. El Plan de Iguala destruía la odiosa diferencia de castas; presentaba a todo extranjero la más segura y cómoda hospitalidad; dejaba el camino al mérito para llegar a obtener, conciliaba las opiniones razonables y oponía un valladar impenetrable a las maquinaciones de los díscolos.

Su ejecución tuvo el feliz resultado que me había propuesto: seis meses bastaron para desatar el apretado nudo que ligaba a los dos mundos. Sin sangre, sin incendios, sin robos ni depredaciones, sin desgracias y -de una vez- sin lloros y sin duelos; mi patria fue libre y transformada de colonia en grande imperio (10). Sólo faltaba a la obra un perfil para estar también conforme a las costumbres admitidas: un tratado que agregasen los diplomáticos al largo catálogo de los que ellos tienen y que de ordinario sirven de testimonio de la mala fe de los hombres, pues no es raro que se quebranten cuando hay intereses en hacerlo por la parte que tiene la fuerza. Sin embargo, bueno es seguir la práctica. El 24 de agosto tuve en la villa de Córdoba una entrevista con el dignísimo general español don Juan O'Donojú y en el mismo día quedó concluido el tratado que corre con el nombre del lugar en que se firmó, e inmediatamente remitido al señor don Fernando VII con un jefe de la comitiva de O'Donojú.

El Tratado de Córdoba me abrió las puertas de la capital. Yo las habría hecho practicables de todos modos, pero siempre me resultó la satisfacción de no exponer a mis soldados, ni hacer correr la sangre de los que fueron mis compañeros de armas.

Hay genios disputadores que gustan de hacerlo todo cuestionable; éstos se encontraron en el Tratado de Córdoba un objeto de discusión, poniendo en duda mis facultades y las de O'Donojú para pactar en materia tan delicada. Sería muy fácil contestarles que en mí estaba depositada la voluntad de los mexicanos: lo primero porque lo que yo firmé a su nombre, en lo que debían querer; lo segundo porque ya habían dado pruebas de que lo querían en efecto, aumentándose los que podían llevar las armas, auxiliándome otros del modo que estaban sus facultades, y recibiéndome todos en los pueblos por donde transité con elogios y aplausos del mayor entusiasmo. Supuesto que ninguno fue violentado para hacer estas demostraciones, es claro que aprobaban mis designios y que su voluntad estaba conforme con la mía.

Con respecto al general O'Donojú, él era la primera autoridad con credenciales de su gobierno. Aun cuando para aquel caso no tuviese instrucciones especiales, las circunstancias lo facultaban para hacer en favor de su nación todo lo que estaba en su arbitrio. Si este general hubiera tenido a su disposición un ejército de qué disponer, superior al mío, y recursos para hacenne la guerra, hubiera hecho bien en no firmar el Tratado de Córdoba sin dar antes parte a su corte y esperar la resolución; empero, acompañado apenas de una docena de oficiales, ocupado todo el país por mí, siendo contraria su misión a la voluntad de los pueblos, sin poder ni aun proporcionarse noticia del estado de las cosas, sin conocimiento del terreno, encerrado en una plaza débil e infectada, con un ejército al frente, y las pocas tropas del Rey que habían quedado en México mandadas por un intruso (11), digan los que desaprueban la conducta de O'Donojú ¿qué habrían hecho en su caso o qué les parece que debió hacer? Firmar el Tratado de Córdoba o ser mi prisionero o volverse a España; no había más arbitrio.

Si elegía el último, todos sus compatriotas quedaban comprometidos y el gobierno de España perdía las esperanzas de las ventajas que entonces consiguiera, las que seguramente no habría obtenido no siendo yo el que mandaba, y O'Donojú un hábil político y un excelente español.

Entré en México el 27 de septiembre; el mismo día quedó instalada la Junta Gubernativa de que hablan el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba. Fue elegida por mí, pero no a mi arbitrio, pues quise sobre todo en su totalidad llamar a aquellos hombres de todos los partidos que disfrutaban cada uno en el suyo el mejor concepto, único medio en estos casos extraordinarios de consultar la opinión del pueblo.

