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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 12 - SOBRE LAS ARMAS

TRIUNFOS GUERREROS




Con la derrota (26 de marzo) del general Pedro Ojeda, los revolucionarios sonorenses quedaron dueños, como se ha dicho, de la frontera méxico-norteamericana en la parte comprendida del estado de Sonora, y por lo mismo, el coronel Alvaro Obregón hecho caudillo dadas sus hazañas, su pundonor y su audacia —hecho asimismo caudillo por la gente que le seguía sin titubeos—, no tuvo más mira que la de reunir el mayor número de hombres y la mejor cantidad de abastecimientos de boca, pólvora y sanidad con la idea de atacar el puerto de Guaymas, donde el general Huerta había mandado concentrar dos mil cuatrocientos soldados, bien armados y municionados, al mando de los generales Luis Medina Barrón, Miguel Gil y Francisco Salido.

Originalmente, Huerta tenía dadas órdenes para que las fuerzas militares acantonadas en Guaymas, en las que se incluían a las que estaban de guarnición en Torin, se movilizaran violentamente hacia Hermosillo con el objeto de ahogar a los revolucionario sonorenses en su propia capital.

El plan de Huerta comprendía también el avance de los orozquistas de Chihuahua a través del Cañón del Púlpito a fin de amenazar a los revolucionarios de Sonora por el oriente y establecerles así un segundo frente.

Obregón, por su parte, no desconoció los proyectos de los generales huertistas que se hallaban en Guaymas, y como supuso que no era difícil que Huerta hiciera concurrir a una acción contra Hermosillo a los federales de Chihuahua, resolvió adelantarse a los planes del enemigo; y al efecto, en seguida de dar el mando de los puertos fronterizos a los jefes revolucionarios Salvador Alvarado y Plutarco Elias Calles, reunió lo más selecto de sus tropas y con mucha decisión y audacia se encaminó hacia Guaymas, a fin de tomar la ofensiva y con lo mismo desmoralizar al enemigo con aquel atrevimiento que aparentemente significaba una superioridad sobre los generales Gil, Salcido y Barrón.

No tenía el coronel Obregón el suficiente material bélico para emprender el ataque a Guaymas. Así y todo, con grande responsabilidad y decisión, estableció su campamento a doce kilómetros de la plaza amagada, recurriendo a un movimiento de engaño a manera de hacer creer al enemigo que los constitucionalistas no sólo estaban dispuestos al combate sino que se hallaban debidamente organizados y pertrechados. Y esto último era falso; aunque Obregón tenía confianza en que sus agentes en Nogales serían suficientemente hábiles para suministrarle a tiempo el material que requería a fin de dar comienzo a las operaciones.

Al mismo tiempo de situar sus tropas a corta distancia de Guaymas, Obregón desprendió una columna a las órdenes del coronel sinaloense Benjamín G. Hill, con instrucciones de hostilizar a los huertistas en el sur de Sonora y evitar que pudieran acudir en auxilio de Guaymas.

La elección de Hill para llevar a cabo ese movimiento no podía ser más atinada. Hill era, en efecto, aguerrido y diligente, gracias a lo cual, después de llevar a cabo un avance ágil y siempre engañoso para el contrario, llegó sin ser sentido a las puertas del mineral de Alamos, centro de los políticos sonorenses enemigos de la Revolución, donde los civiles estaban armados y dispuestos a jugarse seriamente la vida; pues toda aquella gente era de reconocido valor lo mismo en la paz que en la guerra.

A pesar de la organización y los preparativos de los defensores de Alamos, el coronel Hill, con su carácter emprendedor e impetuoso, lejos de amilanarse, mediante una añagaza atrajo a los huertistas a un punto elegido de antemano en la vecindad de Alamos, y con mucha decisión les causó la primera derrota, y sin dejar de pisarles los talones, les siguió hasta producir en ellos el desorden, con lo cual se le abrieron todas las posibilidades para tomar la plaza, lo que hizo con verdadera prontitud.

Hill era hombre pasional a par de ingenioso, y aunque algunos de su subordinados le incitaban a tomar venganza en los prisioneros huertistas, optó por satisfacer los agravios que los enemigos políticos del maderismo habían causado a lo revolucionarios, mandando que éstos, en su mayoría acomodados vecinos de Alamos y del sur de Sonora, no solamente cubrieran de su peculio un préstamo de guerra, sino que destruyeran con sus propias manos, a pesar de su condición social y lo ajenos que eran a los trabajos rudos, los parapetos que habían mandado construir, creyendo que con tales parapetos harían inexpugnable la plaza de Alamos.

