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EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO

General Gildardo Magaña

TOMO II

CAPÍTULO III

CAMPAÑA ELECTORAL Y ELECCIÓN DEL SEÑOR MADERO


El momento político y las maniobras de los conservadores

A principios de septiembre, el señor Madero inició su jira política a los Estados de Yucatán, Campeche, Tabasco y Veracruz.

El conflicto del Sur siguió su curso natural; pero los grupos revolucionarios no pudieron dedicarle toda la atención que merecía, porque los absorbió la campaña electoral que para ellos era el problema cumbre del momento. Se creía que con la exaltación del señor Madero a la Presidencia de la República, dicho conflicto y algunos otros se solucionarían automáticamente.

Además, en las filas del maderismo había efervescencia con motivo de la enemistad, cada día más profunda, entre el Caudillo de la Revolución y el doctor don Francisco Vázquez Gómez, antiguo candidato del Partido Antirreeleccionista a la Vicepresidencia, en cuya substitución estaba recomendando el primero, al señor licenciado don José María Pino Suárez. A este respecto, debemos decir que se consideró muy significativo el hecho de que el Gobernador de Coahuila, don Venustiano Carranza, reprobara públicamente a don Gustavo A. Madero haber lanzado la candidatura de aquel profesional.

De la efervescencia existente se aprovecharon los elementos conservadores y llegaron a pedir al Congreso el aplazamiento de las elecciones presidenciales. El plan era clarísimo: el señor Madero estaba perdiendo a gran prisa la brillante posición que en la conciencia nacional había conquistado como jefe del movimiento revolucionario; algunos de sus actos habían lesionado fuertemente a sus correligionarios y de todo esto se aprovechaban los enemigos para sostener una abierta campaña, cuyo objeto era mermar constantemente el prestigio del Caudillo. Supusieron que cuanto más tiempo pasara, menor sería el valimiento del líder en la opinión pública y que las dificultades ya existentes en las filas del maderismo, llegarían a tomar los caracteres de una verdadera escisión.

Ante los deseos de los conservadores de que se aplazaran las elecciones presidenciales, deseos de los que ya participaban algunos maderistas, el Jefe de la Revolución se vió obligado a enviar a la Cámara de Diputados el telegrama siguiente:

Señor Presidente de la Cámara de Diputados.
México, D. F.

Por el digno conducto de usted deseo dirigirme a los señores diputados, para manifestarles lo siguiente:

Graves asuntos deberán ocupar su atención, pero los más trascendentales serán los relativos a las próximas elecciones presidenciales. Por esté motivo, me permito recomendar a los señores diputados que si bien es cierto que la guerra civil terminó sin que se celebrase tratado alguno, tan lo es que tácitamente fuí aceptado por ambos partidos como Presidente de la República y que se citaría a elecciones presidenciales en el plazo más breve que fuera posible. Este plazo fue ya designado por el Congreso y aceptado por el partido revolucionario; así es que puede considerarse como un convenio tácito.

El señor licenciado Francisco León de la Barra ha cumplido con los compromisos contraídos con la Revolución con toda lealtad y honradez, habiéndose hecho acreedor, por este motivo, a la estimación de todos sus conciudadanos. Estoy seguro que ese Congreso obrará de igual manera a fin de justificar la confianza que en él depositamos los jefes del partido revolucionario. De esta manera, y marchando todos en perfecta armonía, sin más interés común que el bien de la Patria, lograremos que ella pase sin más trastornos el actual período de transición, y los señores diputados se harán igualmente acreedores a la estimación de sus conciudadanos.

Nada que sea contra el decoro y dignidad, únicamente deseo que las elecciones se verifiquen en el plazo ya fijado y que el cómputo de votos se haga con entera legalidad y honradez; sentimientos en los cuales estoy seguro abundan los señores diputados.

En cuanto a diferir las elecciones, sería prolongar el período de incertidumbre y desconfianza que existe siempre antes de que se verifique este acto, y especialmente por las condiciones en que atraviesa actualmente el país, sería acarrearse graves complicaciones y dificultades; pues es difícil prever el efecto que tal resolución causaría en las masas populares, que creerían que se les había traicionado y se quería arrancarles el legítimo ftuto que esperaban de la Revolución, que es el de ejercer libremente y sin trabas el supremo derecho de designar a sus mandatarios.

Ningún partido político de tendencias honradas se beneficiaría con este retardo, pues la opinión pública no hará sino exaltarse más y nada hace prever que cambiase de orientación para apoyar las pretensiones del señor general Bernardo Reyes. Me informan también que un grupo de disidentes del gran partido revolucionario, descontento con el fallo de la Convención, porque no satisface sus aspiraciones personales, desea pedir al Congreso que sea retardada la época de las elecciones. Ni este pequeño grupo de disidentes, ni los amigos del señor general Reyes, representan una minoría respetable de la opinión; por cuyo motivo el Congreso no debe tomar en cuenta su solicitud, basada no en los sagrados intereses de lá Patria, sino en sus mezquinas ambiciones.

