Presentación de Omar CortésCapítulo duodécimo. Apartado 14 - La guerra de guerrillasCapítulo decimotercero. Apartado 2 - La acción del zapatismo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 13 - LA CAPITAL

LA AMBICIÓN REVOLUCIONARIA




Después de los triunfos obtenidos en Sonora, Sinaloa y Chihuahua, los caudillos revolucionarios abrigaron un solo propósito: llegar a la ciudad de México. Pues lo que parecía lejano y casi imposible de alcanzar para la gente rústica, ahora se presentaba de manera que parecía como la meta definitiva del pueblo mexicano. Meta no sólo para derrotar al huertismo sino para alcanzar mejores días para el país.

Y, en efecto, ya empezaban a bullir dentro de los jefes revolucionarios, las más exaltadas ideas sobre el destino de la ciudad de México y acerca de lo que podría ser el nuevo gobierno en la transformación de la vida nacional. Ahora, los caudillos de la guerra no sólo pensaban en las futuras batallas y en las siguientes victorias, antes también en los goces del triunfo y de la ambición, que parecían aguardarles en la vieja capital.

Obregón y Villa, aunque siempre guiados por los geniales designios de Carranza, eran los caudillos que más ambicionaban llegar a la ciudad de México. No veían obstáculos imposibles de vencer, ni gente capaz de oponerse a sus propósitos, ni necesidades insuperables, ni disgustos, ni rivalidades internas con la fuerza suficiente para romper el lazo de unión que en esos días se manifestaban como una excepcional fraternidad nacional. Sin embargo, tanto Villa como Obregón estaban a más de mil quinientos kilómetros de la ciudad de México; y tal distancia no era de aquellas fáciles de vencer. Primero, porque hacia el noroeste, la vía férrea terminaba poco adelante de Mazatlán. Segundo, porque entre Torreón, el punto más avanzado del ejército de Villa y la ciudad de México había plazas importantes, embarnecidas por Huerta con más tropas y más armas. Y al efecto, una remesa de material bélico procedente de España, fue desembarcado en el puerto de Veracruz; y las fábricas inglesas y belgas ofrecieron, como consecuencia de un empréstito huertista, todo el material bélico requerido para la defensa del centro de la República.

Los núcleos revolucionarios más cercanos a la capital y por lo mismo más amenazantes a la metrópoli y asiento de la autoridad huertista, estaban en Michoacán, Guerrero y Morelos. Más en este último estado, que en los dos anteriores. Más, porque en Morelos el general Emiliano Zapata acrecentó sus filas con la gente que había desocupado en las haciendas de Puebla y el estado de México; de manera que no faltaron hombres al ejército de Zapata. Lo que faltaba eran pertrechos para la guerra; y Zapata se hallaba lejos de la frontera norte y de los litorales mexicanos para esperar arribo de material bélico.

En el estado de Guerrero, el general Figueroa, después de cuatro meses de su levantamiento y no obstante su popularidad y valentía, no había podido armar a más de quinientos hombres; ahora que con éstos tuvo en sobresalto a las fuerzas federales, que no se daban punto de reposo para combatir con las guerrillas que surgían de un lado y de otro lado, pero siempre obedeciendo la iniciativa y decisión de los hermanos Figueroa, a quienes hemos conocido desde los comienzos de la Revolución en 1910.

Más posibilidades de progreso tuvo a la mano el general Gertrudis G. Sánchez en Michoacán. Una sola de esas columnas, al mando de Joaquín Amaro, llevó a cabo una fructuosa campaña que le acercó a Morelia; mas tantas eran las limitaciones que de material bélico tenía Amaro, que se vio obligado a retroceder por primera vez y segunda vez a Tacámbaro, al grado de que en una ocasión le fue necesario evacuar esta plaza. Tales culpas y contraculpas de los insurrectos de Michoacán, pudieron ser aliviadas gracias a la llegada de refuerzos procedentes de Guerrero. Sin embargo, si en el otoño de 1913, fue fácil hallar en cada región importante de Michoacán un núcleo revolucionario, esto no significaba una dominación del estado, puesto que si los revolucionarios aumentaban día a día en número, en cambio disminuían cotidianamente en lo que respecta a pertrechos. De esta suerte, las acciones de guerra en Michoacán estuvieron prácticamente congeladas en los tres últimos meses de 1913.

No dejó de ser importante el influjo que los revolucionarios michoacanos llevaron con sus hazañas a Guanajuato. Este, que hasta mediados de 1913 aparecía un poco desdeñoso hacia la Revolución, y continuaba siendo el lugar de los abastecimientos de boca para el ejército federal, empezaba a ser invadido por los grupos armados; pues a la primera partida que amenazó a Tarandacuao, se siguieron otras que se presentaron a las puertas de Jerécuaro, Yuriría, Santa Cruz y Galeana.

No se conocían entre los jefes revolucionarios de Guanajuato figuras sobresalientes; pero los grupos capitaneados por Manuel Pantoja, Trinidad Raya y Pomposo Flores eran suficientes para significar la existencia de un movimiento antihuertista.

