Índice de Manifiesto de Agustín IturbidePrimera parteTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

MANIFIESTO

AGUSTÍN DE ITURBIDE

Segunda parte


A esta convocatoria así concebida se agregó la intriga en las elecciones. No se buscaron los hombres más dignos, tampoco los decididos por partido determinado. Bastaba que el que había de elegirse fuese mi enemigo o tan ignorante (1) que pudiese ser persuadido con facilidad: con sólo uno de estos requisitos ya nada le faltaba para desempeñar encargo tan sagrado como el que iba a conferírsele. Se verificaron pues las elecciones y resultó un congreso tal cual se deseaba para los que influyeron en su nombramiento. Algunos hombres verdaderamente dignos, sabios, virtuosos, de acendrado patriotismo, fueron confundidos por una multitud de intrigantes, presumidos y de intenciones siniestras.

Aquéllos disfrutaban de un concepto tan general que no pudieron las maquinaciones impedir que tuviesen muchos sufragios a su favor. No quiero ser creído por mi palabra. Examínese lo que hizo el Congreso en ocho meses que corrieron desde su instalación hasta su reforma. Su objeto principal era formar la constitución del imperio: ni un solo renglón se escribió de ella. En el país más rico del mundo el erario estaba exhausto, no había con qué pagar al ejército ni a los empleados. No había sistema de hacienda ni aun sistema establecido, pues el que regía en tiempo del gobierno español se había abolido sin sustituido otro.

El Congreso no quiso ocuparse de negocio tan importante a pesar de las reclamaciones repetidas y urgentes que hice de palabra y por medio de los secretarios de Estado. La administración de justicia estaba abandonada, pues en el trastorno que acaba de suceder unos ministros habían salido del imperio, otros estaban muertos, otros habían abrazado diversos destinos; y los partidos y los tribunales se hallaban casi desiertos. Tampoco sobre esto tomó providencia el Congreso. Y, en una palabra, necesitando la patria su auxilio para todo, nada hicieron en un imperio naciente. Los discursos se dirigieron sin ninguna importancia, y si alguno se vertió sobre materia digna, fue el menos importante porque no era la ocasión de tratarla.

¿Qué honores fúnebres debían hacerse a los jefes de la insurrección que ya habían fallecido?, ¿cómo había de jurar el arzobispo?, ¿quién habría de nombrar el supremo tribunal de justicia? y reclamar un fraile apóstata preso en el castillo de San Juan de Ulúa fueron, con otros semejantes, los graves asuntos de que se ocupó un cuerpo por su institución tan respetable.

Ni reglamento interior se formó; de aquí que llegó a ser el oprobio del pueblo y caer en un estado de abyección y abatimiento. Los papeles públicos lo zaherían y aun algún diputado escribió manifestando su parecer, que era el de que el cuerpo debía reformarse. Era visto, pues, que el objeto de los que daban movimiento a aquella máquina no era otro que el de ganar tiempo y engañarse recíprocamente hasta encontrar la ocasión, que ocultamente trabajaban porque llegase, para dejar caer la máscara. A pesar de la astucia que emplearon y la simulación que procuraron manejar, el pueblo y el ejército traslucieron sus intenciones. Éstos no querian independencia ni República, ni que a mí se me expusiese a un desaire. Véase pues cómo la nación recibía ya con desconfianza las determinaciones que traían su origen de un cuerpo viciado.

Por el mes de abril de 22 ya se notaban agitaciones que amenazan anarquía. Un hecho público escandalosamente manejado descubrió la hipocresía. El Congreso depuso a tres regentes dejando sólo uno, reputado enemigo mío, para reducir mi voto a la nulidad en el poder ejecutivo. No se atrevieron a deponerme temiendo ser desobedecidos por el ejército y el pueblo, entre quienes sabían el concepto que disfrutaba. Esta determinación se tomó habiéndose presentado el punto discutido, resuelto y ejecutado en una sola sesión, a pesar de que estaba decretado anteriormente que toda proposición que se hiciese había de leerse tres veces en distintas sesiones antes de pasar a discutirse.

Después de este paso quisieron aventurar otro, presentando a la comisión encargada un reglamento para la regencia en el que se declaraba incompatible el mando militar en un miembro del poder ejecutivo. Los tenía recelosos que tuviese a mi disposición bayonetas, ¡era muy natural el miedo en hombres de su especie! Este reglamento, aunque no se llegó a aprobar por falta de tiempo, no dejó duda de los tiros que se me asestaban y fue el que apresuró el suceso del 18 de mayo. A las diez de la noche de aquel día memorable me aclamó el pueblo de México y su guarnición emperador.

