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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 32 - EL ESTADO

ORTÍZ RUBIO, PRESIDENTE




Desmalezado el campo de la política doméstica, fortalecido el Estado, hecho cuerpo formal, expedito y organizado el Partido Nacional Revolucionario, el ingeniero Pascual Ortiz Rubio, conforme se acercaba el día de su ejercicio presidencial para el cual fue elegido no tanto por la voluntad popular cuanto por el poder de la élite revolucionaria de México, pudo contemplar un panorama más sonriente. El país, en la realidad, ambicionaba, sobrepasando todas las quejas, desarmonías y violaciones políticas, una vida más sólida y próspera. El mundo caminaba muy de prisa abriendo nuevas fuentes de energía colectiva, de riqueza capital, de cultura superior y de preocupaciones sociales, dejando atrás a los pueblos que, como México, no poseían la fuerza del suelo para alcanzar los modernos niveles de vida y pensamiento. De aquí el deseo manifiesto de los mexicanos para abandonar las querellas domésticas, aun sacrificando el espíritu puro de las leyes, y alcanzar días mejores. Las miserias de la pobreza, entre otras miserias, estaban tan arraigadas, que era llegada la hora de poner todos los instrumentos populares y estatales capaces de modificar esa faz amarga y ruinosa de la Nación y la sociedad.

Este deseo era tan profundo y explicable, como explicable y profundo era el deseo de que Ortiz Rubio tuviese suerte y sentido común en su función presidencial.

Verdad que no existía simpatía para el callismo; verdad que se desdeñaba, en el fondo, al Presidente electo; verdad es que se temía a un hombre, cuya formación profesional era muy ajena a los negocios públicos y al conocimiento humano, que siempre se requiere en un Jefe de Estado; verdad documental es todo eso; pero también es cierto que el país esperaba en Ortiz Rubio la representación de la prudencia y la aplicación de una autoridad legal y con aptitud para reunir a todos los mexicanos en un trabajo de reconstrucción nacional.

La sombra principal sobre el futuro del gobierno de Ortiz Rubio era la proyectada por los gobernadores Tejeda y Garrido Canabal, quienes, si a veces cometían excesos, no por ello dejaban de corresponder a un propósito humano y social. Tejeda y Garrido, incomprendidos por el vulgo, eran representados a manera de líderes de una política satánica, y con ello, la esperanza de ecuanimidad puesta en Ortiz Rubio sufrió distorsiones.

Examinadas, ya a distancia y al través de documentos oficiales y privados, las figuras de aquellos dos gobernadores, puede establecerse que no había dentro de ellos proyectos perturbadores ni anticonstitucionales; pero como a sus osadías políticas les daban un tono doctrinal y sobre todo de una supuesta ortodoxia socialista, tal parecía como si ambos gobernadores intentaran cambiar el curso de la vida mexicana; y como a todo eso agregaban la novedosa literatura de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, tanto Garrido Canabal como Tejeda corrían fama de comunistas, y ello a pesar de que no existía ni una sola institución veracruzana o tabasqueña que diese alguna idea —una sola idea— de que allí, en Veracruz o Tabasco, se esperaba ver realizada la milagrería socialista.

Si a todo eso se agregaba el hecho de que Ortiz Rubio, perdiendo su compostura personal, de la cual siempre fue servil, había utilizado la procacidad para injuriar durante su campaña electoral a los partidarios de José Vasconcelos, que en medio de sus devaneos y errores no dejaban de ser admirables al enfrentarse con mucho valor al poder político del Partido Nacional Revolucionario; si a todo eso se agregaban, repetimos, los enconos sembrados por el ortizrubismo, fácil es comprender que al llegar el día de la protesta constitucional de Ortiz Rubio, existiese una atmósfera propia a la alevosía.

Así, cuando el 5 de febrero (1920) Ortiz Rubio salió del Palacio Nacional ya con la jerarquía de presidente de la República, fue asaltado y herido por un joven llamado Daniel Flores.

El atentado, repugnante y criminal, no produjo en la sociedad la reprobación que merecía, a pesar de que Ortiz Rubio era hombre limpio y no había causado males a personas o instituciones; y es que el país, se insiste documentalmente, quería sobre todas las cosas, entregarse a sus preocupaciones y necesidades al margen del Estado.

Creyóse, por otra parte, que Flores sólo era el resultado de una venganza del vasconcelismo. Y no era así. Flores únicamente caracterizó un pesimismo político, con anchura y profundidad nacional que pareció augurar el establecimiento, aunque problemático, de una dictadura política con el disfraz de una democracia de la cual se consideró a Ortiz Rubio como el actor principal.

Sin embargo, ni los propios adalides del nuevo gobierno, cegados por su triunfo político, alcanzaron a vislumbrar cuál podía ser la causa de aquel atentado tan inesperado como descabellado; y como no estuvieron en aptitud de analizar la situación, de la cual empezó a ser representado Ortiz Rubio como un mero pelele, tales adalides, sin la necesaria autoridad y abusando del apartamiento del presidente debido al pistoletazo recibido en la quijada, se dedicaron a volcar las más negras pasiones en persecuciones ilegales e innobles a los vasconcelistas, quienes si no dejaban de concurrir a conciliábulos de literatura política, todo lo realizaban con un candor inefable, idealizando los negocios políticos, de manera que no constituían la menor amenaza para las instituciones públicas.

De esta manera, y hallándose de hecho la determinación presidencial en las manos del coronel Eduardo Hernández Cházaro, quien absorbía las funciones de todo lo relacionado con la jerarquía de Ortiz Rubio, aquél, dirigiendo la corta mentalidad del comandante militar general Eulogio Ortiz, tan valiente en la guerra como alevoso en la paz, mandó allanar moradas, encarcelar jóvenes inocentes, perseguir profesores universitarios y asesinar a quienes vino a gusto de las órdenes de aquella irresponsable autoridad que suplantaba al presidente de la República.

Tan desgraciados acontecimientos tuvieron, por fortuna, corta duración, porque habiéndose enterado Ortiz Rubio de tales sucesos e informado que en el camino de Cuernavaca habían sido fusilados, sin formación de causa, tres vasconcelistas, impuso su autoridad, ordenó que se abriera una investigación poniendo en entredicho a Hernández Cházaro, a quien poco más adelante dio una comisión en el servicio consular.

Con esa decisión, Ortiz Rubio detuvo, aunque momentáneamente, la versión popular, a la cual se encargaban de dar vuelo los políticos secundarios, conforme a la cual el Presidente constitucional era individuo sin voluntad propia y por lo mismo un pelele que obraba al influjo de las palabras y decisiones del general Calles.

Mucho mal hacía tal versión a la dignidad de la Nación. Mucho mal también a la jerarquía constitucional. Mucho mal, en fin, al mismo Calles, quien daba la idea de ser un entremetido individuo que pretendía gobernar al país sin responsabilidad legal ni personal.
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