Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 7 - El camino de CarranzaCapítulo undécimo. Apartado 9 - La situación de Huerta Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

CARRANZA GUERRERO




Ya se ha hecho mención de las aficiones guerreras de Carranza. En efecto, era hombre valiente, organizado y tenaz. Desconocía en cambio las artes mediante las cuales los jefes de la guerra llevan a sus soldados a las victorias; y es que Carranza, más que soldado era político. Tan grande y arraigado político, que vivía ajeno al espíritu del cuartel, aunque poseía el alma del vivaque. Ignoraba la hermosa ambición de la espada, que no siempre ha de ser enemiga de las libertades ni apoyo de las tiranías. Hay una vocación guerrera que corresponde al espíritu de la empresa civil; que en nada o muy poco difiere del progreso que los patriotas quieren para su patria. Guerrero, pues, no es equivalencia de belicismo armado y cruento. Guerrero es sinonimia de grandeza. Y era esta clasificación a la que pertenecía Carranza. Conocía la teoría de la guerra que nace y crece en el ser político; pero era ajeno a la aplicación de la guerra que ejercita el hombre con el fusil al hombro.

Sin ese poder moral que acompaña siempre al guerrero en la guerra —de la táctica de la guerra—. Carranza, aunque llamándose Jefe de un ejército que todavía no existía, tuvo que sufrir el primer colapso de una carrera para la cual no había nacido. Al efecto, tanta fue la postración que le causó la retirada de Ramos Arizpe, unida al apartamiento que experimentó al remontarse a la Sierra de Arteaga, que por momentos sintió perdida si no la nobleza y justicia de su causa sí la acción de las armas. Dentro de él no podía convenirse en un movimiento de retroceso de soldados, que los guerreros consideran de rutina.

Carranza, quien tenía que probar las hieles del caudillo, creyó que a su llamamiento al pueblo de México para que imitara su ejemplo y derrocara al usurpador del Poder nacional, todo el país acudiría presuroso al levantamiento, que los saltillenses serían los primeros en unirse al movimiento popular. El influjo de la historia de la Revolución francesa a la que era asiduo lector, le hizo pensar que tal acontecimiento podía darse también espontánea y súbitamente dentro de las grandes masas rurales.

Esto último asociado al infortunio que todo retroceso produce en el alma humana, hizo que Carranza dudara de sí propio, y no porque dudara de sus valores intrínsecos, antes por considerar que su nombre y personalidad no serían bastantes para agrupar al pueblo en torno a su prematura jefatura.

Además, como dentro de aquel hermoso varón existía una incalculable dosis de responsabilidad, por minutos dudó si era él, el hombre capaz, de llevar al triunfo a la causa constitucionalista; y si de no serlo podría echar sobre sus espaldas tan enorme responsabilidad como la de poner a la gente del pueblo sobre las armas; y así, entregándose a las cavilaciones que motiva el espíritu del honor, pensó que quizás una persona más conocida que él, como era el viejo general porfiriano Jerónimo Treviño, tenía más aptitud y representación para acaudillar la causa de la constitucionalidad, y sin mucha reflexión mandó, al caso, propios a ver al general Treviño, con instrucciones de ofrecerle la jefatura del movimiento.

Este, viejo y escéptico, renunció desde luego a tan comprometedora empresa. El hecho alivió la responsabilidad moral y patriótica de Carranza. El hálito de Juárez volvió a henchir su corazón; y como tuvo noticias de que el comandante Pablo González, y su hermano Jesús Carranza, llegaban en su auxilio con doscientos y tantos hombres, olvidó el desmayo y una vez más se prometió ser portaestandarte del constitucionalismo.

Esos fueron los momentos decisivos y más singulares de Carranza. Ahora, el hombre conquistó una serenidad casi olímpica como la de Juárez; quizás más cerca de la que poseyó Madero; porque en Carranza y Madero dominaron los valores intrínsecos, sólo que en aquél no se produjo, como en éste, la superlativa cualidad del caudillo que forma época y destila esencia; la suprema virtud que da al individuo un poder reflectante.

Dueño, pues, de la impavidez y seguro de su destino, Carranza se acercó al encuentro de las tropas huertistas. Llegó a Paredón, otorgó los grados de coroneles a Pablo González y Jesús Carranza. Dictó disposiciones para hacer frente al contrario. Mandó que la vía férrea fuese levantada a la retaguardia del enemigo; que la plaza de Piedras Negras ya ocupada por los constitucionalistas, sirviese a manera de puente para abastecimientos y puente de retirada. Con estas medidas, pareció un soldado; porque no hay soldado que no dicte previsiones.

Quiso Carranza anticipar todos los peligros para el caso de fracasar en una acción de armas; pero como no tenía los alcances del caudillo guerrero, sus previsiones no bastaron para salvarle de una primera derrota de guerra.

En efecto, habiendo ordenado que sus cortas fuerzas armadas hicieran frente a los soldados de Huerta, tras una escaramuza en Paredón, se desbordaron.

