Índice de Emiliano Zapata y el agrarismo en México del General Gildardo MagañaTOMO II - Capítulo XI - Lo que dijeron un revolucionario y un periódico porfiristaTOMO II - Capítulo XIII (Primera parte) - El ideal agrario durante el gobierno del señor MaderoBiblioteca Virtual Antorcha

EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO

General Gildardo Magaña

TOMO II

CAPÍTULO XII

EL GENERAL FELIPE ÁNGELES EN LA CAMPAÑA DEL SUR


Nuevo gobernador y nuevo jefe militar

Percatándose el señor Madero de los efectos de dos grandes errores, como lo fueron la imposición del general Ambrosio Figueroa -a quien hizo sustituir en el Gobierno del Estado por el coronel Francisco Naranjo-, y el envío de Juvencio Robles para hacer la funesta campaña de exterminio, el 28 de julio, instalada la Legislatura de aquel Estado, designó como Gobernador Provisional al señor licenciado don Aniceto Villamar, a quien el segundo de los nombrados hizo entrega del puesto el 31 de dicho mes.

Ese mismo día fue retirado del mando militar el neroniano Juvencio Robles, y el 13 de agosto los bizarros alumnos del Colegio Militar despidieron en la estación de Buenavista a su director, general Felipe Angeles, quien nombrado en sustitución de Robles, arribó a Cuernavaca.

Partidario de las ideas nuevas, de amplio criterio, ecuánime, justiciero, el talentoso jefe militar iba a la campaña a cumplir con un deber, sin los prejuicios y sin la soberbia estulta de su antecesor. Bien pronto comprendió que la exacerbación de la guerra en la región suriana, se debía en gran parte a los abusos, a los atropellos, a los crímenes cometidos por las fuerzas federales, por lo que sus primeras disposiciones, fueron órdenes de arresto en contra de algunos oficiales, de los que varios fueron procesados por el robo de ganado y otros delitos del orden común, consumados al perseguir al enemigo.

Esta era la oficialidad subordinada a Juvencio Robles; militares que jamás se preocuparon ni de la campaña a ellos encomendada, ni de las tropas a su mando. La miserable carne de cañón siempre fatigada y hambrienta, sabía, imitando el ejemplo de sus superiores, asesinar, incendiar y robar.


La primera impresión del general Angeles

Veamos lo que el propio general Angeles escribió poco más tarde sobre su actuación en la campaña del Sur:

Apenado por haber sido enviado a dirigir la guerra del Sur en el vasto territorio de cinco Estados: México, Morelos, Puebla, Tlaxcala y Guerrero, sin que se me haya permitido unos cuantos días para enterarme del estado de la campaña, sacado violentamente de una ardua tarea de reorganización del Colegio Militar, iba yo en el tren de Cuernavaca escoltado por la tropa del coronel Jiménez Castro.

Avisadas las tropas de los destacamentos de que el nuevo jefe de la campaña iba en el tren, me esperaban formadas a lo largo de la vía. Los soldados parecían sin alientos, amarillos los rostros, sucios y desgarrados los uniformes.

¿En dónde están los cuarteles? pregunté. ¿Dónde duermen los soldados, dónde se protegen de las lluvias?

¡Pobres soldados, vivían a la intemperie en aquellas elevadas cimas de lluvias frecuentes. ¡Casi continuas todo el año! ¡No tener siquiera un pedacito de tierra seca donde echarse, a dormir!

Al llegar a Tres Marías nos encontramos con la novedad de que, en el destacamento, se había capturado a un espía zapatista. Ese acontecimiento está ligado con el acto más trascendental de mi vida. No puedo relatarlo por falta de espacio.

Los oficiales del destacamento estaban indignados, había que colgarlo inmediatamente; no cabía la menor duda de su culpabilidad y no era perdonable la menor vacilación. No hacía mucho tiempo que había ido al destacamento otro espía y una vacilación, una torpeza había hecho posible su evasión. Todos los soldados estaban ebrios, el espía había llevado la noticia al enemigo y los zapatistas llegaron de noche y acabaron con el destacamento.

Así estaban las cosas. La soldadesca ebria y amoral, aleccionada por Juvencio Robles, veía en cada indígena, en cada morador de la región suriana, a un terrible enemigo, a un hombre fuera de la ley, condenado por la sociedad integrada por los expoliadóres del pueblo, por los ricos hacendados, por los favorecidos de los gobernantes; obraban así, implacablemente, despiadadamente, sin importades sacrificar a un inocente, en ciega obediencia a una consigna cuya finalidad ignoraban.