Para terminar, manifestaré a los señores diputados que aunque legalmente tengo sólo el carácter de simple ciudadano, la inmensa mayoría, por no decir la casi unanimidad, me designa como candidato a la Presidencia de la República, y el hecho de haber sido el Jefe de la Revolución me impone el deber de dirigirme honradamente al Congreso, para hacerle conocer lo anterior, que es de gran trascendencia para la República; pues si dejando de tomar en consideración los altos intereses de la Patria, llegasen los señores diputados a resolver que se aplacen las elecciones, aunque yo haré lo posible por calmar los ánimos y hacerles comprender que no debemos temer nada, puesto que ya el pueblo ha demostrado su omnipotencia y sabrá hacer respetar en cualquier momento su voluntad, no puedo, sin embargo, responder de lo que pueda suceder, pues como ya manifesté anteriormente, el pueblo creería que se le había traicionado, que se le querían arrancar los frutos de la revolución, y es imposible prever cuáles serían los efectos de su cólera.

Anticipo a usted las gracias, porque espero se servirá hacer conocer a los señores diputados mi anterior telegrama, y respetuosamente me suscribo su amigo afectísimo y atento S. S.

Francisco I. Madero.

No quisiéramos hacer comentario alguno acerca del documento preinserto; pero nos obliga el hecho de que en tan delicados instantes no preocupara otra idea al señor Madero, que la de aprovechar su popularidad para encumbrarse a la Primera Magistratura de la República. No hay en el telegrama, por desgracia, una sola frase que revele en el futuro mandatario el pensamiento y el deseo de atender los problemas económico-sociales que se estaban presentando. Señala el señor Madero como posiblemente funesto el efecto que produciría en las masas el aplazamiento de las elecciones presidenciales; pero pasa por alto el descontento ya existente en esas masas, por la falta de atención a sus problemas concretos.

Sin embargo, no cargaremos íntegramente al Caudillo la falta de visión, pues fue común a muchos de sus correligionarios de 1910, en quienes los problemas económicos no tuvieron una expresión tan fuerte como los políticos. De buena fe creyeron que con el derrocamiento de la Dictadura estaba consumada la obra, y valerosamente se enfrentaron con un enemigo material que no era sino resultante del régimen económico. Cierto que la Dictadura apoyaba ese régimen; pero cuando no se ve la intención de atacarlo, es evidente que con toda sinceridad se tomó como causa lo que en rigor era un efecto.

Es innegable que el error se destaca más en el señor Madero, porque como conductor del movimiento revolucionario y como candidato a la Presidencia de la República, nadie como él estaba llamado a penetrar hasta el fondo de la situación.

Los disturbios, los choques armados, los brotes rebeldes, señalaban claramente un estado social de inconformidad que debió ser motivo de una honda meditación por el futuro gobernante. El hecho de que ninguna importancia se diera a esos actos, sino en cuanto a que perturbaban la paz tan deseada por la clase burguesa, demuestra la existencia de otro error que fue el de suponerlos una continuación de la fuerza que había llevado a la Nación a la lucha contra la Dictadura o, para decirlo más claramente, una fatal consecuencia de toda lucha armada. No era por inercia como él puéblo seguía sú trayectoria, sino obedeciendo a causas de carácter económico.

Así, en los primeros días de julio, habían ocurrido movimientos en Sonora y Chiapas, donde las tribus yaqui y chamula reclamaron la devolución de sus tierras. Más tarde se registraron en Atasta, del Estado de Tabasco, y en algunos puntos del Estado de Veracruz, encuentros que revelaban el estado de ánimo del pueblo trabajador, ante la indiferencia del Gobierpo Interino para sus necesidades. Posteriormente hubo disturbios en Oaxaca, Yucatán y Campeche. En esta última entidad, grupos de campesinos pusieron fuego a varias haciendas.


El plan de Texcoco

El señor licenciado don Andrés Molina Enríquez proclamó en Texcoco, del Estado de México, el día 24 de agosto, el plan revolucionario que fue conocido con el nombre de esa población y que tuvo carácter agrarista. El Gobierno del señor De la Barra fingió dar poca importancia al plan de Texcoco; pero ordenó que su autor fuera perseguido.

Si este intento de reivindicación de la tierra no tuvo la resonancia que debió, fue, en primer lugar, porque el señor licenciado Molina Enríquez estaba casi solo y su programa no se difundió tan ampliamente como lo merecía entre los proletarios del campo; porque el mismo señor licenciado Molina Enríquez, conocidísimo como pensador e idealista en los centros culturales, no lo era entre las masas campesinas; porque la proximidad del lugar de la proclamación del plan con respecto a la ciudad de México, contuvo muchos entusiasmos y, finalmente, porque aún se tenían esperanzas en el señor Madero.

Ese complejo de circunstancias no resta un ápice a la nobleza del impulso, al entusiasmo del autor del plan, al valor de afrontar la situación. El plan de Texcoco debió de llamar poderosamente la atención del señor Madero, a quien le señalaba que no sólo entre la clase campesina había el anhelo de poseer la tierra, sino que pensadores de la talla de Molina Enríquez estaban convencidos de que era necesarió llevar a cabo un ajuste de valores y una transformación en la estructura social.


