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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 40 - OTRA POLÍTICA

LA CIUDAD UNIVERSITARIA




Después de las muchas hondas preocupaciones que la educación llamada socialista produjo en el país; después de los apaciguamientos en la enseñanza hechos durante los ministerios de Véjar Vázquez y Torres Bodet, de los cuales ya hemos hablado, el presidenciado de Alemán, desde su iniciación, redujo los problemas de la educación y la enseñanza a las tareas de dictar y aplicar las disposiciones técnicas, con las cuales buscó normalizar la vida y desarrollo de las escuelas primaria y secundaria.

Al objeto. Alemán encargó de la cartera del ramo a Manuel Gual Vidal, persona elegida al capricho de la política, puesto que carecía de antecedentes en la cultura nacional y era ajeno a los asuntos pedagógicos.

Administrativamente, Gual Vidal sólo dió, en el discurso del presidenciado alemanista, un desenvolvimiento discreto a la escuela, para lo cual el gobierno aumentó hasta cuatrocientos cincuenta millones de pesos el presupuesto de educación.

En seis años, una inversión de doscientos cincuenta millones de pesos sirvió para construir en el país tres mil doscientos edificios escolares, con capacidad para un millón de alumnos; y de los establecimientos para normalistas fueron egresados diez mil maestros. Sólo la ciudad de México tuvo una población escolar de quinientos treinta mil niños y adolescentes, que concurrieron a mil noventa y siete planteles con siete mil seiscientos maestros, mientras el número de estudiantes normalistas, al final del año de 1952, ascendió a veintidós mil cuatrocientos.

La escuela rural fue dilatada a dieciséis mil doscientos planteles, que unidos a trece mil quinientas escuelas federales en la República, hizo saber la preocupación numérica que, dirigida como continuación de la política populista, tuvo el Estado durante esa temporada.

Tanto, en efecto, fue el influjo estatal en aquella competencia docente, que la escuela particular sufrió un decaecimiento. El clero, al que mucho debían las primeras letras nacionales, vio disminuir la población de escuelas; y esto a pesar de que el Estado estableció una política de tolerancia respecto a la enseñanza confesional. El triunfo de los establecimientos docentes oficiales sobre los particulares fue señalado por el secretario de Educación, aunque no sin faltar la exageración propia a la propaganda, fijando que por cada cien planteles del Estado sólo eran fundados seis privados.

Ahora bien: el régimen de tolerancia hacia la escuela confesional no solamente ocurrió en lo que respecta a primeras letras, sino también en lo conexivo a los seminarios que existían semiocultos. Estos, aunque apartados de los programas oficiales, funcionaban con normalidad hacia 1952, sin los temores que tanto hicieron retroceder la cultura sacerdotal. Además, con mucha discreción, el Estado donó un solar en los suburbios de la ciudad de México para la biblioteca del Seminario Conciliar y otorgó autorización para la fundación de una universidad semiconfesional.

Ninguno de estos pasos dados por el Gobierno en su preocupación de ampliar el horizonte de la enseñanza fueron ignorados por el país, a pesar de que oficialmente no fue dictado informe alguno; y lo cierto es que México aceptó, con señalado gusto, tales disposiciones. Los mexicanos, aun los más radicales, esa fue la realidad, interesados vivamente en su progreso, hicieron omisión a partir de entonces, de las menudencias ideológicas que tanto mortificaron al país en días anteriores; y aunque el hecho causó una lesión en el cuerpo de la cultura nacional, puesto que se menoscabaron las ambiciones de la inteligencia, por otro lado fue el comienzo de una rehabilitación conciliatoria al través de la Nación.

Hízose, por otro lado, esa tolerancia hacia la escuela particular semiconfesional, un motivo de lucro; porque el ahorro nacional halló una nueva y productiva inversión como fue el organizar planteles de enseñanza primaria y superior, máxime que el Estado eximió de impuestos fiscales a tales establecimientos.

Gracias a ese privilegio y a los provechos que empezaron a dejar las escuelas privadas, éstas que, como se ha dicho, habían decaído, tuvieron un resurgimiento, más ya no por corresponder a la Iglesia, sino debido a que significaron una elegancia para las familias ricas.

Tuvo sin embargo, el Estado, el buen cuidado de no abandonar la vigilancia escolar. Bien probados estaban por el país los peligros de la absoluta independencia docente; y ello no sólo en la escuela rudimentaria, antes también en la alta. La propia Universidad, gozando de autonomía; esto es, formando un pequeño Estado dentro del Estado Nacional, constituía una amenaza para la tranquilidad del país. Académicamente, tal independencia carecía de ventajas para estudiantes y profesores. Un motivo político no podía ser una causa de la cultura. La profesión de las letras y de la ciencia no iban a prosperar como consecuencia de una potestad universitaria.

