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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES

EL MUNDO LITERARIO




Monopolizada la vida de México, primero por la Guerra Civil; después por los hombres de armas tomar, y más adelante, al través de quienes sucedieron al general Calles, por los políticos de una naciente y entusiasta selección, la gente —la población correspondiente al mundo no oficial y no partidista- no tuvo oportunidad, ni medios, ni gusto para pensar.

Por otra parte, como las pocas y exóticas letras y culturas legadas por el porfirismo, habían desaparecido tanto por su extranjerismo, al igual que por su incapacidad para ensanchar el muy limitado círculo de los ilustrados; y aislado México debido a sus luchas intestinas del pensamiento universal, se hizo necesario que el ingenio humano, simpre imperecedero, se reivindicase por sí propio y que también por sí mismo fuese el dínamo capaz de exteriorizar, coordinar y hacer esplender el talento.

Tal reivindicación, tan esperada por la juventud desde que cesó el fuego de la guerra, no podía llegar fácilmente a sus metas; pues la temporada que con el Vasconcelos de 1920 pareció llamada a abrir el horizonte del genio, fue muy fugaz y precaria; aunque dejó hondas huellas en el país.

En efecto, la estela luminosa del vasconcelismo que vivió durante la época generosa de la Revolución, en la cual el general Obregón y otros adalides revolucionarios creyeron en la asociación del intelectual y del político, no daba señales de volver. Las derrotas políticas de Vasconcelos, a pesar de ser explicables políticamente, fueron tan humillantes para el talento, ya que nadie se atrevía a intentar el exorno de las altas culturas ni de los pensamientos magníficos. El gran espíritu de nacionalidad que Vasconcelos evocó para su Patria y la Revolución estaba perdido, por lo menos en la superficie, o se había hecho patrioterismo a través de pintores y escritores burocráticos.

Sin embargo, a poco avanzar la década del 1930, ocurrieron las primeras manifestaciones literarias; pero éstas fueron tan débiles como umbrosas. No muy fácil, después de una casi esterilidad, podía volverse al intento de fundar una escuela nacional de letras y doctrinas. La mayoría de los agentes propios al caso estaban perdidos. El vulgar vocabulario, siempre ajeno a las guerras, dominaba en todas las expresiones, y la lengua española, aunque lengua invasora, tenía perdidos todos sus primores, y usarlos daba la idea de que se trataba de servir a la Contrarrevolución.

Las infidencias políticas eran motivo de infidencias literarias, de manera que las exposiciones escritas andaban desgaritadas. Los revolucionarios, enseguida del desengaño que sufrieron en su sociedad con los intelecturales, se apartaron de éstos para constituir un organismo que, como el Partido Nacional Revolucionario, debería crear el talento político de México.

No existían, pues, a la vista del ojo común, los signos denotantes de un albor literario; pero es que se olvidaba o se desconocía que el talento es una mágica virtud humana, incuestionable e inextinguible; y que así como se pierde en las aguas del golfo de los aprovechamientos momentáneos, igualmente puede surgir o resurgir al más suave roce de la libertad; porque tal es la condición precisa que pone el talento para existir: gozar de la libertad. De esta suerte, allí a donde el hombre vive su individualidad; allí a donde puede disponer a su gusto y destino de cuantas ocurrencias y preocupaciones se viste el alma; allí a donde las lides políticas, ya por riñas palaciegas, ya por veleidades autoritarias, ya por caprichos del populismo o del burocratismo, tratan de dar categoría a sus paladines o partidos, allí siempre aparecen los móviles del pensamiento -las excitaciones del talento.

Tanta es la certeza de que tal es el ambiente necesario para el calor de la producción literaria, que aquel callismo proyectando planes objetivos, doctrinas aleccionadoras de civismo, ensayos institucionales y aquel batallar de la grey católica queriendo su soberanía dentro del Estado nacional, tomando las armas con bizarría innegable, aunque con perjuicio a la patria y renovando con devoción inefable la idea de Dios, produjeron una época de letras e ideas; ahora que tales ideas y letras corresponderían a manifestaciones atormentadas, debido a lo cual, no tendrían la perdurabilidad de aquellas que hacen edad para las naciones y los hombres.

En esa segunda proyección literaria, que constituía el reflejo del talento mexicano, se registraría una solidez mayor que la de 1920. En ésta, los valores quedaron en meras representaciones plásticas y poéticas. En la que comenzó a la década de 1930 a 1940, esos valores se desarrollaron partiendo de las fuentes humanas y trataron de alcanzar los caminos capaces de conducir a la felicidad de México; ahora que los esfuerzos del talento desplegado en estos días que recorremos, adolecería de un mal: el pesimismo.

