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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES

LA SITUACIÓN EN LOS ESTADOS




Si la ciudad de México obtuvo al través de los días que remiramos, una serie de privilegios —el de la preocupación y ayuda precisas del Estado, en primer lugar- para realizar su desarrollo y proteger a sus ciudadanos, no aconteció lo mismo en lo que respecta a los estados de la República; porque después del desenvolvimiento mercantil mexicano en Sinaloa, Sonora y Baja California, realizado como consecuencia de la rehabilitación del comercio abandonado por los chinos expulsos, no hubo ninguna condición favorable a la vida económica lugareña.

Dejando a su parte a la capital nacional, el sentido de empresa y el esfuerzo humano del trabajo tan decaídos desde la Guerra Civil, sólo se proyectó en Monterrey. Aquí, el comandante militar Juan Andreu Almazán, trasponiendo sus limitados deberes de conservar el orden dentro del estado de Nuevo León, quiso probar cuán grande era la inspiración creadora de la Revolución, y sin acudir a los expedientes oficinescos, protegió significadamente a la gente rica y sociedades industriales y mercantiles; y como Monterrey se prestaba ál desenvolvimiento económico gracias a su geografía y a su tradición emprendedora, Almazán vio florecer bien pronto la siembra de optimismo, gracias a lo cual Monterrey llegó en esos días a aliviar el panorama económico de México, que no era ciertamente de bonanza.

Esta condición de vida o cuando menos de esperanza de vida que tuvo Nuevo León no se compadeció a la que llevaba, en medio de innúmeros problemas, el resto de la República. Las dificultades se producían mayores en principio en aquellos estados a donde los gobernadores y los líderes políticos alentaban la ocupación violenta de tierras u organizaban a los campesinos con fines específicamente de utilidad política, aunque bajo la máscara de un agrarismo oportunista y ajeno al verdadero principio de los repartimientos y restituciones ejidales; y esto, porque siendo México un país de eminencia rural, cualquier inquietud en el campo se reflejaba directa y fuertemente sobre la producción agrícola, de manera que los actos del agrarismo político se tradujeron en desventajas sobre los precios de la alimentación nacional; sobre todo de los artículos comestibles, correspondientes a la alimentación de la clase proletaria.

El Presidente, tratando de hacer volver a la normalidad a esos estados a donde las refriegas agrarias causaban víctimas y atizaban discordias y venganzas mandó que fuesen desarmadas las defensas sociales o rurales, nombres que se daban a los grupos ejidales cuya organización se originó, como se ha dicho, durante el alzamiento delahuertista.

De esas defensas sociales, las más importantes estaban en los estados de Veracruz y Durango. El número de agraristas armados en aquel ascendió, durante 1932 a veinticuatro mil trescientos hombres; en Durango, a catorce mil setecientos.

Grandes dificultades para el gobierno nacional significó el desarme de los agraristas veracruzanos, quienes procedieron a ocultar las armas, por un lado; a acusar al gobierno de reaccionario, por otro lado; aunque no obstante lo primero y lo segundo, la orden presidencial fue cumplida.

En Durango, a donde el poder del agrarismo y sobre todo la ocupación violenta de tierras y haciendas tomó caracteres de guerra social, en lugar de seguirse el sistema de la represalia oficial, fue expedido un código agrario, no sólo como medida de orden, antes también a manera de instrumento para transformar la economía rural.

Con esto, la idea de aplicar las funciones de un Estado Moderno elaborado por los teóricos del fascismo, no únicamente a los problemas del trabajo industrial, sino también al agrícola, dio la base formal al ejidismo, pues estableció que el Estado era el propietario invulnerable y perenne de treinta millones de hectáreas, lo cual le dio un poder inmensurable e hizo con el numeroso cuerpo de ejidatarios un organismo legal, casi sin tacha, que automáticamente y sin coacción alguna, constituyó el cimiento cuantitativo del Partido Nacional Revolucionario.

Así, después de tal acontecimiento pudo fijarse que la dependencia estatal del ejidismo dio automáticamente al gobierno nacional, originado en la Revolución, un número de partidarios y votantes igual al de los campesinos favorecidos por los repartimientos y restituciones ejidales. Sin violencia alguna, sin decreto específico, sin supresión de las libertades públicas y sin alterar una sola línea del texto constitucional, hecha la masa campesina al partidismo, se abrió el camino a un nuevo modo de vivir político y electoral de México; y aunque tal idea fue original de Calles, las circunstancias hicieron que correspondiese al presidente Rodríguez dar forma al acontecimiento; con ello, se fabricaron los cimientos de un Estado burocrático; ahora el presidente de la República mexicana, podía hacer lo que quisiese -nombrar libremente y sin contradictores u oposicionistas a su sucesor. El problema de la Sucesión que tantas desdichas materiales había causado al país, estaba inesperada y felizmente resuelto. Ni el propio presidente Rodríguez advirtió el fenómeno ni pudo prever el alcance que con años y años tendría la incorporación de las masas obreras y campesinas —principalmente éstas- para el país. El Estado tampoco previó la posibilidad de una oclocracia. El acontecimiento, esto es, la disposición que el Estado podía tener a una sola voz de mando, de los votos de la gente de campo, no era anticonstitucional ni antidemocrático. Significaba, eso sí una mera coacción sobre las masas a cambio del auxilio que a éstas les proporcionaba el Estado. Podía también considerarse como un medio sin probidad, porque el Estado no redimía a los campesinos de su perenne y angustiosa miseria de andrajos y hambre.

Rodríguez, sin embargo, en otros aspectos del problema agrario caminó con excesiva cautela, porque sin querer contrariar la esencia del agrarismo y seguro de que estaba verificando el poder político del partido de la Revolución, tampoco quiso exterminar la hacienda mediante un golpe que produjese alarma en el país y efectos capaces de detener los progresos de una economía que intuía, pero que no se atrevió a descifar por el temor de que se le situase en el terreno del capitalismo.