LA ELECCION DEL SEÑOR MADERO

Las elecciones para Presidente y Vicepresidente de la República se llevaron a cabo con espíritu ampliamente democrático y constituyeron la función cívica más limpia que se había registrado. Ni los más encarnizados enemigos del señor Madero podrán tachar esas elecciones, pues en cuanto a él concierne, fueron la expresión sincera y casi unánime del pueblo mexicano.

Hubo, sí, un marcado disgusto por lo que se refiere a la candidatura del Vicepresidente, que era impopular, y si la fórmula Madero-Pino Suárez triunfó, fue debido a la fuerza del primero.

El día 2 de noviembre de 1911, el Congreso de la Unión declaró elegidos a los señores don Francisco I. Madero y licenciado José María Pino Suárez; la declaratoria se promulgó por bando nacional el 5 y en ella se llamó a los favorecidos por el voto público, para que otorgaran la protesta de ley el día 6 del citado mes.

El señor Madero iba a llegar a la Presidencia de la República por la voluntad nacional, con el beneplácito de los revolucionarios, con la resignación de los porfiristas y científicos, aureolado aún por su prestigio de Caudillo; pero su gestión iba a realizarse con un Congreso enemigo, con el Ejército ideológicamente en su contra, con serias divisiones entre sus antiguos correligionarios y con algunos colaboradores, dentro de su Gabinete, que no sentían, que no interpretaban, que no entendían las necesidades y aspiraciones de las clases trabajadoras.

Iba a recibir una herencia morbosa que le dejaba el porfirismo y otra más cercana, igualmente morbosa, que procedía del interinato del señor licenciado don Francisco León de la Barra, quien hemos visto que tuvo especial empeño en amontonar dificultades y sembrar de escollos el sendero del nuevo mandatario.

Informe presidencial

El Presidente Interino se presentó al Congreso de la Unión para rendir un amplio informe sobre su gestión administrativa. Creemos oportuno reproducir íntegramente la parte de ese informe, en que se pretende justificar la actitud del Gobierno en rélación con el movimiento revolucionario del Sur. Dijo el señor De la Barra:

Pero entre los acontecimientos de este orden que más han conmovido al país, se encuentran los del Estado de Morelos, de los que estimo deber mío hacer una explicación, tan clara y terminante como lo demanda y con justa causa la opinión pública.

En Morelos, y a virtud de razones que expondré brevemente en el curso de este informe, el problema del desarme y dispersión de las fuerzas revolucionarias encontró, desde un principio, más serias y graves dificultades que en algunos otros Estados de la Federación, pues aunque en apariencia aquellos hombres se manifestaban dispuestos a regresar pacíficamente a sus labores, primero de una manera oculta, y más tarde en forma descubierta, adoptaron una actitud insumisa, que bien pronto degeneró en un manifiesto movimiento de bandolerismo. Ante ese movimiento, y teniendo en cuenta las apremiantes solicitudes de un grupo considerable y caracterizado de vecinos de Morelos, el Ejecutivo resolvió el envío de un cuerpo de tropas, con instrucciones precisas y terminantes de perseguir tenazmente a los malhechores, siempre que éstos no se sometieran a las autoridades, tan pronto como se presentasen las fuerzas federales.

En aquellas circunstancias, el señor don Francisco I. Madero, impulsado ciertamente por un sentimiento que no habría derecho para reprobársele, ofreció de una manera espontánea su intervención personal, en el conflicto, con el objeto de ver si su influencia como jefe de la Revolución podía evitar derramamiento de sangre; proposición que no hubiese rechazado ninguno que alentase ideas de humanitarismo. Por desgracia, tan laudable intento no alcanzó el propósito perseguido, y como los alzados no sólo no se avinieron a someterse sino que continuaron cometiendo todo género de fechorías, después de un plazo de cuarenta y ocho horas como ultimátum a su rendición incondicional, el Ejecutivo ordenó que se procediese a su persecución.

La campaña se inició desde luego, y puedo aseguraros que las órdenes que con motivo de ella se expidieron al general en jefe de las operaciones, han sido todas transmitidas por los conductos debidos y que ningún acuerdo importante ha sido tomado por el que os dirige la palabra sin haberse antes discutido en Consejo de Ministros.

En cuanto al resultado de esas operaciones, el informe rendido por el general en jefe da a conocer las dificultades que impedían el sometimiento de esos bandidos o su destrucción total: tratábase de pequeños grupos que raras veces presentaban un encuentro formal a las tropas regulares y se diseminaban fácilmente para volverse a reunir a corta distancia, en una comarca que les es perfectamente conocida. La campaña contra esas gavillas se ha convertido en una verdadera función de policía rural, a la que pueden y deben consagrarse los cuerpos creados al efecto.

Hecha esta exposición, cabe preguntar: ¿a qué se debe la prolongación de una lucha que parecía fácil de dominar en breve espacio de tiempo?

El Gobierno envió un jefe de prestigio al mando de las fuerzas que él creyó necesarias; las instrucciones que se le dieron, fueron como digo, precisas y terminantes, y los sucesos que se han desarrollado en el Estado muestran que la enérgica represión de los bandidos se imponía para alcanzar una paz definitiva. El jefe del movimiento sedicioso se hizo popular entre las clases incultas del Estado por ofrecimiéntos de repartición de tierra, sin tener en cuenta los derechos de propiedad, y halagando por éste y otros medios semejantes las pasiones de los individuos de la clase más humilde que no se dan cuenta de que la situación económica de ese Estado, como la de los demás, no se modifica por medio de actos violentos y contrarios a las leyes.

