Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 6 - Ortíz Rubio, presidenteCapítulo trigésimo segundo. Apartado 8 - Medios de la economía nacional Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 32 - EL ESTADO

PROBLEMAS PARA ORTÍZ RUBIO




Repuesto de la lesión que le causó el criminal atentado de Daniel Flores, Ortiz Rubio empezó sus tareas presidenciales con una gran disposición de ánimo, señalada entereza y mucha majestad, con todo lo cual quiso dar un elevado tono a su jerarquía constitucional, que parecía ser, en esos días, el meollo de la situación política que reinaba en el país.

Los miembros del gabinete, fueron seleccionados por el propio Ortiz Rubio, quien con marcada prudencia y amable camaradería tuvo previamente las opiniones de Calles y Portes Gil. Esto no obstante, los secretarios de Estado, no correspondieron a la mentalidad y proyectos del Presidente.

En efecto, Ortiz Rubio se creyó obligado a seguir utilizando los servicios de quienes, ora por su valor intrínseco, ora ser parte del partido revolucionario, estaban ligados al desarrollo político y administrativo de México; ligados igualmente al grupo conocido como callista.

No pocos de aquellos secretarios de Estado podían escapar a la clasificación de advenedizos u oportunistas, pues no eran naturales de la Revolución, y por lo mismo estaban incapacitados para desenvolver un programa que convenciera al país de los bienes prácticos de aquel acontecimiento magno, e hicieron que los problemas de México tuviesen soluciones mediatizadas o imprácticas, lo cual no produjo sino un profundo pesimismo sobre los frutos de la Revolución. Sin embargo, esos individuos que no correspondían a la natividad revolucionaria poseían, en cambio, importantes dotes administrativos, y como al parecer de los adalides políticos, eran las cuestiones del orden doméstico las primeras llamadas a ser motivo de encauzamiento, ni Calles, ni Ortíz Rubio, ni los líderes del Partido Nacional Revolucionario, dudaron acerca de la conveniencia de aprovechar los servicios de quienes se creían destinados a profundizar y resolver los capítulos de la administración oficial.

Tan desorientados estaban algunos miembros del gabinete de Ortíz Rubio, sobre todo respecto a los capítulos de la nueva economía rural mexicana, que el propio presidente Ortíz Rubio, viéndoles titubear quiso conocer la opinión y dictamen de sus secretarios de Estado sobre la materia. Esto lo hizo Ortiz Rubio con mucho valor y decisión, pues en tales días el solo hecho de rozar ese problema, era considerado por los ortodoxos revolucionarios como una verdadera herejía.

Anterior a Ortiz Rubio, el general Calles, como campeón del partido revolucionario, deploró que la cuestión ejidal se desenvolviera sin un plan; y al efecto, estimó que de continuar las reconstrucciones y repartimientos ejidales sin un plan debida y sanamente considerado, la clase rural sufriría las consecuencias de las imprevisiones, máxime que éstas estaban provocando un verdadero caos en la economía agrícola, que era fundamental para el desarrollo y estabilidad de la Nación.

Al poner tan grave y delicado problema, como era el ejidal, sobre el tapete de la discusión, el presidente Ortiz Rubio no comprendió el alcance que el solo debate producía sobre los fundamentos de la vida nacional después de los sucesos de 1920, Ortiz Rubio no estaba en aptitud de contemplar el significado que tenían los repartimientos ejidales; y ello no por falta del espíritu de la Revolución, antes por haber permanecido, se repite, ausente del país por años, lo cual le desvinculó de la vida rural.

Para Ortiz Rubio, sobre las necesidades de los labriegos desocupados, estaba la obligación presidencial de restablecer la paz en la República, de manera que consideró que era misión principal de su gobierno proceder a dar una tregua al ejidismo, creyendo que con ello volverían el sosiego y crédito a los campos.

Anterior a Ortiz Rubio, el general Calles, repetimos, había deplorado que los repartimientos y dotaciones ejidales se desenvolviesen sin un programa debidamente estudiado y organizado a fin de que su aplicación fuese efectiva. Calles advirtió que de no hacerse tal programa, las consecuencias del ejidismo dañarían la economía fundamental del país.

