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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 40 - OTRA POLÍTICA

LA SUCESIÓN DE 1952




El licenciado Miguel Alemán, como se ha dicho, comenzó su sexenio presidencial sin grandes problemas políticos, sociales o económicos capaces de sembrar la intranquilidad de los mexicanos. El único existente era el ya consuetudinario de los localismos; porque en torno a los gobiernos de los estados se movían inextingibles apetitos, acompañados de rencillas y propósitos de venganzas, de manera que todo eso presentaba, en la realidad, un mero conflicto pasivo para el presidenciado alemanista.

No teniendo, pues, dejando a su parte esa perenne condición conflictiva en los estados, en que distraer sus fuerzas políticas, el presidente Alemán pudo probar sin grandes problemas al frente, el valimiento e influjo de su autoridad.

Habían quedado rescoldos de los sucesos en torno a la Sucesión presidencial de 1946, pero Alemán los apagó tanto con su laboriosidad como mediante instrumentos que servían para minorar intereses económicos, de suerte que quienes pudieron constituir una oposisión se vieron amenazados o desarmados fácilmente; y quienes pretendieron suscitar conflictos por sistemas de escándalo, fueron objeto de severas medidas a veces atropelladas.

Sólo una fuerza política latente quedó en el país. Esta fue la del general Lázaro Cárdenas y sus allegados. Alemán le había tratado con dignidad y comedimiento, dándole la jerarquía moral correspondiente a un ex Jefe de Estado y circundándole de obsequiosidades presupuéstales; ahora que no por esto restañó la herida causada a Cárdenas en la derrota política que el propio Alemán le inflingió al ganarle la partida de la presidenciabilidad oficial al general Miguel Henríquez Guzmán.

Cárdenas había permanecido, después de tal acontecimiento, retirado, en la apariencia, de las actividades políticas; aunque a trasmano seguía entendiéndose con Henríquez Guzmán, alimentando en éste la idea de volver a la presidenciabilidad en la Sucesión de 1952.

Servíase Cárdenas, para estimular a los partidarios de Henríquez, de los errores personales que cometían los funcionarios y líderes del alemanismo, generalmente en torno a los enriquecimientos súbitos de aquéllos; también de que, a una década de distancia del sexenio cardenista, el país empezaba a olvidar los puntos flacos y negativos de tal período presidencial y el propio país sólo veía la resignada gravedad en la cual el expresidente enfundaba su vida de funcionario cumplido y trabajador, y de ciudadano pacífico y respetuoso de las instituciones; porque muy morigerada era la vida de Cárdenas frente a la codicia de los victoriosos alemanistas y además la llevaba con singular dignidad, puesto que tenía todos los visos de quien estaba alejado de los asuntos políticos no tanto por democratismo cuanto por un acendrado e indiscutible patriotismo.

Todo aquello era un verdadero teatro del cual el público se gozaba, sobre todo porque se consideraba que Cárdenas, a pesar de su apartamiento político espiaba la hora del desquite, en tanto Alemán, impertérrito, mantenía el imperio de su gobierno.

Esa actitud de Cárdenas no era censurada tanto por enemistad popular hacia él, cuanto por considerarse que habiendo nacido Cárdenas precisamente en la reivindicación política del cuerpo rural mexicano, parecía increíble que ahora, en el ejercicio de tal reivindicación, pudiese vivir retirado y esterilizado de los asuntos públicos de su patria.

Muy enigmática, pues, se presentaba la figura de Cárdenas en la sucesión presidencial de 1952; y esto a pesar de que no transgredía la moral social ni las leyes de la Nación, y no obstante el conocimiento que tenía acerca de los instrumentos de designios del régimen presidencial, máxime que el propio Cárdenas no había titubeado en señalar a su sucesor, y por lo mismo éste y sus continuadores estaban amparados por un derecho de transmisión sucesoria.

Alemán, además de sus funciones constitucionales, de su ejercicio de caudillo político y de su partido bien enraizado, tenía el apoyo incondicional del ex presidente Manuel Avila Camacho, a quien había encomendado, como ya se ha dicho, las tareas para coordinar las simpatías y obediencias de los jefes del ejército, quienes con mucha resignación patriótica aceptaban la gobernación de un civil.

Así las cosas, Avila Camacho, advertido de los aprestos de Cárdenas y Henríquez, y sospechando que el solo hecho de que la unión de estos dos generales pudiese ser un incentivo para uncir al ejército a un nuevo carro político, con mucho comedimiento rehizo su amistad con Henríquez Guzmán, resentida como consecuencia de los sucesos electorales de 1945, e intentó neutralizar las ambiciones de Henríquez y el compromiso de Cárdenas con éste.

Pero como esto no bastara a los fines políticos de Avila Camacho; pues Henríquez bien pronto advirtió la añagaza, los líderes alemanistas, conducidos con mucha osadía y decisión por el licenciado Rogelio de la Selva, secretario de la presidencia, persona de muy grandes pasiones y de singular inteligencia, lanzaron, con señalada y diabólica oportunidad, pero haciéndolo por medios indirectos, la idea de reelegir a Alemán.

Aquella finta deshizo los primeros trabajos que los partidarios de Henríquez hacían entre los jefes del ejército, y aunque tal finta dio lugar a muchas confusiones y extravagancias entre los propios funcionarios públicos y admiradores de Alemán, de todas maneras, el gobierno se fortaleció y la candidatura presidencial de Henríquez a poco dejó de constituir una amenaza.