Hasta aquí todas las determinaciones fueron mías y todas merecieron la aprobación general; y jamás me engañé en mis esperanzas; los resultados siempre correspondieron a mis deseos. Empezó la junta a ejercer sus funciones, me faltaron las facultades que le había cedido. A los pocos días de su instalación ya vi cuál había de ser el término de mis sacrificios; desde entonces me compadeció la suerte de mis conciudadanos. Estaba en mi arbitrio volver a reasumir los mandos. Debí hacerlo porque así lo exigía la salvación de la patria pero ¿podría resolverme sin temeridad a tamaña empresa fiado sólo en mi juicio? ¡Ni cómo consultarlo sin que el proyecto trascendiese, y que lo que era sólo amor a la patria y deseos a su bien, se atribuyese a miras ambiciosas y expreso quebrantamiento de lo prometido! Además, en el caso de haber hecho lo que convenía, el Plan de Iguala se debilitaba y yo quería sostenerlo porque lo consideraba la égida de la felicidad general. Éstas fueron las verdaderas razones que me contuvieron, a las que se añadían otras de no menos importancia. Era preciso chocar con la opinión favorita del mundo culto y hacerme por algún tiempo objeto de la execración de una porción de hombres infatuados por una quimera, que no saben o no se acuerdan de que la República más celosa de su libertad tuvo también sus dictadores. Añádase que soy consiguiente en mis principios. Había ofrecido formar la junta, cumplí mi palabra. No gusto de destruir mis hechuras.

Algunos diputados idólatras de su opinión, de aquellos hombres que tienen en poco el bien público cuando se opone a sus intereses, que habían adquirido algún concepto por acciones que parecen generosas a los que reciben el beneficio sin conocer las miras ocultas del bienhechor, que saben intrigar, que tienen facilidad de humillarse con bajeza cuando les conviene y de desplegar todo el orgullo de su carácter cuando preponderan, y que me odiaban porque mi reputación hacía sombra a su vanidad, empezaron a fomentar dos partidos irreconciliables que se conocieron después con los nombres de republicanos y borbonistas. Unos y otros tenían por objeto principal destruirme.

Aquéllos fueron mis enemigos porque estaban convencidos de que jamás me reducirían a contribuir al establecimiento de un gobierno que a pesar de sus atractivos no conviene a los mexicanos (12). Los borbonistas fueron mis enemigos porque una vez manifestada la resolución del gobierno de Madrid por medio del decreto de 13 de febrero expedido después por la gobernación de ultramar, en que se desaprobaba la conducta del general O' Donojú, quedaba sin fuerza el Tratado de Córdoba en cuanto al llamamiento de los Borbones y vigente con respecto a estar la nación en plena libertad para elegir por monarca a quien considerasen más digno. Los borbonistas, pues, no tenían por objeto el que reinase un Borbón en México, sino que volviésemos a la antigua dependencia, retrogradación imposible atendida la impotencia de los españoles y la decisión de los americanos. De aquí es que yo quedaba hecho el blanco de ambas facciones, porque teniendo en mi mano la fuerza y siendo el centro de la opinión, para que cualquiera de ellas preponderase era preciso que yo no existiese. Los directores de estas facciones no perdonaban medio de adquirirse prosélitos y encontraron muchos que los siguiesen; unos que, menos hábiles, se dejaban seducir con facilidad porque no veían en los proyectos más de lo que se les quería presentar, y no hay alguno al que no se le puedan dar diversos aspectos; otros porque en un trastorno esperaban mejorar de fortuna; otros, en fin, porque siempre disgustados del orden establecido, sea el que fuere, siempre aprecian la novedad -bien podían nombrar entre éstos alguno que se precia de literato, y que figura en la revolución.