Las promesas hechas en nombre de la Revolución respecto a la cuestión agraria han despertado esperanzas entre aquellas gentes, que suponen que al inaugurarse el Gobierno que substituirá al interino, lograrán ver realizados sus deseos de entrar en posesión de las tierras prometidas, sin pensar que ese problema debe ser resuelto dentro de la ley y conforme a un plan cuidadosamente meditado. Es probable también que muchos de los individuos alzados en armas no hayan querido deponerlas, con la esperanza, que es infundada, pues conozco los sentimientos de justicia del Presidente electo, que, inaugurado el nuevo Gobierno, no tendrán que responder ante las autoridades judiciales correspondientes, por los delitos del orden común de que se sientan culpables.

Pero, como se ve, el Gobierno ha procedido con toda firmeza, siguiendo un programa racional y sin olvidar que es deber del poder público evitar hasta donde sea posible, sin perjuicio de la justicia y sin desdoro de la autoridad, que se derrame la sangre de hermanos (Del derramamiento de sangre el gobierno tenía la culpa. Precisión del General Gildardo Magaña), aunque en el caso de Morelos se ha derramado más sangre por parte de los sediciosos que por la de las fuerzas federales en sus atentados, al repeler los ataques de que fueron víctimas.

La explicación que acabo de daros de la conducta del Ejecutivo, está pérfectamente comprobada por los documentos que acompaño como anexos de este informe, y sólo me resta agregar, ahora, que a últimas fechas la tranquildad pública se ha asegurado en Morelos, según noticias recientes que transmite al Ejecutivo el Gobernador provisional de aquel Estado.


Movilidad de la propiedad

Pasaremos por alto los alardes de rectitud y energía, las disposiciones tendientes a conservar el orden y el amor a la ley, con que el señor Presidente Interino quiso dejar honda impresión en el Congreso.

Recordemos que los hechos sucedieron de distinta manera de como él los presentó. Ya hemos visto que el general Zapata estúvo conforme con las condiciones, cada vez más exigentes, que se le presentaron, no porque olvidara sus demandas, sino por su confianza en que el gobierno de la Revolución sabría interpretarlas satisfactoriamente. Hemos visto también que no fue un obstáculo para el arreglo del conflicto, sino que éste surgió tantas veces cuantas parecía haberse solucionado, pues la actitud del Gobierno era una vigorosa defensa clasista hecha por quien representaba al porfirismo, al cientificismo y al estado económico de la época.

Además, con la arista de las teorías que como abogado burgués sustentaba el señor De la Barra, tuvo que chocar violentamente la pretensión agraria del general Zapata. El efecto de ese choque se ve con toda claridad, cuando el primero dice:

El jefe del movimiento sedicioso se hizo popular entre las clases incultas del Estado por ofrecimientos de repartición de tierras, sin tener en cuenta los derechos de propiedad.

Para el señor Presidente, y con él para toda la intelectualidad mexicana, con rarísimas excepciones, la aspiración de cultivar libremente la tierra era un fruto vedado para la clase jornalera, era un crimen contra la sacrosanta propiedad.

Pero como intelectual se olvidó de que cada movimiento histórico ha afectado a la propiedad y como jurisconsulto se desentendió de que esa propiedad es una institución movediza no sólo en México, sino en el mundo entero.

Por encima de sus conocimientos del derecho romano y de la historia, estaban los intereses de su clase, que le hicieron olvidar las luchas del patriciado y de la plebe, el triunfo de ésta y su constante petición de que se expidieran leyes agrarias, afectando, evidentemente, el derecho de propiedad.

Se olvidó de que los pueblos del Norte y del Oriente se precipitaron sobre los de Occidente y Mediodía, apoderándose de la tierra en las naciones que sojuzgaron, con afectación del derecho de propiedad.

Se olvidó de que ésta y el poder constituyeron más tarde el feudalismo, y que como esa unión resultó una insoportable tiranía, produjo, entre otros, el movimiento de las municipalidades de los siglos XII y XIII. Se olvidó que después el Estado recobró la jurisdicción que estaba en manos de los señores feudales y declaró abolidos los derechos señoriales que se derivaban de la propiedad.

Las tribus que sucesivamente fueron estableciéndose ed el vasto territorio de la hoy República Mexicana, desplazaron a los pueblos que ya existían o convivieron con ellos mediante la participación de la propiedad.

La Conquista no hizo sino desalojar a los indígenas de la propiedad. Unas veces al amparo de la Corona y otras en contra de ella y sus mandatos, la propiedad pasó a manos de los conquistadores, formándose la nobleza minera, la burguesía terrateniente y el comercio, resultante de ambas, monopolizado por los españoles.

