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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 13 - LA CAPITAL

LA ACCIÓN DEL ZAPATISMO




Al cerco virtual que desde los cuatro puntos principales del suelo nacional se tendía sobre la ciudad de México, concurrían también, con señalada decisión, aunque con la debilidad propia de la gente escasa de armas y ajena a la organización guerrera, las fuerzas que en el estado de Morelos y algunas otras regiones del sur de México acaudillaba el general Emiliano Zapata.

Si éste, al final de 1911, más por ignorancia y despecho que por malicia o interés, fue parte inconciente de los preparativos contrarrevolucionarios y sirvió, sin quererlo, para acrecentar las ambiciones de los enemigos del gobierno de Madero, ahora, en 1913, constituía una de las columnas más fuertes, no tanto en función militar cuanto en solidez de convicciones, de la Revolución mexicana.

No reconocía el general Zapata más autoridad que la suya propia. Sus consejeros y colaboradores le habían hecho creer que manteniéndose apartado de los otros grupos revolucionarios del país, estaba en posibilidad de obtener mayores ventajas para el partido zapatista. Porque el zapatismo era una forma manifiesta de partido político armado. Y esto, aunque no del todo inteligible para Zapata, de todas maneras servía a la formación de una mentalidad de independencia rústica que mucho animaba al caudillo del sur, gracias a lo cual daba a su gente una posesión de ideales nebulosos, aunque lo suficientemente populares para canalizar el alma de la grey rural suriana.

Mucho animaba a Zapata, para dar tenacidad a su lucha y estimular a sus lugartenientes, la presencia en los campamentos zapatistas de jóvenes que, sin comprender con precisión qué era la Revolución pero de todas maneras entusiasmados con la Revolución, se presentaban a las filas zapatistas procedentes de la ciudad de México. El acontecimiento parecía a Zapata como una probación del poder que su causa alcanzaba dentro de la ciudad de México que los zapatistas temían a par que desdeñaban, como centro en el que sólo vivían las clases más selectas y fuertes de la República.

Todo esto, no alejaba al zapatismo de su origen, es decir, de ser la representación precisa e incuestionable de la clase rural más pobre del país; pero principalmente del estado de Morelos, de manera que era manifiesto que tal grupo de armados constituía un partido específico localista de los labriegos surianos; de los morelenses, para mejor ubicación de aquel conjunto heroico más que aguerrido.

Así, proclamado general en jefe del ejército Libertador desde los últimos días de diciembre de 1912, el general Emiliano Zapata observaba los acontecimientos políticos y guerreros que se desarrollaban en la República, si no con doctrina, sí a través de un criterio sencillo y limpio. Y, primero como consecuencia de la cuartelada de Febrero; después, a resultado de la muerte de Madero y Pino Suárez, el zapatismo empezó a adoptar una actitud más compatible con su espíritu revolucionario. Al efecto, luego de desconocer al general Pascual Orozco como caudillo de las fuerzas surianas. Zapata acrecentó su propia personalidad; y esto, con verdadero beneplácito de su gente, que veía en aquel jefe el alma candorosa y pura de la Revolución. Además, como el Plan de Ayala dejó de ser, como resultado de las disposiciones de Zapata, un proyecto de mero acomodo rural, para convertirse en guía político del zapatismo, el caudillo adquirió proporciones de hombre de mando.

Sin embargo, como dentro de la rusticidad zapatista faltaba una definición de ideas políticas capaz de contender con los programas de otras parcialidades revolucionarias —con la de Carranza, en primer lugar—; y el hecho fue advertido por quienes, en tren de intelectuales, se unían a Zapata después de haber figurado en las lides políticas de la ciudad de México; como el hecho, se repite, fue advertido, de ello se produjo un encuentro entre un zapatismo dirigido por el profesor Otilio Montaño y un zapatismo inspirado por el licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, persona acostumbrada a idealizar las cosas y pensamientos, pero poseedora de un extraordinario talento.

Ahora bien: de ese encuentro se originó una nueva corriente ideológica dentro de los surianos. El zapatismo, ya bajo el influjo de Díaz Soto y Gama, adquirió tintes socialistas; y con esto se declaró enemigo del capitalismo, del gobierno y del soldado.