El primer deber de la junta después de instalada era formar la convocatoria para un congreso que dicte constitución a la monarquía. Desempeñó este deber más tarde de lo que convenía e incurriendo en faltas muy considerables. La convocatoria era defectuosísima pero, con todos sus defectos, fue aprobada y yo no podía más que conocer el mal y sentirlo. No se tuvo presente el censo de las provincias; de aquí es que se concedió un diputado, por ejemplo, a la que tenía cien mil habitantes y cuatro a la que tenía la mitad. Tampoco entró en el cálculo que los representantes debían estar en proporción de la ilustración de los representados: de entre cien ciudadanos instruidos bien pueden sacarse tres o cuatro que tengan las cualidades de un buen diputado, y entre mil que carecen de ilustración y de principios con dificultad se encontrará tal vez uno a quien la naturaleza haya dotado de penetración para conocer lo conveniente, de imaginación para ver los negocios por los aspectos precisos o al menos no incurrir en defectos notables, de firmeza de carácter para votar por lo que le parezca mejor y no variar de opinión una vez convencido de la verdad, y de la experiencia necesaria para saber cuáles son los males que afligen a su provincia y el modo de remediarlos, pues aun cuando esto último no esté a su alcance, bastaría que oyendo a otros supiese distinguir (13).

Estas nulidades eran suficientes para no esperar nada bueno de la convocatoria de la junta; tenía mil otras de que no hago mención porque no me he propuesto impugnarla, pero no puede pasarse en silencio la de haber de nombrarse los diputados a voluntad no del partido, esto es, de la pluralidad de ciudadanos, sino de los ayuntamientos de las capitales.

Véase qué injuria se hizo al pueblo. Diose voto en la elección a los electores que nombrase éste porque no podía privárseles de él, y diose también a todos los individuos que formaban el ayuntamiento de la cabeza de partido. Para la elección de ayuntamientos se pudo y se intrigó en efecto con facilidad porque no es tan general el prurito de aspirar a estos cargos públicos como lo es ambicionar y tener lugar en un congreso.

Formados pues los ayuntamientos a su placer, y por consiguiente viciados y teniendo todos sus individuos voto, resultó no haber más electores que los ayuntamientos, lo que concibe con facilidad todo el que sabe cuán despoblado se halla aquel país y la desproporción que se encuentra de vecindario entre las villas y sus anexos. Más claro, tiene la ciudad capital de provincia cuatro, ocho o diez mil vecinos, sin contar a México, que pasa de ciento setenta mil habitantes; otros ayuntamientos de estos grandes pueblos constan de cuarenta, cincuenta o sesenta individuos. Los partidos que han de mandar a la capital sus electores apenas les cabe nombrar ocho o diez; por consiguiente, este número de electores en concurrencia con aquel número de individuos del ayuntamiento queda reducido a la mitad. O lo que es lo mismo, fue engañado el pueblo diciéndole que existía en él la soberanía que iba a delegar en sus diputados y que al efecto iba a nombrarlos, no habiendo tal nombramiento sino por parte de los ayuntamientos o más bien de los directores de aquella máquina, que luego quedaron en el Congreso después de la cesación de la junta para continuar sus maniobras como lo hicieron.


Notas

(1) La nación española, sin embargo de que cuando resonó en Iguala la voz de independencia había dado un ejemplo de cuánto debe apreciar un pueblo su libertad civil, condenó en los mexicanos lo mismo que ella aprueba como una gloria inmortal. Tal es el efecto de las pasiones humanas: conocemos el bien, lo apreciamos para nosotros y nos desagrada que los demás apetezcan también para sí cuando este apetecer se opone a nuestros intereses reales o aparentes.

(2) En Filadelfia, en La Habana y en algunos periódicos de Europa se ha hablado de mí pintándome con los más negros colores: cruel, ambicioso, interesado, son los rasgos más marcados de mi retrato.

(3) Servía en la clase de teniente del regimiento provincial de Valladolid, ciudad de mí nacimiento. Sabido es que los que militan en estos cuerpos no disfrutan sueldo alguno; yo tampoco lo disfrutaba. Ni la carrera militar era mi profesión. Cuidaba de mis bienes y vivía independiente sin que me inquietara el deseo de obtener empleos públicos que no necesitaba ni para subsistir ni para honrar mi nombre, pues la Providencia quiso darme un origen ilustre que jamás desmintieron mis ascendientes y hasta mi tiempo supieron todos mis deudos conservar el honor.

