Presentación de Omar CortésCapítulo duodécimo. Apartado 9 - La guerra en SinaloaCapítulo duodécimo. Apartado 11 - La División del Norte Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 12 - SOBRE LAS ARMAS

EL CUERPO DE EJÉRCITO DEL NOROESTE




Aunque era parte de la clase ambiciosa que hizo la Revolución desde sus comienzos, el general Alvaro Obregón sintió acrecentar el alcance de sus planes de guerra con el estímulo que recibió del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Venustiano Carranza; porque, en efecto, éste, luego de hallar en Obregón la madera de hombre y soldado, no sólo le atrajo hacia él como cosa a la que pretendía hacer suya, de manera que el individuo le debiera su carrera y sus triunfos, sino que empezó a dar lo que Obregón pidió para el desarrollo de los más importantes capítulos que se presentaban a la vista.

Esto no obstante, y aunque Carranza hizo una apreciación ligera y prematura, Obregón no era producto de las instrucciones, ni sensibilidades del Primer Jefe. Era, eso sí, consecuencia de las necesidades de la Revolución, con lo cual se establece que tenía su propia personalidad y sus propios triunfos. A nadie, más que a sí mismo, debía la conquista de la frontera norte, la derrota a los federales en Santa Rosa y Santa María y la organización del núcleo más importante de la Revolución a cuatro meses de los sucesos de Febrero.

Carranza, al distinguir al general Obregón no hacía más que apreciar las cualidades de un hombre de muchos méritos; sobre todo de méritos primordiales para la guerra. No era, pues, un privilegio que le otorgaba dándole un lugar prominente, entre los colaboradores del naciente gobierno de la Revolución.

Muy estimado por Carranza y facultado a fin de acrecentar el poder guerrero de los constitucionalistas, no por ello el general Obregón subordinó sus ambiciones intrínsecas a los designios de la Primera Jefatura. Sintió, ante la majestad que había en Carranza, la obligación de ser partidista; de reconocer una autoridad suprema de la Revolución. Experimentó también lo que significaba corresponder a un partido y al caudillo de ese partido. Si Carranza subestimó a Obregón, fue un grande error; porque si Obregón no tenía el nombre, ni la experiencia, ni el trato, ni la arrogancia de los caudillos, habría de convertirse en subordinado, exento de aspiraciones personales y entregado a obsecuencias ilimitadas.

La oportunidad que ahora iba a darle Carranza de organizar y dirigir un ejército no era circunstancial ni adventicia; era natural y propia a las cualidades de aquel ciudadano armado salido por sí propio del anonimato de la clase rural mexicana. Por eso mismo, es factible afirmar —y los documentos posteriores a esos días hacen probación plena—, que si Carranza no realiza el viaje a Sonora, ni trata a Obregón, ni da a éste el nombramiento de comandante en jefe del cuerpo de ejército del Noroeste, el propio general organiza tal cuerpo, lo abastece de armas, lo manda en jefe y con toda esa masa de hombres y aspiraciones avanza triunfalmente hasta llegar a la ciudad de México.

En el despertar de las ambiciones que requería el pueblo de México para su progreso, su civilización y su cultura, Obregón, por su ingenio, su osadía y su espíritu emprendedor era un elegido para conducir a los hombres, primero a la guerra; después, a la consolidación de un Estado.

Así, cuando el Primer Jefe nombró a Obregón general en jefe del cuerpo de ejército, de hecho estaba ya constituida tal fuerza armada y los aprestos de Obregón no podían ser diferentes a los dictados por Carranza.

Y, al efecto, los preparativos del general, comenzados en seguida del triunfo de Santa María, no llevaban otro camino que el de organizar debidamente a los grupos grandes o pequeños, sumisos o revoltosos, selectos o ignorantes, con el propósito de dar forma y poder á una masa armada, capaz no sólo de derrotar al ejército de Huerta sino de sustituir a un viejo e impropio ejército nacional.

La empresa que iba acometer gracias a su iniciativa personal, en su origen a una orden de Carranza, en su desarrollo, tenía tantos escollos que sólo un hombre de tanta capacidad y diligencia como aquel improvisado soldado podría vencer.

Tan notables eran las facultades del general Obregón para la tarea guerrera en perspectiva, que apenas recibido el mando de lo que propiamente no existía, probó que lo no existente podía ser una realidad; y mientras que mandaba reconstruir la vía férrea al sur de Empalme (Sonora), reparar los puentes, replantar los postes de las líneas telefónicas y telegráficas, adelantó los grupos armados de reconocimiento hacia el centro de Sinaloa.