En efecto, los escritores entrerrenglonaron sus obras, ora con sus acibarados destellos, ora con sus conceptos de agravios, ora con el despecho de sus derrotas, ora con los desdenes del apartamiento. Pareció como si la fe en México se hubiese perdido; pues quienes hablaban de una posible dicha y querían mostrar el camino para alcanzarla, lo hacían en medio de tantos eufemismos, suceptibilidades y melindres, que lo que tendía a ser triunfal se volvía oscuro e inalcanzable.

Ese pesimismo de época tuvo sus dos principales protagonistas al través del decenio que estudiamos, en José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán; pues si éste es ciertamente mayor en letras hermosas y aquél en pensamientos cósmicos, oscureciendo ambos el valimiento de individuos y partidos, hicieron una literatura tan negativa que producen un hondo pesimismo. Así, elevan hasta hacerles rozar el cielo a sus héroes; envuelven con lazos satánicos a los contrarios; ahora que unos y otros, dentro de lo hiperbólico, resultan tan ajenos a la realidad, que aun llevados a la ficción constituyen la leyenda negra de la Revolución. Tanta fantasía hay en los personajes de Guzmán y Vasconcelos, por más que el primero se mide dentro de la novela y el segundo pretende audazmente escalar la historia, que ambos dejan una amargura insondable, como si México no tuviese más remedio que vivir entre el humo de la pólvora; como si la paz y la cultura hostigasen a los mexicanos.

Culpa, sin embargo, de ese pesimismo no fueron Vasconcelos ni Guzmán. El país tenía perdido el horizonte de lo bello, de tal manera que cuando Vasconcelos quiso penetrar al campo de la estética, realizó la mayor de las incoherencias apolíneas y sólo pudo salvar de su catástrofe interna a la cual le movía el pesimismo, la descripción física de las cosas.

Caído, pues, en las negruras de los reproches y arrepentimientos, —también en las amabilidades de Venus— Vasconcelos hubo de asociar sus letras a la intriga; intriga en ocasiones tan pedestre como escandalosa. De esta suerte, en su Ulises Criollo, con poseer muchos primores, no sirvió a la grandeza del alma o del pensamiento.

Debido a todo eso, el amanecer de las letras en los comienzos de una Alta Revolución mexicana, careció de virtudes humanas. Guzmán y Vasconcelos, dejando a su parte los merecimientos de sus expresiones bellas, se convirtieron en instrumentos para acrecentar las divergencias que existían en el país. Vasconcelos, más que Guzmán, dio la idea al través de sus páginas, de corresponder a las tribulaciones del alma derrotada —de las almas derrotadas.

No por ello, y lo mismo Guzmán que Vasconcelos, dejaron de ser el acicate para hacer brotar entre las areniscas de las tierras calizas de México, todos los géneros de letras: de poética, primero; del novelístico, después; del histórico, por fin. Nada de esto, propusieron Vasconcelos ni Guzmán; pero ambos hicieron recordar que existía el talento, y que éste se hallaba obligado a producir. El desdén hacia las las letras que habían caído en la inferioridad debido a los excesos de la pólvora, se convirtió en reacción de trabajo, de esperanza y de triunfos.

Así fue, en esencia el origen de un amanecer literario de México advertido en la poesía de Enrique González Martínez y Ramón López Velarde, de Jaime Torres Bodet, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia; en la oratoria de Efraín Brito Rosado y Salvador Azuela; en los ensayos europeístas de Alfonso Reyes; en las catilinarias históricas de Carlos Pereyra, a quien Vasconcelos llamó el mejor historiador de México, y esto para tener la oportunidad de decir que el ministro de Educación Narciso Bassols era masoquista; en las lucubraciones filosóficas de Samuel Ramos y Eduardo García Maynez; en la novela de Gregorio López y Fuentes y Rafael Muñoz; en las investigaciones históricas de Fernando Ocaranza y Mariano Cuevas; en la protohistoria de Pablo Martínez del Río y Alfonso Caso; en las efemérides, de Alfonso Taracena; en el concierto de la historia de Vito Alessio Robles y Jorge Flores Díaz; en las gracias literarias de Artemio de Valle-Arizpe y en los amenísimos ensayos de letras y sicología de José Rubén Romero. Este reunía en sus grandes cualidades de escritor su fulgente talento; pero le distraía de las empresas literarias su afición a la política.

