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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 40 - OTRA POLÍTICA

EVOLUCIÓN MENTAL




Desde los comienzos de la década de 1940, se advirtió en el país, ya al través de publicaciones periódicas, ya en libros y folletos, un cambio tanto en las expresiones literarias como en la representación de ideas, cuando los escritores o políticos trataban de problemas mexicanos. El principio nacional, en efecto, se hizo manifiesto en todos los órdenes, incluyendo a las empresas mercantiles, industriales y bancarias generalmente ajenas a los fenómenos de las nacionalidades.

Estas últimas, como primera parte del influjo que lo nacional tuvo sobre ellas, empezaron a perder apellidos extranjeros; también vieron desaparecer, aunque no totalmente, a los directores extranjeros. Los nombres de familias mexicanas fueron encumbrándose poco a poco como en un capítulo más del determinismo político.

No hay huellas documentales, de que en el desarrollo de ese fenómeno se hubiese empleado la violencia popular o del Estado, a excepción de los sucesos concernientes a los súbditos chinos. Los líderes o capitanes de capitales foráneos hicieron nuevas urdimbres para el manejo de sus empresas de manera que, en la realidad, ya no fue posible distinguir dentro de los establecimientos de manufactura o crédito a donde llegaba el capital extranjero; a dónde el mexicano. Así, lo conexivo a la economía del país adquirió los tonos de exteriorizaciones nacionales.

Influyeron en tal panorama de México, los cambios observados dentro de la masa popular; asimismo los advertidos en la clase selecta.

En el seno del cuerpo popular, a donde lo consideraron étnicamente como aborigen, evolucionó tanto en el habla como por lo que respecta a la indumentaria. Además, el desenvolvimiento de las ciudades, el progreso en las comunicaciones, el movimiento migratorio que condujo a individuos de las más remotas aldeas a Estados Unidos y, por fin, la incesante incorporación de los más pobres y aislados filamentos sociales del país a las empresas de la Nación, produjeron un cambio que se singularizó en mejoramiento tipológico.

La discriminación pasiva que existió en el altiplano mexicano a donde con desdén se llamaba indio o indígena al labriego pobre, o al sujeto que no hablaba correctamente el español, o al individuo de tez trigueña, quedó liquidada hacia los días que recorremos; y la vieja idea de que el México nuevo era producto de un mestizaje, fue sustituida por el valor científico de la evolución.

Ahora, se aceptaba que los mexicanos, sin distinción de color, o de habla, o de indumentaria correspondían a una gran familia histórica, la cual no solamente defendía su naturaleza cultural y civilizada ante las últimas tentativas discriminatorias que fueron frecuentes en Estados Unidos, pero sobre todo en Texas, sino también su fuerza y vigor tradicionales. Para lo primero, se halló un poderoso punto de apoyo en el valor probado de los jóvenes mexicanos que, nacidos en suelo extranjero, concurrieron a la Segunda Guerra Mundial como soldados de Estados Unidos. Para lo segundo, sirvió el descubrimiento (marzo 1950) de los que se dijo eran restos óseos de Cuautémoc; restos a los que el Estado no dio autenticidad.

El acontecimiento, a pesar de no tenerse como obra de la ciencia, no sólo conmovió al país, antes convenció a los mexicanos de la existencia de una profunda veneración a lo pasado y por lo mismo de una raíz nacional. El hallazgo, debido a la profesora Eulalia Guzmán, aunque producto de una precipitación alucinada, además de la resonancia popular, alentó al mundo mexicano para dar portento a su Historia; y como ésta se hallaba amenguada por el peso de una supuesta deuda con una nación extranjera, apenas se habló del encuentro de tales restos de la antigüedad mexicana, el país pensó gravemente en sus verdaderos fundamentos.

Ningún otro argumento, ni el del indigenismo político, ni el que se adjudicó la pintura burocrática y partidista de Diego Rivera, ni el del ingreso del labriego rústico a la vida social de México, tuvieron tanta influencia para el retorno histórico mexicano, como el ocurrido con la osamenta hallada por Eulalia Guzmán, admirable y perseverante investigadora de nuestro más remoto pasado.