Ante las desigualdades monstruosas creadas por la Dominación, ante la economía centrífuga de la Colonia y ante la esclavitud originada por el despojo de la propiedad, surgió la Independencia que no fue sino un grito de reivindicación pensado por los criollos intelectuales, en quienes influyeron las ideas de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa; un clamoroso grito de reivindicación sostenido por los mestizos, entre quienes encontró su más alta expresión en el caudillo don José María Morelos; un clamoroso grito de reivindicación que tuvo repercusiones formidables en los indios, para quienes la vida era una dolorosa realidad.

Si el pueblo mexicano se hubiera detenido ante el dereóho de propiedad, jamás habría realizado su independencia. Es cierto que esa propiedad no sufrió la enorme y trascendental transformación que al movimiento correspondía; por este hecho, al dejar en pie el problema, trajo consigo la Reforma, que no fue, económicamente, otra cosa que el ajuste de la propiedad que la usura, especialmente, había concentrado en manos del clero.

El idealista Partido Liberal cometió dos graves errores: primero, no hacer que el pueblo mexicano aprovechara las condiciones momentáneas, en que quedó la propiedad con la Reforma; segundo, incluir en el artículo 27 de la Constitución de 1857, a los ejidos que la ley de desamortización había respetado. Al amparo de ese artículo y con la expedición de la ley de deslindes de 15 de diciembre de 1883, las compañías deslindadoras pusieron en manos de extranjeros, especialmente, setenta y dos millones de hectáreas de tierra, con lo que se agudizó el problema que tarde o temprano había de presentar su momento crítico.

Ahora bien: para que la propiedad pasara de unas tribus a otras, de los indios a los conquistadores, del clero y de los pueblos a los extranjeros, no fue un obstáculo el derecho de propiedad. Los latifundistas rasgaron los títulos otorgados por los reyes de España y pasaron sobre sus leyes y ordenanzas, como pasaron también sobre las leyes de la República y sobre las no escritas de la moral.

¿Con apoyo en qué principios se han llevado a cabo las grandes reformas a la propiedad? Se ha invocado siempre el interés social y la conveniencia pública. La conveniencia pública y el interés social están, pues, por encima del derecho de propiedad, de esa propiedad que históricamente resulta movediza.

Pero el culto señor De la Barra se asombró de que el señor general Zapata no tuviera en cuenta ese derecho, al pretender que la tierra pasara a manos de quienes verdaderamente la necesitaban. No le hubiera causado asombro esa pretensión si hubiese procedido de la clase elevada a que pertenecía. Su amor a la ley hubiera encontrado más de un escape y sus conocimientos en Derecho habrían tropezado con muchos preceptos favorables.


Inquietud nacional

Los disturbios, sintomáticos del malestar social, no disminuyeron con el resultado de las elecciones, ni con la aproximación de la fecha en que el señor Madero iba a asumir el Supremo Poder Ejecutivo. A las dístintas manifestaciones de inquietud, que de manera incidental hemos señalado en páginas precedentes, debemos agregar las que aparecieron en los primeros días de noviembre, inmediatamente anteriores a la toma de posesión del Caudillo.

El jefe político de Juchitán, Oax., licenciado José F. Gómez, a quien sus coterráneos llamaban Ché Gómez, proclamó la segregación del Istmo y su creación en Territorio Federal, apoyando sus pretensiones por medio de las armas. Dió como razón principal de su movimiento, la falta de atención a los distritos de Juchitán y Tehuantepec, por parte del gobierno de Oaxaca.

En la ciudad de Guadalajara se estaba preparando un movimiento armado; en el Estado de Durango grupos de campesinos asaltaron diversas haciendas, con el objeto inmediato de ejercer represalias y el mediato de posesionarse de las tierras; en el Estado de Sonora se registraron algunos encuentros entre federales e indígénas, quienes igualmente pretendían la obtención de la tierra.

En San Luis Potosí estalló una huelga de mineros; en Tamaulipas asumió una actitud contraria al Gobierno el general Rómulo Cuéllar, por lo que se le supuso sublevado; en Chihuahua fue hecho prisionero el general e ingeniero David de la Fuente, pues se le atribuyó que capitaneaba un movimiento a favor del doctor Vázquez Gómez; en la ciudad de México hubo cateos de casas y aprehensiones de treinta y tres personas acusadas de sedición.

Nada de lo que acontecía era ignorado por el señor Madero, quien confiaba plenamente en que su presencia en el Poder calmaría la inquietud nacional. En el Estado de Morelos también se confiaba en que al iniciar el Caudillo su gestión gubernativa, las cosas cambiarían de rumbo; pero los problemas no se subordinaron a la simple personalidad de quien iba a gobernar, sino que se supuso que la persona, investida ya de las facultades inherentes a su elevado cargo, resolvería los asuntos con criterio revolucionario, modificando la ley si era preciso, pues había palpado las necesidades.


La toma de posesión

Llegó el día señalado por el Congreso para que el señor Madero rindiese la protesta legal como Presidente de la República. A la ceremonia oficial asistió escoltado por el general Pascual Orozco, hijo, en representación de los revolucionarios del Norte y por el general Ambrosio Figueroa, representando a los revolucionarios del Sur.

Pudo tener razones para hacerse acompañar del último; pero en aquellos momentos la presencia del jefe guerrerense, en un acto de tanta importancia, fue ofensiva para el elemento radical de Morelos.