Sin embargo, el divorcio entre la aristocracia universitaria y el populismo de la Revolución, que había sido el origen de la autonomía universitaria, no podía ser remediado; y esto, no obstante que la juventud, ya de suyo independiente y levantisca, unida a la vieja inteligencia que muy a menudo atizaba sus rescoldos dentro de las lecciones humanistas, presentaba condiciones conflictivas para la sociedad y el Estado.

Además, el acrecentamiento numérico de esa juventud universitaria obligaba a conjeturar cuán grande sería el poder de los estudiantes dentro de un régimen de autonomía, sobre todo si tal régimen era aprovechado con fines políticos.

A tales condiciones y sus consecuencias no podía ser ajeno un gobernante de tanta autoridad y previsión como Alemán; pero como sabía que la negación o restricción a aquella autonomía universitaria que el Estado había otorgado en un momento de flaqueza y moda, ocasionaría hechos violentos y por lo mismo perjudiciales al país, el Presidente sin rozar el llamado derecho universitario, tomó el camino de limitar o dirigir aquella situación que estaba siempre cerca de lo explosivo, a través de instrumentos económicos, que a par fuesen aparentemente respetuosos de la libertad dada por entero a la Universidad.

Al efecto, correspondiendo a los elevados presupuestos de la secretaría de Educación, el Presidente se sirvió del subsidio a la Universidad para imponer sobre ésta un régimen presupuestal federativo. Así, al llegar el último año del presidenciado alemanista, la Universidad recibió un socorro del Estado de catorce millones de pesos.

Pero no fue esa la única medida dictada por el Presidente tratando de neutralizar aquella autonomía, tan disparatada en el seno de un régimen presidencial como el de México; y al caso, demostrando la superioridad creciente y benévola del Estado, mandó la construcción de una vasta Ciudad Universitaria. Consideró Alemán que aquella donación, aparte de significar el poder magnánimo del Gobierno nacional, enlazaría a los estudiantes a una deuda de gratitud. Además, con ello, aquel sexenio dejaba a la posteridad un legado de Alta Cultura que obligaría a las generaciones venideras a perseverar en los progresos de la ciencia y letras.

Tan certeras fueron en la realidad las previsiones del Presidente y tan oportuna su intervención para llevar a la grey estudiantil a un oasis espiritual, que las dislocaciones de la masa juvenil mundial que ocurrieron al final de la Gran Guerra, como consecuencia del anhelo universal de iniciar un retorno a la Naturaleza, no rozaron el alma de los universitarios mexicanos, de manera que el sosiego estudiantil fue resultado de una de las artes del gobierno de un pueblo.

Pronto el gobierno gastó los primeros ochenta millones de pesos en aquella obra que, por sus proporciones, pareció en su grandeza impropia a México; pero como el general Cárdenas había dado, en oposición a la Universidad Nacional, un instituto a la juventud proletaria, Alemán acudió presuroso a continuar la obra de Cárdenas, a manera de equilibrar el poder escolar de la clase media con el poder de la clase escolar pobre. Así, dos grandes instituciones: la Universidad Nacional Autonóma y el Instituto Politécnico crecieron bajo la misma sombra del Estado paternal -de la omnipotencia del presidencialismo mexicano.

Y al mismo tiempo de dar vida y energía a aquellas dos potencias de la juventud, quiso el Estado proporcionarles un régimen tecnológico. El futuro de la técnica fue de nuevo previsto por Alemán. La idea de que la geografía era el poder dominante para el desarrollo de los Estados marchaba en decadencia dentro de la mentalidad oficial instituida por la Revolución. La creencia de que la técnica sería el valor futuro de los pueblos, fue alimentada con ingenuidad por el Presidente, sobre todo a través del Politécnico, a donde la población estudiantil ascendió a catorce mil ochocientas almas, en 1952.

No correspondieron sin embargo los programas universitarios a aquel espíritu de Alemán. Los métodos de trabajo en las aulas continuaron en los conflictos románticos correlativos a la Segunda Guerra Mundial. Tampoco correspondieron a la inspiración creadora de la Revolución; porque la Universidad, guiada todavía por el espiritualismo de Caso y Vasconcelos, vivía muy atrás de las osadías revolucionarias de Alemán. El cuerpo universitario no sólo requería una grande y vigorosa estructura física, sino también un alma generosa y guerrera, que en lugar de alentar la subversión y el extranjerismo crease la doctrina del patriotismo y del bienestar social.
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