Después, no contento con esas humillaciones para los ricos sonorenses, ordenó que a cada uno de los prisioneros se le entregase una escoba, puesto que conforme a una disposición originada en la toma de Nogales, quedaban obligados a barrer diariamente y durante una quincena las calles alamenses.

El espectáculo que dieron aquellos vecinos acomodados, acostumbrados a tener el respeto y mimo de la población, fue más singular y congojoso que el llevado a cabo en Nogales, ya por el número de improvisados barrenderos, ya por la calidad de los forzados, ya por la tradicional condición social de esa gente.

Tanto fue el castigo para quienes en el decreto de Hill se les llamaba reaccionarios; tanto el efecto que el acontecimiento produjo entre la gente del pueblo; tanta la altura generosa del jefe revolucionario; tanto el quebrantamiento de una sociedad que se extinguía en medio del ridículo, que ello sirvió para que los individuos más pobres de Alamos acudieran gozosos a darse de alta en las filas de Hill.

Y ciertamente, los alamenses de los estratos inferiores admiraron y agradecieron tanto el espectáculo, que sin preguntar que más era la Revolución aparte de ser el castigo a la vieja clase selecta sonorense, experimentaron la satisfacción de quedar incorporados automáticamente a una sociedad de la cual sólo habían sido una parte complementaria.

Por otro lado, la actitud de Hill hacia los prisioneros de guerra, si justamente desagradable para la clase acomodada de Alamos, tenía en cambio un aspecto humano; porque, no obstante el odio hacia Huerta y el huertismo, la ola cruenta que siempre producen los vientos de la venganza, quedaba, cuando menos momentáneamente, sustituida por la gracia encerrada dentro de aquellas disposiciones que obligan al enemigo civil a barrer las calles.

Ese y otros acontecimientos al través de los cuales no había huellas de sangre, divulgados y festejados en los cuatro puntos cardinales de la faja noroccidental de México, en vez de sembrar odio, servían para que la Revolución ganara la simpatía y adhesión de la población rural; y así, la gente armada, organizada y dirigida por el coronel Obregón aumentaba en número y en pasiones bélicas.

Entre tanto, el general Ramón F. Iturbe, joven gustoso de grandes empresas de guerra, quien en su campamento de San Blas se instruía en la historia de la Revolución francesa y las campañas napoléonicas, preparaba, con la colaboración de los jefes revolucionarios sinaloenses Juan Carrasco, Angel Flores, Manuel Mezta y José Cabanillas a los soldados que esperaban un turno para avanzar hacia el sur de Sinaloa.

Sin embargo, los proyectos de Iturbe dependían de los resultados de las operaciones que proyectaba el coronel Obregón puesto que era un peligro cualquier movimiento hacia el mediodía dejando un enemigo con experiencia y bien armado a la retaguardia.

Y Obregón, en efecto, con mucha diligencia preparaba sus fuerzas y hacía los planes para emprender el ataque a los puestos federales que defendían la entrada de Guaymas. Además, como queda dicho, esperaba la llegada de los pertrechos que requería para la campaña.

Al final de abril (1913), Obregón tenía listos para el combate dos mil quinientos individuos de tropa, doscientos ocho oficiales y quince jefes; y en estas condiciones se hallaba cuando, el 1° de mayo, tuvo informe de que llegaba al puerto de Guaymas una flotilla de cinco barcos: tres cañoneros y dos mercantes, a bordo de los cuales venían tropas huertistas a reforzar la guarnición de Guaymas.

Con mucha prudencia, Obregón esperó los movimientos del enemigo, que no se hicieron esperar, pues tan pronto como hubo desembarcado la gente, la artillería federal de mar y tierra empezó a bombardear el campamento revolucionario, y en seguida, los generales Medina Barrón y Gil, al frente de dos columnas expedicionarias iniciaron su avance sobre el cuartel de Obregón, quien ante la acometida del enemigo empezó a retirarse en aparente movimiento de impotencia para resistir a los federales; pero con el propósito de atraer a éstos hacia un punto favorable donde darles la batalla.

El punto elegido por Obregón tenía ventajas para la defensa; pero no las convenientes para hacerlo inexpugnable. En esto confiaron los generales huertistas, que bien conocían el terreno; y en la madrugada del día 9 (mayo) hicieron avanzar a sus exploradores con mucho sigilo y precaución. Luego movilizaron el grueso de sus columnas, que entraron en combate con muchos ímpetus, comprometiendo previamente su artillería, creyendo que ésta produciría el desconcierto en las filas revolucionarias ajenas a los efectos de un cañonazo.

