Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 6 - Los problemas del huertismoCapítulo undécimo. Apartado 8 - Carranza, guerrero Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

EL CAMINO DE CARRANZA




La actitud adoptada por el Congreso de Coahuila y el gobernador Carranza, el 19 de febrero (1913), no produjo preocupación al general Huerta ni a sus colaboradores. Poco conocedores de los hombres y creyendo —se insiste— que el reinado del porfirismo había regresado al país en todas sus haces, el huertismo creyó fácil utilizar las viejas y conocidas mañas del general Porfirio Díaz, para detener a Carranza en el camino elegido. Creyóse por lo mismo, que éste regresaría al redil de la autoridad central.

Como consecuencia de esas creencias anacrónicas, en vez de mandar que las fuerzas federales avanzaran violentamente hacia Saltillo y persiguieran a Carranza como rebelde, Huerta se quiso valer de los servicios de personas a quienes consideró aptas para ser escuchadas y atendidas por el gobernador de Coahuila; y entre éstas el cónsul de Estados Unidos en Saltillo.

Carranza no era de los individuos que pisaban una piedra dos veces. Sabía, por el conocimiento de la historia, que una autoridad sin basamento constitucional carecía de asiento para hacerla perdurable. Además, a su paso por el campo político del porfirismo, al que correspondió no por falta de probidad, sino por exigencias imperativas, había aprendido la lección práctica que determinaba cómo dentro de la ciencia de gobierno, las negociaciones transaccionales al igual de los actos de complacencia oficial, eran siempre en demérito del mando. Advertido, pues, por la experiencia sufrida, lo que significaba el campo de las negociaciones dentro del arte político, Carranza ni siquiera consideró seriamente a los negociadores o supuestos negociadores. La idea juarista sobre la inflexibilidad en las resoluciones que atañían al principio de autoridad, servía de guía a aquel hombre que, dentro de sus propias y peculiares características, estaba la invariabilidad del camino elegido.

Así, sin tener en cuenta la posibilidad de una transacción, que de ninguna manera cabía con quienes usurpaban el Poder de la Nación, Carranza empezó a prepararse para la guerra. Y el acontecimiento lo calculaba fríamente, sin ignorar los peligros personales y los sacrificios que tendría que hacer el pueblo de México; y como no era posible comenzar la guerra sin recursos económicos, autorizado por el Congreso local, Carranza decretó un emprésito a particulares por trescientos mil pesos; ahora que sólo logró obtener setenta y cinco mil, que debería pagar en un plazo de seis meses.

Al mismo tiempo, el gobernador dio dispositivos militares por los que tenía gran afición y casi ninguna experiencia; y como las fuerzas armadas que podía movilizar eran muy reducidas, y estaba temeroso de que Huerta hiciera avanzar sus tropas hasta Saltillo y con lo mismo ahogar el movimiento constitucionalista en su cuna, no dudó en acudir al engaño, haciendo creer a Huerta que deseaba entrar en tratos. También tendió una pequeña red de fintas al general Fernando Trucy Aubert, comandante militar de Torreón, cruzándose, en efecto, entre ambos, mensajes de notoria afectación; ahora que con ello el gobernador ganaba tiempo para concentrar en Avilés los destacamentos de las fuerzas armadas irregulares que eran a las órdenes del comandante Pablo González, veterano del maderismo, hombre valiente y de mucha rectitud, en quien Carranza sentía el primer y firme apoyo para restaurar la Constitución.

Y, en efecto, González era un individuo poco vulgar. Había dejado su comodidad hogareña, en 1911, para unirse a los revolucionarios; pues como lector asiduo de Regeneración, órgano combativo de Flores Magón, se había entregado, con la sencillez del pueblerismo, a la lucha por la conquista de libertades públicas.

Así, al tener noticias de lo acaecido en México, fue de los primeros en hacer presente a Carranza su designio de hacer armas contra Huerta.

Sin esta resolución de González, Carranza no hubiese tenido base sólida para iniciar la restauración constitucional.