De hecho, pues, al intentar un nuevo camino para los repartimientos de tierras, el Presidente no sólo quiso aceptar la idea principal de Calles, sino pretendió ir más adelante de éste; y al efecto, primero insinuó en el seno de su gabinete la necesidad de suspender las ampliaciones de ejidos, problema del que se servían los líderes y caciques para mantener un estado de agitación rural y obtener, gracias a esa situación semicaótica, ventajas políticas y administrativas. Después, Ortiz Rubio hizo del conocimiento de sus ministros un proyecto conforme al cual el problema agrario de México debería quedar resuelto en seis meses. Y esto, que constituía una audacia sin fronteras, debería depender de la previa aprobación de una ley que declarase suspendidas las ampliaciones ejidales.

Como medida complementaria de su proyecto, que pecaba por haber sido bordado al margen de las realidades rurales de México, el Presidente externó la idea de entregar al Banco Agrícola, todos los recursos financieros posibles a fin de que estuviera en la posibilidad de acudir pronta y eficazmente a satisfacer el crédito necesario, para el desarrollo tanto de las comunidades agrarias como de los pequeños agricultores particulares.

Los propósitos de Ortiz Rubio no dejaron de producir desconcierto y temores entre los caudillos de la política agraria. Así el finiquito propuesto por el Presidente constituyó una amenaza para una naciente clase política rural. El ejido, pues, no sólo formaba parte de una transformación económica en el campo, antes también era la base para el desenvolvimiento político de una pléyade campesina. En la realidad, el agrarismo significó el puente necesario para la incorporación de la clase rural -dentro de la cual, la parte más pobre estaba representada por las familias autóctonas- a los negocios públicos de México; a la economía nacional, también.

De esta suerte, sin pretender conspirar contra uno de los problemas revolucionarios, el Presidente sí ignoró el verdadero y real significado del ejidismo puesto en práctica, puesto que éste envolvía a los agentes principales que produjeron la Revolución.

En esa tarea de apaciguamiento agrario que consideraba necesaria para el orden y progreso de la Nación, Ortiz Rubio se sintió altamente estimulado por el talento y sentido práctico de su secretario de Hacienda Luis Montes de Oca, quien con una grande alma y pensamiento de estadista, y procurando la tranquilidad del país, concibió el proyecto para transformar la embrionaria economía rural.

Tal proyecto, sin embargo, no sólo fue visto con desconfianza, sino también como acto contrarrevolucionario por los secretarios de Estado. En efecto, éstos, reunidos en cinco ocasiones (abril y mayo de 1930) por el Presidente, huyeron del tema. Además, no tanto en razón de ideas que no parecían capaces de aportar, cuanto movidos por ambiciosos proyectos, empezaron a divulgar las especies más detestables contra Ortiz Rubio; ahora que tales dislates, que advertían ser preliminares de un cercano trance, no produjeron los prontos resultados que esperaban los instigadores.

No obstante aquella desafección que se reflejó en todos los medios del país, el Presidente se mantuvo firme y digno; pero sobre todo ecuánime, pues teniendo a la mano todo el poder para eliminar a sus opositores vergonzantes, no lo hizo en bien de una política de tolerancia. Además, quiso poner en práctica la política de partido, para con ello cambiar los antiguos sistemas oficiales.

Esa ecuanimidad de Ortiz Rubio, sin embargo, sirvió para que los líderes políticos y algunos secretarios de Estado se burlasen del Presidente retratándole como hombre débil e inepto gobernante; y tales erróneas conjugaciones hubiesen prosperado de no ser la actitud decorosa y aparentemente alejada del teatro político que observó Calles. Este, rechazó las insinuaciones interesadas en denigrar al Jefe de Estado.

Muy grato fue al país el entendimiento que el Presidente quería dar a todos los problemas, de manera que con ello creó una atmósfera que se acercaba a la del optimismo. Tanto así, que los gobernadores de Veracruz y Tabasco, quienes mucho habían alarmado a la República con sus osadías políticas que en ocasiones daban la idea de ser extravagantes e inconducentes, entraron a días de calma, alterados únicamente con algunos accidentes políticos y abusos de la policía dentro del propio campo político.