Sin embargo, pasados los primeros quebrantos producidos por un fuego vivo pero incierto del enemigo, la gente de Obregón rechazó el primer asalto de los federales; pero éstos a su vez, teniendo en su primera línea tropas veteranas de la guerra con los yaquis, no cedían en su avance.

A la hora de mayor fuego de los atacantes llegaron a auxiliar las posiciones revolucionarias cuatrocientos hombres a las órdenes de Salvador Alvarado, quienes con señalado brío entraron a la línea de fuego.

Los federales, que sumaban poco más de tres mil soldados, sin tomar descanso continuaban dando un asalto y otro asalto a las improvisadas trincheras de Obregón, cuando a la tarde del día 11, y a las horas en las cuales empezaban a escasear las municiones en el campo de los revolucionarios, se presentó en el campo de batalla el coronel Manuel M. Diéguez al frente de los voluntarios de Cananea, y éstos, con valor extraordinario se abalanzaron sobre una batería huertista, y quitándola al enemigo, sembraron el desorden en uno de los flancos de Gil.

Al ver la osadía y el denuedo de los hombres de Diéguez la gente de Salvador Alvarado, Juan G. Cabral y Francisco Urbalejo, entusiasmándose grandemente, se arrojó sobre el enemigo, que ante aquella acometida empezó a retirarse en orden; pero luego se convirtió al desorden, sin que Obregón les persiguiese, porque sus soldados habían agotado las municiones.

En la acción, los federales perdieron cuatrocientos hombres, seis ametralladoras, doscientos rifles y treinta mil cartuchos. El triunfo de los revolucionarios tuvo los aspectos de una victoria que anticipaba la victoria final. El plan de Huerta para ocupar el estado de Sonora quedó frustrado. Obregón y Alvarado ascendieron a generales.

Pero el puerto de Guaymas recibió más refuerzos huertistas. La plaza era fuerte en seis mil soldados, dieciséis cañones y veinte ametralladoras. El jefe era el aguerrido y bizarro general Pedro Ojeda.

Este, sin pérdida de tiempo -pues pretendió recuperar el prestigio que el ejército huertista vio caer en Santa Rosa—, mandó blindar diez góndolas del ferrocarril. Sobre éstas emplazó la artillería. Preparó a su gente. Organizó tres columnas y avanzó resuelto a combatir con las fuerzas de Obregón. Al frente iba el tren blindado.

Cuatro mil soldados tenía Obregón, quien prudencialmente al advertir el movimiento de Ojeda retrocedió y puso su línea de fuego en Estación Ortiz. Sobre Estación Ortiz avanzó, amenazante, el tren blindado de Ojeda. Este fiaba demasiado en los efectos morales y materiales que entre los revolucionarios podía tener aquel nuevo aparato de guerra; ahora que Obregón, sin alarmarse, estimulaba a los jefes de que aquella artillería federal movible para que se alejaran de su centro de operaciones de manera que a su debido tiempo les pudieran cortar la retirada.

Ojeda, creyendo demasiado en su artefacto llegó a Ortiz. Obregón hizo una retirada falsa. Esperó que el enemigo tomase posiciones con la seguridad de derrotarlo. Además, si Ojeda tenía un tren blindado, Obregón poseía una arma novedosa en la guerra: el aeroplano.

Con muchos sacrificios los revolucionarios adquirieron en Estados Unidos un biplano que piloteado por un francés se suponía haría daño al enemigo atrincherado en Guaymas y Ortiz. No fue así; pues en seguida de un vuelo de observación fue retirado del servicio.

Ahora bien: mientras Ojeda creía estar en las vías del triunfo como consecuencia de la ocupación de Estación Ortiz, las fuerzas de Obregón, movilizadas sigilosa y rápidamente, pusieron sitio a los federales, y el 21 de mayo (1913) empezaron el ataque general.

Hasta esa hora, el general Ojeda se dio cuenta de que estaba cercado, y como tuvo informes de que el número de sitiadores aumentaba día a día, ya no persiguió otra finalidad que la de romper el sitio y volver a su base de operaciones auxiliado por una cuarta columna que había salido de Guaymas.