(4) Don Antonio Labarrieta, en su informe que dirigió contra mí al Virrey, dice que yo habría tenido uno de los principales lugares en aquella revolución, si hubiese querido tomar parte en ella. Bien sabía Labarrieta las propuestas que se me hicieron.

(5) En el Congreso de México se trató de erigir estatuas a los jefes de la insurrección y hacer honras fúnebres a sus cenizas. A estos mismos jefes había yo perseguido y volvería a perseguir si retrogradásemos a aquel tiempo, para que pueda decirse quién tiene razón, si el Congreso o yo. Es necesario no olvidar que la voz de la insurrección no significa independencia, libertad justa, ni era el objeto de reclamar los derechos de la nación, sino exterminar a todo europeo, destruir las posesiones, prostituirse, despreciar las leyes de la guerra, las de humanidad y hasta las de la religión. Las partes beligerantes se hicieron la guerra a muerte. El desorden precedía a las operaciones de americanos y europeos, pero es preciso confesar que los primeros fueron culpables, no sólo por los males que causaron sino porque dieron margen a los segundos para que practicasen las mismas atrocidades que veían en sus enemigos. Si tales hombres merecen estatuas, ¿qué se reserva para los que no se separaron de la senda de la virtud?

(6) Por notoriedad es conocida de los mexicanos esta proposición que se me hizo por los jefes de aquella insurrección desastrosa. Yo me hallaba en San Felipe del Obrage mandando un destacamento de treinta y seis hombres y a cuatro lenguas distantes de mí estaba la fuerza de Hidalgo, que ascendía a noventa mil hombres. Ningún auxilio esperaba y habría muerto en aquel punto -si no hubiera recibido orden del gobierno a que pertenecía para pasar a Toluca- antes que contribuir a la ruina de mi patria.

(7) Sólo fui rechazado y obligado a retirarme el año de 1815, que ataqué a Cóporo, punto militar inaccesible por la naturaleza en el lugar donde yo ataqué y bien fortificado. Servía yo entonces a las órdenes del general español Llanos; éste me previno que atacase. La delicadeza militar no me permitió oponer dificultad a una determinación de esta clase. Yo bien sabía que el éxito debía de ser contrario; ya marchando lo manifesté al general por medio de un oficio. Volvi como había calculado. Tuve sin embargo la suerte de salvar cuatro quintas partes de mi fuerza en cuya acción debí perderla toda.

(8) Dos vecinos de Querétaro, a quienes se agregaron después cinco casas de Guanajuato, de las que tres eran de tres hermanos y pueden reputarse como por una, representaron contra mí al Virrey. Varios eran los delitos de que me acusaban. No encontraron un testigo que depusiese a su favor, sin embargo de que mi renuncia de todo mando no tuvo otro objeto sino el que no se creyese que dejaba de hacerlo o por temor o por la esperanza de que les agradeciese el servicio. Las casas de la condesa viuda de Rul y Alamán dieron una prueba de que fueron sorprendidas y engañadas, abandonando la acusación. Los Virreyes Calleja y Apodaca conocieron de este negocio y después de informarse de los ayuntamientos, curas, jefes políticos, comandantes y jefes militares mejor reputados de las provincias y el ejército, que hicieron mi apología, declararon conforme al dictamen de su auditor y de dos ministros togados ser la acusación calumniosa en todas sus partes, quedarme expedita la acción de injuria contra los calumniantes y que volviese a desempeñar los mandos que obtenía. Ni quise mandar ni usé de mi derecho y renuncié el sueldo que disfrutaba.

(9) Un folletista ha dicho que es obra de una reunión de serviles que tenían sus juntas en la Profesa, edificio de la congregación de San Felipe en México. Cualquiera que haya leído el plan se convencerá por sólo su contexto que no pudo haber sido dictado por el servilismo. Prescindo de las ideas de aquellos a quienes se atribuye, son cosas en que ordinariamente el vulgo se equivoca, para mí son personas muy respetables por sus virtudes y saber. Este escrito llegará a sus manos y yo me atrevería a llamarlo mío porque tengo bastante delicadeza para no exponerme a ser desmentido. Después de extendido el plan que luego se llamó de Iguala, lo consulté con aquellas personas mejor reputadas de los diversos partidos, sin que de una sola dejase de merecer la aprobación. Ni recibió modificaciones, ni disimulaciones, ni aumentos.

