Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 4 - La población nacionalCapítulo trigésimo segundo. Apartado 6 - Ortíz Rubio, presidente Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 32 - EL ESTADO

LA SUCESIÓN PRESIDENCIAL EN 1929




Elegido candidato presidencial del Partido Nacional Revolucionario, el ingeniero Pascual Ortiz Rubio empezó sus trabajos electorales con todos los ímpetus de un hombre de lucha; porque en efecto, tal era una de sus características a pesar del aspecto exterior de su figura, que más se asemejaba a la de un hombre tranquilo, obsecuente y ajeno a cualquier principio de independencia.

Era Ortiz Rubio individuo de carácter emprendedor, de inteligencia prudencial y metódica; pero faltaban en él la perspicacia y la malicia. Estas dos últimas fallas le hacían poco a propósito para lidiar ventajosamente con la situación en la que de una parte era necesario enfrentarse a una élite soberbia y tempestuosa, numerosa y atrevida, que estaba dispuesta a disputar los primeros lugares oficiales, ora por las artes malas, ora por los buenos caminos. Por otra parte, carecía Ortiz Rubio de las decisiones autoritarias tan necesarias para un caudillo de régimen presidencial.

Sin ser ajeno a las virtudes del mando y gobierno, las maneras civilizadas de Ortiz Rubio no se compadecían con las brusquedades y violencias dentro de las cuales estaban educados los antiguos ciudadanos armados y los líderes políticos nacidos y crecidos al lado de aquéllos; y por lo mismo, sin dejar de tener su propia mentalidad y su propia solvencia, Ortiz Rubio no correspondía del uno al cinco a todo aquel compás político que le seguía, en medio de vítores agresivos, por el camino del presidencialismo.

Además, la candidatura de Ortiz Rubio constituyó un doble ensayo político mexicano; pues si de un lado, iba a ensayar el Partido Nacional Revolucionario los primeros efectos de un candidato partidista; de otro lado, Ortiz Rubio averiguaría el juego de una candidatura de partido. De esta suerte, el problema, por ser primerizo, tendría bemoles para partido y para candidato. La tarea, pues, en aquella fase inicial, no sería tan sencilla y simple como aparecía a la vista del vulgo. Improvisado el agrupamiento e improvisado el caudillo, los tropiezos fueron incontables, tratando ambos intereses en correr a la misma velocidad y alcanzar la meta al mismo tiempo.

Ortiz Rubio aceptó sin limitación alguna, puesto que era hombre reflexivo y estudioso, el juego que le correspondía como candidato del P.N.R.; y tal aceptación no fue resultado de servilismo. Ortiz Rubio comprendió cuáles eran sus deberes dentro de un partido político que, conforme a la fórmula de moda, sustituiría al caudillismo político y guerrero, y por lo mismo aceptó ser concurrente a la reforma política de México encomiada por el general Calles y que, sin detraer la Constitución de 1917, llevaba por objeto evitar los excesos del presidencialismo y moderar los apetitos de los paladines militares, oficinescos y políticos.

Así, siendo iniciado en ese nuevo ideario de la Revolución, Ortiz Rubio aceptó sin condición alguna el programa del Partido Nacional Revolucionario, aprobado en la convención efectuada en Querétaro; y con ese programa, al que no agregó ideas ni prácticas a lo que estaba considerado como el natural desarrollo de las ambiciones y proyectos revolucionarios, dio forma a sus temas electorales; y de tal programa se sirvió también para hacer públicos sus planes de gobierno.

De esto último, se fijó que Ortiz Rubio aceptaba como elemento primero para el bienestar no sólo de la población rural, sino de la República, las restituciones y dotaciones de ejidos; aunque asimismo admitió la palabra mágica de la época, la voz construir. Era, pues, necesario, en el entender del candidato, y como centro de las preocupaciones del partido revolucionario, iniciar una temporada constructiva en todos los órdenes de la vida mexicana; pero sobre todo en lo referente a la administración pública y en lo relacionado a la organización económica, que requería un acomodamiento especial dadas las nuevas formas de la propiedad rural.