Cuatro días combatieron revolucionarios y huertistas. Ojeda, alfin, halló un paso para abandonar la plaza, y no sin muchos esfuerzos y grandes pérdidas, salió (25 de mayo) de Estación Ortiz encaminándose a la hacienda de Santa María. Obregón lanzó a toda su gente sobre el fugitivo. La lucha fue cruenta. El combate se generalizó. La sangre hirvió en uno y otro lado. Los revolucionarios cogieron prisionero al coronel federal Francisco Chapa y lo fusilaron en el acto. Esa fue quizás la primera ejecución que se llevó a cabo durante la Segunda Guerra Civil.

El general Alvarado persiguió con mucho coraje a una de las columnas de Ojeda. La dio alcance y la derrotó. Hizo doscientos y tantos prisioneros; y allí mismo mandó que fuesen fusilados doce oficiales, todos jóvenes, apenas egresados del Colegio Militar.

Diéguez, con admirable valor, atacó y tomó el casco de Santa María mientras que Hill perseguía a los huertistas que huían desordenadamente; pues la derrota (25 de junio) de Ojeda había sido definitiva. Tanto así, que el federal dejó, aparte los soldados que cayeron en poder de Obregón, trescientos muertos, nueve cañones, seiscientos rifles y ciento noventa mil cartuchos.

Ojeda peleó con extraordinario denuedo. A su lado, la oficialidad, obediente a la carrera para la cual había sido instruida, no faltó a sus deberes, mientras los soldados, en su mayoría sacados de las cárceles o cogidos de leva en el altiplano de México, pronto quedaron extenuados en el campo de batalla. La escasez de alimentos durante el sitio de Estación Ortiz, la canícula seguida de las lluvias torrenciales, la incesante amenaza de los revolucionarios y las plagas durante las noches agotaron aquellas tropas que si no se rendían tampoco peleaban por una causa capaz de estimularles para obtener el triunfo.

Esta condición en la que se hallaban los soldados federales contrastaba con la temeridad e ímpetus del ejército de Obregón, quien llevado por el entusiasmo, pensó, durante la persecución a Ojeda, irrumpir en Guaymas con la seguridad de tomar la plaza; ahora que, ya venido al temor de perder lo que había conquistado, titubeó y abandonó la oportunidad de realizar su atrevido plan, gracias a lo cual, los dispersos de Santa María pudieron reunirse en Guaymas y volver a tomar dispositivos de combate.

Convencido así, de que no le sería posible tomar una plaza bien defendida no sólo por la infantería de Ojeda sino por los barcos de guerra que auxiliaban a éste, con mucho ingenio militar, Obregón resolvió (28 de junio) establecer un cerco a Guaymas, para inmovilizar a los huertistas defensores de la plaza, mientras él, Obregón, podía movilizarse sin amenaza hacia el estado de Sinaloa.

Al efecto, en seguida de tomar las medidas necesarias para evitar una sorpresa del enemigo y evitar también que éste pudiera salir de la plaza, Obregón eligió a lo más selecto de sus capitanes y soldados, para emprender la campaña hacia el sur de Sonora, pues ya empezaba a mecerse dentro de él, la ambición de nuevos triunfos y la gloria de llegar victorioso a la Ciudad de México.

Además, gracias a su genio organizador, el general Obregón, después de Santa María, tuvo una división de seis mil hombres; y si éstos estaban escasos de municiones, en cambio, ¡qué de optimismo!

Pero no era el número de combatientes lo que animaba a la guerra a la cual, sin saberse por qué, se le llamaba Revolución. Lo que fortalecíá aquella inicial lucha, era la presencia de una juventud sonorense y sinaloense, que en sólo cuatro meses había surgido en el campo de batalla; porque en tan corto lapso, los revolucionarios tenían una gran pléyade de jefes.

Los grados de mayores, teniente coroneles y coroneles, que se habían multiplicado como por encanto, otorgándoseles a los más fuertes y emprendedores a la hora del combate a manera de estímulo; dábanseles a los que tenían iniciativa civil o guerrera; adoptábanlos, sin orden ni consulta los capitanes de partida; repartíanlos los amigos entre los amigos.

Esto, no obstante, el uso y abuso que se hizo de las categorías de mando, no mermó, y sí acicateó a aquella juventud que se sentía en alas de la voluntad creadora; que marchaba con el corazón repleto de entusiasmo; que rompía la monotonía y tristeza rurales; que creía en la venganza y abría paso a una vida en la cual podrían brillar las cualidades de la ambición —de la ambición suprema de esos días: la conquista de las libertades políticas.
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