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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 33 - LOS HOMBRES

LOS MEXICANOS RICOS




Al tiempo de intentar poner freno hábil y momentáneo a todos los alborotos que los interesados sinceros y los interesados oportunistas hacían a la sombra de una bandera social, el presidente Rodríguez buscó un punto de apoyo para crear una riqueza nacional; pero no una riqueza nacional en el sentido de desenvolver y dar auge al potencial económico de la naturaleza física de México, sino a la que el vulgo comprendía con el decir de hacer ricos a los mexicanos; porque el número de los mexicanos ricos era muy corto.

Ese deseo, denotante no sólo al través de una compulsa de las publicaciones periódicas, sino en examen de las ambiciones dominantes de los días que recorremos, no se dirigía al objeto de organizar un monopolio capitalista. Tratábase, en efecto, de la evolución de un acontecimiento que estaba a la vista del país; pues reducido el grupo de acaudalados extranjeros radicados en México, ora por la fuga de sus personas o capitales, ora por los desgastes que en las fortunas antiguas habían causado la Revolución, ora porque estando en suspenso el inversionismo del exterior, no existían en el país las fuentes capitalistas en relación con el crecimiento nacional. Reducido, pues, el número de ricos extranjeros y no habiendo en México una clase mexicana con los intereses bastantes para considerarla como potentada, la República se hallaba ante el dilema de exterminar totalmente al poco capitalismo que existía o de crear una clase rica de pureza y mentalidad nacionales, como fórmula precisa para garantizar y conservar la autonomía y soberanía de México en el orden económico.

La idea primera, como lo enseñan los documentos escritos, para fundar una clase rica mexicana que, además de reunirse a los vestigios de las primicias capitalistas del régimen capitalista, transformaran éstas y las llevaran a un capital humanizado, fue del general Calles; pero correspondió al presidente Rodríguez poner en práctica tal idea, dando él mismo el ejemplo gracias a su espíritu de empresa.

Rodríguez, en efecto abrió la era de los ricos mexicanos originados en la Revolución; y con ello inició una escuela que si en el curso de los años sufrió numerosas e indignas desviaciones, no por ello dejó de ser patriótica en su origen. Rodríguez percibió clara e íntimamente —y tal fue su mérito— cómo la Revolución había llegado al capítulo de construir una economía de nacionalidad; y tal percepción que primero la hizo efectiva en sus acomodos y conveniencias personales, la dilató durante su presidencia hacia todos los filamentos sociales de México.

Al caso, procedió, como fórmula complementaria para la secretaría de Economía, a la organización de un Consejo Nacional de Economía, considerando que representando aquélla la función legal y éste la promoción, podrían coordinarse y con ello dar dirección y orden a una riqueza individual o asociada que había concebido, de acuerdo con la idea del capital generoso expuesta por Calles, y de acuerdo asimismo con la idea de nacionalizar más adelante los bienes económicos del país; y guiado por ese optimismo radiante, pero carente del examen de las realidades que presentaba un pueblo eminentemente rural, el presidente Rodríguez entregó sus esperanzas a Primo Villa Michel, encargado de la cartera de Economía. La moda universal, pues, conforme a la cual bastaba el apellido a una oficina pública, para que un ministro tuviese la capacidad de hacer fructificar los proyectos políticos, quedó en las manos de Villa Michel, individuo de muy alta calidad en cuanto a honorabilidad, de primera línea en lo que respecta al trato político y de muchas finezas en lo relativo a sus manifestaciones de una tolerancia negociada, pero ajeno a las raíces de la economía mexicana, en la cual, la riqueza del suelo era un mero espejismo que nadie se atrevía a contrariar —tan grande así era la tradición de un supuesto cuerno de oro nacional.

Tantas esperanzas en las tareas y finalidades de la secretaría de Economía y del Consejo Nacional cifró el Presidente, como otras superiores puso en el desarrollo y prosperidad de las instituciones bancarias de México.