El suceso, sin embargo, fue aprovechado con habilidad por los huertistas, quienes corrieron la versión de haber obtenido un gran triunfo militar, haciendo huir a Carranza a Estados Unidos, lo que no fue así; pues el gobernador, lejos de amedrentarse, marchó en dirección opuesta a territorio norteamericano y estableció su cuartel general en Monclova (8 de marzo); y aquí luego de reunirse con sus hombres principales, resolvió dirigirse hacia Saltillo, atacar la plaza por sorpresa y derrotar a los huertistas.

Encaminóse al objetivo con poco más de trescientos hombres, casi todos bisoños en la guerra. Bisoños también, aunque con un gran espíritu de empresa combativa, eran los jóvenes e improvisados jefes de armas que le acompañaban.

Entre tales jefes iban Lucio Blanco, Cesáreo Castro y Agustín Millán. Estos, al lado de Carranza querían probar sus habilidades de soldados.

Pero Carranza no era un guerrero. Su movimiento sobre Saltillo iluminado más por la política que por el poder militar, no estaba llamado a triunfar.

El 23 de marzo, después de un ataque infructuoso a la capital de Coahuila, los revolucionarios se retiraron hacia el norte. Esto no obstante, el pequeño ejército no tuvo desmayo alguno. El caudillo, a quien ya todos sus acompañantes llamaban Primer Jefe llevaba una idea en la cabeza. Era una idea política predominante en él. Consideraba, en efecto lo indispensable de un plan —un principio de constitucionalidad hecho letra y honor.

Así, el 25 de marzo llegó a la hacienda de Guadalupe (Coahuila). Allí se hallaban sus principales lugartenientes. No había cabezas luminosas. Aquella gente que circundaba a Carranza, a excepción de algún extranjero, era una parte selecta de la clase rural —la clase eminente, que entre sus amarguras y apartamientos concebía la idea de su progreso y estabilidad. De esta manera, sin preámbulo ni literatura gloriosa e indeleble y con la rusticidad del meollo revolucionario, los colaboradores de Carranza redactaron un plan que luego firmaron todos.

Conforme al Plan, que corrió con el nombre de Guadalupe, Carranza fue el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y encargado del poder Ejecutivo de la Nación. No existía ejército, pero iba a ser organizado; tampoco estaba en vigencia un Poder nacional, mas sería instituido como recurso prodigioso de la Revolución.

No bastaba, sin embargo, el Plan de Guadalupe ni el título de Primer Jefe a Carranza para que los grupos armados en Coahuila tuviesen beligerancia y posibilidades de triunfo; aunque aquél tenía la habilidad suficiente, para establecer y enaltecer su autoridad. Al efecto, después de varias tentativas con el fin de unir y capitanear a las partidas de alzados en la República, Carranza juntó en Monclova (18 de abril) a los representantes de los revolucionarios de Sonora y Chihuahua; y unos y otros resolvieron reconocer el mando y gobierno del Primer Jefe.

El Ejército Constitucionalista dejó así de ser una ficción. Carranza tuvo un mando que le aseguró una fuerza a lo largo de la línea fronteriza con Estados Unidos. Esto no equivalía a fuerzas de valimiento constitucional; pero sí de autoridad civil y política. El Constitucionalismo empezó a tomar cuerpo. Ya poseía jerarquía, territorio, alma y agresividad.

Faltaba, para completar el cuadro de la guerra, obtener los abastecimientos necesarios a los soldados. Carranza procedió a organizar departamentos de Guerra y Hacienda; pero aquél estaba anémico de hombres y éste exhausto de fondos. Había que dar vida y movimiento a los dos recursos. Para empezar, el Primer Jefe decretó (26 de abril) la creación de una deuda nacional por cinco millones de pesos, destinados a las necesidades de la guerra; y como tal disposición, que estaba dentro de las facultades que la legislatura coahuilense dio a Carranza, éste mandó una emisión de moneda de papel por la cantidad dicha.

El decreto, que pronto tuvo sus efectos en el norte del país, donde operaban las guerrillas revolucionarias, si de un lado fue sorpresivo y enojoso para la población pacífica; de otro lado, produjo la confianza entre los levantamientos en armas, puesto que gracias a los billetes expedidos, pudieran tener medios para hacer adquisiciones, minorando los viciosos sistemas de requisas o confiscaciones, aunque como se dice arriba, tales hechos tuvieron características de ingenuidad y romanticismo, más que de violencia. Por otra parte, gracias a esta emisión, y teniendo el papel moneda buena aceptación en las pequeñas plazas fronterizas que desde el final de febrero (1913) estaban en poder de las guardias auxiliadoras de Coahuila, pudo Carranza comprar pertrechos de guerra a los vendedores texanos.

Entre tanto, Carranza estableció su ciudad capitana en Piedras Negras. El lugar elegido era inmejorable para el tráfico de armas, para la reunión de los adalides del Constitucionalismo que llegaban de todas partes de la República, para tener informado al mundo de lo que ocurría en México, para hacer entendimiento tanto con el Gobierno como con el pueblo de Estados Unidos. También para emular a Juárez.