También a Avilés, debería concurrir Jesús Carranza, hermano del gobernador, quien con tamaños de soldado tenía organizada una partida de voluntarios y trataba de precipitar los acontecimientos armados. Jesús era agresivo y nunca había perdonado los agravios políticos causados por el régimen porfirista a la familia Carranza.

Así, hasta los últimos días de febrero, aunque ya resuelto a coger las armas y la bandera de la constitucionalidad, Carranza jugaba a los engaños, ya con Huerta, ya con los jefes militares, ya con los generales porfiristas Jerónimo Treviño y José Ma. Mier, ya con el cónsul noramericano H. W. Holland; y con todo eso, podía estar seguro de que, teniendo a las autoridades huertistas en titubeos, puesto que no sabían si marchar a atacar o tenerlo por posible aliado, acudía al nacimiento de un ejército de la Revolución, fiando para ello no tanto en el número de hombres de los cuerpos irregulares, cuanto en el surgimiento junto con González y Jesús Carranza, de una pléyade de capitanes: Lucio Blanco, Santos Coy, Francisco Coss, Eulalio Gutiérrez, Cesáreo Castro, Francisco Murguía.

Con éstos, en efecto, empezaría una nueva época para México. Los ensueños se apoderarían de los hombres. La vida sería una equidad manifiesta en la igualdad social, las limitaciones a la autoridad y el respeto a los libertadores políticos.

Aquellos hombres que se unían a Carranza no buscaban glorias ni riquezas. Poseían un hermoso corazón; pero creían en la venganza y el castigo. Cada uno de ellos, agrupaba individuos que no obstante corresponder, ora a la ignorancia, ora a la más baja pobretería, querían exterminar al abuso autoritario.

No hay huellas de que tal gente buscara el botín. Lo sano de su alma intuitiva estaba en la espontaneidad de sus actos, en la honestidad con que procederían al requisar caballos, armas y víveres. Cogían lo necesario para empuñar el rifle y alimentarse; pero todo en calidad de préstamo que deberían devolver al triunfo de la Revolución.

Y mientras esta pléyade entusiasmaba y organizaba al pueblo rural de Coahuila, Carranza dirigía el juego de los engaños; pero ya no desde Saltillo. Montado a caballo, pero sin declarar la guerra, marchó hacia la Sierra de Arteaga, con la certeza de que las tropas de Huerta no estaban preparadas para seguirle ni atacarle. Carranza buscaba todas las ventajas posibles a su osado movimiento; y con malicia y atrevimiento, quedó a la expectativa en Ramos Arizpe, a poca distancia de Saltillo; pero en punto conveniente para seguir hacia la Sierra en caso necesario. La geografía y la entereza ayudaban al gobernador de Coahuila.

Mas no iban a pasar muchos días sin que Huerta advirtiera las argucias de Carranza, máxime que éste, siempre gustoso de las empresas guerreras, empezaba a firmar despachos de oficiales de un ejército revolucionario, autotitulándose para ello, Primer Jefe.

Enterado, pues, Huerta de que Carranza sólo trataba de ganar tiempo a fin de organizarse para la guerra, ordenó al general Trucy Aubert que hiciera avanzar una columna hacia Saltillo, aunque sin abandonar las manifestaciones y sutilezas de un entendimiento con el gobernador.

Carranza conoció de tales movimientos, y como sólo tenía bajo su mando ciento veinticuatro hombres y por lo mismo no le era posible hacer frente al enemigo en Ramos Arizpe, el día 27 (febrero) emprendió la marcha a la Sierra de Arteaga, donde tenía la seguridad de que no le perseguiría Trucy Aubert y por lo tanto gozaría de las garantías que ofrecía un aislamiento conveniente, desde el cual observar cómo las fuerzas huertistas y Huerta iban a operar.

Además, desde la Sierra podía continuar alimentando el fuego del engaño, sin los peligros que por los cuatro costados presentaba la permanencia en Ramos Arizpe.
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