El general Figueroa se había convertido en el más encarnizado enemigo del general Zapata y de cuantos lo acompañaban; sus fuerzas perseguían a los zapatistas con una tenacidad que dejaba atrás a las tropas federales; la persecución se estaba haciendo no sólo contra quienes abiertamente seguían al jefe morelense, sino hasta en indefensos vecinos sospechosos de ser simples simpatizadores.

El segundo jefe de las fuerzas de Figueroa, Federico Morales, había asesinado a Gabriel Tepepa, en Jojutla, y por este acto existían muy justos y muy explicables resentimientos entre los vecinos de la región. El apoyo que el señor Figueroa estaba recibiendo del Presidente Interino, hacía pensar que éste había encontrado a quien necesitaba para ahogar los anhelos populares; su contacto con latifundistas y conservadores en la ciudad de México, el apoyo que entonces les había prestado y que como Gobernador y Comandante Militar de Morelos seguía prestándoles, lo señalaban como un revolucionario claudicanfe para el radicalismo del general Zapata; por último, sus declaraciones al hacerse cargo del Gobierno morelense y su actuación, fijaban, sin género de duda, su posición frente al problema agrario.

No pensamos que el señor Madero debió haber llamado al general Zapata en lugar del señor Figueroa, creemos que quizá por su bondad, no vió inconveniente la distinción que hizo a quien estaba contribuyendo a la persecución injusta de un grupo de sus antiguos subordinados, que en él cifraban sus esperanzas. Por la confianza que en sí tenía, se olvidó de que la resolución de los problemas no depende meramente de las personas, ni siquiera de las intenciones que puedan tener, sino de sus actos positivos.

El día de la exaltación del señor Madero a la Presidencia de la República, había en las calles de Juchitán, Oax., mil cadáveres insepultos de combatientes.


CÓMO JUZGARON LOS CONSERVADORES LA ACTITUD DE ZAPATA

De un libro escrito por el señor Gregorio Ponce de León, intitulado El Interinato Presidencial de 1911, en el que se pretende justificar al Presidente De la Barra, tomamos algunos párrafos en los que el lector podrá apreciar el concepto que Zapata y su actuación enérgica mereció a la mayoría de los intelectuales de entonces.

Dicen así:

En el Estado de Morelos, donde la revolución tuvo desde sus comienzos un carácter de ferocidad no igualado en parte alguna, los revolucionarios aceptaron el licenciamiento con el deliberado propósito de consumar un saqueo en las areas nacionales. El jefe de mayor prestigio era Emiliano Zapata, hombre cruel y rudo, que soñaba en imposibles repartos de tierras y que predicaba a las sencillas gentes que lo seguían, el despojo de todos los bienes en favor del proletariado. Se trataba de un socialista bárbaro, sin la cultura de los europeos, que procedía más por intuición que por sapiencia; y esa intuición se la ofrecía, más que su talento tosco, los odios feroces que desde la época de la conquista se tuvieron de parte de los indígenas a los encomenderos, odio de que hoy es un trasuto el que los peones y demás sirvientes de las haciendas sienten hacia el amo (Con toda justicia, comentamos nosotros, pues el amo es el sucesor muchas veces más cruel que el encomendero. Precisión del General Gildardo Magaña).

Pero el bárbaro socialismo de Zapata era dulce a los intelectos rudimentarios de la gente pobre y mal educada de Morelos; y las prédicas suyas habían de crear fanáticos y costar cruentos sacrificios a la Patria. Tan extraordinarios caracteres revistió el desarme de los revolucionarios de Morelos, y el tema es tan emocionante y complejo, que no podemos menos de hacer punto final aquí para tratarlo en otra parte de manera muy amplia.

Dos jefes importantes habían alzado el estandarte de la rebelión en el Sur de la República. En Guerrero, don Ambrosio Figueroa, hombre culto, honrado a carta cabal y fervoroso partidario de los principios que proclamaba el movimiento. En Morelos fue Emiliano Zapata, de cuya cultura y doctrinas extraordinarias ya nos hemos ocupado, quien se lanzó a la lucha sembrando por doquiera el pánico. Entre estos dos jefes existían rancios odios y ellos más tarde habrían de agriar la cuestión que se suscitó con motivo de la actitud indomable del segundo.

Se creía en todas partes que Zapata era un convencido de la causa a cuyo favor se levantó en armas; pero no era verdad. El y los suyos no tenían más credo que la destrucción de todo cuanto existiera; hacer que el Estado de Morelos fuera abandonado por los habitantes y repartirse entre el escaso grupo de alzados de los terrenos, las casas y cuanto hubiera allí. En favor de su pretensión, sostenían que muchas de las haciendas comarcanas habían sido formadas por el despojo que de sus ejidos habían sufrido y de sus terrenos particulares los pobladores; y en el nombre del supremo derecho de las reivindicaciones, querían impartirse justicia por su propia mano, recogiendo lo que aseguraban les pertenecía.

Emiliano Zapata, quien desde el principio de la revuelta predicara el reparto de todos los bienes en favor de los que se le unieran para luchar por la causa suya, se conquistó muy pronto numerosos adeptos, y en poquísimas semanas casi no hubo un desvalido en Morelos que no viera en el terrible cabecilla a su providencia. Fue el hombre más popular y querido de sus conterráneos por aquella época.


