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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES

LA EDUCACIÓN SOCIALISTA




Animado por el deseo de dejar al país una herencia cultivada y desarrollada en hombres con aptitudes de mando y gobierno, el general Calles acogió, tanto durante su cuatrienio presidencial como después de la presidencia y al través del llamado Maximato, a quienes, no obstante carecer de tradición y disciplina de partido y ser ajenos a la mata principal revolucionaria, a todos aquellos individuos que consideró poseedores de alguna cualidad brillante, capaz de ser útil a la patria y a la Revolución. Calles hizo la valorización personal de los hombres a quienes quiso ver en el timón del Estado, como individuo superior que era; como político que no calculaba las irreverencias o ingratitudes del futuro.

Dícese que a la patria y a la Revolución, porque los documentos de tales días enseñan la manera evidente, que Calles con sus reiteraciones revolucionarias, quiso hacer necesaria la prolongación continua de la Revolución; aunque en el fondo este sentido jacobino del pensamiento de Calles fuese contrario al espíritu que animó a la gran Guerra Civil de 1910 a 1920.

El propósito de Calles recibió nutridos y efectivos estímulos, no como consecuencia de la desaparición de veteranos caudillos de las luchas armadas, sino debido a que el país llegó a estar convencido de que si no progresaba tan rauda y prontamente como lo habían prometido los revolucionarios de la epopeya unificacionista y proyectista de 1920, se debía a la escasez de material humano.

Así, como consecuencia de esta creencia, apenas un individuo irradiaba alguna peculiaridad de su ingenio, y Calles, ávido de dar a la República una nueva y formal élite, no sólo otorgaba su protección y aliento, sino también le apadrinaba en los empleos de responsabilidad administrativa; y solamente administrativa, para no restar volumen tradicional a la responsabilidad política de la Revolución. De esta suerte, no pocos sujetos que, ya por educación formativa, ya por personal filiación, ya por compromisos familiares estaban identificados como correspondientes al régimen porfirista o a parcialidades contrarrevolucionarias, penetraron e hicieron carrera en los empleos administrativos del gobierno de la Revolución.

Tal origen tuvo, la presencia, al igual de otros miembros de la familia política posrevolucionaria, de Narciso Bassols en las filas administrativas del partido de la Revolución.

Bassols, como ya se ha dicho, era inteligente a par de impetuoso. Además, le colmaban las ambiciones, y como carecía de la responsabilidad tradicional revolucionaria que durante dos décadas mexicanas sirvió para que los gobernantes de México no abusaran del proyectismo ni de las excentricidades, fácil y prontamente se entregó a tal abuso; y queriendo descollar dentro de aquella improvisación brillante, pero insustanciosa, se afilió al grupo extremo del callismo —al mismo grupo que preparando el fin del Maximato se ostentaba a manera de ser el director de ideas novedosas y atrevidas.

El propio Bassols dio la nota de nacionalismo extremo que se fundó —tal era su jingoísmo—, en el odio a lo extranjero, censurando a los padres de familia que enviaban a sus hijos a estudiar a Estados Unidos o a Europa. Después, ya en el gobierno del presidente Rodríguez no tanto con talento y cultura cuanto con su conversación amena e inteligente, se enfrentó a quienes combatían indirecta y arteramente al propio presidente Rodríguez, y organizó así una pequeña anfictionía, que buscando un fundamento para aplicar su causa y propósitos, inventó un movimiento político en favor de la educación que se apellidó socialista.

En la verdad de la realidad, debióse a Calles la idea de cambiar la vieja pedagogía, por una extructura a la que en su origen, el propio general Calles, llamó escuela moderna. La idea, que denotaba el influjo que los liberales y socialistas españoles habían tenido en la formación política del Caudillo mexicano, cuando éste era maestro de un establecimiento de primeras letras, fue comunicada por Calles, en conversaciones privadas a amigos y colaboradores, quienes luego, considerando las ventajas que podrían obtener en una empresa novedosa, la hicieron suya.