Huerta y los huertistas no tenían noción de lo que significa el cuartel general revolucionario en una población fronteriza. La vieja idea de que el dueño de la ciudad de México era el dueño de la República, seguía prevaleciendo; y Carranza se aprovechó del viejo engreimiento metropolitano, para conquistar al cuerpo nacional; pues sabía de cierto, que la masa rural comandaba al país; ahora que como corolario, se requerían disposiciones ajustables a las circunstancias. Al efecto, Carranza anunció (10 de mayo) que reconocía las deudas originadas en los daños causados por la Revolución a nacionales y extranjeros. Después (14 de mayo), puso en vigor la Ley de Juárez del 25 de enero de 1862, amenazante para quienes usurpasen el Poder o protegieran a los usurpadores del Poder. Más adelante, anunció la organización de siete cuerpos de ejército.

La Segunda Guerra Civil era así, un suceso; un verdadero suceso que sacudía al país, principalmente en el norte, mientras Carranza, gracias a su intuición, advirtió la necesidad de hincar su capital; de dar orden y figura a su gobierno; fuerza, agilidad y triunfo a su ejército.

Sin embargo, así como grandes eran los progresos políticos que hacía en Piedras Negras, desde donde dirigiéndose a los grupos revolucionarios que se alzaban en la República, ganaba prestigio y reconocimiento a su investidura de Primer Jefe, mucha cortedad tenían los planes guerreros en Coahuila.

No sucedía lo mismo en Sonora. Aquí, defendiendo la soberanía del estado y por lo tanto desconociendo la autoridad de Huerta, el gobernador José María Maytorena mantenía una posición más ventajosa que la de Carranza en suelo coahuilense; pues además de tener a su lado hombres arrojados e idealistas, su actitud frente a Huerta había encontrado tantos adeptos, especialmente entre los medianos agricultores y los mineros, ya del propio Sonora, ya de Arizona y Nuevo México, que pudo organizar varios cuerpos de voluntarios, que con ímpetu irresistible, pusieron en fuga a las muy cortas fuerzas federales.

Ayudó también a Maytorena para organizar un pequeño ejército, la lejanía del Centro y los tropiezos de Huerta para enviar tropas a Sonora, porque muy difíciles eran las comunicaciones entre la Mesa Central y el estado fronterizo.

Así, sintiéndose seguro de su posición estratégica, considerando que Sonora podía ser el baluarte revolucionario, teniendo dinero y armas y reconociendo la jerarquía de Carranza, Maytorena invitó a aquél para que estableciera en Hermosillo la capital revolucionaria. Pocas veces, dentro de las lides políticas, se había visto un corazón tan desinteresado como el de Maytorena, pues al poner su ciudad en manos del Primer Jefe debió comprender que quienes le veían hasta esos días como capitán, le volverían las espaldas, para entregarse a los brazos de Carranza.

Pero esto último no entraba en los cálculos de Maytorena, en quien más pesaba la idea del triunfo vengativo que la idea de la victoria personal. En la realidad, Maytorena, rico hacendado, no era más que el amante de la libertad y por ello hacía omisión de los laberintos y apetitos políticos a los que igualmente eran ajenos los veteranos maderistas.

No desconocía Carranza su débil posición en Piedras Negras, por lo cual, aceptado que hubo la invitación de Maytorena, se dispuso a la marcha a Sonora, no obtante la distancia y los peligros que presentaba el tener que burlar o combatir a los soldados huertistas, concentrados en gran número en la región de Torreón.

Mas, como por orgullo y jerarquía no quería llegar a Sonora como un refugiado, proyectó abrirse paso entre las huestes de Huerta, usando de sus soldados y de sus aficiones guerreras. E hizo planes. Al efecto mandó reunir al mayor número de alzados en torno a Torreón; atacar la plaza; triunfar y continuar hacia Durango; llegar a Sinaloa abrigado por la fama de inesperadas victorias.

Como la suerte no siempre acompaña a los hombres de la guerra o hace saber a éstos cuán difícil es tal arte. Carranza, después de salir (12 de julio) de Cuatro Ciénegas con la seguridad del triunfo, sufrió una derrota en los aledaños de Torreón donde los jefes Tomás Urbina, Pánfilo Natera, José Isabel Robles y Eugenio Aguirre Benavides habían reunido unos cuatro mil quinientos hombres.

Esa derrota en Torreón, si no lesionó el poder moral del Constitucionalismo, sí advirtió al Primer Jefe que no siempre une el cielo las virtudes de la guerra a las virtudes políticas. Y con esto, Carranza se vio obligado a llegar sin laureles militares a Sinaloa. Tuvo, en efecto, que cambiar sus planes; y de Torreón se dirigió hacia Pedriceña; de aquí a Tepehuanes; de Tepehuanes a Chinobampo, Sinaloa, y descendiendo de la Sierra Madre hacia el Golfo de California vio las cercanías de nuevos días para México y para él; porque en Sinaloa y Sonora estaría, a partir del 14 de septiembre (1913), la matriz de la Revolución.
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