Lo contrario acontecía a Valle-Arizpe, quien entregado a las tareas que obliga la novelística, vivía en el apartamiento de la sociedad y por lo mismo no sabía penetrar en el alma humana. En cambio tenía bastos conocimientos de la lengua española, que manejaba con donaire y soltura, aunque abusando de los arcaísmos.

Por momentos, en aquellos comienzos de la literatura correspondiente a la Revolución, pareció como si todos los mexicanos estuviesen obligados a escribir y editar sus trabajos; porque, en efecto, la producción editorial no tuvo igual en muchos años de imprenta nacional. Ahora, Rafael Loera y Chávez y Rafael Quintero compiten en arte tipográfico; la bibliografía anual hace volumen con Felipe Teixidor y Roberto Ramos; las editoriales toman auge con los hermanos Porrúa y Gabriel Botas, quienes abren las posibilidades para que los jóvenes escritores vean sus nombres en letras de molde.

Acreciéntase también en estos días que examinamos, las ideas que nacen y mueren en meses; y en medio de tal euforia se proponen reformas a la lengua española, y se supone que de México sale un nuevo idioma universal que se cree superior al esperanto.

No escasean las extravagancias literarias, filosóficas y estéticas. Los grupos esotéricos y espiritualistas divulgan sus ideas apasionadamente; las hacen conexivas al uso de los alimentos verdes. Renace la medicamentación homeopática y fundan una escuela que se llama de medicina hidroterápica.

Con todo eso, se desarrolla venturosamente el espíritu de asociación. Reúnese, en México, al efecto, la primera asamblea del Rotary Internacional; se proyecta una nueva Internacional de los trabajadores; el partido Socialista del Sureste pretende una confederación nacional Socialista; el incipiente cooperativismo inicia la organización de una federación de cooperativas.

Más realce que lo anterior tuvieron la producción cinematográfica, la música popular y la radio. Lo primero apareció súbitamente, sin plan alguno a manera de divertimiento casual; pero en el curso de una década conquistó tantos aplausos, que los mexicanos advirtieron sus capacidades artísticas y técnicas. Además con aquellas representaciones en la pantalla, se despertó el entusiasmo nacionalista. Infortunado esto último fue más allá de los límites racionales y se convirtió en un chauvimismo vulgar e intolerable, agregándose a lo mismo el despertar de un mercantilismo tan burdo como absurdo, que más adelante deshizo los triunfos primeros.

No aconteció igual con la música popular, cuya natividad se debió a Agustín Lara; pues si es cierto que anterior a éste no pocos compositores nacionales dieron, colocaron bellas notas sobre el pentagrama, Lara tuvo la virtud de encontrar la fuerza de las melodías que encantan el alma del pueblo. Además, lo logró, un excepcional repertorio sin repetirse; y todo esto con tanta espontaneidad y sinceridad, que hizo creer a México en lo mexicano.

Gracias también a la música de Lara, la radio fue un instrumento para alegrar al país, que hacia los días que recorremos todavía vivía bajo los influjos del pesimismo y del aislamiento que dejan las guerras, aunque éstas tengan origen en causas generosas.

Tampoco puede pasar inadvertido para la evolución histórica del pueblo mexicano, el lustre que dieron a México en el extranjero Dolores del Río y Ramón Novarro. Ambos acrecentaron el crédito artístico de México. Además, la señora del Río caracterizó, especialmente para otros países, un excepcional tipo mexicano de belleza femenina. Con tan notable como linda dama, la mujer mexicana adquirió en el mundo merecida fama.

Pero en el orden de la cultura, lo más positivo, la manifestación académica más significativa de tales días, es la Universidad Nacional, que ahora (19 octubre, 1933) se apellida Autónoma; porque se gobierna interiormente por intereses peculiares; aunque en lo externo hace depender su vida del subsidio oficial. Para iniciar su autonomía, la Universidad recibió del Estado Nacional inmuebles y un fondo de diez millones de pesos, pero de éstos sólo obtuvo cinco.

Además, la Universidad pidió su capacidad jurídica; y después, en medio de las censuras que le hacían los líderes políticos, nombró rector al licenciado Manuel Gómez Morín, persona de clarísimo talento, singular ilustración y rectitud intachable; y aunque no era un maestro, no ocultaba sus propósitos de alcanzar tal estadio.