¡Viva Agustín I! fue el grito universal que me asombró, siendo la primera vez de mi vida que experimenté esta clase de sensación.

Inmediatamente, como en todos obrara un mismo sentimiento, se iluminó aquella gran capital, se adornaron los balcones y se poblaron de gentes que respondían, llenas de júbilo, a las aclamaciones de un pueblo inmenso que ocupaba las calles, especialmente las inmediatas a la casa de mi morada. No hubo un solo ciudadano que manifestase desagrado, prueba de la debilidad de mis contrarios y de lo generalizada que estaba la opinión a mi favor. Ninguna desgracia, ningún desorden. Agustín I llenaba en aquellas horas la imaginación de todos; lo primero que se ofreció a la mía fue salir a manifestar mi repugnancia a admitir una corona cuya pesadumbre ya me oprimía demasiado. Si no lo hice fue cediendo a los consejos de un amigo que se hallaba conmigo: Lo considerarán un desaire -tuvo apenas lugar a decirme- y el pueblo es un monstruo cuando, creyéndose despreciado, se irrita. Haga usted este nuevo sacrificio al bien público. La patria peligra. Un momento de indecisión es el grito de muerte.

Hube de resignarme a sufrir esta desgracia que para mí era la mayor y empleé toda aquella noche, fatal para mí, en calmar el entusiasmo, en preparar al pueblo y a las tropas para que diesen lugar a decidir y obedecer la resolución del Congreso, única esperanza que me restaba.

Salí a hablarles repetidas veces, ocupando los ratos intermedios en escribir una pequeña proclama que hice circular la mañana siguiente, en la que expresaba los mismos sentimientos en convocar la regencia, en reunir a los generales y jefes, en dar conocimiento oficial al presidente del Congreso y pedirle que citase inmediatamente a una sesión extraordinaria.

La regencia fue de parecer que debía de conformarme con la opinión general. Los jefes del ejército añadieron que así era la voluntad de todos, que yo no podía disponer de mí mismo desde que me había dado todo a la patria, que sus privaciones y sufrimientos serían inútiles si persistía en la negativa; y que habiéndose comprometido por mí y obedeciéndome sin restricciones, se creían acreedores a mi condescendencia. En seguida extendieron una representación al Congreso suplicándole que tomase en consideración negocio tan importante. También firmó el presidente del Acta de Casa Mata y uno de los actuales miembros del poder ejecutivo.

Reunióse en efecto el Congreso a la mañana siguiente. El pueblo se agolpaba a las galerías y entrada del salón, no cesaban los aplausos, el alboroto era general, los discursos de los diputados eran interrumpidos por la multitud impaciente. Es muy difícil observar orden en estos momentos, pero discusión tan importante exigía que lo hubiese y para restablecerlo, quiso el mismo Congreso que yo asistiera.

Nombróse una comisión que me comunicara el llamamiento. Lo repugné porque, debiéndose tratar de mi persona, hallarme presente se consideraría un obstáculo para hablar con libertad y manifestar cada uno su opinión clara y francamente. Instó la diputación e instaron los generales (2).

Ya era preciso ceder a todo y salí inmediatamente para dirigirme al punto donde se hallaban reunidos. Las calles estaban intransitables, ocupadas por las reuniones de aquella numerosa población. Me quitaron los tiros del coche y fui conducido por el pueblo hasta el punto que me dirigía. A mi entrada en el salón resonaron con más entusiasmo los vivas, que no habían cesado de repetirse en toda la carrera.

Se discutió el punto del nombramiento y no hubo un solo diputado que se opusiese a mi ascenso al trono. Lo único que se expuso por algunos fue que no consideraban que hubiese en sus poderes tanta extensión que los facultase a decidir en la cuestión propuesta y que les parecía conveniente dar conocimiento a las provincias, pidiendo ampliación a los poderes ya concedidos u otros especiales para este solo caso.

Apoyé (3) esta opinión que me daba lugar a buscar el medio de evadir la admisión de un destino que siempre había visto, puedo asegurar, con horror; pero la mayoría opinó en contra y quedé electo por setenta y siete votos contra quince (4). Éstos no me negaron sus sufragios, redujéronse sólo a repetir que se consultase a las provincias porque no se consideraban facultados, aunque estaban persuadidos de que así pensaban sus comitentes y de que así convenía.