(10) Todos los europeos que quisieron seguir la suerte del país conservaron los empleos que obtenían y fueron ascendidos sucesivamente a aquellos a que tenían derecho por sus servicios y méritos. Posteriormente fueron llamados a ocupar los primeros destinos y desempeñar las comisiones más importantes. En el Congreso, en el consejo de Estado, en las secretarías del despacho, en el ejército, en la cabeza de las provincias, había españoles en no poco número y los había a mi lado cuando yo ocupaba el trono. Los que no quisieron ser ciudadanos de México quedaron en plena libertad para trasladarse con sus familias y caudales a donde consideraran conveniente. A los empleados que lo solicitaron se les auxilió para el viaie a lo menos con la cuarta parte del sueldo que disfrutaban. A los militares se les pagó el transporte hasta La Habana. Y éstos y aun aquellos que después de establecido el gobierno y dada su palabra de no oponerse a él, intentaron trastornarlo de mano armada y fueron batidos y desarmados. Tal vez esta generosidad mía dio lugar a que se me creyese de acuerdo con los europeos expedicionarios, aunque no fuese más que por echar sobre mí la culpa de un atentado que deshonraba a sus jefes, que a ellos los envilecía y que les costó la afrenta de verse batidos y desarmados, presos y procesados. El resultado de la causa debió de serles fatal pero también obtuvieron indulto. Ni un solo español fue tratado mal mientras duró la guerra de independencia que yo dirigí. La muerte del coronel Concha fue resultado de un desafio particular.

(11) Don Francisco de Novella.

(12) La naturaleza nada produce por saltos sino por grados intermedios. El mundo moral sigue las reglas del mundo físico. Querer pasar de un estado de abatimiento repentinamente cual es el de la servidumbre, de un estado de ignorancia como el que producen trescientos años sin libros, sin maestros, y siendo el saber un motivo de persecución; querer de repente y como por encanto adquirir ilustración, tener virtudes, olvidar preocupaciones, penetrarse de que no es acreedor a reclamar sus derechos el hombre que no cumple sus deberes, es un imposible que sólo cabe en la cabeza de un visionario. ¡Cuántas razones se podrían exponer contra la soñada República de los mexicanos y qué poco alcanzan los que comparan a lo que se llamó Nueva España con los Estados Unidos de América! Las desgracias y el tiempo darán a mis paisanos lo que les falta. Ojalá me equivoque.

(13) Si no han padecido extravío los archivos de las secretarias de Estado, deben encontrarse en los primeros representaciones de casi todas las provincias reclamando la nulidad de las elecciones de diputados. Los había tachados de conducta públicamente escandalosa, los había procesados con causa criminal, los había quebrados, autores de asonadas, militares capitulados que despreciando el derecho de la guerra y faltando a su palabra habían vuelto a tomar las armas contra la causa de la libertad y, batidos, habían capitulado dos veces, había frailes estando prohibido fuesen diputados aún religiosos. Se ofrecían también a probar los autores de las representaciones haberse faltado en las elecciones a las reglas prescritas en la convocatoria y no ser elegidos los que deseaba la mayoría sino los que habían sabido intrigar mejor. Estos expedientes fueron todos a mi secretaría siendo generalísimo almirante, desde donde los mandé pasar, ya emperador, a la de relaciones interiores para que se archivasen. No quise dirigirlos al Congreso porque en él estaban los que habían aprobado los poderes de la junta, lo que no era de esperar. Consideré en estos documentos un semillero de odios, causas, averiguaciones y pleitos. Se perdería el tiempo en nuevas elecciones pues las más debían rehacerse y lo que importaba más en mi concepto era constituirnos cuanto antes, y últimamente porque suponía que los defectos en que incurriese aquel Congreso se enmendarían por el que lo remplazase. Este modo de discernir que sería desatentado en cualquiera otra circunstancia, en aquélla tenía lugar porque se trataba de evitar males mayores.

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