Pero siendo como era evidente, que el gobierno de Ortiz Rubio sería un ensayo de democracia política y administrativa, dentro del cual, sin mengua de los derechos constitucionales ni merma de la jerarquía presidencial, el Presidente tendría que ser parte de un mecanismo de conjunto, el propio Ortiz Rubio admitió una posición partidista aceptada también por todos los miembros del Nacional Revolucionario; y al efecto, no a manera de sometimiento obsecuente y vergonzoso, capaz de desdorar la dignidad humana, sino de correlación política y democrática, consintió la asociación de todos los hombres cuyo origen formativo habían sido el obregonismo, primero; el callismo, después.

Así, sin rebajar el nivel de su categoría candidaturizada, ni de su prosapia personal, ni de sus antecedentes revolucionarios, ni de sus principios democráticos, fue concurrente a una nueva dirección política nacional, en la cual figuraba con mucha gallardía, seguridad, talento y espontaneidad el general Calles; dirección a la cual correspondían asimismo individuos como los gobernadores Adalberto Tejeda y Tomás Garrido Canabal, quienes habían hecho de la osadía política un instrumento triunfal que a veces tenía la apariencia de poseer las virtudes del progreso y transformación del pueblo.

Frente a Ortiz Rubio, quien como se ha dicho, estaba asociado a una parte vigorosa del obregonismo y a la sección más selecta del callismo, se presentó, se repite, como candidato presidencial del Partido Nacional Antirreeleccionista y del mundo popular no oficial, el licenciado José Vasconcelos.

Más que Antirreeleccionista, el partido de Vasconcelos fue conocido con los apellidos de independiente, oposicionista y anti-imposicionista. Esto último, porque todo hacía suponer que no tanto por poseer un triunfo anticipado y fundado en la mayoría de votos, cuanto porque Calles pretendía eternizarse en el poder o cuando menos dejar asegurada la presidencia para una sucesión amparada y ordenada por el callismo, el partido de Vasconcelos se opondría a que el Nacional Revolucionario impusiera a Ortiz Rubio en la presidencia de la República.

Vasconcelos, por el solo hecho de disponerse a rivalizar con el candidato del P.N.R., ganó incontables simpatías nacionales. Tantas así que fue posible que el país creyera en la factibilidad del triunfo vasconcelista, a pesar de que el vasconcelismo tenía que luchar no sólo con Ortiz Rubio y los partidarios de éste, sino con toda la fuerza política y económica del Estado.

Así, al tiempo de que Ortiz Rubio era elegido candidato presidencial en la convención de Querétaro, Vasconcelos, acaudillando una pléyade de jóvenes ansiosos de hacer carrera política y de significar los sistemas democráticos que consideraban factibles para México, avanzaba, en medio del aplauso general, en una ruidosa y popular campaña electoral.

No pretendió Vasconcelos penetrar al alma rural del país. Buscó a la clase nacional selecta; reunió a los individuos de muchos valimientos, aunque poco avezados a las contiendas políticas; creyó que era llegado el momento de dar fin al obregonismo y al callismo; advirtió la posibilidad de instaurar un gobierno con gente nueva, como si hubiese sido posible improvisar hombres capaces de mandar y gobernar; hizo de la democracia una ensoñadora idea, con la seguridad de poder repetir la heroica hazaña de 1910. Nada previó para aquella campaña tan hermosa como excéntrica. No previó ya se ha dicho, la lucha inmensurable contra un poder ilimitado como el del Estado. No previó, los medios para quebrantar a individuos que, como Calles, conocían los secretos de la política y de la necesidad humana. No previó que conforme sembraba un espíritu de violencia, para de esta manera organizar una insurrección, el gobierno preparaba todos sus instrumentos de apaciguamiento y combate.

