Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 8 - Carranza, guerreroCapítulo undécimo. Apartado 10 - Huerta y los Estados Unidos Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

LA SITUACIÓN DE HUERTA




En marzo de 1913, el ejército llamado federal, que reconoció la autoridad del general Victoriano Huerta, tenía cuarenta y siete mil soldados, de los cuales treinta y dos mil correspondían a los cuerpos regulares y quince mil a los irregulares.

Huerta ordenó aumentar el número de soldados a cien mil; y al efecto, mandó que en los cuarteles se diesen de alta, sin avisos preliminares, a los vagos y malhechores; también a quienes fuesen sospechosos enemigos del gobierno.

No fue el acrecentamiento del ejército la única disposición de Huerta a fin de fortalecer su autoridad. Trató también de atraer, o cuando menos de neutralizar, a los grupos armados que no habían reconocido el mando de Carranza y que se consideraba que no lo reconocieran. Uno de esos grupos, el más importante en número y actividad era el de Zapata.

Este, que permaneció irresoluto y tímido durante los aciagos días de la Ciudadela y del golpe huertista, siguió impávido en su resolución levantisca y autónoma durante el mes de marzo, y ello hizo creer a Huerta en la posibilidad de catequizarlo y hacerle deponer su actitud de rebelde. A tal fin, ordenó que los principales jefes del orozquismo, que impulsados por el despecho fueron los primeros en reconocer a Huerta, se acercaran a Zapata con el ánimo de conquistarlo para la causa huertista.

Los comisionados al caso fueron Pascual Orozco, Benjamín Argumedo y Marcelo Caraveo; y aunque no tanto para que se acercaran al general Zapata personalmente, cuanto para que con el título de viejos revolucionarios le insinuaran la conveniencia de entrar en tratos con Huerta, el tercero se dirigió al caudillo del sur, ofreciéndole que de someterse al nuevo orden, el general Huerta procedería a resolver el problema agrario, a establecer el derecho del zapatismo de elegir gobernador de Morelos y a fijar las pensiones a las viudas y huérfanos de los revolucionarios en campaña.

La respuesta del general Zapata a una comisión llamada de paz, presidida por el padre de Pascual Orozco, no se hizo esperar mucho; pues el caudillo, asesorado por Otilio Montaño, declaró que no podía pactar con los representantes de un ejército desleal y ayuno de ideas democráticas; y como luego advirtiera que los comisionados aprovechaban su presencia en el campo zapatista para ganar adeptos entre los jefes secundarios, Zapata mandó que el viejo Pascual Orozco fuese aprehendido y consignado a un consejo de guerra, que a poco le condenó a muerte jünto a otros dos de los delegados huertistas.

Después de tal acontecimiento, Huerta comprendió que no le sería posible desentenderse del valimiento guerrero del zapatismo, y que debería perder la esperanza de liquidar el frente de batalla al sur de la ciudad de México, que sin ser línea militar de muchas amenazas, puesto que los zapatistas vivían muy precariamente tanto por las escaseces monetarias y de pertrechos de guerra como por su falta de organización, sí le obligaban a distraer fuerzas federales que proyectaba cargar sobre el norte de la República.

Un peligro más significaba el zapatismo para Huerta: la desconfianza pública de la metrópoli, que observaba, no sin preocupación, la incapacidad de Huerta para asegurar la tranquilidad nacional, no obstante que la pacificación pronta y efectiva había sido el motivo central para justificar o tratar de justificar el golpe de Febrero.

Una causa más llegaba a enseñar no sólo las ineptitudes del huertismo en el trato de los negocios civiles, políticos y guerreros de México, sino también el acrecentamiento de los problemas de aquel mando fortuito a par de desafiante. Tal acontecimiento era el concerniente a las cuestiones exteriores; pues en efecto, la política doméstica, estaba produciendo reflejos internacionales. México no era un pueblo aislado del mundo, sino muy atado a los problemas universales, sobre todo en materia económica.

Huerta podía seguir una aparente política de disimulo en lo referente al movimiento constitucionalista de Carranza; otro tanto le era dable en lo conexivo a la reacción del zapatismo y demás núcleos alzados. Lo que en cambio se presentaba como asunto vivo que obligaba a prestarle atención era el concerniente a los países extranjeros.

Ahora Huerta confrontaba una dificultosa situación de carácter exterior; pues hombre sin sentido de las previsiones, impulsivo, desconocedor de la historia, de la vida civil y de los negocios mundiales, no advirtió, a la hora de creer que con la sola renuncia de Madero y el hecho de llamarse Presidente a sí mismo, tenía asegurado el mando y gobierno de México, que las naciones eran parte de una armonía universal que, si no fijaba jerarquías políticas, económicas o morales, ni afectaba a las culturas de la nacionalidad, sí establecía y determinaba un concierto jurídico.

Ignorantes de esa ley que da solemnidad a las Repúblicas y al mundo, Huerta y sus colaboradores, ajenos al espíritu del nuevo presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, individuo fanático de las Libertades Públicas, de la Democracia y la Constitución, empezaron a exigir el reconocimiento de su gobierno constitucional.

Servíanse a tal fin del embajador Henry Lane Wilson, quien comprometido en simpatía hacia el huertismo, no dejaba de intrigar, presionado por Francisco León de la Barra, a fin de que la Casa Blanca accediera a la petición mexicana lo más pronto posible; reconocimiento que, de acuerdo con los comunicados de De la Barra, México necesitaba tanto para garantía de los intereses norteamericanos avecindados en el país, como con el objeto de evitar los progresos de la guerra civil, en el norte de la República.

El embajador Wilson no sólo no moderaba las prisas de la autoridad huertista sino que les daba vuelos diciendo a su Gobierno que le parecía indispensable otorgar el reconocimiento, para evitar que creciera en México el sentimiento antinorteamericano que estaba cundiendo como resultado de la presencia de barcos de guerra de Estados Unidos en los litorales mexicanos; barcos que permanecían en aguas de México a pesar de que notoriamente violaban las leyes internacionales.

Todo esto, unido a las públicas y universales denuncias que hacían los ciudadanos mexicanos sobre los atropellos de la violencia huertista cometidos principalmente en civiles, servían para producir en Wáshington un efecto contrario a los designios de Huerta, de manera que día a día se alejaba la posibilidad de que el gobierno norteamericano otorgara su reconocimiento diplomático a la autoridad de Huerta.
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