Jamás se vio en México día de más satisfacción. Todas las clases la manifestaron. Volví a mi casa como había prevenido, esto es, en brazos de los ciudadanos y se apresuraron todos a felicitarme manifestándome el placer que les resultaba de ver cumplidos sus votos.

Se circuló la noticia a las provincias por extraordinarios ejecutivos y vinieron sucesivamente las contestaciones no sólo aprobando todo lo hecho, sin que un solo pueblo disintiese, sino añadiendo que aquél había sido su deseo, el que no habían manifestado mucho antes por hallarse comprometidos a observar el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba que habían jurado.

También hubo quien me felicitase hallándose a la cabeza de un cuerpo y con influjo en una considerable extensión de terreno, diciéndome que era su mayor satisfacción y tanto que ya tenía dispuestas sus cosas para proclamarme en caso de que no lo hubiesen hecho en México (5).

Los autores de los libelos que se han escrito contra mí no se han olvidado de las ocurrencias del 18 y 19 de mayo, en las que me pintan como un tirano ambicioso, atribuyendo los movimientos y ocurrencias de aquellos días a producciones de manejos ocultos míos y de intrigas de mis amigos. Estoy seguro de que no probarán estas aserciones ni podrán tener crédito entre los que saben que a mi ingreso a México el 27 de septiembre, y al tiempo de jurar la independencia en 27 de octubre, se quiso también proclamarme emperador y no lo fui porque no quise serlo(6), costándome no poca dificultad reducir a los que entonces llevaban la voz porque desistiesen de su proyecto y no se empeñasen en retribuir nús servicios con el mayor de los males.

Si yo hubiese tenido, como se me imputa, las miras de ceñirme la corona, no hubiera dicho lo contrario en el Plan de Iguala, añadiendo esta dificultad a las que la empresa traía consigo. Y si este plan tuvo por objeto alucinar como se quiere decir, ¿qué razón podrá darse para que repitiese lo mismo en el Tratado de Córdoba cuando nada podía obligarme a disimular? Y si hasta entonces por algún fin particular procuré ocultar mis designios, ¿qué ocasiones habría encontrado más favorables para su cumplimiento que en los días 27 de septiembre y 27 de octubre del mismo año? Todo el imperio se dirigía por mi voz, no había más fuerzas que las que yo mandaba. Era el primer jefe del ejército, no había un solo soldado a mis órdenes contra su voluntad. Todos me amaban y los pueblos me llamaban su libertador, no me amenazaban enemigos por ninguna parte, ya no había tropas españolas, el gobierno de Madrid no tenía a quién dirigir sus decretos en Nueva España, los esfuerzos de aquella corte que yo sabía hasta dónde podía extenderse, no me imponían; si cuando no sólo pude ser emperador sino que tuve que vencer mil dificultades para dejar de serlo no empuñé el cetro, ¿cómo podrá decirse que lo conseguí después por la intriga y la cábala?

Se ha dicho también que no hubo libertad en el Congreso para mi elección (7). Alegándose que asistí a ella, ya se ha visto que lo hice porque el mismo Congreso me llamó. Que las galerías no dejaban hablar a los diputados no es cierto; cada uno expuso su parecer sin más que algunas interrupciones. Esto sucede siempre que se discute una materia importante sin que por ello los decretos así discutidos dejen de ser tan legítimos como los que resultan de una sesión secreta. Que me acompañaron algunos jefes, el destino que entonces obtenía y el objeto para que había sido llamado exigía que trajese a mi lado a quien comunicara mis órdenes en casos necesarios (8). También es falso que el salón estuviese ocupado por el pueblo y los diputados confundidos entre él. Desgraciadamente así se ha asegurado por el Congreso mismo y entre los muchos motivos que tengo para estar contento de mi suerte actual, uno es el no tener un imperio en que me confirmaron hombres tan inexactos y tan débiles que no se avergüenzan de faltar a la verdad y decir a la faz del mundo que tuvieron miedo y obraron contra su conciencia en el negocio más grave que puede presentárseles jamás. ¿Qué confianza podrán tener de ellos las provincias? ¿Qué encargo podrá conferírseles con probabilidades del buen éxito? ¿Y qué concepto debe formarse del que no tiene carácter ni rubor para manifestar su cobardía? Yo habría castigado a todo el que hubiese dicho que el Congreso no había obrado con libertad; pero una vez que él mismo lo dice y que yo no tengo facultades para juzgarlo, los que lo oigan decidirán lo que les parezca y la posteridad lo hará sin duda de una manera poco decorosa a su nombre.