De esta suerte, el Gobierno fue un aparato de magnitud y eficacia que sin violar los preceptos constitucionales ni atropellar las libertades públicas, se dispuso a mantener la paz nacional, si ésta se veía en peligro, como parecía que se vería, dado los aprestos de lucha armada que con mucha anticipación hacían los generales Marcelino García Barragán y Luis Flores Alamillo, partidarios del general Henríquez, mientras los civiles organizaban una oposición e iniciaban un parentesco electoral con los partidarios del licenciado Vicente Lombardo Toledano, también candidato a la presidencia.

Los trabajos para la Sucesión presidencial se presentaban, pues, como una batalla que no estaba dirigida a la conquista del Sufragio, sino a manera de lucha contra el Estado.

Alemán, ya se ha dicho, que estaba pública y francamente resuelto a continuar la técnica electoral instaurada por el partido de la Revolución desde 1934, sólo esperaba el momento oportuno para que el Partido Revolucionario Institucional diese a conocer la palabra de orden al candidato presidencial elegido por el propio Alemán; pues no existe prueba alguna de que hubiese proyectado su reelección, pero sí apoyó, con su silencio la finta de De la Selva.

Ahora bien: frente a la candidatura oposicionista de Henríquez Guzmán y a la que se esperaba del partido Revolucionario, la población nacional se mostraba exenta de gusto e interés. Reinaba, eso sí, un sentimiento de viva curiosidad, debido a las tantas aparentes complicaciones que presentaba el panorama político doméstico del alemanismo; y esto se debía a que, no revelándose cuál era el verdadero poder que ejercía Alemán sobre sus amigos y colaboradores, y cuánta su efectiva autoridad nacional, muy común empezó a ser la creencia de que el Presidente no se bastaría a sí propio, para dirigir y dirimir todos los asuntos internos de su partido y de la administración pública, en medio de un acto de tanta responsabilidad y compromiso como el de elegir su sucesor.

Sin embargo, Alemán tenía preparado, como buen previsor que era, su campo de operaciones electorales. Sólo un problema confrontaba el Presidente: que el candidato del Partido Revolucionario Institucional fuese capaz de acallar, con sus prendas personales, la voz general que se mostraba contrariada por los negocios y abusos que realizaban algunos altos funcionarios públicos.

Si en la sucesión de 1946, sólo cuatro colaboradores de Avila Camacho poseyeron las cualidades esenciales de la presidenciabilidad, y a tres de los mismos los pudo detener el Presidente antes de que se desarrollara la campaña del desasosiego y la intriga, que notoriamente estaba llamada a dañar todos los intereses de la República; ahora, en la sucesión de 1952, cada secretario de Estado se sentía con aptitudes presidenciales; pero como muchos eran los errores que tales personajes habían cometido, que al través de una selección honorable, el común de la gente sólo señalaba a dos como aptos para gobernar al país: a Adolfo Ruiz Cortines, secretario de Gobernación y a Nazario S. Ortiz Garza, secretario de Agricultura.

Era éste persona de muchos valimientos, de alto espíritu de empresa, de clarísimo talento, de reconocido pulso y hombre hecho en la carrera política originada con la Revolución. Poseía el primero, cualidades excepcionales: individuo de extrema responsabilidad, con crédito de dignidad, rectitud y honorabilidad. Poseía, además, grandes dotes de observador y analista y una extraordinaria sensatez. Hablaba de Alemán, con marcado respeto y devoción, y si no tenía los alcances de un ilustrado, sí sabía considerar la proporción entre las cosas y los hombres.

Carecía de popularidad y no era de los individuos llamados a adquirirla fácilmente como hubiese ocurrido con Ortiz Garza; y esto último, preocupaba al Presidente, aunque Ruiz Cortines sustituía aquella desventaja con su naturaleza cordial y llana y su porte sosegado y sencillo.

Los partidarios de Henríquez Guzmán, dirigidos por viejos cardenistas, quienes creían que el sólo nombre de un antiguo jefe iba a bastar para un triunfo político y electoral, exentos de talento y aptitudes de organización, seguían el camino de la ventura; también de los ímpetus. Su candidato, sin embargo era hombre reposado y de muchas consideraciones; y tenía un valimiento de muchos quilates, que los líderes de su campaña nunca llegaron a reconocer.

Sin grandes obstáculos, pues, Ruiz Cortines, ya designado candidato por Alemán, fué elegido presidente de la República. El Congreso de la Unión, hizo saber que el triunfador había recibido dos millones setecientos mil votos. El voto a Henríquez, según el propio Congreso declaró con un cinismo político que contrarió al país, no tenía importancia numérica. La República calló y continuó su vida de tranquilidad. No había suceso alguno capaz de ensombrecer el panorama del país. En Ruiz Cortines se vio al hombre prudente, austero y honorable; en Heríquez Guzmán al caído por culpa de sus lugartenientes pedestres y maniobreros.

Sin embargo, no dejó de ser doloroso un suceso sangriento, que si no trascendió al país, se debió a la falta de espíritu público, ocurrido al finalizar la lucha electoral de 1952; pues en efecto, los henriquistas, como una expresión de coraje cívico, no obstante su fracaso ante el poderío del Estado, organizaron una procesión por las calles de la ciudad de México, y aunque tenía todos los visos de desafiante para el gobierno, de ninguna manera ponía en peligro la estabilidad de las instituciones políticas. Esto no obstante, fue objeto de un ataque de la fuerza armada oficial, que causó víctimas inocentes y advirtió que el país podía ser amenazado por un cesarismo creciente.
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