Mientras tanto, en Zacatecas el general Pánfilo Natera, al frente de mil revolucionarios, esperaba calladamente el momento de unirse a los guerrilleros de Durango, Aguascalientes o Jalisco; pero como esta oportunidad no se presentó como la ansiaba Natera, los revolucionarios resolvieron atacar la capital del estado, aunque sin triunfar; y en seguida, con mucha decisión, cayeron audazmente sobre las plazas de Jerez y Fresnillo. Aquí, el general Natera tuvo una experiencia de halago y entusiasmo, pues los trabajadores de las minas resolvieron abandonar sus labores y unirse a la revolución. Natera, como consecuencia de tal conquista de voluntades, se vio en pocos días al frente de tres mil hombres, sin organización, sin disciplina, sin armas, sin dinero; pero deseosos de pelear contra los huertistas.

En medio de aquel mar de gente que no sabía cuál camino tomar, Natera recibió noticias de que los revolucionarios de Mauro R. Saucedo, que iban de un lado a otro lado en el estado de Aguascalientes con mucha abnegación por sus escaseces de dinero y armas, estaban en situación difícil amenazados por las fuerzas huertistas. Saucedo, levantado desde el mes de abril (1913), se había negado obstinadamente a unirse con cualquier grupo revolucionario si no se le reconocía previamente como general en jefe; mas al verse en aprietos al inicio del otoño de 1913, se dirigió a Natera pidiéndole apoyo para sus tropas, de lo cual se valió Natera para someter al indisciplinado Saucedo quien, con el auxilio de aquella masa zacatecana, pudo poner sitio a la plaza de Aguascalientes y distraer con esto a las tropas huertistas, que del centro y sur de la República se dirigían a la capital zacatecana con el propósito de hacer allí el principal baluarte militar de Huerta. En efecto. Huerta creyó que el ejército enemigo, de intentar atacar la plaza sería derrotado, porque la topografía de Zacatecas, unida a la concentración de tropas federales, se prestaba para una efectiva defensa militar.

No contaba, sin embargo, la autoridad militar huertista con la amenaza sobre Aguascalientes, de manera que esto último debilitó los planes del general Huerta. Vinieron también a ser obstáculos para dichos planes, los grupos revolucionarios potosinos capitaneados por los hermanos Cleofas, Magdaleno y Saturnino Cedillo; pues éstos, si es verdad que estaban diseminados en su mayoría y carecían de la más rudimentaria organización, en cambio estimulaban a sus hombres en todas las acciones individuales, de manera que los cedillistas, al tiempo de asolar pueblos, disponían de las vidas e intereses de las personas que se les ocurría eran desafectas al movimiento revolucionario.

Los hermanos Cedillo a quienes unían ligas de entendimientos con el zapatismo, reconocieron y sirvieron a la autoridad de Huerta durante el mes de marzo (1913); pero instados por los zapatistas, para que abandonaran tal filiación, se declararon independientes, negándose a aceptar la autoridad de Carranza o de cualquier otro caudillo, puesto que constituían un núcleo localista, sin otro propósito que el de operar a lo largo de la vía férrea de San Luis Potosí a Tampico, para lo cual se servían de su habilidad como dinamiteros y asaltantes de trenes; ahora que estas acciones, generalmente siniestras, restaron poder a las tropas huertistas que trataban de maniobrar en auxilio de Zacatecas.

Alejado también de la ciudad de México, aunque siempre con la idea de acercarse a Guadalajara, el doctor Miguel Galindo acaudillaba una partida armada en Colima, que sin más bandera que el derrocamiento de Huerta, no dejaba de amenazar a la capital del estado.

Entre tanto en Tlaxcala el general maderista Enrique W. Paniagua iba de una hacienda a otra hacienda, tratando de convencer a los peones a fin de que se alzaran en armas; pero como carecía de pertrechos de guerra y los peones siempre instruidos a la obediencia de sus amos temían el alzamiento, Paniagua no lograba prosperidad alguna, aunque no por ello dejaba de ser también amenaza para la estabilidad de la ciudad de México.

Tanta era la ilusión de los revolucionarios, para alcanzar la reconquista de la vieja capital, que desde el paupérrimo territorio sur de Baja California, el jefe revolucionario Félix Ortega, capitaneando doscientos hombres, casi todos desarmados y remontados en la sierra de Viñoramas, hacía llegar un manifiesto a la Alta California anunciando los preparativos para cruzar el Golfo de California y cooperar en la toma de la ciudad de México.

Ortega, no podría realizar tan infantiles designios propios de la época. Además, a poco, gente armada procedente de Sinaloa al mando de Miguel L. Cornejo y Camilo Gastélum, desembarcó en el sur de Baja California, y con ello Ortega dejó de ser el jefe principal de la Revolución en el territorio bajacaliforniano.

Con todo eso, la ambición revolucionaria se desenvolvía fácil y prontamente en la República; y la esperanza de llegar a México se anidaba en el pecho de los grupos e individuos alzados en armas.
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