Se asegura que no hubo número suficiente de diputados para que fuese válida la elección. Noventa y cuatro concurrieron: ciento setenta y dos eran el total de lo que antes se llamó Virreinato de México. Al Reino de Guatemala, que se agregó después al imperio, no pudieron asignársele porque hicieron las elecciones en unos partidos conforme a la constitución española, en otros según una convocatoria particular que formaron. Exceptuándose también los que debieron venir por las provincias de San Salvador, con quien se contó y no debía contarse porque había proclamado un gobierno independiente de los mexicanos, podrían llegar a veinte cuando más, resultando así un total de ciento ochenta y dos, cuya mitad es noventa y uno, y asistieron noventa y cuatro aunque no votaron más que noventa y dos; de lo que se sigue es que con todas las restricciones que se quisiera, hubo la mitad y uno más que exige la constitución de España.

Añádese que estaba decidido a observarse en este punto la expresada constitución, pues muchos decretos tuvieron fuerza no habiendo concurrido a la sesión en que acordaron más de setenta u ochenta diputados, ¿y qué dirán los sostenedores de la nulidad al ver que en 22 de junio de 22 el Congreso por sí solo, sin gestión alguna por parte del gobierno, sin concurrencia extraordinaria que interrumpiese a los diputados ni apresurase sus discursos, sin que mi presencia les sirviera de obstáculo, sin movimiento en el pueblo y en la mayor tranquilidad toda la guarnición, resolvió con unanimidad absoluta de ciento nueve que asistieron (9), hereditaria la corona en mi familia por sucesión inmediata, dando el título de príncipe del imperio a mi hijo primogénito a quien designaron, de príncipes mexicanos al resto de mis hijos, príncipe de la unión a mi padre y princesa de Iturbide a mi hermana? También hicieron el reglamento de la inauguración y todo sin que hubiesen antecedido ni concurrido los motivos que alegaron para la violencia en la aclamación. No es esto representar derechos a los que de muy buena voluntad renuncié y que estoy decidido a no reclamar jamás, sino contestar a las cavilaciones y dar a conocer la mala fe con que han obrado.

Para evitar murmuraciones después de mi elección, no hice ni aquellas gracias que ya está en práctica prodigar en caso de esta naturaleza (10).

No es cierto pues que repartí dinero ni otros empleos que el de capitán a un sargento, no porque hubiese contribuido a mi proclamación sino porque mereció el mejor concepto al cuerpo en que servía. Quise dar a los soldados una prueba de mi afecto hacia ellos ascendiendo al que consideraban digno de una clase superior. Véase lo que dijo el Congreso a los mexicanos después de haberme elegido y compárese lo que dijo el mismo en el decreto de 8 de abril de este año. Esta conducta del gobierno mexicano prueba bastante que los mismos que se ponían a la cabeza del partido republicano, carecían de las virtudes indispensables para tal forma de gobierno.

He dicho muchas veces antes de ahora y repetiré siempre que admití la corona por hacer un servicio a mi patria y salvarla de la anarquía. Bien persuadido estaba de que nú suerte empeoraba infInitamente, de que me perseguía la envidia, de que a muchos desagradarían las providencias que había de tomar, de que es imposible contentar a todos, de que iba a chocar con un cuerpo lleno de ambición y orgullo que, declamando contra el despotismo, trabajaba para reunir en sí todos los poderes, dejando al monarca hecho un fantasma, siendo él en la realidad el que hiciese la ley, la ejecutase y juzgase; tiranía más insufrible cuando se ejerce por una corporación numerosa que cuando tal abuso residiese en un hombre solo.

Los mexicanos habrían sido menos libres que los que viven en Argel si el Congreso hubiese llevado todos sus proyectos adelante. Tal vez se desengañarán, y ojalá no sea tan tarde que se les hagan insuperables las dificultades.

Bien persuadido estaba de que iba a ser un esclavo de los negocios, que el servicio que emprendí no sería agradecido de todos y que por una fortuna que para mí no lo era, y siempre tuve por inestable, iba a dejar abandonada y perder la que poseía de lo que heredé y adquirí y que era bastante para que siempre mis hijos pudiesen vivir cómodamente en cualquier parte.