Por lo menos, fue un guía —guía de patriotismo, de tradicionalidad y de academia—; y esto en una época mexicana durante la cual el Marxismo empezó a invadir las tertulias literarias y sociales, y amenazaba a la propia Universidad.

Frente a Gómez Morín se presentó un talento no menos excelso: el de Vicente Lombardo Toledano; ahora que éste estaba tan inficionado de extranjerismo, que propuso a la Universidad que aceptara como fundamento de la educación y cultura impartida a los estudiantes, las teorías de Karl Marx, lo cual en vez de tener acogida, causó temor e indignación.

Tan excéntrico apareció Lombardo Toledano con tan peregrina ocurrencia que a la sola expresión de libertad de cátedra, lo derrotó el licenciado Antonio Caso, representante local de las divulgaciones filosóficas de Henri Bergson, a quien el propio Caso, ya un poco fuera de tiempo, puso de moda en México.

Grande, pues, fue la misión de Gómez Morín frente a la atentoria invasión marxista de las aulas universitarias; y muy fulgurante hubiese sido la obra de Gómez Morín, si a éste no se le ocurre rendirse al partidismo —a un partidismo que sin ser conservador ni Contrarrevolucionario, reñía con la inspiración creadora de la Revolución, que intuía las más elevadas y dignas demandas humanas, pero sin abandonar los principios de libertad negados por el Marxismo.

En medio de aquella lucha que se avecinaba con graves caracteres para la nacionalidad, Gómez Morín hubiese perpetuado las tradiciones mexicanas de libertad, si ante el temor de los progresos del Marxismo, no toma la extrema oposición a esta doctrina y con lo mismo cae en un bando distinto al que le había dado nombre y posición.

Ninguna deslealtad, sin embargo, cometió Gómez Morín. De pasta magnífica por su fortaleza fue Gómez Morín. El fenómeno correspondió a aquellos que si no hacen dudar a los hombres en sus convicciones, sí les mandan tomar medidas radicales, para preservar lo que consideran en peligro.

Responsabilidad también la tuvo el partido de la Revolución en aquella retirada de Gómez Morín; porque en lugar de acudir en su auxilio, y de enaltecer los designios académicos de un Rector Magnífico, consideró esos designios —tal era el oleaje del populismo— contrarios al espíritu revolucionario.

Con tan grande falta, cometida por la increíble querella que empezaba a existir entre lo intelectual y lo burocrático, el partido de la Revolución perdió una de las más hermosas cabezas de esos días, que luego, en medio de luchas políticas que no tenían la elevación de las culturas clásicas ni de las verdades virtuosas, quedó esterilizada en el servicio del Estado mexicano, que para su consolidación y altura siempre requirió individuos de la responsabilidad moral y capacidad ilustrada de hombres de tal naturaleza. Por ser tan profundo conocedor del género humano, fue el general Calles, quien quiso que se diesen a Gómez Morín los instrumentos necesarios para que educase y dirigiese a las generaciones mexicanas que estaban por venir.

Grande desgracia fue para México, sin duda alguna, la caída de Gómez Morín. Con éste se cerró, para muchos y muchos años adelante, el período elocuente de la Revolución, durante el cual, bajo la batuta excepcional de Calles, quedaron asociados los intelectuales y la política; y aunque tal suceso no fue obstáculo para que México asistiese a la formación y desarrollo de la Alta Revolución ¡qué de gloria!; ¡qué de progreso!; ¡qué de ejemplos antirrutinarios y antiburocráticos!, habría dado el alma pura y práctica revolucionaria de la patria mexicana conforme iba embarneciendo el Estado nacional. Otros medios y designios dispondrían los individuos y el destino; aunque no por ello dejaría la República de alcanzar en la naturaleza humana uno de sus más elocuentes períodos, al través del cual no todos los hombres resistirían las tentaciones, ni traspondrían victoriosos el muro de los apetitos, ni comprenderían el meollo de la justicia popular decretada por Francisco I. Madero, ni entenderían que la función de la riqueza no es medro, ni aceptarían que el régimen de jerarquías no es autoritarismo violento y negativo.

La Revolución mexicana, pues, luego de sus catástrofes y decaecimientos; de sus irreverencias y veleidades, construiría un conjunto de sucesos que, sin pretender asombrar al mundo ni intentar reproducirse en otros lugares de la Tierra, la harían ganar el respeto universal; aunque todo esto para luego declinar, ponerse en estado de coma y dejarse sepultar en medio de su agonía.
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