Sin embargo, el proyecto de Calles no correspondía al Socialismo de Marx; tampoco era parte de un plan político. La esencia de la proposición, concebida con un crieterio de pedagogo, consistió en el deseo de enseñar y educar al niño, de manera que se preparase para servir con sus conocimientos al bienestar humano.

Tal concepto de escuela, aprovechado por los arribistas y oportunistas mexicanos, de quienes era aparato motor el licenciado Bassols, fue acrecentado e idealizado, restándosele el modesto nombre de escuela moderna, para darle el muy ampuloso de educación socialista, que en el fondo no era compatible con el proyecto renovador de Calles, quien procuraba sacudir con sus proyectos, la rutina política y burocrática, siempre peligrosa, a las naciones, si por lo menos éstas tienen una legislación revitalizadora que constituya una promoción constante para los intereses de individuos y comunidades.

De esta suerte, aunque en Bassols existían fuertes visos de Socialismo Marxista, la educación socialista, preconizada por el callismo no correspondía a la ortodoxia Marxista, ni representaba una doctrina específica, ni era parte o fundamento del Partido Nacional Revolucionario. Tan cierto era todo esto, que no se halla documento sobre tal educación, que resista un cotejo con la educación Socialista Soviética o la proclamada por cualesquiera otros partidos Comunistas europeos o americanos.

Como tal modalidad, pues, no era correlativa al Socialismo de Marx o Lenin, las inquietudes y murmuraciones de la época la trasladaron al supuesto objeto de hacerla oposicionista a la enseñanza religiosa; ahora que como ésta se hallaba relegada a las escuelas parroquiales y a las muy contadas particulares que, desde 1926, se sostenían penosamente, como consecuencia no tanto de las inspección o persecuciones oficiales, cuanto del desarrollo alcanzado por los planteles del gobierno, estaba fuera de orden achacar la implantación de la apellidada escuela socialista al propósito de exterminar una enseñanza religiosa que en realidad no existía en el país.

Tan decaída estaba la escuela particular, de la cual el sesenta por ciento era laica, que en el estado de Veracruz sólo existían veinticuatro, con una asistencia de tres mil ochocientos alumnos y en el Distrito Federal eran cuarenta y ocho con una asistencia de siete mil niños, en tanto los planteles oficiales sumaban quinientos noventa y tres, con cuatro mil doscientos veintiocho maestros y una asistencia de doscientos mil setecientos setenta y un niños. En el estado de Zacatecas los colegios privados eran diecinueve con una inscripción de tres mil cien alumnos y las escuelas del gobierno ochenta y siete, con diecinueve mil concurrentes. En Sinaloa, los establecimientos de enseñanza particular tenían una asistencia de tres mil niños menores de diez años, en tanto que los del gobierno tenían inscritos diecinueve mil trescientos.

No existía, pues, una causa pública verificada, para atribuir a un progreso del confesionalismo en la enseñanza, la necesidad de que el gobierno y el partido Revolucionario tomasen medidas de contención o represalia; y como tampoco había en México un Estado Socialista, ni maestros del Socialismo, ni proyectos para reformar la Constitución de 1917, de suyo liberal, aquel tráfago socialista, del cual parecía ser caudillo el general Calles, estaba exterminando la generosidad popular que inspiró a los mexicanos en los orígenes de la Revolución.

Ahora, en medio de aquel socialismo que si de un lado vivía sin Marx, de otro lado daba la idea de ser la genuina representación del marxismo, los advenedizos y aventureros de la política, practicaban una simulación admirable, pero que conmovía y confundía cotidianamente a la República.

Tantos laberintos y tan escasos pensamientos produjo aquel movimiento en favor de la escuela socialista, que Bassols no obstante ser el paladín y la cabeza más capaz de esos días, no pudo fijar con claridad la naturaleza de la educación socialista ni explicar cuáles eran los fines verdaderos de tal promoción. Al enunciado sólo se le daba el alcance de un acontecimiento científico, ahora que mucha era la escasez de ciencia puesto que ni siquiera fue presentado un plan de reforma pedagógica, lo cual indicó que Bassols únicamente quería llamar la atención sobre él, lo cual logró con creces, ya que a poco, y en seguida de abandonar la secretaría de Educación, pareció ser hombre indispensable en el servicio del Estado y se le hizo correr la escala de la hacienda pública a la diplomacia.

Tan pobre de ideas y pensamientos fueron los hombres que se presentaron como paladines de esa época de la educación socialista, que ni el propio Bassols, se repite, pudo fijar con claridad la naturaleza de tal educación. Así, cuando abandonó el ministerio sólo dejó el desconcierto provocado por su laberintosa vanidad, sin haber servido para la definición que tan premiosa era para los diputados del Partido Nacional Revolucionario, quienes se devanaron los sesos tratando de adivinar qué era el Socialismo dentro de un régimen de ideología y acción de pequeños burgueses, puesto que Bassols les llevó de un texto a otro texto, sin resultado positivo y sin responsabilidad de hombre de gobierno, pues en medio de sus incoherencias atribuyó a Valentín Gómez Farías, caudillo político de la primera mitad del siglo XIX , el origen de la educación socialista, no obstante que Gómez Farías no hizo más que repetir el pensamiento del modesto, pero inteligente Francisco García, gobernador del estado de Zacatecas.

Mientras tanto, y como complemento a la educación socialista la secretaría de Educación inventó un nuevo sistema para la enseñanza a la niñez. A tal sistema lo llamó educación sexual, suponiéndose que por medio de ésta se iba a instruir a los escolares en la naturaleza de la higiene y de la procreación, y aunque tal programa tuvo como verdadera finalidad adaptar a los programas escolares las lecciones de historia natural, la propaganda oficial le dio caracteres tan distintos y alarmantes, que los padres de familia, creyendo que la escuela del gobierno había llegado al más alto grado de corrupción, provocaron y dirigieron huelgas escolares, todo en desdoro de la disciplina moral y pedagógica de los menores y del magisterio.

Llevado así ese capítulo al extremo de una gran reyerta del Estado y la Sociedad, se produjo una profunda división entre los maestros de escuela; pues en tanto unos dudaron de los antiguos programas laicos, otros se iniciaron con alborozo en el Marxismo, anteriormente casi desconocido en el país, de manera que el nombre de Karl Marx, asociado al de los líderes soviéticos, empezó a sonar en las escuelas oficiales de México y a causar disensiones, acusaciones y desórdenes.

De todo esto se aprovecharon hábilmente los comunistas, primero para azuzar a los católicos a manera de crear un problema al gobierno nacional; después, para exornar sus ideas y hacerlas presentes como salvadoras del proletariado y protectoras de la clase magisterial.

La algarada, pues, que produjo la generosa intención de Calles para reformar la escuela y la educación nacionales, aprovechada por los comunistas, dio el resultado que éstos deseaban; y al efecto, creyendo realmente en el peligro que corrían los menores entregados al Socialismo y a la educación sexual, los obispos cayeron en la trampa comunista y condenando todo aquello que tenía los visos de una mostruosidad, declararon al Socialismo enemigo de la Religión.

Una complicación, mayor a todo lo que acontecía, se originó con el voto de apoyo que la diputación michoacana y el general Lázaro Cárdenas, candidato presidencial, dieron a la educación Socialista.

Cárdenas, entregado con candor y buena fe no tanto a sus propios pensamientos, sino a las preocupaciones e intereses de sus partidarios, definió la educación Socialista como un lazo de unión, comprensión y acercamiento entre la niñez, la juventud y el proletariado; y aunque esto correspondía a las fórmulas del viejo liberalismo, en un ambiente social febril, sus palabras no hicieron más que acrecentar las discolerías y las desconfianzas a que estaba entregado el vulgo.

Llegó sin embargo a suavizar aquella situación, el nombramiento del licenciado Eduardo Vasconcelos como secretario de Educación.

Poseía Vasconcelos un clarísimo talento y un prudencial concepto del mando. No era técnicamente un educador ni pedagogo; pero sabía lo que era gobernar. Sus virtudes públicas podían definirse como las del hombre que advertía y practicaba la voluntad y necesidad de Estado. Además, había en él, un elevado sentido humano; y como era oriundo de Oaxaca, correspondía al tradicional conocimiento de la mentalidad mexicana.

Esto no obstante, Vasconcelos llegó tarde a la secretaría de Educación, si no para detener, cuando menos neutralizar el efecto que los alborotos socialistas producían en el ánimo del país; pues si era posible comprender, de acuerdo con las publicaciones oficiales y particulares, que tales alborotos no correspondían a un nuevo régimen, y sólo representaban una moda del oportunismo político, no por ello dejó de dilatarse y alarmar a los espíritus timoratos, así como de estimular a los enemigos del gobierno; también a indignar a la Sociedad.

Y aquella alarma creció y se convirtió en un disgusto que penetró al alma popular, debido a que el partido Revolucionario, lejos de retroceder o amortiguar la situación, se dispuso a convertir la educación Socialista en precepto constitucional; y al caso, los diputados que en su totalidad pertenecían a tal partido, aprobaron la reforma al liberalísimo artículo tercero de la Constitución; reforma conforme a la cual, todos los mexicanos en edad escolar quedaron obligados a recibir una enseñanza que, sin ser socialista, se la apellidaba socialista.

La enmienda, que notoriamente, dado lo inconexo de su texto y la precipitación con que fue aprobada no podía tener un destino firme y permanente, sólo sirvió para encender los ánimos de una gran población que, en la realidad, ni siquiera conocía el significado de la palabra socialista; pero que fue aprovechada a manera de desquite por quienes tenían a Calles, al callismo y a la Revolución como manifestaciones satánicas.

Tales manifestaciones de descontento sirvieron a su vez a los revolucionarios radicales, para iniciar una nueva ofensiva contra el clero, al cual hicieron responsable de aquel descontento originado en el temor a la ignorancia.

Esta enésima oleada política contra el clero, volvió a colocar al general Calles en la posición de caudillo de la intolerancia; aunque no hay pruebas documentales para verificar tal acusación; pues si Calles apoyó la reforma constitucional lo hizo en defensa precisa de la ley, del Estado y de su partido. Ahora bien: como el concepto de Estado no alcanzaba a penetrar en la idiosincrasia popular, las consecuentes y perseverantes actitudes de Calles resultaban incomprensibles para el vulgo, que se creía víctima de los caprichos dictatoriales de aquel hombre que defendía entre todas las cosas el principio de autoridad —de la autoridad nacional sobresaliente.

Pero, ya porque el mundo popular de México se sintiera amenazado, ya porque Calles se adelantaba demasiado a la mentalidad popular, ya porque en el ambiente nacional seguía flotando el alma vengativa, ya porque los revolucionarios descuidaron, por considerarse invictos, la necesidad del civismo ecuménico, lo cierto es que los sucesos en torno a la educación socialista, causaron hondos trastornos al país; pues llevaron al desorden a los estudiantes de la Universidad Nacional, relajaron el espíritu de disciplina de la niñez, alteraron el pulso del fanatismo, obligaron justamente a los obispos a una enésima lucha contra el Estado e hicieron que el Gobierno acusara arbitraria y artificialmente de criminales a distinguidos prelados.

Una vez más, no sin las consideradas y naturales aflicciones, los mexicanos volvieron a dividirse; y como no eran tales días los más propios para la reflexión, en lugar de los necesarios análisis que hubiesen proporcionado tranquilidad, surgieron las representaciones tumultuarias. A muy alto precio, pues, la República iba organizando sus instituciones, concatenando su mentalidad, identificando a su gente e integrando a su Estado. Para México, como para cualquier nación, lo ideal habría sido llegar a la meta en aquella transformación de la vida rural que se estaba operando; pero ir de prisa en tan vasta empresa, no correspondía en ninguna forma a la obra de la racionalidad.
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