Con mi subida al trono parecía que se habían calmado las disensiones, pero el fuego quedó encubierto y los partidos continuaban sus maquinaciones. Disimularon por poco tiempo y volvió a ser la conducta del Congreso el escándalo del pueblo. Tuve denuncias repetidas de juntas clandestinas habidas por varios diputados para formar planes que tenían por objeto trastornar el gobierno jurado por toda la nación, cuyo acto religioso se verificó en varias provincias con sólo la noticia de alguna carta particular, sin esperar avisos oficiales.

Bien penetrados estaban los facciosos de que chocaban con la voluntad general y creyeron necesario propagar que yo quería proclamarme monarca absoluto para tener pretexto de sedición. Ni una sola razón expusieron que pudiese servir jamás de prueba a este cargo; ¿ni cómo podría probársele al que por dos veces se excusó a admitir la corona que se le ofrecía, al que no conoció rival en la opinión ni fuerza y no sólo procuró conservar el poder ilimitado que obtenia sino que lo desmembró, dividiéndolo y cediéndolo?

Cuando entré en México mi voluntad era ley: yo mandaba la fuerza pública; los tribunales no tenían más facultades que las que emanaban de mi autoridad. ¿Pude ser más absoluto? ¿Y quién me obligó a dividir los poderes? Yo y sólo yo porque así lo consideré justo. Entonces no quise ser absoluto, ¿y lo desearía después?, ¿cómo podrán probar variaciones a extremos tan contrarios?

La verdadera razón de la conducta del Congreso no es otra sino que esta máquina se movía al impulso que le daban sus directores, y éstos miraban con odio que yo hubiese hecho la independencia sin el auxilio de ellos, cuando quisieran que todo se les debiese; y ya que no tuvieron valor ni talentos para decidirse a tomar parte en la época del peligro, querían figurar de algún modo, alucinando a los inocentes, cuando nada tenían que hacer sino emplearse a disputar como escolares y esforzar la voz para que los ignorantes los tuvieran por sabios.

Habían llegado a mis manos tantas denuncias, quejas y reclamaciones que ya no pude entenderme, ora porque veía expuesta la tranquilidad y seguridad pública, ora porque tales documentos fueron dirigidos por las secretarías y de cualquiera desgracia (que estuvieron muy próximas las mayores) yo habría sido responsable a la nación y al mundo.

Me decidí, pues, a proceder contra los iniciados de la manera que estaba en mis facultades. Si alguno me la disputa, que vea el artículo 17 de la constitución española que en esta parte estaba vigente.

El 26 de agosto mandé proceder a la detención de los diputados comprendidos en las denuncias y contra quienes había datos de ser conspiradores (11).

Si estos datos eran legítimos y si tuve razón para decidirme a un paso que se ha llamado violento, dígalo el fiscal de la sumaria, cuyo parecer fue aprobado en todas sus partes por el consejo de Estado (12).

El Congreso reclamó imperiosamente a los detenidos y pidió los motivos de la detención para que fuesen juzgados por el Tribunal de Cortes. Resistí la entrega hasta que concluyese la sumaria y hasta que se decidiese por quién habían de ser juzgados, pues no podía convenir en que fueran por el citado tribunal individuos del mismo Congreso, sospechosos de estar comprendidos en la conspiración, parciales miembros de un cuerpo cuya mayoría estaba desacreditada, pues entre otras pruebas de su mala fe había dado la de mirar con indiferencia las indicaciones que le hice el 3 de abril sobre los manejos ocultos de algunos de ellos, habiendo tenido la poca delicadeza de asistir a las sesiones los comprendidos en mis indicaciones, entre los cuales se contaba el que era antes presidente.


Notas

(1) Para dar una idea de los conocimientos políticos de algunos diputados baste citar el ejemplo de uno de ellos que, comprendido en la causa de conspiración de que se hablará después, quería que se le respetase como agente diplomático de la que llamaban República de San Salvador -que no era más que una parte de provincia del Reino de Guatemala en la insurrección- que se tranquilizó luego, persuadido de que no había incompatibilidad en ser diputado de un congreso y agente diplomático de una potencia extranjera ante la nación a quien representa aquél. Éste es un hecho que resulta de la sumaria formada que debe obrar en la primera secretaría de Estado.

(2) Uno de los más empeñados en que yo concurriese a la sesión de aquel día fue el teniente general don Pedro Celestino Negrete, hoy miembro del poder ejecutivo. Este general había sido antes mi amigo, lo aparentaba entonces y continuó manifestándoseme tal casi hasta los últimos momentos de mi abdicación, a cuyo tiempo ya me dio a conocer que su trato nunca había sido sincero y que es de aquellos hombres que se pliegan con facilidad a las circunstancias. El amor propio suele hacernos creer que tenemos algún mérito para fijar la volubilidad de carácter de aquellos que habiendo sido malos amigos de otros, nos persuadimos de que podemos hacerlos buenos nuestros. Negrete había sido ingrato con el general Cruz, a quien debió obsequios y sus ascensos en la carrera militar, y no era dificil prever que haria conmigo lo que había hecho con su bienhechor.