Pero todo esto ocurrió y se resolvió dentro de la clase popular. La clase selecta, por su parte, más por intuición que por doctrina, si no con nuevas y elocuentes voces, sí con mucha convicción apoyó y celebró la evolución de la idiosincrasia mexicana; y si el ilustrado y laborioso Daniel Cosío Villegas acusó a los hombres de la Revolución de ser inferiores a las exigencias de la propia Revolución, se debió a que el gremio literario, tan ajeno al meollo de la nacionalidad, no sintió ni comprendió la renovación operada en la mentalidad de la Nación. Sin embargo, dentro de ese mismo filamento, se registraron alientos de nacionalidad en las obras de Alberto Morales Jiménez, Eduardo Espinosa Prieto, Eligió Ancona, Agustín Yáñez y José Fuentes Mares, Agustín Cué Cánovas y Andrés Henestrosa.

Acompañaron a este movimiento intuitivo del renovado espíritu de México, algunas altas piezas literarias que, no obstante su clasicismo, comparten el desarrollo popular del país, así como el desarrollo de empresas editoriales y librerías; aquéllas con capital superior a doscientos millones; éstas en más de doscientas en el Distrito Federal.

Así, sin aparato de propaganda ni de recursos financieros, el libro mexicano acrecentó el número de sus lectores; ahora, que si sólo existía una librería por cada treinta mil habitantes, debe considerarse que México no aprendió a leer ni le dieron aptitudes para vivir en el mundo de las letras, sino desde los últimos años del siglo XIX. No existía, pues, en México una tradición de lectura y pensamiento.

Más, pues, que a los libros y lectores, los progresos de la mentalidad mexicana se derivó de las representaciones populares. El escritor, durante la época que remiramos, era oriundo del pueblo; en ocasiones del más bajo pueblo; y generalmente se había iniciado en su carrera literaria penosamente. De aquí, la pesadez y discordancias en sus figuras e imágenes; y escribía un párrafo en primorosas letras, para luego entregarse a las expresiones pedestres y chabacanas, si no es que a una pornografía soez e indecorosa.

Estas inconexidades en letras e ideas señalan la falta de escolaridad; pues vencida por la Revolución, la incipiente alta escuela que existía, huyó del país; y los hombres tuvieron que aprender a escribir a lo largo de los días aciagos de una lucha intestina con los vocabularios propios a la misma lucha. Así, la lengua española se convirtió en una mezcla de voces nacidas al calor que da el vivaque revolucionario.

Esto no obstante —tan grande así fue la evolución en la mentalidad mexicana— que los escritores nacionales, emergidos de la masa popular y hechos en letras por sí propios, después de objetar la gramática y desdeñar a los académicos, se propusieron llevar el iluminismo de la intuición popular a la aristocracia de las letras hispánicas; porque, en efecto, proyectada por José Rubén Romero, individuo de singular ingenio y producto inigualable de la naturaleza popular de México, el gobierno del presidente Alemán auspició y realizó (abril 1951) la reunión, en la ciudad de México, de las Academias Nacionales de la Lengua Española; y así aquellos individuos que en España y los países sudamericanos eran la consagración de las letras bellas, se entregaron —tal fue el valor y la fuerza de la razón popular— a los brazos de los improvisados literatos de México; y la vieja, austera y notable Real Academia Española se vio envuelta en los pliegues de la ancha manta del populismo mexicano, que fue la pasta de la Revolución.

No bastó, pues, a México la evolución de su propia mentalidad, sino que atrajo al mismo fin a quienes, organizados para dar esplendor y brillo a una lengua que no estaba totalmente adoptada por los mexicanos, llegaban a un país, cuya era la población nativa que había defendido, por más de cuatro siglos, su nacionalidad purísima y elocuentísima. Mas ello aconteció por ser inmensurable el poder que representaban y realizan las evoluciones orgánicas, cuando éstas son parte primera del renacimiento intuitivo y racional de un pueblo.
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