Se adoptan medidas extremas. Sus resultados

Emiliano Zapata y su gente, que contra todas las promesas empeñadas y todos los esfuerzos hasta entonces hechos permanecían en armas en actitud de desafío, constituían un problema. Zapata pretendía que en el acto se procediera a cumplir con todos los compromisos contraídos por la Revolución con el pueblo, y como primer acto demandaba la repartición de tierras. Hombre rudo, aunque de cierto talento natural, no concebía como imposible un despojo en los bienes de los hacendados (Despojo llaman los conservadores a la reivindicación de la tierra. ¿Qué nombre corresponde al apoderamiento de esa tierra por los latifundistas? Precisión del General Gildardo Magaña), único medio que creía bueno para hacer los prometidos repartos; no alcanzaba a discernir que la forma razonable de hacerlos era adquirir el Gobierno, mediante un pago justo, determinadas extensiones de tierras para dividirlas en lotes y poner en posesión de ellos a quienes quisieran vivir de la agricultura, contrayendo el compromiso de pagar sus parcelas cortas. No; Zapata entendió la promesa como un permiso para adueñarse por las armas de tantas haciendas viniera en gana a los revolucionarios y repartírselas en seguida como Dios les diera a entender, y por eso no quería deponer su actitud ni retirarse a la vida de paz.

Entre las fuerzas de la Revolución se distinguieron por su disciplina las levantadas en el Estado de Guerrero por el jefe don Ambrosio Figueroa, y las cuales, como no era posible utilizar en su totalidad para la formación de nuevos cuerpos rurales, iban siendo licenciadas paulatinamente. Pero cuando se vió que Zapata se declaraba en abierta rebelión y pensándose que con las fuerzas federales de que entonces se podía disponer, dadas sus numerosas atenciones, el Gobierno, no bastaría para batir al rebelde, se dispuso que el general revolucionario don Ambrosio Figueroa suspendiera el licenciamiento y esperara órdenes de la Secretaría de Gobernación.

Las fuerzas que se enviaran al Estado de Morelos con el propósito de prevenir los desmanes de los zapatistas estaban en espera de órdenes terminantes para comenzar una batida y reducir por la fuerza al temible cabecilla; pero el jefe de la Revolución, que creía tener una extraordinaria influencia sobre Zapata, se ofreció al Gobierno para conferenciar con el rebelde y obligado por la persuasión a deponer su actitud. Y como se tenía el antecedente de que otra ocasión en que se sospechó de la conducta de Zapata él voluntariamente había estado en la metrópoli para conferenciar con el señor Madero y sincerarse de los cargos que se le hacían, se creyó por el Gobierno que era prudente aceptar los ofrecimientos del Jefe de la Revolución. El señor Madero, después de cumplir su cometido, se mostró satisfecho porque el cabecilla pareció encontrarse en la mejor disposición del mundo para licenciar sus tropas. Ponía, sin embargo, una condición inddmisible para el decoro del Gobierno, y era que las tropas federales se retiraran del Estado.

Aquello no era más que una vulgar estratagema para ganar tiempo y preparar la lucha que intentaba; él no quería rendirse ni reconocer al Gobierno; lo que quería era consumar un despojo general y constituirse en árbitro y señor dé Morelos. La buena fe del señor Madero había sido sorprendida por el astuto Zapata; pero el Gobierno que ya tenía antecedentes de cómo cumplía sus promesas el cabecilla, se negó rotundamente a retirar las tropas y en lugar de eso dispuso que batieran con energía a los sublevados.

La persecución empezó en el acto. Los zapatistas eran acosados por dondequiera; sus hombres caían diezmados en cada ocasión que osaban hacer frente a las fuerzas del Gobierno, y pronto, merced a esa actitud enérgica; las hordas rebeldes se encontraban fugitivas y desmoralizadas, sin esperanza alguná de encontrar clemencia mientras no demandaran humildemente conmiseración. La sociedad honrada, todo el elemento sano de la República, aplaudió al señor Presidente De la Barra por aquella muestra de su justa severidad; los hacendados de Morelos, que tenían destruídas sus fincas y miraban la ruina de lo que meses antes fuera emporio de riquezas y bienestar (Efectivamente: riqueza y bienestar para los hacendados que paseaban su ociosidad por las avenidas metropolitanas o las capitales europeas; esclavitud para quienes trabajaban la tierra. Precisión del General Gildardo Magaña), hicieron presente al Gobierno su gratitud por el esfuerzo que hacía para proporcionarles garantías de paz y de orden, y los millares de víctimas de aquellas chusmas encabezadas por el implacable Emiliano Zapata entonaron un himno en loor de la iusticia que llegaba.

La justicia llegaba, sí; pero ¡ay! iba a luchar con un enemigo fuerte y difícil de reducir: antes que la pacificación viniera, las últimas ruinas de lo que fueran fábricas, talleres e ingenios, quedarían por tierra; la desolación iba a ser completa y pueblos grandes v chicos serían reducidos a cenizas y escombros.

Las medidas de represión enérgica adoptadas por el licenciado De la Barra, no fueron del agrado de todos. Hubo quien, entre los mismos altos personajes de la Revolución, las condenara y hasta quisiera dar plena razón a los rebeldes; los presentaron en la prensa y en la tribuna como reivindicadores de los derechos conculcados, como mártires de altos principios, como víctimas sacrificadas por el amor a la justicia. Zapata era bueno, Zapata era noble, Zapata era justo. Sus perseguidores eran malos y crueles. Nada importaban para ese criterio amoral las ruinas calcinadas de Morelos; nada los pacíficos ciudadanos asesinados; nada las vírgenes burladas. El fin justificaba los medios; y el fin era reivindicar derechos vulnerados. Más tarde, cuando el gobierno emanado de la Revolución se encargara de los destinos del país, y tuviera que afrontar la resolución del problema de Morelos, no solamente habrían de reconocer su error quienes condenaron como injusta la persecución de los zapatistas, sino que creyeron prudente hacer más duras las medidas de rigor. Eso quiere decir que el señor Presidente Interino estaba en lo justo; eso indicaba que obraba bien. La nación agradece la enérgica persecución de Zapata, y los que antes no comprendieron la necesidad de ella, llegados al poder la aplaudieron y secundaron. Es la mejor justificación de esas medidas extremas del Gobierno interino.


El zapatismo en acción

La República, ciertamente, había entrado en una era de paz. Sólo quedaban algunas gavillas de bandoleros que mantenían el desorden, y además Zapata en Morelos que seguía exigiendo la repartición de tierras, y Banderas en Sinaloa que continuaba sus correrías. Estos dos Estados eran los puntos negros del país.

Emiliano Zapata, el temible hombre que predicando la reivindicación de los derechos conculcados y ofreciendo repartir los terrenos de las haciendas de la comarca a quienes lo siguieran, había logrado sublevar a dos o tres mil jornaleros del Estado de Morelos, sí continuaba siendo un problema serio y de muy difícil solución.

Desde los primeros días del mes de agosto, dejó resueltamente la doblez que antes había empleado y alzó la bandera del crimen. Un último arreglo, que poco antes se tuvo, hizo que el Gobierno procediera a licenciar las fuerzas de Zapata: pero algunos de ellos no quisieron hacerlo y entonces se hizo necesario apelar al rigor. En vista de eso, los que ya habían entregado sus armas las recuperaron después de un acto de audacia que no se pudo evitar porque faltaban elementos, y, listos otra vez para ir a la revuelta, fueron en socorro de sus antiguos compañeros.

El cuartel general de los zapatistas se instaló en Yautepec, población donde las tribus indisciplinadas estaban cometiendo las más censurables tropelías, y con destino a ese lugar salieron fuerzas federales para reducirlas al orden y licenciarlas. No se contaba, empero, con la audacia indómita de los partidarios de Zapata. Apenas llegaba a las goteras de Yautepec la columna expedicionaria de la Federación, cuando sonaron los primeros disparos de la fusilería y a poco se trabó un combate reñido y sangriento que vino a ser el prólogo de la campaña que se principiaba. Desde entonces no pasó una semana sin que dejaran de registrarse encuentros entre zapatistas y fuerzas leales.

El general don Ambrosio Figueroa, el revolucionario de mayor prestigio y autoridad en el Sur de la República, y el único que pudo reunir durante la lucha armada un verdadero cuerpo de ejército, había recibido órdenes para suspender el licenciamiento de sus tropas y organizadas con el fin de que entraran al servicio del Gobierno con el carácter de fuerzas rurales. Figueroa hizo violentamente sus preparativos y al primer mandato movió sus hombres sobre el Estado de Morelos.

De otros lugares del país se hizo que concurrieran más elementos armados.

Documentadamente nos hemos ocupado de los sucesos de Morelos y, por tanto, no merece la pena que señalemos siquiera los errores en que incurre el señor Ponce de León; pero esto no excluye un breve comentario.

¡Qué poca penetración tuvieron los pequeño-burgueses frente a un problema social tan hondo como es el agrario! ¡Qué concepto tenían de la justicia! ¡Qué idea tan pobre de la Revolución!

La primera hubiera consistido en conservar los latifundios y la inicua explotación de millones de seres humanos, para que unos cuantos hicieran vida holgada, ociosa e inútil. La Revolución sólo podía haber aspirado a separar al viejo Dictador y colocar a otra persona que siguiese tolerando los mismos vicios, las mismas iniquidades, las mismas lacras.

No importa que los trabajadores perecieran de hambre y de fatiga; lo interesante era que los ricos no sufrieran una sola molestia.

Mantener a los zánganos latifundistas, he ahí el fin supremo de la vida campesina; permitir que la fauna parasitaria viviera a expensas del trabajador, he ahí la Justicia; derramar torrentes de sangre para que ninguna modificación económicosocial se hiciese en la estructura de la República, he ahí el objeto de la Revolución, según los pequeño-burgueses.

Índice de Emiliano Zapata y el agrarismo en México del General Gildardo MagañaTOMO II - Capítulo II - Resultados inmediatos de la política DelabarristaTOMO II - Capítulo IV - La ruptura con el gobierno de MaderoBiblioteca Virtual Antorcha