Angeles, por el contrario, fue a Morelos, estudió minuciosa, serena, imparcialmente la situación; descubrió el mal que gangrenaba al Gobierno de Madero y habló claro, habló con sinceridad, con franqueza, con honradez, sin parar mientes en los denuestos que su actitud arrancó a la prensa reaccionaria que, desde entonces y antes de entonces, alentaba y servía a los que en 1913 fueron traidores; pero ni el señor Madero, de quien Angeles era ferviente partidario y leal amigo, supo comprenderlo, ni quiso dar oídos al pundonoroso y consciente general.


La injusticia convirtió en rebeldes a los morelenses

Pero sigamos al general Angeles, cuyo relato tiene el doble valor de su autoridad como jefe de la campaña en Morelos y como intelectual que juzga el asunto sin los prejuicios de los retardatarios de su época, impulsado por el noble anhelo de hacer el bien donde otros habían sembrado odios.

El noble y valiente teniente coronel Alvirez -dice el general Angeles- que primero había colaborado dócilmente en la política de exterminio del general Juvencio Robles, ahora colaboraba con igual docilidad en la política mía de amor y de reconstrucción.

Habíamos logrado juntar casi por completO a los ahora nómadas y que anteriormente formaban el pueblo de Huitzilac. Los habíamos ayudado a reconstruir sus casas y no sólo, sino que los habíamós hecho nuestros amigos y los habíamos armado. Un día supe que el destacámento federal al mando de Alvírez había salido de Huitzilac a algún servicio, fui a ver a Alvírez para invitarlo a una excursión a una laguna que existe en medio de la intrincada sierra de las hazañas de los zapatistas.

No podemos ir, mi general, me contestó, porque mi tropa ha salido a un servicio.

Pero el pueblo está armado y él puede escoltarnos, le repliqué.

Alvírez me miró con sorpresa y quízá con un obscuro pensamiento de desaprobación. Era un hombre bueno; pero estaba imbuído del prejuicio anti-indígena.

Hicimos una larga e interesantísima excursión y sentí la inmensa satisfacción de ver que mis amigos los pobres, los expoliados, los perseguidos, los indignos de confianza, me entendían, eran buenos y leales y se me acercaban y se me pegaban al corazón.

Había emprendido con Santa María idéntica labor a la ya insinuada acerca de Huitzilac; pero ahí no tenía un colaborador tan eficaz como Alvírez.

Cuando existía ese pueblo, patria del ex gobernador porfirista Alarcón, tenía una situación privilegiada y todos los encantos. Ahora era una ruina como de un pueblo anterior a la conquista. La iglesia era a la vez un cuartel y una caballeriza del ejército federal. Todo aquello era una terrible acta de acusaci6n coñtra el gobierno. ¿Para qué más explícito? Alguna vez lo diré todo si es preciso.

Sobre aquellas ruinas desoladas vibraba el clarín del destacamento de Cruz de Piedra, dominándolo todo en el encanto del delicioso valle de Morelos.

Yo, un descreído, me avergoncé de la obra del gobierno, y un, indio, me apesadumbré de imaginarme a los hermanos sin hogar, errantes como fieras en los bosques.

Y empecé la reconstrucción. Ya la iglesia no fue un cuartel y una caballeriza; la reparé de los cañonazos, la pinté, la decoré. Y así nuevecita y sola, parecía más triste y era una protesta más enérgica.

Los antiguos pobladores empezaron a cultivar sus pequeñas hortalizas y luego a construir sus jacales para vivir provisionalmente mientras construían sus casas. La cosa marchaba muy bien y muy aprisa cuando renació la vieja intriga que me puso en la pista de por qué se rebelaron Genovevo de la O y los otros habitantes de Santa María.

Yo estaba en mi oficina cuando se presentó un semisoldado federal. No vale la pena que explique la palabra compuesta semisoldado.

Allí están unos enviados de Genovevo que vienen a matar a usted, me dijo.

Me causó risa y curiosidad la noticia. ¿Pero, cómo sabes tú eso? le dije.

Muy bien, señor; porque los conozco, sé que están con Genovevo y le dijeron a doña Fulana, que les hizo un almuerzo, a qué venían.

