Indice de La matanza política de Huitzilac de Helia D´Acosta Capítulo octavo - Desfile sangriento Capítulo décimo - ¿Hubo sublevación?Biblioteca Virtual Antorcha

LA MATANZA DE HUITZILAC

HELIA D´ACOSTA

CAPÍTULO NOVENO

Habla el verdugo


El general Claudio Fox Jr. expresó lo siguiente al ingeniero Vito Alessio Robles:

- En octubre de 1927 desempeñaba el cargo de Jefe de Operaciones en el Estado de Guerrero y en los primeros días de dicho mes, me encontraba accidentalmente en la capital de la República. Al pronunciarse algunos regimientos de la guarnición de México, yo, cumpliendo mis deberes de soldado, me presenté en Chapultepec a pedir órdenes. El entonces presidente, general Plutarco Elías Calles, me manifestó que no debería retirarme del alcázar presidencial.

Esperé toda la mañana del tres de octubre de 1927, y al medio día fui llamado por el general Joaquín Amaro. El general Calles, en presencia del Secretario de Guerra y Marina y del general Obregón, candidato a la Presidencia de la RepÚblica, me ordenó que marchara hacia Cuernavaca hasta encontrar al general Enrique Díaz, jefe del 57 batallón, quien traía preso a Serrano junto con otros trece prisioneros; que ya se había telegrafiado a Díaz para que entregasen los presos al general Fox y que, para cumplir esta orden, ya se había ordenado al coronel Nazario Medina, que se pusiera a mis órdenes con cincuenta artilleros y que esta fuerza ya debería encontrarla lista frente al cuartel de artillería de La Piedad.

Al terminar, el general Calles me entregó copia del telegrama dirigido al general Díaz y al pie escribió de su puño y letra:

Ejecute a los prisioneros y conduzca los cuerpos a esta.

El general Amaro salió junto conmigo -agregó el general Fox- y puso a mi disposición un automóvil Lincoln y siete u ocho oficiales tanto del Estado Mayor Presidencial como del Estado Mayor del Secretario de Guerra y Marina. Yo sólo recuerdo los nombres de los coroneles Crispín Marroquín, encargado de los caballos del general Amaro y Carlos C. Valdés, y del mayor Pedro Mercado del Estado Mayor Presidencial.

Frente al cuartel de artillería de La Piedad encontré al coronel Medina y allí estaban también, unos tras otros, diez y ocho fotingos, que el coronel Medina había alquilado o requisado, y en ellos repartidos los cincuenta soldados.

La marcha hacia Cuernavaca fue lenta, penosa y tardada, pues la mayoría de los automóviles Ford alquilados, eran carros desvencijados y fue necesario que la caravana hiciera alto varias veces ya por agotamiento de la gasolina o bien porque tronaDan las llantas.

La subida de la cuesta de Huitzilac fue vencida con muchas dificultades.

La entrega de los prisioneros

- Llegamos -continúa diciendo el general Fox- un poco adelante de Huitzilac a las cuatro de la tarde. Allí encontramos al general Díaz con los presos y la escolta integrada por más de cien soldados, éstos últimos marchando por tierra y los prisioneros acompañados de oficiales y soldados en tres automóviles pequeños y en dos carros postales alambrados. Yo hablé breves palabras con el general Díaz, mostrándole la copia del telegrama que recibí de manos del general Calles.

Aquel jefe pretendía un recibo por la entrega de los prisioneros.

Yo me negué a hacerlo objetando que bastaba con la orden que le mostraba.

A continuación ordené que fueran bajados todos los presos y que los fotingos procedentes de México viraran en redondo y que el Lincoln se pusiera a la cabeza de todos ellos. Mientras se efectuaba el descendimiento de los prisioneros, todos con las manos atadas a la eSDalda con fuertes alambres de los usados para instalaciones eléctricas, el general Serrano me habló preguntándome qué había sucedido con el levantamiento de las tropas en México y qué órdenes traía. Yo le respondí que el pronunciamiento no había tenido importancia y que tenía órdenes de conducirlos a México.

El licenciado Martínez de Escobar me pidió permiso Dara arengar a los soldados y esta solicitud fue denegada. Enseguida dí las órdenes para la ejecución.

El general Fox, emocionado, relata los acontecimientos macabros que lo hicieron víctima de la funesta orden superior, Que ha hecho que muchos oficiales que han prestado importantes servicios en el ejército y tenían limpio historial de revolucionarios y de soldados, truequen las nobles armas del militar por el hacha del verdugo.

En las palabras del general Fox se trasluce sinceramente la amargura y hay dejos hondos de pesadumbre por su intervención en aquellos trágicos acontecimientos que sacudieron a todo México.

