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LA MATANZA DE HUITZILAC

HELIA D´ACOSTA

CAPÍTULO PRIMERO

Hablan los familiares.
Versión del chofer de Serrano


Francisco Serrano Jr. tenía tan sólo once años, cuando un tres de octubre -aniversario del asesinato de su progenitor- fue a su tumba y en un arranque de rebeldía infantil pronunció un doloroso discurso condénando a los asesinos de su padre.

Fue eso suficiente para que empezaran a llegar anónimos dirigidos a su madre en los que amenazaban con dar muerte al pequeño si osaba volver a protestar contra los criminales que le dejaron huérfano.

- Mi madre tuvo que esconderme.

Me dijo el joven Francisco, y agregó:

- Desde entonces no he podido levantar mi voz de protesta porque mi madre teme que también a mí me quiten la vida.

Francisco Serrano Jr., heredó el talento y bondad de su padre demostrados en su vocación hacia las letras. Su producción literaria comprende poemas, ensayos y trabajos de investigación. Recientemente editó una traducción de la obra de Stokowsky titulada Música para todos nosotros. Ha dictado conferencias en La Habana y en Nueva York sobre temas literarios. En el curso de la charla me dijo:

- El general Calles, poco antes de morir, envió a un empleado para pedirnos que tuviéramos una reunión con él, pero nosotros estábamos fuera del país, y cuando regresamos, se encontraba. ya muy grave y los médicos no permitían que se le viera.

¿Se arrepintió Calles de la participación que posiblemente tuvo en la tragedia de Huitzilac? Es ésta la incógnita cuya respuesta se llevó a la tumba.

La señora Amada Bernal viuda de Serrano, vestida de negro y con una infinita tristeza impresa en su rostro, me dijo ante la tumba de su esposo en el vigésimo aniversario de su asesinato:

- Para mí fue una sorpresa terrible. Pancho se despidió como siempre, muy cariñoso. Me dijo que iba a pasar su santo con los amigos en La Chicharra, un rancho que teníamos cerca de Cuernavaca. Yo dormí tranquilamente, ajena por completo a la tragedia cuando a lás dos de la mañana del día cuatro de octubre me dio la noticia una sobrina de mi esposo, Tita Serrano de Gómez. ¡Ya se imagina usted la terrible impresión que llevé! Máxime cuando yo conocí de cerca las actividades de Pancho. Acusarlo de rebelión fue el peor ultraje que podían hacerle sus enemigos.

La señora viuda de Serrano no pudo contener la amargura que el recuerdo del drama traia nuevamente a su alma. Con voz acongojada, agregó:

- Aquel día yo no pude moverme siquiera por la impresión. Fue una amiga: Carolina Saracho, quien recogió los cadáveres en el Hospital Militar con una orden del general Obregón. Yo estaba tan desesperada que no quise ni ver el cuerpo inanimado de Pancho.

En ese momento interviene en la conversación Francisco Serrano Jr. expresando:

- Fueron tan crueles los asesinos que el cuerpo de mi padre mostraba huellas de golpes, culatazos, proyectiles de ametralladora. La cara la tenía completamente destrozada y la mandíbula hecha pedazos, a tal grado que fue necesario sujetarla con un pañuelo.

¿Por qué esa saña? ¿Por qué los hombres son tan crueles con sus mismos hermanos? ¿Por qué, aun existiendo divergencias de credo político, o la obligación de ejecutar una orden superior, como en el caso de los oficiales que acompañaron a Fox, no cabía un poco de humanidad?

Y otra interrogación más amarga todavía: ¿Por qué los asesinos gozan de impunidad y ocupan puestos de importancia en la administración pública?

Creo firmemente que Obregón fue el asesino

Reynaldo Jáuregui Serrano, sobrino del general Serrano y hermano de Antonio Jáuregui Serrano, de 22 años de edad, que ninguna participación tenía en las actividades políticas de su tío, pues solamente lo acompañó para pasar con él su onomástico, y que fue sacrificado con lujo de fuerza y de crueldad, expresó:

- El general Serrano fue jefe del Estado Mayor de Obregón; se retiró de él, cuando lanzó su candidatura a la Presidencia. El siempre atacó la reelección; esa fue su bandera hasta su muerte. Teníamos una causa que sólo así podía perderse: en el panteón. Para mí, Obregón fue quien dio la orden de matarlos, porque aun suponiendo que esa orden no hubiese salido de sus manos, él podía haber evitado el crimen si lo hubiera querido, pues todos sabemos la fuerza que tenía en la política y con los militares. Yo creo firmemente que Obregón fue el asesino.

Roberto Jáuregui Serrano, hermano del anterior y de Antonio, de los mismos apellidos, me dijo:

- Mi tío, el general Serrano, era generoso y bueno. En una ocasión, cuando fue gobernador del Distrito Federal, llegué con él a su oficina. Lo esperaban muchos políticos, de improviso, una señora enlutada se acercó a él para decirle que a su hijo lo acababan de cesar en el Hospital Militar donde trabajaba. De momento, pareció no darse cuenta de lo que aquella señora le decía, pero al llegar a su oficina, me ordenó que la llamara, y dio la orden a Higgins, que era su secretario, de que inmediatamente repusieran en su empleo al hijo de aquella señora. Era muy generoso, no podía tener enemigos. Yo lo estimaba mucho. ¡No se imagina usted el sufrimiento que su muerte me causó! Y el haber perdido también a mi hermano Antonio, fue el máximo de la tragedia, y la forma en que los acribillaron: Antonio tenía las muñecas destrozadas al parecer con alambre de púas. Cuando estaba en el féretro, la sangre le escurría por las manos.