Era aquello inverosímil, pero poco a poco me pareció posible.

Sí, señor -prosiguió el semisoldado-. La señora del almuerzo es también de Santa María y yo también. Y sacó de la bolsa una larga lista de los ex habitantes de Santa María. Vea usted, señor, éste está con Genovevo, éste también; éste ya murió en tal parte, de tal enfermedad; éste murió en tal combate, lo hirieron en el pecho; éste está en Tepoztlán, etc. -y luego cambiando de asunto-: Ya se convencieron de que a usted es muy fácil matarlo, porque sale solo por los campos y es muy confianzudo y vienen a matarlo a cuchillo; se lo dijeron a la señora que les hizo el almuerzo, y ahorita están sentados frente al Palacio de Cortés.

Todo esto dicho muy largo y muy confuso y muy despacio y muy tOrpemente.

Bien, le dije, toma esta orden y ve al cuartel para que te den una tropa y los aprehendas.

Al poco tiempo volvió y me dijo: Señor, ya se fueron.

Pues mira, le dije, otra vez no te dilates tanto para decir las cosas; conserva esa orden y cuando los vuelvas a ver, muy calladito y muy de prisa, vas por la tropa, los aprehendes y me los traes.

No habían transcurrido ocho días y ya estaban presos.

Muy ocupado estaba yo cuando me lo participaron y no pude desde luego estudiar el asunto. Cuando me desocupé, cansado y con el juicio torpe, pedí que me trajeran a los presos.

¡Cuál no sería mi sorpresa al ver que los presos eran los mismos a quienes estaba yo protegiendo y ayudando a reconstruir sus casas! Por cansancio cerebral me cupo un momento la duda de si sería fundado el cargo que se les hacía. Me hubiera bastado pensar que a ellos se les hubiera podido aprehender cualquier día y que el haber dejado transcurrir casi una semana había sido tontamente meditado.

¿Pero es posible que ustedes pretendan asesinarme?

¿Quién le dijo a usted eso?, me preguntaron al instante aquellos indios reservados, que a mí me hacían el honor de tenerme confianza.

Fulano de Tal, contesté.

¡Ah! se explica: ese es el hombre que nos ha hecho tantos males; éra de nuestro pueblo y le servía de espía al general Robles; por él mataron a muchos del pueblo.

Seguramente que aquéllos decían la verdad; ya estaba yo en la buena pista. Algunos días más tarde me telefoneó el jefe del destacamento de Cruz de Piedra, diciéndome que habían atacado el destacamento desde las ruinas del pueblo de Santa María, que él había bajado con su tropa, había aprehendido a los agresores y los tenía presos.

No haga usted nada con los presos, le dije; dentro de unos minutos estoy con usted. Y me fuí al galope.

¡Eran los mismos que me querían asesinar!

¿Pero dónde están las armas de estos señores?, pregunté al jefe del destacamento.

No las pudimos encontrar, respondió el oficial.

Y los indios confesaban que habían oído partir desde el pueblo los primeros tiros, pero que no vieron quiénes los dispararon.

En pocas palabras enteré al oficial, que tenía yo la seguridad de que aquellos indios no eran culpables y que estaba yo en vías de descubrir una interesante intriga.

Obedeció bien, pero leí en sus ojos la incredulidad.

Inmediatamente fuí a ver al señor Gobernador del Estado, ingeniero Patricio Leyva, mi amigo y condiscípulo. Lo enteré de todo lo sucedido y del afán que tenía yo por descubrir la intriga (Ya en el tiempo a que el General Ángeles se refiere, se habían hecho las elecciones en Morelos y en ellas resultó designado Gobernador Constitucional el ingeniero Patricio Leyva. Apreciación del General Gildardo Magaña).

