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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES

DESARROLLO DE LA URBE




Las primicias de la política de nacionalidad económica; política que, como se ha dicho, fue originada en el proyectismo puesto en boga durante el gobierno del general Calles, y a la cual el presidente Rodríguez tuvo el valor de darle desenvolvimiento a pesar de que constituía una revolución con la cual eran dañados los restos del capitalismo de inversión, que fue la fuente económica del régimen porfirista y del orden administrativo de México desde la última década del siglo XIX; las primicias, se repite, de la nacionalidad económica fueron advertidas muy tempranamente en la ciudad de México; pues si es cierto que el gobierno de Rodríguez se significó como parte incuestionable del callismo y correspondió por entero a los ejes de la Revolución, para el país, la decisión del Presidente produjo el efecto de una fuerte y definitiva cimentación del espíritu revolucionario; y así, lo que pareció un gobierno provisional tan movedizo como los actos novedosos, ganó mucha respetabilidad, y con lo mismo la Nación se sintió en la seguridad y confianza; seguridad y confianza reflejadas en el rápido desarrollo de las instituciones bancarias, en los créditos exclusivamente mexicanos y en la manifiesta inspiración creadora, que lo mismo se representó en los hombres dedicados con precisión al trabajo industrial que en los nuevos empresarios originados en las actividades políticas o en los grupos de los hombres de armas tomar, que como orgullosos triunfadores de la Guerra Civil llevaban con marcada honra y satisfacción el ser parte del generalato nacional.

Manifestóse, en los días que estudiamos, un signo más, característico de una economía que, sin ser nueva, sí sería organizada y dirigida, aunque no totalmente, pero sí en mayoría casi absoluta, por mexicanos. Tal fue el extraordinario progreso que en área, población, vialidad, espectáculos, comercio, urbanización, escolaridad y arquitectura tuvo la ciudad de México.

Esta, aumentó en el número de sus habitantes durante los años de 1913 a 1917. Las constantes y grandes emigraciones rurales, movidas por el terror, las amenazas a la propiedad particular, la desocupación en los campos y el hambre en las regiones más lesionadas por las contiendas armadas, dieron a la capital de la República un importante e imprevisto crecimiento demográfico.

A pesar de los percances propios a la guerra, la seguridad en ciudades como México, Guadalajara, Monterrey, Veracruz y Puebla; fue al través de las luchas intestinas, una protección y garantía tanto para la gente ajena a la beligerancia, como para quienes habían sido parte de los partidos derrotados y perseguidos por los triunfadores. Dentro de esas ciudades, si es verdad que escasearon los víveres y las habitaciones, bien poco fue el sufrimiento y privaciones padecidos por la población.

Así, pasados los días de la alta guerra, minorados los sentimientos y hechos vengativos, y cuando a partir de 1920, el gobierno nacional que sucedió al de Carranza, ofreció los medios para una armonía nacional, la ciudad de México perdió habitantes y la gente empezó a regresar a sus pueblos de origen.

El segundo crecimiento de la capital nacional observado hacia los años de 1932 y 1933, tuvo otra causa. En tales años, movida con muchos impulsos la prosperidad económica, ésta, no obstante su lentitud, atrajo a los lugareños ambiciosos. La demanda de artesanos, el incentivo de mejores salarios, las comodidades de la civilización, las perspectivas de la enseñanza para la juventud, movilizaron a las familias rústicas hacia la ciudad de México.

Esta, sin embargo presentó a aquella nueva migración las miserias de sus viviendas, que además de ser de poquedad numérica, no ofrecían las ventajas de salubridad necesarias para albergar a la nueva población Las estadísticas de tales días señalan un déficit en la habitabilidad, de sesenta y tres por ciento para la población de 1933. En los barrios pobres de la capital sólo dos metros cuadrados de vivienda correspondían a una persona; y como la construcción estuvo suspendida durante los años de las guerras, el número de viviendas, que dentro del Distrito Federal se supone que carecían de condiciones propias al alojamiento humano, sumaban cerca de cincuenta mil.

Ahora bien: como el ingreso monetario promedio mensual de una familia de cuatro personas en la ciudad de México, fue hacia el final de 1932, de cien pesos, de tal promedio sólo podía disponerse humana y físicamente, de doce pesos para el alquiler de la vivienda; y las viviendas de tal rentabilidad estaban en totalidad ocupadas por los antiguos habitantes de la capital, de manera que los recién llegados quedaban al margen de una habitación cuyo alquiler pudiese ser compatible con su salario.