(3) Hasta una tercera vez hablé al pueblo apoyando las razones en que fundaban su parecer los diputados que opinaron de esta manera, esforzando cuanto pude los principios en que se fundaba con tanto más calor cuanto era para mí grande el interés que tenía en que se siguiese su dictamen. Razones dichas con firmeza y hasta el ruego empleé para persuadir; todo fue en vano.

(4) Noventa y cuatro diputados asistieron a la sesión, dos se salieron sin votar, lo que no obsta para que sean contados a pesar de que sin ellos estaba completo el número requerido, como se verá después.

(5) El brigadier Santa Anna, coronel del Regimiento número 8 de Infantería, el primero que dio la voz de República en la plaza de Veracruz y uno de los que más han declamado contra mi exaltación al trono.

(6) Véase lo que dice el Congreso en su manifiesto del 21 de mayo.

(7) Si no tuvieron libertad el 19 de mayo, ¿la tendrían el 3 de abril cuando declararon nulos los actos de mi gobierno? No tardará en salir otro decreto de nulidad y otros mientras el Congreso sea el mismo. El 19 de mayo la votación fue secreta, el 2 de abril pública, en presencia de los jefes de la revolución y de muchos jóvenes militares que ya habían perdido la disciplina y el respeto a las autoridades. El 19 de mayo me pedían a mí que los sostuviese; así lo ofrecí en la misma sesión, así lo dije en mi proclama del mismo día, así lo manifesté siempre. Pruebas tenían de que se cumpliera mi palabra, ¿empero con quién contaban cuando extendieron el decreto de nulidad? Con ejército mandado por hombres que se resistieron a reconocerlos después de reinstalados y dijeron que se sometían sólo a sus decisiones si éstas eran contra mí. Así resulta de un acta formada en Puebla que corre en los papeles públicos.

(8) Por más que quieran decir que mi acompañamiento impuso al Congreso, los mismos que lo dicen están convencidos de que ni es ni puede ser cierto. Cuatro ayudantes y el comandante de mi escolta componían mi comitiva, hasta seis u ocho capitanes y subalternos. Vi además que se mezclaron entre el pueblo que estaba agolpado a la puerta del salón; éstos no iban conmigo ni eran más en aquel lugar que unos curiosos. Pero ni éstos ni aquéllos ni los militares ni los paisanos ni nadie dijo ni hizo cosa que pudiese parecer amenaza, ni imponer no ya a una reunión de hombres escogidos, pero ni aunque hubiesen ido eligiendo a los más débiles.

(9) Se trató de expresar en el acta por aclamación la declaración de la dinastía y no se expresó, porque alguno expuso que el punto había sido discutido; y esta circunstancia siempre impedía que se dijese haber sido por aclamación sin embargo de que ninguno había disentido.

(10) El brigadier Santa Anna, que tenía dispuesto proclamarse sin consultar al Congreso, ofreció y dio grados a los oficiales con quienes contaba, que yo desaprobé.

(11) Los que más me instaron a que arrestase a los diputados, los que entonces nada solicitaban sino que se les impusiese la pena capital, los que comunicaron las órdenes, los que las ejecutaron, son los que más han figurado en la última revolución y los que repentinamente se convirtieron en republicanos. Santa Anna, de palabra y por escrito, me importunó mil veces para que disolviese al Congreso ofreciéndose a ir en persona a echarlos del salón a bayonetazos. Echávarri arregló los lugares de detención, hizo por medio de oficiales de su cuerpo el arresto de varios diputados. Negrete algún tiempo antes me había dicho que era necesario resolver porque ya el Congreso era un obstáculo a la felicidad pública. Calvo sumarió y aprehendió al brigadier Parrés; y todos o casi todos ellos se apresuraron a felicitarme por el servicio importante que había hecho a la patria.

(12) Uno de los consejeros que aprobaron el parecer fiscal, fue el brigadier Bravo, hoy miembro del poder ejecutivo y uno de los primeros jefes de la última revolución, para la que alegan por pretexto, entre otros, la detención de los diputados.

Índice de Manifiesto de Agustín IturbidePrimera parteTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha