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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 2 - LA SUCESIÓN

PORFIRIO DÍAZ, OCTOGENARIO




Fueron tantos los preparativos y ambiciones oficiales para celebrar el primer centenario de la Independencia mexicana, que pareció como si el 16 de septiembre del 1910, estuviese llamado a orlar, para siempre, el retrato de un México que se creía castillo imponderable de una paz eterna, faro altísimo de un progreso excepcional y suelo maravilloso de un bienestar imperecedero.

Lo que aquel autócrata invencible y admirado que era Porfirio Díaz había hecho a su voluntad y capricho, pero siempre en los más altos vuelos del pacifismo patriótico, tuvo magnificencia con los festejos septembrinos.

Llevaba don Porfirio, con cierto aire de majestad, la edad de ochenta años; y aunque sin las facultades que, ya en la milicia, ya en la política, poseyera hacia los días de la instauración de su régimen de mando y gobierno, como sabía ocultar sus decaimientos físicos, todavía daba la idea del hombre que tenía atado el porvenir a su persona. Con todo esto, su círculo político, su leal e invencible círculo político, continuaba inalterable en su forma y fondo, y por lo mismo, el poeta podía cantar al Presidente:

¡Porfirio Díaz! Heroico caudillo del Oriente
que fuiste, en otros tiempos, el rayo de la guerra,
y hoy de la Patria enciendes la aurora refulgente,
jamás ha de olvidarte la mexicana tierra
y orgullo de la Patria serás eternamente.

Para dar brillo a aquel teatro que era el régimen porfirista no bastaba la gallarda figura de don Porfirio. Tal teatro requería los puestos destinados al ingenio, al disimulo y a la maña. A ese fin, estaba, ciertamente, el enjambre político; pero como éste no pareció suficiente a la representación mayúscula que preparó el Gobierno para el mes de septiembre de 1910, vino al punto el proyecto de hacer saber al mundo que el apellido de Científico, que se daba al partido del general Díaz, estaba acorde al desarrollo que en México habían alcanzado los instrumentos objetivos de la ciencia; y en competencia, más de compromiso que de realidad, el personal específico empezó un camino bien amargo; porque ¡qué de esfuerzos y de buena voluntad denotan los trabajos escritos y publicados en tales días acerca de arqueología y astronomía, arte popular y geografía, ingeniería y salubridad, meteorología y química!

Todos estos estudios resultaron tan superficiales y rutinarios, que sólo podían corresponder a la ciencia de la repetición y al hábito de la oficina. Podrá exceptuarse de tal clasificación un opúsculo sobre la plasmogenia, una ciencia nueva que creyó descubrir con ingenuidad sublime el profesor Alfonso L. Herrera, y quien, al efecto, escribió: La Plasmogenia representa la ciencia libre, experimental; el estudio del protoplasma, su origen y su vida, que será el objeto supremo de todas las ciencias.

Tanto adorno luminoso quiso poner el régimen porfirista a las letras y ciencias de México en el año que precedió a la caída del general Díaz, que en vez de acrecentar los valores nacionales, éstos adquirían el tinte de lo pueblerino; y más pueblerina aparecía aquella improvisada cultura -ahora reflejada en una pieza universitaria- cuando el ministro de Instrucción Pública Justo Sierra dijo un inconexo discurso al través del cual llamó en auxilio de la democracia en formación a Abraham Lincoln y Karl Marx, a Benito Juárez y León XIII, a Willíam Gladstone y José Garibaldi, para luego a manera de elegancia literaria declamar:

¡Oh Celeste beauté
Blanchefilie du ciel, flambeau d'etemité!

A la vera de Justo Sierra había un grupo que, con arrestos intelectuales exornaba o trataba de exornar al régimen porfirista. Faltaban a los miembros de tal grupo, ideas propias. Así y todo, la tertulia en la que figuraban Jorge Vera Estañol y Federico Gamboa, Victoriano Salado Alvarez y Carlos Pereyra, Ezequiel A. Chávez y Emilio Rabasa, Luis G. Urbina y Carlos Díaz Duffoo, tenía fama y parecía ser la parcialidad llamada a gobernar al país en un futuro no lejano. Aunque apartados del régimen porfirista, representaban la nueva vida literaria de México los jóvenes del círculo llamado Ateneo en el cual sobresalían Alfonso Reyes y Antonio Caso, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán.

Esta juventud y aquellos consagrados, eran suficientes para servir, en nombre de las letras nacionales, al gran aparato del régimen porfirista, puesto que la ciencia y literatura oficiales, a pesar de ser pobres, de todas maneras colocaban al porfirismo dentro de un escenario imponente.
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