De esa falta de vivienda barata, se originó entre los años de 1932 y 1934 un movimiento popular espontáneo que tuvo por objeto la ocupación violenta, atropellada e ilegal de terrenos baldíos dentro y al margen de los límites urbanos. De tales ocupaciones nacieron los barrios llamados colonias proletarias y a los ocupantes paracaidistas, en las cuales no existían calles trazadas, ni servicios de agua, ni de luz, ni sanitarios; tampoco existieron propietarios legales de esos terrenos, a partir de las ocupaciones; pues no lo eran los ocupantes ni quienes poseían los derechos de propiedad. Así, hacia los principios de 1934, técnicamente fueron contadas treinta y seis colonias proletarias, de las cuales veinte estaban fundadas entre 1920 y 1933.

Debido a tales dilataciones de construcciones o semiconstrucciones, el área de la ciudad de México, que en 1931 era de seis mil quinientas hectáreas, aumentó en esos tres años a nueve mil doscientas; el número de habitantes subió de un millón doscientos mil a un millón setecientos cincuenta mil.

Paralelo a este desenvolvimiento de la capital, fue el fenómeno de la construcción; ahora que ésta fue especializada en la casa residencial y en la novedosa llamada apartamental, que sustituyó a la vieja casa de viviendas dependiente de patios y generalmente de alta comunidad. El inmueble apartamental, en cambio, dio a la habitación mayor independencia, más espacios de luz y modernas condiciones de higiene; y aunque no hubo una política oficial respecto a la novedosa habitabilidad, ésta fue construida con mucho sentido práctico; también con espíritu de utilidad para los propietarios. Tanto así, que el cálculo promedio que se hizo para los inmuebles de ese género, fue de un nueve por ciento anual líquido. De aquí el negocio lícito y garantizado que significó la construcción de inmuebles destinados a apartamientos; pues aparte del provecho asegurado, surgió el fenómeno de la plusvalía predial.

Esto no obstante, tan medrosa fue la inversión en ese tipo de habitación, que la capital no aventajó mucho durante los años que recorremos hacia la solución de un problema de alojamiento tan importante como el que existía. La inversión, pues, se dirigió con interés a la fábrica de la casa particular. La idea de procurar la satisfacción personal en lo que respecta a la habitabilidad, se hizo patente en el hecho de que solamente en 1932 fueron construidas, dentro de las colonias Roma, Juárez y Cuauhtémoc, cinco mil ochocientas casas.

Advirtió asimismo aquella actividad en el ramo de la construcción, el nacimiento de una nueva clase acomodada, originaria de la Revolución; pues una revisión de las fincas escrituradas durante esa temporada indicó que tales inmuebles no correspondía a la gente del porfirismo, sino a la gente adinerada de los nuevos tiempos. Aumentaba, pues, el número de gente con mayor buen vivir.

Observóse, además, que el crecimiento de la ciudad era horizontal con una altura media de dos pisos por inmueble y con la tendencia de trasponer los límites de las trazas de 1911 y 1912, que correspondieron a las colonias Roma, Juárez, San Rafael y de los Doctores. En efecto, el progreso urbano ofreció nuevas zonas urbanizadas que se extendieron con prontitud hacia el poniente del Paseo de la Reforma y sobre los flancos de la avenida Insurgentes, de manera que hacia los puntos oeste y sur de la capital se produjo un fuerte aumento en el precio de la propiedad, pero sobre todo de los solares, pues brotó un espíritu tan grande de renovación arquitectónica y doméstica, que empezó casi con furor la demolición de la casa porfirista, que por lo mismo sufrió una desvalorización de pánico.

Dentro del nuevo tipo de construcción urbana en el Distrito Federal, los arquitectos nacionales tomados sorpresivamente por aquel auge de la construcción, careciendo de experiencia y de inventiva, no hallaron un estilo propio para sustituir a la vivienda porfirista que si en su mayoría era chabacana, también la había con mucho donaire y elegancia, y adoptaron la traza interna y externa de la casa llamada californiana.

Con esto, se rompió la tradición de los patios que indicaban el amor a la vida estrictamente familiar; se cambió el uso del tepetate por el del llamado tabique; se acabó con la sencillez y lisura en las fachadas y se ahorró el espacio construido para dar lugar al espacio a cielo abierto, de manera que la urbanización se realizó en solares rectangulares, fijándose el precio del terreno no tanto por el número de metros cuadrados, cuanto por el metraje frontal del predio.