Al efecto, el pensamiento presidencial se dirigió no sólo a hacer de los bancos instrumentos para el progreso del Estado y la Sociedad, sino también partes esenciales del localismo, puesto que desde la liquidación de los antiguos bancos de emisión, el ahorro y crédito en los estados de la República eran materias aparentemente irreparables; y a reparar ese mal que mucho afligía al país acudió el Estado promoviendo y encauzando una convención nacional bancaria; aunque para ello el Presidente procedió con singular tacto, porque quiso dar a tal convención todos los visos de la independencia, no obstante que en el fondo iba a servir a los intereses del gobierno preocupado por su incapacidad, para aliviar la situación crediticia y dar confianza a los ahorradores e inversionistas locales.

Esa reunión de banqueros produjo los efectos deseados por Rodríguez, pues a poco fueron establecidas nuevas instituciones de crédito en Sinaloa, Sonora y Coahuila. Además, el Presidente mandó la fundación de dos bancos llamados a resolver los problemas de financiamientos municipales y semioficiales. Tales establecimientos fueron el Banco Nacional Hipotecario Urbano y de Obras Públicas (20 de febrero, 1933) y la Nacional Financiera (3 de julio, 1934).

Fueron estas dos instituciones, cuyas consecuencias futuras no previo el general Rodríguez, las columnas centrales de una nueva era de la economía nacional. Durante ésta, el antiguo y nuevo rico mexicano concurrirían a la organización de la riqueza individual y colectiva de México; iniciarían la etapa del millonarismo oficial y político, serían además el brazo fuerte para que el Estado constitucional se convirtiese en una máquina burocrática, que produjese dinero, orden y gobernantes en serie.

Sin embargo, como el Estado advirtió que a pesar de las posibilidades que se ofrecían para comenzar la cimentación de una economía con una nacionalidad mexicana precisa, no bastaban los recursos interiores, el presidente Rodríguez, no sin escuchar el parecer de Calles, abrió todas las ventanas del optimismo con motivo de la conferencia mundial económica de Londres (12 de junio, 1933) a la que mandó una delegación, presidida por el ingeniero Alberto J. Paní.

Este, siempre creyendo en sus aptitudes financieras, pues confundía la rutina oficinesca de la cual era muy devoto, con el conocimiento de las finanzas, en el cual era lego, no perdió la oportunidad de hacer alarde de sus superficialidades crematísticas, y con ello hizo irradiar la idea de que la delegación mexicana no sólo iba a iluminar el cielo de Londres, sino que volvería a México trayendo todo género de bienes para el Estado y la Sociedad.

No podía ser así y por lo mismo no fue. La misión mexicana se perdió entre las tantas concurrentes a Londres; y ni el convenio emanado de la conferencia sobre la rehabilitación y estabilización de la plata tuvo el menor efecto sobre el meollo de la economía de México. Calles, quien no había sido ajeno a la comisión de Pani, pues durante varios años no pudo sustraerse al superficial y efectista brillo que Pani daba a sus tareas, proclamó, más por patriotismo que por realidad, el fracaso de la reunión de Londres, con lo cual quiso dar ayuda para salvar el prestigio de los delegados mexicanos.

Entre tanto, los precios de los artículos alimenticios, del vestido y la vivienda en México, iban en aumento, produciéndose con lo mismo un nuevo conflicto económico que mucho dañaba a las clases pobres.

Sin noticias precisas acerca de tales acrecentamientos, ya que los informes estadísticos hicieron omisión de los índices progresivos de los precios de esos días, el descontento en los mercados populares y en las rentas de los mayoristas, adquirió volumen en todo el país. Además, como correlativo a tal fenómeno fue el ascenso circulatorio del papel moneda y el decrecimiento de la moneda metálica que dio siempre tranquilidad y seguridad a las clases populares, entre el vulgo nació la desconfianza y se creyó que el aumento en los precios de comestibles era uno de los peores síntomas en el horizonte de México.

Todo esto llegó a dañar una vez más a los asuntos fiscales, que se habían mejorado en los primeros meses del gobierno de Rodríguez.

La secretaría de Hacienda, al efecto, estudió los remedios más conducentes a la nivelación presupuestal, convencidos los principales oficinistas de la inutilidad que ofrecían los sistemas ahorrativos y burocráticos inventados y puestos en práctica por Pani. Además, los resultados de una primera convención fiscal, que aparentemente pareció llegar al meollo para establecer el equilibrio entre los ingresos y egresos federales, tampoco fueron positivos; pues tal asamblea constituyó un mero esfuerzo a fin de lucir los métodos de oficina; y aunque una segunda reunión del mismo género (20 de febrero, 1933) dio nuevas esperanzas a la efectividad administrativa, tales esperanzas se desvanecieron en el curso del mismo año de tal reunión.

Lejos de favorecer esas reuniones el bienestar social del país, sus acuerdos tuvieron por objeto establecer impuestos que gravitaron sobre las pequeñas empresas, y como éstas empezaron a huir o quebrar o engañar al fisco, la secretaría de Hacienda desistió de esa contribución y estableció tributaciones al ausentismo, lo mismo que a la sal, a los fondos petroleros y al azúcar.

Pero ni aun dentro de esas menudencias concernientes a la hacienda pública sobresalieron los trabajos de Rodríguez tanto para afirmar las rentas del Estado, como para crear la riqueza de nacionalidad mexicana; ahora que como estaba dispuesto a llevar a cabo su plan considerando que con ello amacizaría el principio progresista de la Revolución, primero procedió, como ya se ha dicho, a garantizar el salario mínimo nacional que obligó al pago de setenta y cinco centavos diarios a los peones de campo en Chiapas; de un peso, en Durango, y que además mandó el salario de un peso cincuenta centavos al día para el obrero en los estados de Puebla y Oaxaca; de un peso en Colima y tres pesos con cincuenta centavos en el norte de Baja California. Decretó también el Presidente, un salario promedio de dos pesos noventa y cinco centavos para los trabajadores mineros en la República.

Mas como una tabla de salarios no podía fijar los fundamentos de una riqueza sólida y permanente, y estaba lejos de servir a los ambiciosos designios de Rodríguez ni era el firme punto de apoyo para que el país avanzara hacia una vida industrial y mercantil, el Estado resolvió, con señalada cautela y método prudente, llevar a cabo la nacionalización de los créditos; y al objeto, fueron retirados del país las sucursales de los bancos Canadian, Anglo South American, Commerce y Montreal.

Aunque este paso del Estado fue dado en medio de medidas previas para no lastimar la confianza crediticia de México en el extranjero; a pesar de que tal disposición llevó como mira principal seguir concentrando la riqueza de México en manos nacionales, para de esta manera hacer la clase rica de la nacionalidad, el acontecimiento produjo un desajuste financiero. El país no tuvo posibilidades financieras para absorber momentáneamente los recursos que por de pronto se llevaban las sucursales de los bancos extranjeros; y la parte más sufrida por aquel paso tan audaz como patriótico del general Rodríguez fue el mundo rural. Una vez más, los efectos de todos aquellos movimientos llevado al fin de asegurar un orden económico propio de México, rozaron la esfera campesina que en su defensa, procedió a alterar nuevamente los precios de los productos agrícolas, con gran detrimento y desasosiego del proletariado.

Estas calamidades propias del gran acomodo rural y urbano que se efectuaba en el país como consecuencia de las necesidades determinadas por la Revolución, no eran explicables fácilmente al vulgo; ahora que como mucha confianza inspiraba la creciente fuerza del Estado y la generosa manera del mismo hacia la pobretería rústica, no faltaron los signos de confianza que en esa temporada sobresalieron a los del disgusto. Ahora, el Estado empezaba a nivelar sus normas de mando con las normas del gobierno popular. Si no el entendimiento entre Estado y pueblo, que es incompatible, sí el trato mediatizado de un lado y de otro lado, empezó a dar señales de vida en el país, y con ello las ideas de violencia que tantas lesiones causaron a México en días anteriores, quedaron sobrepasadas por las ideas de reunir en un solo grupo las riquezas de la nacionalidad.

No faltaron, sin embargo, a los últimos meses del gobierno de Rodríguez, alteraciones públicas en la vida del campo. El agrarismo, que se mostró partidario de una tregua a partir de la caída de Ortiz Rubio, recomenzó sus luchas; aunque en esta ocasión más movida por los intereses políticos despiertos nuevamente en el país, como consecuencia de la cercana Sucesión presidencial.
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