Al efecto, debido a tal política sosegada y transaccional, el general Rodríguez se abstuvo de desposeer al Banco de Montreal de nueve mil hectáreas que tenía en Cuicatlán (Oaxaca), ni disolvió los latifundios de Chihuahua y Durango a pesar de las denuncias de los líderes ejidales, ni ordenó los repartimientos que legalmente correspondía en la posesión territorial de ciento setenta y dos mil hectáreas que eran de la herencia de Juan Trapaya, ni prohibió, no obstante las constantes quejas de los aldeanos de México, Puebla e Hidalgo, los sistemas de trabajo sin retribución llamado tequio, ni puso remedio a los jornales de la miseria económica que estaban vigentes en el estado de Guerrero a donde se hizo omisión de la ley del salario mínimo.

Las mesuras oficiales dispuestas por Rodríguez no fueron obstáculos para que el Presidente negase los favores del poder a los líderes del agrarismo político, a los que ya estaba comprometido el Estado burocrático. En ese orden no existió limitación alguna, de manera que si de un lado decrecía la producción agrícola como consecuencia de la alarma y desconfianza existentes en los campos; de otro lado pareció inexplicable que aquel gobierno diese protección y alientos al desarrollo industrial y especialmente favoreciese la organización y cimentación de los ricos mexicanos -de los antiguos y nuevos ricos mexicanos.

De esta suerte, al través del gobierno del Presidente sustituto, las cuestiones agrarias continuaron como tema de un combate político que parecía eterno para un país que tanto requería el orden y cuidado de su alimentación. Tal inestabilidad y el temor oficial de darle fin, fueron causa para que no se formulase un verdadero plan de trabajo y aprovechamiento ejidales.

La ocurrencia mayor en este último aspecto, consistió en el proyecto del Partido Nacional Revolucionario para organizar una fraternidad agraria; pero esto fue tan confuso por estar desenvuelto con el temor de que el partido se viese acusado de enemigo del campesino, que en lugar de llevar al partido a una resolución formal, sólo sirvió para envolverle en disputas y riñas estériles.

En efecto, mientras el general Gildardo Magaña, antiguo y honorable zapatista hizo armas literarias y polémicas con una biografía del general Emiliano Zapata, el gobierno nacional convirtió el décimoquinto aniversario de la muerte del caudillo suriano en día oficial luctuoso. Así también, en tanto Portes Gil afirmó indocumentadamente y por lo mismo sin criterio histórico, que la caída del presidente Madero se había debido a su desdén a los problemas de la tierra, el gobernador tabasqueño Garrido Canabal, proclamó que los repartos ejidales constituían la ley suprema de la Revolución.

A aquellos juicios, casi todos prematuros y por lo mismo inconsistentes, no quiso ser ajeno el general Calles, y al efecto, con timidez explicable, y sin menospreciar los proyectos del presidente Rodríguez para rehabilitar y proliferar a los ricos mexicanos, advirtió que era indispensable el trato urgente de los negocios concernientes al agro; y como las cuestiones de tierras se convirtieron en tema político principal y, bien por interés oficial, bien por necesidad de partido, bien por ignorancia, se quiso hacer girar la vida de México en torno a los repartos y restituciones ejidales, el profesor Miguel Othón de Mendizábal, teórico de tales días, propuso que las universidades establecieran el estudio obligatorio de los problemas agrarios.

Los planes, reglamentos y discursos del mundo oficial, pues, aunque llevados al objeto de manifestar e hincar el progreso en la vida rural, no fueron suficientes para esto ni a fin de restablecer la normalidad. La literatura agrarista fue de la explotación comunal, al cooperativismo; de éste a la organización de granjas. No se habló, sin embargo, de socialización.

El gobierno, ajeno a la idea principal que ponía en movimiento a la masa campesina y que la desocupación se acrecentaba y que las rivalidades y violencias continuaban como palabra de orden nacional, puso en boga otros proyectos: exposiciones agrícolas y ganaderas, importación de sementales, realización de sistemas de riego, congresos campesinos, mejoramiento de semillas, crédito para la adquisición de herramientas de labranza.

Todo eso, sin embargo, pareció inútil para organizar una vida mejor en pueblos y aldeas. El aspecto de los campos era desolador. La gente rústica no tenía más ventajas en 1933 que las de días anteriores a la Revolución y con ello los campesinos empezaron a dudar de los beneficios revolucionarios. Además, si era cierto el aumento de hectáreas dedicadas a los cultivos, no por ello la producción fue mayor.

El panorama agrícola, lo observó y confesó el presidente Rodríguez, no correspondía a las esperanzas de los proyectos y desenvolvimientos oficiales; y era incomprensible para el gobierno y al Partido Nacional Revolucionario que habiendo sido la gente de campo la primera en tomar las armas, ésta no tuviese los resultados de sus esfuerzos en los días de la nueva paz.

Otros, pues, y no los conexivos a la legislación y deslindes de tierras eran los verdaderos motores necesarios para que la Revolución fuese un hecho verificado en la vida rural de México; mas a fin de que tales motores fuesen puestos en movimiento, se requería la presencia de un héroe intuitivo, capaz de captar la indiosincrasia de la población rústica y darle el lugar que pedía en el concierto de México; porque a pesar de la capacidad del general Calles y de los líderes revolucionarios, todavía no era posible en tales días hacer total la incorporación de la masa campesina a la estructura de la República. La actitud semilevantisca del proletariado agrario advertía que no había llegado la hora de la integración total del Estado mexicano. El Estado era ahora el cuerpo burocrático de la Nación y no el cuerpo social.
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