Observóse además que, conforme a los nuevos estilos de construcción, las urbanizaciones perdieron la monotonía de las calles tiradas a cordel como en las de origen virreinal, y empezaron las formas de la vialidad caprichosa y extravagante como en Chapultepec Heights y en la colonia del ex Hipódromo de la Condesa, a donde a fuerza de quererse la novedad, se hizo un laberinto falto de protección a la salud de los inquilinos y propietarios y de seguridad a la vialidad.

A esas transformaciones urbanísticas que denotaban no sólo el ímpetu que tomaba la inspiración creadora de México, antes también la prosperidad de la nacionalidad económica representada por comerciantes, profesionales, políticos, dueños de taller, banqueros, cambistas y empresarios en general, mexicanos en su gran mayoría; a esas transformaciones, se repite, fue correlativo el ensayo de un plano regulador de la ciudad, la pavimentación asfáltica casi total de la ciudad, la extinción de los sitios para carretelas, la total desaparición de los tranvías de tracción animal, la organización de cooperativas de transportes motorizados urbanos, la apertura de nuevas vías públicas la ampliación de la red de alumbrado público y la reglamentación del tránsito. Además, en tales días nació la preocupación de las autoridades del Distrito Federal, para dar a la ciudad modernos edificios con funciones escolares y sociales; también de carácter conmemorativo ornamental. Debiéndose una gran parte de esa obra a las tareas de Aarón Sáez, quien logró limpiar la fisonomía porfirista que con mucha devoción conservaba la capital de la República.

Fue un monumento la Revolución, construido en el esqueleto acérico de un palacio que proyectó el régimen porfirista, para dar la idea de que existía el Poder Legislativo, una de esas obras conmemorativas incapaces de contener el espíritu de la nacionalidad y dei populismo mexicano; porque nada en la estructura de tal monumento simbolizó, y sí deturpó, el alma pura y el esfuerzo inefable de México, en sus generosas luchas para alcanzar el bienestar.

Por otra parte, el aprovechamiento de aquella informe estructura metálica en el centro de la urbe, fue una manifestación, a pesar de la fealdad monstruosa de su aspecto, contra la incuria; una revalorización de la propiedad urbana y un aliento a la rama de la construcción; pues la vecindad del monumento fue a poco un nuevo e importante centro de vivienda y población.

De otra categoría fueron las obras para concluir la construcción del Teatro Nacional, al cual, no obstante los visos revolucionarios de la época examinada, se le dio el apellido de Palacio de las Bellas Artes; el monumento al general Alvaro Obregón en el parque de la Bombilla y el proyecto para erigir frente a la Plaza de la Constitución un edificio gemelo al del antiguo Ayuntamiento.

No faltó en la traza y acondicionamiento de calles y jardines; de monumentos e inmuebles oficiales un sano deseo de alcanzar un principio estético; ahora que éste fue muy limitado, debido no sólo a lo reducido del buen gusto, antes también a que la planta de la capital virreinal no ofreció perspectivas, pues ésta se debió a las necesidades de la dominación militar espáñola y a los intereses de los conquistadores.

Además, los problemas que contemplaba el tránsito urbano, como consecuencia de un imprevisto aumento en el número de vehículos motorizados, obligó a las autoridades, en su propósito de presentar al mundo popular una aparatosa ciudad, a proyectar y realizar más obras de efectos teatrales que de orden.

Ahora bien: como no era posible que la autoridad pusiera al margen de sus preocupaciones las antihigiénicas condiciones de los mercados públicos que eran la fuente de muchos males endémicos en el Distrito Federal, mandó la construcción de un mercado al que dio el nombre del Presidente Rodríguez y que fue el comienzo de una era de transformación y prosperidad del mercader pobre; también fue el comienzo de la extinción del monopolio que en el ramo de alimentación ejercían los españoles. Del mercado Abelardo L. Rodríguez salieron, en efecto, los primeros comerciantes mexicanos en legumbres y cereales que, en seguida de quebrantar el monopolio del extranjero, iniciaron la época de las fortunas nacionales que se organizaron en torno a la vida cotidiana de los mercados, acabando la rutina y miserias del antiguo tianguis.

Lenta y firmemente, pues, la vida económica de México iba evolucionando. Nuevas actividades y nuevas familias; nuevos procedimientos y nuevos créditos se iban formando en el Distrito Federal, de modo que el cambio de cosas, como consecuencia de la Revolución, se hacía manifiesto. Evolucionó a par de tal hecho, la calidad de los alimentos, la salubridad de la población, el sistema de ventas en mostrador, la contabilidad mercantil tan necesaria para conocer el desarrollo, ahorro e inversión de la riqueza, el pago de las rentas al fisco y a la seguridad pública y la educación social popular.
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