Tomé la decisión fatal de cumplir la orden superior

- Créame usted -agregó el general Fox- yo no he matado nunca a nadie por mi propia mano. Soy un hombre que hice estudios y, por tanto, comprendí la terrible responsabilidad que pesaba sobre mí en aquellos momentos horribles. Me sentía agobiado. No quería cumplir la orden fatídica. Sentía repugnancia, pero en aquellos momentos no podía eludir su cumplimiento y ni siquiera discutir el mandato recibido directamente del jefe del gobierno constituido, en presencia del Secretario de Guerra y Marina y del general Obregón, candidato presidencial. Orden reiterada por el mismo general Amaro cuando nosotros subíamos al automóvil Lincoln, y nos repitió insistentemente que cumpliéramos las órdenes recibidas.

Reflexioné sobre la triste condición de un soldado que tiene que cumplir una amarga tarea. Vacilé. En mi pecho se desarrolló una intensa pugna nterior, se me presentó con diáfana claridad el conflicto de deberes. Parecía que una rueda dentada giraba en mi' cerebro enloquecido. Ya la tarde parpadeaba y era necesario decidirse. Tomé la decisión fatal de cumplir la orden superior.

Casi maquinalmente, dispuse que los soldados se tendieran en valla a ambos lados de la carretera y que cada uno de los prisioneros fuera conducido al pie de cada uno de los fotingos destartalados, con un oficial y tres individuos de tropa. En esos momentos se suscitó un incidente. Arribaba un automóvil procedente de Cuernavaca, que pretendía pasar hacia México. En él venía un señor Sobarzo, conocido mío, y varios extranjeros que dijeron ser funcionarios de la embajada norteamericana. Dispuse que ese carro retrocediera a Cuernavaca.

La noche casi se había echado encima. Designé a los oficiales que deberían dar muerte a cada upo de los prisioneros. ordenando que no se les disparara a la cara y que luego, sin tocar los cadáveres, éstos deberían ser colocados en los fotingos respectivos.

No quise presenciar la matanza

- Marroquín fue el encargado de matar a Serrano, Valdés a Vidal, un teniente coronel trigueño que después mandó una corporación y cuyo nombre no recuerdo, a uno de los Peralta, el mayor Mercado al otro Peralta, y así sucesivamente.

Yo no quise -agrega el general Fox- presenciar aquella matanza. Casi loco arrastré al coronel Medina, y me alejé de aquel lugar un poco más de un kilómetro hasta que encontré un recodo del camino y allí hice alto.

Inmediatamente después llegó procedente de México un automóvil ya con los faros encendidos.

Pretendían pasar. Yo se los impedí. Se dieron a conocer como agentes de la policía judicial federal. Uno de ellos portaba credencial de jefe de la misma policía ... Sonaron en la lejanía más de cien disparos que repercutieron sordamente en los vericuetos de la montaña. El jefe de la policía judicial comentó:

Serán cohetes de un pueolo de indios que celebran algún santo.
Probablemente -contesté abstraído.

Sucedió el silencio más absoluto en aquella estrellada noche de octubre.

De repente -sigue relatando el general Fox- sonaron lúgubremente otros cinco o seis disparos, yo me exalté, pues había dispuesto que no quería carnicerías y había ordenado que no fueran tocados los cadáveres. Ordené al coronel Medina que fuera a ver de qué se trataba. Mis nervios me hicieron seguirlo. Encontré al general Serrano tirado en el suelo. Ya lo habían despojado de un zapato. Increpé duramente a los oficiales y soldados por este hecho y amenacé con fusilar a los responsa61es. En medio de la obscuridad, el zapato faltante fue arrojado a los pies de Serrano. Medina me informó que al tratar de subir los cadáveres a los fotingos sólo se había hecho un recuento de trece y los prisioneros eran catorce, que uno de los oficiales había preguntado a los soldados por el preso que faltaba y de entre las sombras saltó arrogante uno de ellos apellidado Villa Arce, diciendo en voz alta:

El preso que falta soy yo.

Villa Arce que pudo haberse escapado, fue muerto en el acto. A eso se debieron los disparos. aislados.

La comitiva fúnebre

- Los cadáveres y los soldados -continúa informando el general Fox- no cabían en los fotingos y hube de pedir uno de los camiones postales, en el que fueron colocados ocho muertos.

La fúnebre comitiva se puso en marcha ya entrada completamente la noche, lenta, penosamente, con frecuentes altos molestos por las dificultades para ascender las duras pendientes, por agotamiento de los depósitos de gasolina, por calentamiento de los motores, por bandas rotas, por llantas y cámaras ponchadas.

La macabra hilera de fotingos ensangrentados, desvencijados, crujientes, y sucios, llegó por fin a México a la una de la mañana, precedidos del poderoso Lincoln.

Hicieron alto en la avenida de las Palmas del rumoroso bosque de Chapultepec.

Misión cumplida

El general Fox en el Lincoln, ascendió a la colina sagrada y heroica y dio parte al general Calles, en presencia del general Obregón, de haber cumplido sus órdenes entregándole la copia del telegrama, que éste hizo pedazos con lentitud.