Bien, me dijo, no la ha descubierto todavía porque no está usted enterado de los cosas del Estado. Desde hace mucho tiempo están en pleito el pueblo de Santa María y la hacienda de Temixco y el motivo es un terreno en discusión. En tiempo del Gobernador Alarcón le dieron el triunfo a la hacienda y desde entonces está muy disgustado todo el pueblo. La intriga fue muy sucia, como sucedía frecuentemente en tiempos de Díaz. Por la buena y con habilidad, hicieron que Santa María nombrara un delegado para entenderse con otro de Temixco. Compraron fácilmente al delegado del pueblo y éste decidió con el otro delegado que el terreno en litigio quedaría a favor de la hacienda y que ésta daría al pueblo $ 15,000.00. Se hicieron todos los documentos, se legalizó el convenio y se depositaron los quince mil pesos en el Banco a disposición del pueblo. Este se enojó y no admitió, protestó; pero la cosa estaba ya hecha y las autoridades la apoyaban. Esta situación se agravó porque una vez estando el pueblo necesitado de dinero, tomó tres mil pesos de los quince mil depositados. Cuando el Gobierno del señor Madero se estableció, los del pueblo revivieron el litigio y era muy probable que ahora las autoridades dieran la razón al pueblo. El camino que sus enemigos encontraron fácil, fue el de presentar al pueblo como rebelde indómito al que es preciso exterminar y lo consiguieron en efecto, como usted sabe. Y ahora quieren probablemente que usted desista de su empeño en reconstruir el pueblo - terminó diciendo el ingeniero Leyva.


La sed de ascensos

Voy a ser lo más benévolo posible con el señor general Juvencio Robles -continúa el general Angeles- y a emplear las palabras más suaves. Voy a suponer que no haya sido cómplice en la intriga de exterminar al pueblo; voy a suponer que haya estado en mi caso; pero que él no tuvo ni la actividad mental ni física necesarias; o que su amistad con los próceres del Partido científico lo predispusieron en contra de los indios y a favor de los expoliadores. Y en esa actitud voy a hacer una evocación de los acontecimientos que produjeron la rebelión de los pacíficos y trabajadores habitantes de Santa María.

La mano de la intriga se mueve en las sombras misteriosas. Las delaciones hábiles traen consigo los colgamientos de los habitantes más connotados del pueblo de Santa María. El malestar y disgusto crecen primero tímida y ocultamente y después cada vez más ostensibles. Algunos, los menos sufridos, abandonan el pueblo y se incorporan a Zapata, los más sufren y almacenan odio. Luego, la conspiración y las expresiones de disgusto se tornan poco a poco en desafíos, hasta que finalmente viene la amenaza del general Robles: Si el pueblo no se somete, irá la tropa a someterlo; y el pueblo contesta: que venga y la recibimos a balazos. Y así fue, y se dió la batalla de Santa María, que tuvo en la capital la resonancia de un acontecimiento que hace época. El insigne artillero Guillermo Rubio Navarrete se cubrió de gloria; casi todos los oficiales fueron ascendidos y hasta un ayudante del Presidente de la República, Justiniano Gómez, que fue a presenciar la batalla, tuvo que ser ascendido, en realidad para ganar su testimonio de tan distinguido hecho de armas y oficialmente por haber tomado una activa participación en la batalla.

¿Y qué es lo que en verdad había pasado?

Que con unas cuantas armas los habitantes de Santa María habían cumplido su palabra de recibir a balazos a las tropas del Gobierno; que esos habitantes se batieron heroicamente y que, mucho tiempo después de que los defensores del pueblo fueron desalojados, entraron las tropas del Gobierno y mataron muchos inocentes, entre otros, a alguno o algunos de los miembros de la familia de Genovevo de la O, y que éste desde entonces se levantó en armas y se transformó de carbonero en enemigo de la injusticia y de tan inicuos colaboradores de un Gobierno bien intencionado, pero pésimamente servido.

Y ahora Genovevo, de víctima de la estulticia o parcialidad de un general, de víctima de la codicia por un terreno, de víctima de la sed de ascensos de los oficiales, se había convertido en colaborador de los enemigos del Gobierno.

Después, así como la prensa elogiaba a Robles, Blanquet y Huerta, por ser enemigos del Gobierno, así se abultaba la actividad de Genovevo para hacer creer que a pasos agigantados se derrumbaba el Gobierno del señor Madero.

Hasta aquí lo escrito por el Jefe de la Campaña del Sur en aquella época.

