Presentación de Omar CortésCapítulo duodécimo. Apartado 8 - Triunfos guerrerosCapítulo duodécimo. Apartado 10 - El cuerpo de ejército del noroeste Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 12 - SOBRE LAS ARMAS

LA GUERRA EN SINALOA




Aunque el estado de Sinaloa había dado al de Sonora, desde los comienzos de la Segunda Guerra Civil, jefes y soldados revolucionarios, no por ello estaba la savia de la Revolución entre los sinaloenses. Los jefes audaces y los soldados valientes surgían diariamente, y no como improvisación guerrera, sino como producto de una idealidad tradicional, que hizo de Sinaloa el foco de la democracia en el Occidente de México, por que los sinaloenses de la primera década de nuestro siglo, a pesar de que eran ajenos a la vida del ciudadano, amaban las libertades.

Así, no tanto por el alma del odio y la venganza que soliviantaba a los hombres para coger las armas, cuanto porque se creían dueños y actores de una posible democracia, los sinaloenses acudieron a la lucha armada con señalada presteza y manifiesto desinterés.

Durante los días en que Obregón peleaba en Santa Rosa y Santa María, el camino del mediodía estaba despejado hasta adelante de San Blas (Sinaloa), donde Felipe Riveros tenía establecido el gobierno del estado, después de los azogamientos y fintas que se siguieron a la muerte de Madero y Pino Suárez, y donde también el general Iturbe había fijado el cuartel general revolucionario de Sinaloa.

Y no era San Blas el único punto en el que existían grupos de revolucionarios sinaloenses; pues hacia el centro del estado estaban las partidas armadas de Juan Carrasco, Claro Molina, Herculano de la Rocha, Macario Gaxiola, José María Ochoa, Pedro y Narciso Gámez; y todavía más al sur, Lino Cárdenas y Vidal Soto, primero; Rafael Buelna y Martín Espinosa, después.

En San Blas, Iturbe había reunido seiscientos hombres medianamente armados pero llenos de ilusiones para pelear con los pelones, como llamaba Iturbe a los federales en sus partes y proclamas; y teniendo informes de que los federales iban a desembarcar en el puerto de Topolobampo, con el objeto de hacer un movimiento envolvente sobre los revolucionarios de Sonora y Sinaloa, y que tal desembarco estaría protegido por los fuegos del cañonero Tampico, resolvió ir al encuentro del enemigo y al efecto, en seguida de organizar cuidadosamente una columna, salió de San Blas en busca de los federales, y habiéndoles encontrado a las horas en que iniciaban el desembarco (29 de agosto), les atacó con mucho valor, y como al mismo tiempo desde un aeroplano piloteado por Gustavo Salinas fue bombardeado el Tampico, el pánico se apoderó de los huertistas, quienes sin mucho esperar procedieron a reembarcarse, dando oportunidad para que los revolucionarios gozaran bien pronto de su triunfo.

Con la derrota federal en Topolobampo, los valles del Fuerte y Guaymas quedaron limpios de huertistas. Sinaloa ySonora constituyeron el baluarte revolucionario en el país; ahora que como todos aquellos hombres que empuñaban las armas y cuyos jefes se llamaban a sí mismos —no tanto por realidad, cuanto por sencillez democrática— ciudadanos armados, sólo proyectaban continuar la guerra y llevarla hacia el centro de la República, con la esperanza de amagar y hacer capitular a la ciudad de México, no había en ellos las horas reflexivas para desarrollar ideas y penetrar a los problemas que se suscitarían al finalizar la guerra.

Muy contados eran, en efecto, los generales o ciudadanos armados que acariciaban o estudiaban el futuro político de México; y se dice político, porque todavía no llegaban los vientos de las cuestiones sociales. Las voces de la Junta Organizadora del Partido Liberal estaban acalladas debido a la prisión de los Flores Magón. Las prédicas socialistas de Lázaro Gutiérrez de Lara, se perdían en medio de los aprestos guerreros que se llevaban a cabo en Sonora. Las primeras manifestaciones de carácter social expresadas por Plutarco Elias Calles y Manuel M. Diéguez parecían meros y atrevidos pasatiempos. Era en Sinaloa donde se respiraba dentro de un ambiente que, sin dejar de tener un poderoso influjo democrático, poseía caracteres internos y externos de populismo; de un populismo social que no sólo se manifestaba en odios contra los ricos pueblerinos, sino también en representaciones y actividades colectivas. Del populismo que, sin llevar este nombre, se significaba en un amor inefable al pueblo, y principalmente a la pobretería, era líder el general Ramón F. Iturbe.

En éste, de humilde cuna, se descubría al nuevo tipo de la ambición rural; porque Iturbe, al tiempo de ganar la categoría de general, había descubierto la existencia de un mundo: el mundo ilustrado; y quería, por lo mismo, ser parte de ese mundo, y lo estudiaba. Era uno de los jefes sinaloenses que llevaba un libro a su cabecera durante las campañas de la guerra.

No sabía —y no había maestros que dirigieran los aleteos de sus ambiciosos deseos— cuál era el fondo de sus propósitos. Mezclaba la democracia con el espiritualismo; la historia con la pólvora; la caridad con la justicia. Era, en fin, la clásica figura de la transformación que se operaba intuitiva, pero ciertamente, dentro de la clase rural mexicana.

Otro jefe revolucionario sinaloense que se adelantaba a su época y empezaba a hablar de cuestiones o problemas sociales era Salvador Alvarado; y aunque no será posible determinar sus ideas; pues en ocasiones parecen la formación de una nebulosa; a veces se asemejaban a las de un privilegiado de la clase rural, de todas maneras correspondían al indicativo social; tal vez más humano que social, puesto que la población rústica del país estaba abajo de los niveles de una sociedad organizada. Alvarado reunía con eso, la expresión del anhelo universal de progreso y la desesperación rural del aislamiento de los negocios patrios.

Y no era todo lo que la guerra daba en Sinaloa, porque aparte de los grupos de individuos armados que se movilizaban en el centro y sur del estado, los sinaloenses se creían tan grandes y directos herederos de una tradición democrática, que esta sola creencia bastaba para que el suelo de Sinaloa se considerase dueño del derecho de haber originado la Primera Guerra Civil y, por consiguiente, también la Segunda.
Presentación de Omar CortésCapítulo duodécimo. Apartado 8 - Triunfos guerrerosCapítulo duodécimo. Apartado 10 - El cuerpo de ejército del noroeste Biblioteca Virtual Antorcha