El mismo general Calles ordenó al general Enrique Osornio, quien estaba presente, que recibierá los cadáveres, que dispusiera su autopsia en el Hospital Militar, y que después fueran entregados a los familiares que los reclamaran.

Tal es el relato del general Claudio Fox Jr. hecho al ingeniero Vito Alessio Robles, y que éste publicó con fecha ocho de septiembre de 1933, en su libro titulado Desfile sangrientó, en el que al margen de esta entrevista, el señor Alessio Robles, hace las siguientes consideraciones:

- Según diversos relatos, el dos de octubre de 1927, cuando el general Obregón tuvo noticias de la sublevación de Balbuena, se trasladó rápidamente desde su domicilio de la avenida Jalisco, hoy Alvaro Obregón, al Castillo de Chapultepec, en donde no durmió un solo instante y no abandonó por un solo momento al general Calles.

El general Fox, en su relato manifestó que al presentarse en el alcázar presidencial, a las cinco y media de la mañana del día tres de octubre, encontró a Calles acompañado por Obregón, por Joaquín Amaro, Secretario de Guerra, por Fernando Torreblanca. yerno del mismo Calles y por José Alvarez, Jefe del Estado Mayor Presidencial, en un departamento de la planta baja del castillo, tomando café. Que se le mandó servir una taza y que luego que la hubo tomado salió a la terraza. Que pudo percatarse que habían mandado buscar al general Gonzalo Escobar para que saliese a batir a los sublevados, el que llegó a Chapultepec entre nueve y media y diez de la mañana. Que entonces reiteró su petición de órdenes y Calles le dijo que debía esperar. Que después de la salida de Escobar, llegaron muchos personajes entre los que recordaba a Montes de Oca, Secretario de Hacienda, Puig Casauranc y Roberto Cruz, jefe de la policía. Que después de las once de la mañana pudo enterarse de que había llegado un mensaje de Cuernavaca, suscrito por Ambrosio Puente, gobernador de Morelos, en el que participaba que habían sido aprehendidos Serrano y sus acompañantes.

A preguntas especiales mías, Fox me informó Que Obregón no había dado ninguna orden y que las había escuchado todas sin hacer la menor objeción.

El general Fox me informó -continúa el ingeniero Alessio Robles- que todos los prisioneros al descender de los vehículos venían con las manos atadas con alambres del usado para instalaciones eléctricas y que sólo uno de los presos no venía amarrado, el manquito Peña, porque le faltaba un brazo.

Agregó que Serrano se mostraba sonriente y fatalista; el capitán Ernesto N. Méndez, a quien llamaban Cacama estoico; los dos hermanos Peralta, sonrientes; Otilio González, soñador. En una palabra, todos enteros y altivos, excepción hecha de Vidal, quien -según expresión de Fox- venía un poco decaído.

Martínez de Escobar, con nerviosidad, se acercó al general Fox, diciéndole:

- Señor general, permítame usted que dirija la palabra a los soldados para arengarlos.

Fox contestó:

- A los soldados sólo podemos hablarles sus jefes.
- Yo soy un ciudadano
-repuso exaltado Martínes de Escobar- y tengo derecho a hablar.
- Usted será lo que quiera
-contestó enérgicamente el general Fox- pero usted no puede hablar.

Todavía insistió Martínez de Escobar, diciendo a Serrano que intercediera con Fox para que lo dejaran hablar.

Serrano le dijo:

- No se puede. Ya ves lo que te contestó Fox.

(De acuerdo con las leyes militares de México, el inferior no está obligado a cumplir las órdenes del superior cuando éstas entrañen la comisión de un delito. La razón de la orden superior ni siquiera puede servir de atenuante. Sin embargo, algunos de los asesinos del general Serrano y de sus compañeros, para escarnio de la justicia y de la moral, han desempeñado puestos de educadores de la juventud militar estudiosa).

La angustia de Fox

Los prisioneros no fueron fusilados. Se les asesinó proditoriamente valiendose de pistolas-ametralladoras Thompson, disparadas a quemarropa. Por razón de la brevedad, omití la última parte del relato de Fox, quien agregó que esa noche, se retiró anonadado a su domicilio, dando traspiés, y que al llegar a su casa, él, que es abstemio, sentía que la sangre se le agolpaba a la cabeza y pidió a su esposa una botella de coñac.

- Me serví un fajo grande y luego otro, v otro.

Agregó que al día siguiente, cuatro de octubre, él ocurrió al alcázar de Chapultepec a recibir órdenes. y que pudo percatarse que el general Madrigal interrogaba al Secretario de Hacienda, Montes de Oca, sobre la manera de cobrar un cheque de diez mil pesos, extendido al portador, y pudo ver que eran entregados al general Calles, las carteras y otros objetos de los muertos, que les fueron recogidos en el Hospital Militar.
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