Sucedió, en efecto, que habiendo hechó el Partido Nacional Revolucionario una declaración francamente gobiernista, esto es, advirtiéndo que era un agrupamiento oficialista, dio oportunidad para que los antiguos antirreeleccionistas volviesen, con palabra amenazante a las lides políticas, lo cual sirvió de pretexto a las autoridades del Distrito Federal para dar orden de aprehensión contra el ingeniero Vito Alessio Robles, encendido y distinguido jefe del Antirreeleccionismo, cuya casa fue allanada y él secuestrado sin consideración alguna.

Y como si el acontecimiento fuese el anticipo de horas negras, a continuación suscitóse un escándalo administrativo con la denuncia de negocios ilícitos en la pesca del Pacífico, dentro de lo cual no escaseó la exageración y además el empeño de enviscar a personajes políticos. Después, un mal entendido entre el Presidente y el secretario de Agricultura, sirvió para caldear los ánimos y desatar una serie de supercherías que sólo sirvieron para debilitar la personalidad de Ortiz Rubio.

Empezó asimismo, durante esa temporada, la industria de los negocios administrativos. Ahora, la pavimentación de calles, la construcción de carreteras, la fábrica de escuelas, en fin, todo lo relacionado con los contratos oficiales, entró al campo del medro mercantil. Los contratistas de todos los géneros comenzaron a enriquecerse; los funcionarios públicos a establecer las igualas del diez por ciento; esto porque los contratistas hallaron la manera de estimular a los funcionarios dándoles una ganancia de porcentaje del monto de los contratos que les eran otorgados.

Tal medio de enriquecimiento para contratistas y funcionarios, adquirió tantos y súbitos vuelos, que se hizo sistema; y aunque el presidente quiso intervenir, su palabra llegó tarde, y en vez de servir a la reconsideración del abuso, fue útil a la maledicencia y a la organización de un régimen burocrático abusivo; pues las críticas al Jefe del Estado se acrecentaron, los odios tomaron carta de naturalización y surgió el aparato propio para una nueva desmembración de la autoridad nacional. Así, habiendo proyectado el secretario de Comunicaciones, empresas propias al desarrollo de la península de Baja California y aprobada por el Presidente una concesión para dilatar la red de carreteras nacionales, ambas tareas fueron clasificadas por el vulgo como negocios pingües y por lo mismo contrarios a los intereses del país.

Esto, aparte de la merma que produjo en el prestigio de México, sirvió para que el gobierno y el partido del Gobierno anduviesen desgaritados. Ibase, en efecto, de un punto a otro punto sin saberse por qué; de los problemas más difíciles se avanzaba a los más accesorios; crecían las dudas oficiales acerca de los beneficios que esperaban de los repartimientos de tierras: la Cámara de Diputados inscribía en su recinto, con letras de oro, el nombre de Emiliano Zapata. Al trance del oficialismo, se agregaban los ataques literarios, muy dramatizados, que José Vasconcelos dirigía al presidente de la República. Los colaboradores de éste, en ceremonias públicas, enaltecían al general Manuel Pérez Treviño, dando a entender que sería el sucesor de Ortiz Rubio. Los líderes del partido revolucionario, sobre todo los correspondientes al agrupamiento llamado socialista del Sureste, acusaban a las publicaciones periódicas, de reaccionarias y burguesas, haciéndolas responsables de los males que sufría la nación. Tales publicaciones, por su parte, daban al general Calles, con toda intencionalidad, el apellido de Jefe Máximo, que luego hicieron suyo los aduladores del ex presidente.

Grande, en el orden de la política, era el general Calles; grande, en el orden administrativo, los bienes que el propio Calles había sembrado en México. Grande, en las manifestaciones del populismo creciente, era Calles. Documentalmente no existen dudas de que Calles, durante los días que examinamos, significaba y representaba la mayor categoría política de México; pero el apellido de Jefe Máximo, con ser incompatible a un tributo de los revolucionarios a quien les guiaba e inspiraba, se prestó a las burlas del vulgo. Calles, en efecto, no necesitaba de ningún título para sobrevivir política y socialmente; y sólo el propósito de otorgarle una jerarquía frente a la figura del presidente de la República, fue el origen de aquel apellido que ningún bien otorgaba al partido revolucionario ni a la Nación mexicana.
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