La lucha, pues, entre el Estado y el vasconcelismo era muy desigual. Podía predecirse que el Estado mexicano, después de tantas batallas victoriosas, se hallaba en las mejores disposiciones para derrotar a Vasconcelos. No lo veía así la juventud que seguía al candidato. Los aplausos que en las ciudades, sobre todo de Sonora y Sinaloa, escuchaba a cada paso hacían creer a Vasconcelos en un triunfo; y con todo ello, el vasconcelismo daba la idea de ser un partido político voluptuoso y engreído, cuyas excursiones y peroratas más parecían propias a dar lustre al talento de Vasconcelos que tratar de realizar el convencimiento del pueblo.

Sin embargo, en ocasiones Vasconcelos se reveló con su capacidad política; pues habiendo estallado la revuelta de los renovadores, el candidato suspendió su campaña para apoyar al gobierno de Portes Gil contra el intento militarista.

Pero no fue Vasconcelos el único oponente a Ortiz Rubio. El 10 de enero (1929), el Bloque Obrero y Campesino, de filiación comunista votó al general Pedro V. Rodríguez Triana como candidato presidencial. Era Rodríguez Triana hombre de excesiva ingenuidad, pero de purísimas intenciones y su comunismo correspondía a un género de improvisaciones, dentro de las cuales no podían existir ni Marx ni Lenin.

Así, vencida la rebelión acaudillada por el general Escobar, los tres candidatos presidenciales reanudaron sus actividades. Vasconcelos, en medio del excesivo júbilo de su equipo juvenil que prácticamente concurría a aquella acción política como si se tratara de una novatada, levantó la voz contra el callismo; también contra el presidente Portes Gil.

Con esto, pronto se enardecieron los ánimos de uno y otro bando. Ortiz Rubio, siempre tan mesurado, perdió el compás de la prudencia y empezó a incitar a sus partidarios contra el vasconcelismo, a pesar de que grande era la pobreza de este partido para adquirir las proporciones de verdadero enemigo; pero la vocinglería estudiantil, la inquietud de una juventud ambiciosa, los proyectos de quienes no estaban conformes con el callismo y las simpatías inocultas de los líderes de la Liga de Defensa Religiosa hacia Vasconcelos, hicieron creer a Ortiz Rubio, a los ortizrubistas y al gobierno nacional, que el vasconcelismo era una seria amenaza para la paz de la República, de lo cual se originó una crisis; y como en tales crisis no faltaban individuos irreflexivos e ignorantes que pretendan resolverlas por medios violentos, pronto dentro de los allegados a Ortiz Rubio, aunque a espaldas de éste, fue organizado un grupo de combate que debería encargarse de amedrentar a los jóvenes vasconcelistas.

Al caso, tal grupo que capitaneaba el coronel Eduardo Hernández Cházaro, se dispuso a emplear la violencia contra las procesiones cívicas y las reuniones públicas que efectuaran los vasconcelistas; y aunque los atropellos al vasconcelismo, lejos de apaciguar a éste no hicieron más que darle vuelos, el grupo ortizrusbista de choque, en proyectos de acción violenta individual, se dispuso a emplear las armas; y al efecto, víctima de tan criminal disposición cayó muerto el joven vasconcelista Germán de Campo. Este fue víctima de un disparo hecho por el coronel Hernández Cházaro.

A tal suceso, como es natural, las amenazas y calumnias, las represalias y atropellos. Vasconcelos, explicablemente indignado por la cadena de sucesos violentos que surgió como prenda mayor de aquella campaña, consideró que no quedaba otro camino al vasconcelismo que el de un alzamiento nacional; y aunque todavía en la convención política (2 de julio), durante la cual el Partido Antirreeleccionista le confirmó su adhesión, dio la idea de que estaba dispuesto a no alterar la paz nacional, lo cierto es que desde esos días hacía proyectos formales para el alzamiento.

Nada, sin embargo, se presentaba a la vista capaz de favorecer los planes de Vasconcelos; pues el gobierno vencedor de las huestes de Escobar se había fortalecido política y militarmente; había apartado del espíritu sedicioso a los católicos; tenía un ejército bien organizado y muy pertrechado; poseía un crédito amplio y considerado en Estados Unidos, para la adquisición de material de guerra y, finalmente, estaba apoyado por un partido en cuyas filas militaban los hombres de mayor calidad de los que correspondían al viejo y primitivo partido de la Revolución.