Tan novedoso, y por lo mismo improvisado pensar radiante, correspondía, como queda dicho, a un socialismo anarquista de muchas indecisiones y contradicciones; pues si de un lado negaba la autoridad y anunciaba la necesidad de reformar las instituciones políticas, de otro lado establecía, de manera incuestionable, que no existía otro gobierno o facción en la República que el zapatista, por lo cual, los núcleos armados existentes estaban obligados a subordinarse a la autoridad del Plan de Ayala.

Todos estos decretos, dictámenes y opiniones del zapatismo, no hacían más que debilitar al propio partido. Además, preparaban a las fuerzas revolucionarias que avanzaban triunfantes desde el norte del país a una lucha de motivos faccionales.

Por otra parte, tan endebles como las nuevas vocaciones del zapatismo eran las acciones que en el campo de la guerra llevaban a cabo los soldados de Zapata. Estos, entusiastas voluntarios o bien reclutas del ejército de desocupados que había producido la guerra civil, sufrían cortedades tanto en su armento como en su indumentaria; en sus haberes como en su organización.

Durante los primeros diez meses de la Segunda Guerra Civil, el zapatismo pudo vivir gracias a que se abastecía de las reservas halladas en los ingenios azucareros y las tiendas de raya; mas extinguidas o liquidadas tales fuentes, los soldados zapatistas se veían obligados a trabajar las tierras al tiempo de llevar al hombro un fusil, con lo cual ni se hacía un ejército para la lucha armada ni existía un cuerpo de trabajo organizado.

Podía el zapatismo pasear libre y seguramente por el estado de Morelos, pues Cuernavaca era la única plaza ocupada por el huertismo. Pero no sólo era Morelos campo propio de la gente de Zapata, puesto que ésta rozaba a menudo los aledaños de la capital de la República.

En efecto, dentro de Zapata bullía la idea de apoderarse de la ciudad de México; pero tantas ocasiones como intentó movilizar su gente sobre el Distrito Federal, tantas veces se vio obligado a retroceder, puesto que a su retaguardia quedaba el enemigo fortificado en Cuernavaca, por lo que el caudillo suriano resolvió concentrar todas sus fuerzas para atacar tal plaza, dentro de la cual dos mil federales al mando del general J. Ocaranza, esperaban valientemente al enemigo.

Para llevar a cabo sus planes, el general Zapata reunió poco más de diez mil hombres, y aunque una buena parte de esta tropa iba desarmada, no por ello se detuvo Zapata, para iniciar los primeros asaltos a los comienzos de noviembre (1913); y como no prosperaba con tales asaltos puso sitio a la plaza que permaneció firme hasta mediados de diciembre, cuando el general Ocaranza, agotado que hubo su material bélico, procedió a evacuar Cuernavaca, lo que hizo en orden, aunque con grandes dificultades y pérdidas innúmeras.

Así, en el arte de la guerra el zapatismo no logró más ventajas a lo largo del año de 1913, que la toma de Cuernavaca y la ocupación de plazas secundarias como Malinalco, Tenancingo y Santiago Tianguistenco, en el estado de México; ahora que no por ello dejó de ser siempre una arma amenazante para las autoridades civiles y militares del Distrito Federal; pues en ocasiones, los zapatistas, organizados en pequeñas partidas, armadas o fingiéndose individuos pacíficos, entraban y salían en los pueblos cercanos a la ciudad de México, ya para espiar los movimientos de los federales, ya para caer sorpresivamente sobre éstos, ya para secuestrar a las autoridades civiles, ya para comprar o confiscar víveres.

Como consecuencia de tal sistema de guerra, la prensa periodística de la ciudad de México llamaba bandidos a los hombres que seguían a Zapata y acrecentaba una leyenda sobre la crueldad del zapatismo, de manera que en tales días, hablar de zapatismo equivalía decir bandolerismo; y de esto se valía el general Huerta para inventarles la amenaza zapatista a las clases acomodadas de México, y con lo mismo explotar el tema, de manera que los préstamos forzosos parecieran justificados y menos onerosos.

Así y todo, el zapatismo mantenía su prestigio de movimiento popular armado, y si no poseía los triunfos del Ejército Constitucionalista, sí era facción respetable por la llaneza de sus hombres, pero sobre todo de sus caudillos.
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