El arresto

Una versión muy importante es la que me dio Gustavo Gasca Galindo, que fue chofer del general Serrano, y que actuálménte trabaja en la Jefatura de Policía. Juzgue usted, lector:

- Hace como seis años, unos periodistas trataron de aclarar los hechos y me vieron a mí. Yo dije todo lo que vi. A los pocos días, el general Amaro dio orden de que me cesaran en mi empleo, pero el general Vicente González, que era jefe de la Policía, me defendió, y no me cesaron. Ahora, si pasa lo mismo por lo que le platique a usted, no me importa. ¡Yo diré siempre la verdad!

Yo le dije a señor Gasca Galindo que ahora nada le ocurrirá puesto que los tiempos han cambiado; que ya no vivimos esa época de terror en que nadie osaba levantar la voz y que hay libertad para expresar las ideas.

El anciano se tranquilizó y empezó a relatar:

- Verá usted señorita, salimos el día dos de octubre para Cuernavaca, (como ya se sabe, íbamos a pasar el santo del general a La Chicharra). Iban dos carros; yo llevaba al general Serrano, al capitán Méndez, al señor Antonio Jáuregui y ... no recuerdo a quienes más. Llegamos a Cuernavaca a medio día, al hotel Bella Vista, el general se puso a jugar dominó en el mismo hotel. Como a las diez de la noche de ese mismo día, vi que empezaban a pasar soldados frente al hotel, y en la esquina se paró un camión del ejército lleno de soldados e hicieron guardia toda la noche. Al día siguiente (tres de octubre), le iban a llevar el desayuno al general Serrano en su habitación, pero Serafín Larrea, que era el dueño del hotel, le dijo a mi general:

- Mejor vamos a desayunar a mi casa.

El general aceptó y se fue con él; pero antes nos dijo, a Urrea, su ayudante que le decían El Peludo, a José Pérez y a mí:

- Almuercen aquí. Yo vuelvo luego y enseguida nos vamos a la hacienda, que ya ha de estar la música allá.

El señor Gasca Galindo suspira y agrega:

- Almorzamos y fuimos a dar una vuelta por el jardín y a comprar cigarros. En eso vimos que el general Ariza se estaba dando grasa cuando se acercaron unos soldados y lo aprehendieron. Yo pensé:

- ¿Qué habrá hecho ese señor?

Luego llegaron más soldados y rodearon el hotel y se llevaron a los que estaban allí. Me dijeron que mi general Serrano estaba detenido. Me fui al cuartel y había doble valla de soldados. Pregunté, y el soldado que estaba de guardia me pidió la pistola. ¿Cuál pistola? Ninguno llevábamos armas.

El anciano Gasca Galindo se interrumpe un momento para continuar serenamente su relato:

- Yo entré llorando. Quería a mi general como a mi padre porque siempre fue muy bueno conmigo.

El general Vidal y Cacama al verme tan desesperado me dijeron:

- ¿Por qué lloras?

Y al contestarles yo que porque mi general estaba preso, me dijeron:

- No es cierto. No está detenido. Vamos a México.

Entré hasta donde estaba mi general que tomaba un sandwich y una cerveza, y le dije:

- Mi general, ¿qué pasa?

Y él me contestó:

- Nada. No llores. Vamos a México y allá nos ponen en libertad.

Gasca Galindo, continúa su relato:

- Me fui al hotel, pero ya se habían llevado a todos los ayudantes que allí estaban. Quise recoger el coche, pero me lo impidieron; se lo llevaron al Palacio de Gobierno diciéndome que sólo me lo daban llevando una orden de la jefatura de la guarnición.

Cuando salieron de Cuernavaca iba un camión de soldados adelante; a los generales los subieron a los coches. Al joven Antonio Jáuregui no lo dejaban subir al coche en el que iba mi general Serrano, pero él insistió y logró acompañarlo. En una parte del camino el camión de soldados se detuvo porque se descompuso; yo me adelanté, pero cuando los perdimos de vista, el general me dijo:

- Párate, vamos a esperarlos.

La ejecución

Al llegar a Huitzilac, el general Fox dijo que consiguieran unos lazos para amarrarlos; pero como no había, los amarraron con alambres de púas de las cercas que había en el camino. Al llegar al kilómetro cuarenta y siete y medio, fue donde los bajaron y el general Serrano les dijo:

- Si algo debo, soy yo. Los que me acompañan deben ser respetados, y más aún los civiles.

Entonces el coronel Marroquín exclamó:

- ¡Cállese, tal por cual! Y le dio un fuetazo en la cara al general.

Entonces Cacama dijo:

- Mientras yo viva, no hay quien toque a mi superior. Y se le echó encima a Marroquín. Entonces Fox disparó con la Thompson que llevaba, y dio orden de hacer fuego sobre ellos. Echaron los muertos a los coches que ellos llevaban, y se vinieron despacio porque ellos traían carros de alquiler con las llantas muy gastadas.

El anciano Gustavo Gasca Galindo, no puede contener el llanto al recordar la forma cruel en que asesinaron a su querido patrón. Con los ojos húmedos de lágrimas, continúa su relato:

- Tres días antes de que saliéramos para Cuernavaca, llevaba yo al general Serrano a su casa y cuando íbamos por Insurgentes me dijo:

- Voy a encender un cigarro para que me peguen a mí y no a ti, porque aquí me van a matar.

Y yo le contesté:

- Yo vengo dispuesto a todo mi general. ¡Por usted, daría la vida!

(De la revista Jueves de Excelsior correspondiente al 16 de octubre de 1947)
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