Así y todo, pero sin considerar cuán inútil sería el sacrificio de él y de sus partidarios, Vasconcelos, apenas efectuadas las elecciones nacionales (17 de noviembre, 1929), a consecuencia de las cuales se declaró, en medio de improcedentes jactancias oficiales, que estaba elegido presidente de la República el ingeniero Ortiz Rubio, Vasconcelos salió del país (2 de diciembre) y tratando de imitar a Francisco I. Madero, escribió, firmó y expidió un plan fechado en Guaymas el 1° de diciembre, desconociendo la autoridad nacional del presidente Portes Gil, llamando al pueblo mexicano a las armas y comprometiéndose reentrar a México y protestar como Presidente Constitucional ante el primer ayuntamiento libremente electo que le llamara a cumplir tal compromiso.

Aunque el plan fue redactado en términos muy varoniles y advertía la decisión de Vasconcelos para ponerse al frente de sus partidarios armados; a pesar de que aparentemente la República era contraria al callismo y deseaba otro género de gobierno y no el que ofrecía Ortiz Rubio, la población nacional continuó impertérrita; y sólo en Sonora hubo un intento de sublevación que terminó con la aprehensión y fusilamiento (19 de diciembre) del general Carlos Bouquet, mientras en la ciudad de México fueron detenidos con lujo de fuerza los líderes del vasconcelismo, profesionales distinguidos los más. Estos, acusados de conspirar para derrocar al gobierno, vieron cárcel y desapariciones ilegales; ahora que era tan infantil el proyecto de los partidarios de Vasconcelos, como infantil la preocupación oficial.

Vasconcelos, entre tanto, siguió aislado en Estados Unidos acusando al callismo de violaciones a la ley, al gobierno de Estados Unidos como cómplice de Portes Gil y Calles, y a los líderes del Partido Antirreeleccionista como falsos vasconcelistas.

Muy alegórica y hermosa fue la prosa política de Vasconcelos; pero no correspondía al alma de México. Además, como el país conocía las pobrezas de Vasconcelos y de los partidarios de éste, bien pronto comprendió cuán romántica era aquella posición del candidato presidencial y cuán inútil todo esfuerzo para derribar los muros del Estado mexicano.

Sin embargo, el fracaso de aquel conjunto de valientes criaturas, que llegó a acariciar la idea de hacer en México un gobierno de delicadezas, ambiciones y proyectos juveniles, fue un verdadero infortunio para el país, que si no puso de manifiesto aplicación alguna por el desastre político de Vasconcelos y del vasconcelismo, sí asistió apesadumbrado al último sacrificio de la democracia electoral, sin comprender lo quimérico de tal democracia; y quimérico no por causa del callismo, ni del Partido Nacional Revolucionario, ni de las mañas del presidente Portes Gil, ni por los abusos de autoridad, sino por la imposibilidad, probada umversalmente, de hacer efectivo el sufragio en un país cuya población rural correspondía a un setenta por ciento de la población general, al mismo tiempo que la urbana se burocratizaba para años.

Mucho, pues, se adelantó Vasconcelos en aquel esfuerzo heroico, y solo comparable al de 1910, pretendiendo obtener el triunfo mediante un ensayo de ciudadanos en un pueblo a donde éstos constituían una minoría probada.

Por otra parte, tanto debió admirar el país el camino trazado por el vasconcelismo, que el Estado se vio en la necesidad de abrir un nuevo procedimiento, tanto para evitar el engaño y aconstitucionalidad que ofrecía el Sufragio Universal puro, como a fin de establecer un sistema que, sin producir el desasosiego o la ilusión o la desesperanza en el alma democrática de México, pudiese servir de base para que la práctica electoral fuese menos imperfecta conforme la Nación mexicana evolucionaba, como había acontecido con otras Repúblicas, hacia la formación de las ciudades y por lo mismo de ciudadanos.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 4 - La población nacionalCapítulo trigésimo segundo. Apartado 6 - Ortíz Rubio, presidente Biblioteca Virtual Antorcha