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LA MATANZA DE HUITZILAC

HELIA D´ACOSTA

CAPÍTULO DÉCIMOCTAVO

Los laureles de Caín


No sin motivo se aconseja a los hombres públicos que reserven la publicación de sus memorias para después de la muerte, o cuando menos, para cuando hayan decidido volver a la vida privada.

Cualquier declaración imprudente puede llenar de sombras el porvenir. Lo que hoy parece pedestal de un monumento de gloria, puede ser mañana la piedra angular del desprestigio y del desohonor.

He pensado en lo anterior, al pasar mis ojos nuevamente sobre el libro Ocho mil kilómetros de campaña, de Alvaro Obregón. El expresidente de México. escribió este libro hace doce años, para fincar sobre él sus glorias militares. El libro rebosa entusiasmo y optimismo; y sin embargo, ¡cómo resulta brutal y trágico en el año corriente de 1927!

Blasco Ibáñez lo comparó sardónicamente a Los comentarios de Julio César.

En él, hace el general Obregón, el panegírico de sí mismo. Naturalmente, para que ese panegírico no oscile en el vacío, lo hace reposar sobre los ditirambos desproporcionados que tributa a los generales y jefes de falange que militaron a sus órdenes en 1914 y 1915.

¿Qué ha sido de aquella falange de héroes fabulosos? ¡Ah!, cuando Obregón los citaba elogiosamente en sus partes militares, nunca se imaginó que él mismo iba a encargarse de las inscripciones de sus sepulcros ...

La revista es conmovedora. Entre los generales que Obregón cita en sus epopeyas, están los nombres de Angel Flores, Francisco Murguía, Cesáreo Castro, Fortunato Maycotte, Enrique Estrada, Francisco R. Serrano, etc. ...

Obregón decía en 1915 que éran un puñado de héroes; hoy dice que fueron un racimo de traidores.

Hace doce años los presentaba como ejemplos de bravura y de pundonor, y ahora los exhibe como carne barata de patíbulo.

¿Se concibe a Napoleón Bonaparte mandando fusilar a los generales Massena y Augerau, después de la campaña brillantísima de Italia? ¿Es posible imaginarse el Aguila Imperial, ordenando las ejecuciones de Ney y de Lannes, de Berthier y de Daveut? Los más gloriosos laureles se habrían marchitado con un hálito de ingratitud y de infamia.

Eso es lo que ha hecho Obregón, al erguirse macabramente entre las cruces de las tumbas de sus antiguos compañeros de armas.

Por varios años las jaurías revolucionarias han estado ladrando en contra de la gloria auténtica de Porfirio Díaz. En estos últimos días, con motivo de los cobardes asesinatos que se han efectuado en la ciudad de México, ha habido corresponsales que se han atrevido a evocar la mano vigorosa del gran dictador. ¡Qué sacrilegio! Para que el general Porfirio Díaz pudiera parangonarse con Alvaro Obregón y con Plutarco Elías Calles, habria sido menester que hubiera llegado a la presidencia después de asesinar a don Bertito Juárez y a don Sebastián Lerdo de Tejada, como los cabecillas sonorenses llegaron sobre el cadáver de Venustiano Carranza.

Después habría sido preciso que el pacificador, hubiera mandado asesinar a su bravo lugarteniente don Manuel González.

Por último, sería indispensable que el héroe del dos de abril, mandara apuñalear a sus antiguos compañeros de lucha, Donato Guerra, Fidencio Hernández, Pedro Ogazón, Jerónimo Treviño, Francisco Z. Mena y Carlos Pacheco.

Con estos brutales antecedentes, sí merecería el gran dictador, que se le colocara a la altura de Obregón.

Lejos de ser el sacrificador implacable de sus hermanos, el general Díaz supo ser conciliador y generoso hasta con sus adversarios. El mismo general Ignacio Alatorre, con quien se batió en Tecoac, figuró después en su gobierno.

Pero todavía hubo un rasgo más elocuente: en el año de 1878, se pronunció en el norte de México, el general don Mariano Escobedo, con el propósito de colocar de nuevo en la presidencia al señor Lic. Lerdo de Tejada. La intentona revolucionaria fracasó completamente y el sitiador de Querétaro, fue hecho prisionero. Es indudable que si el vencedor de Santa Gertrudis y San Jacinto, hubiera caído en las garras de Obregón y de Calles, en unas cuantas horas habría pasado al cadalso. Durante el régimen porfiriano, Escobedo estuvo preso por corto tiempo, y luego quedó en libertad absoluta.

Bien sé, que los apasionados y los fanáticos, persistirán en recordar los fusilamientos del 25 de junio de 1879, pero aparte de que jamás se ha comprobado que aquellas ejecuciones fueron ordenadas desde México, (y por lo mismo, no se puede fijar con precisión la responsabilidad), hay que tener presente que ninguna de las víctimas, estaba ligada con vínculos sagrados, con el dictador.

Capmany, no era amigo íntimo del Gral. Díaz; Rubalcava, no le había salvado la vida, Cueto y Albert, no le habían dispensado jamás afecto y devoción filiales. La tragedia de Veracruz hizo estremecer a la República de terror, pero no de vergüenza y de asco ...

Las víctimas de Obregón, sí pertenecen a ese círculo estrecho que las gentes bien nacidas consideran como intocable y sagrado.

Francisco Murguía y Cesáreo Castro, fueron los colaboradores de sus triunfos de 1915; sin su cooperación tal vez habrían variado los destinos de su existencia. Por consiguiente, al verlos vencidos y aniquilados, debió haberse dado cuenta de que al sacrificarlos, sacrificaba también su fama de soldado.

El caso de Maycotte, fue todavía más impresionante: cuando Obregón, perseguido por Carranza, huyó de México en abril de 1920, el Gral. Maycotte, no sólo lo recibió en el Estado de Morelos con generosa hospitalidad, sino que puso una brigada bajo sus órdenes. Con esa brigada pudo volver a México y apoderarse de los destinos nacionales.

¿Cómo pues, con estos antecedentes, entregó al antiguo camarada y compadre a un pelotón ejecutor?

En idénticas condiciones se encuentra García Vigil, que cayó hace cuatro años. Martínez de Escobar que acaba de caer, y Adolfo de la Huerta, que seguramente habría caído, si hubiera estado al alcance de su antiguo amigo fraternal.

La más monstruosa de todas las ejecuciones, es sin duda la del Gral. de División. Francisco R. Serrano, que siempre estuvo al lado de Obregón, como jefe de su Estado Mayor, como Ministro de Guerra, y que le sirvió en los momentos más críticos de la vida, con la devoción con que un hijo puede servir a su padre. Por eso los laureles que Obregón cosechó en el patíbulo del Gral. Serrano, superan a los laureles mismos de Caín.

(Artículo de Nemesio Garcia Naranjo, publicado en la revista Hoy el 8 de octubre de 1939)
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