En seguida, hizo concurrir a sus órdenes a los jefes de los núcleos de guerreros que operaban aisladamente hacia el rumbo de Chihuahua, en la Sierra Madre Occidental, en el sur de Sinaloa y en los pueblos de la línea frontera de Durango y Sinaloa; y ya reunidos, o cuando menos seguro de que serían concentrados a su voz de mando en algún punto, Obregón quedó cierto de que existían las bases firmes para un cuerpo de ejército. Pensó, y pensó bien, que a la primera movilización formal sobre la plaza de Culiacán, que era el primer punto de ataque en la campaña hacia el sur, sus fuerzas embarnecerían en número y valentía.

El avance ordenado por Obregón se desarrolló como si los soldados de Sonora y Sinaloa, a pesar de no tener preparación, hubiesen poseído tratos con la pólvora y la muerte; y es que el entusiasmo dominaba a aquella novedosa carrera de las armas. Los nacientes soldados eran mineros y labriegos, estibadores y mozos de cuerda de los puertos, vendedores ambulantes y vaqueros. En la nómina guerrera de tales días difícilmente es posible dar con los soldados de fortuna. La Segunda Guerra Civil, al compás de aquella movilización de masas, adquirió con realidad plena todos los caracteres de una Revolución.

Y mientras que se llevaba a cabo la movilización de hombres, Obregón hizo avanzar, también hacia el sur, el material de guerra adquirido, ya abiertamente, ya clandestinamente, en las fábricas de armas de Estados Unidos; y todo lo que podía ser útil para las operaciones militares que se avecinaban, lo sitúa Obregón en las cercanías de Culiacán.

Aparte de los abastecimientos bélicos, de los soldados voluntarios y de las previsiones rutinarias de campaña, el general Obregón se hallaba rodeado de los nuevos generales revolucionarios: Diéguez y Hill, Lucio Blanco y Domingo Arrieta, Iturbe y Carrasco, Alvarado y Miguel Laveaga.

La plaza de Culiacán, estaba preparada para la defensa. Los huertistas no habían perdido el tiempo reclutando gente; y en Mazatlán embarcaron, en el cañonero Morelos, cuatrocientos soldados con órdenes de tomar tierra, protegidos por los fuegos del Morelos en Altata, para ir en auxilio de Culiacán.

Atento a este esperado movimiento, el general Obregón mandó que el avión piloteado por Salinas arrojase bombas sobre el propio Mazatlán y que el general Juan Carrasco asaltase al puerto, con el objeto de inhabilitar a los federales, y de esa manera no pudiesen favorecer con más refuerzos a la amenazada capital del estado.

Dictadas tales disposiciones, Obregón mandó a sus fuerzas al ataque (9 de noviembre). Los revolucionarios empezaron el asalto con muchos ímpetus, hallando una resistencia tenaz y valiente, que al principio desconcertó a los atacantes. La llegada de refuerzos revolucionarios de Sonora y Durango en los momentos más difíciles del combate, y recibió un tren con material bélico, el ataque se hizo más violento, de manera que la defensa de la plaza empezó a ceder; ahora que los revolucionarios, todavía sin las mañas y artes de la guerra, olvidaron la posibilidad de una evacuación estratégica de los huertistas; y en efecto, éstos, debilitados por los asaltos incesantes y perdidas las esperanzas de recibir refuerzos de Mazatlán, evacuaron sigilosamente la plaza (14 de noviembre); pero descubiertos y perseguidos por Lucio Blanco, se vieron obligados a abandonar una gran parte de su gente, mientras que una minoría, ya en desbandada, pudo llegar al puerto de Altata y embarcar para Mazatlán.

Los revolucionarios entraron a Culiacán no sin antes recibir órdenes sobre el respeto que deberían guardar a la población civil. Y tanto respeto así adquirió Obregón, que un soldado pillado infraganti, fue pasado por las armas.

Esto no obstante, la venganza y autoridad de los triunfadores procedió a mandar la aprehensión de quienes habían servido, política, administrativa o financieramente a los huertistas; también determinó, la confiscación o intervención de los bienes de quienes habían expresado sus simpatías, ya en público, ya en privado, hacia los autores de la cuartelada de Febrero.

Las privaciones a los propietarios no obedecían a un plan de utilidad pública o social. Manifestaban los ánimos del odio y la venganza: el castigo a quienes habían violentado y violado el alma y cuerpo de la legalidad. Era un castigo por otra parte, con muchos caracteres del candor, puesto que se creían que con tal función quedaban terminados los agravios hechos al pueblo y a la Nación. Y esto, a pesar de que el ejército huertista continuaba los aprestos para seguir la guerra, sin importarle el sacrificio que tal designio significaba a la República.
Presentación de Omar CortésCapítulo duodécimo. Apartado 9 - La guerra en SinaloaCapítulo duodécimo. Apartado 11 - La División del Norte Biblioteca Virtual Antorcha