Nada más exacto y más real que ese sencillo, a la vez que elocuente relato. Lo mismo que había sucedido al pueblo de Santa María, al que el general Angeles concretó su estudio, habían sufrido los demás pueblos de Morelos y de muchos otros Estados de la República: la codicia del hacendado influyente, la intriga para aumentar su propiedad con la tierra quitada en mala lid al pueblo colindante de la hacienda. Cuando el Gobierno del señor Madero se estableció como una promesa de justicia y como una bella esperanza para los humildes, lejos de realizarse la esperanza se quisieron acallar con balas fratricidas las demandas de los que sentían la falta de la tierra. A ese modo de resolver un problema social, correspondió la actirud viril y digna de las víctimas que, cansadas de serlo, optarían por tomar la única actitud debida frente a los representantes de un Gobierno, todo lo bien intencionado que se quiera, pero pésimamente servido, como tan atinadamente lo dijo el general Angeles.

Lo mismo que aconteció en Santa María sucedió en Durango, hasta que con Calixto a la cabeza, levantó el pendón de las reivindicaciones agrarias.


EL VANDALISMO DE LOS FEDERALES EXHIBIDO POR EL GENERAL ANGELES

El ingeniero Leyva en el Gobierno de Morelos

El 1° de diciembre de ese año, el señor licenciado Aniceto Villamar hizo entrega del Ejecutivo de Morelos al ingeniero Patricio Leyva, quien declaró, con respecto a la cuestión agraria que:

La reconstrucción de ejidos encierra tOdo el problema que actualmente agita a esta rica región. No es verdad, como se ha dicho, que los zapatistas pretendan la repartición de terrenos; su deseo, y creo que tienen derecho a exigirlo, es la reconstitución de los ejidos, que se les devuelvan las pequeñas propiedades que les fueron decomisadas. En este punto esencial para la pacificación de Morelos, fijaré muy especialmente mi atención. No creo que se resuelva el conflicto fraccionando grandes extensiones de terrenos y dándoles su posesión a los ciudadanos que hoy empuñan el rifle, pues ya en una ocasión he refutado esa tesis. Deben devolverse las propiedades que antes poseían los zapatistas, lo que hará volver a las labores agrícolas a muchos que hoy tienen el carácter de revolucionarios. Para concluir debo manifestar, que en Morelos no existe un zapatismo que se deba llamar bandidaje; gran parte de los bandoleros toman el nombre de Zapata como bandera y a merced de esto roban y asesinan.

A la toma de posesión concurrió el general Angeles y después del acto, al felicitar a su antiguo condiscípulo, pronunció breve discurso en el que emitió estas ideas:

Después de cada revolución y por poco que se turbe el equilibrio social, nace en este Estado el bandolerismo; en mi conceptO son dos las causas de este repetido fenómeno: el odio comprimido en siglos del pobre para la gente acomodada y el retraso de la civilización de ese pobre; el odio puede extinguirse lentamente con un tratamientO cariñoso y una justicia verdadera y el retraso puede hacerse desaparecer en las bancas de las escuelas.

Asesinar a los inocentes e incendiar las moradas de los pobres, son procedimientos que nunca aceptaré, sólo eficaces para avivar la hoguera de la revolución; la justicia sin compasión para el criminal y bondadosa para el pacífico honrado, es la única arma de los fuertes.

Y tal como pensaban Angeles y Leyva, comenzaron a desarrollar sus actividades enmarcadas en una política que contrastó con la de sus antecesorés. Pero, eran los únicos que se embarcaban con bandera blanca en aquel mar de pasiones y de odios, y fracasaron.


Obligada excursión al Estado de Morelos

Por aquellos días estaba en su apogeo la labor que en contra de la Revolución y de sus hombres desarrollaba en México, principalmente, la prensa conservadora.

Se llamaba a cada instante bandidos feroces, contumaces asesinos, hombres primitivos de instintos salvajes, a los revolucionarios, no solamente a los levantados en armas contra el Gobierno del señor Madero, sino a los que no pensaban como la reacción, dentro del mismo Gobierno.

En cambio, esa misma prensa tenía a diario en sus columnas el elogio ampuloso para los federaÍes: heroicos y esforzados defensores del honor nacional, inmaculados, víctimas del caos surgido con el movimiento revolucionario, etcétera.

Aunque muchos de los jefes federales cometieron inauditos crímenes, incalculables abusos que avergonzarían al más humilde juan celoso de sus deberes, no había para ellos una palabra de reproche.

Sigamos los apuntes del general Angeles para tener una idea de los desmanes de la soldadesca federal, azuzada por sus elogiados jefes.

Dice el general Angeles:

La campaña de esta prensa fue tan activa, que al señor Presidente le pareció de efecto político que hiciera yo una excursión aparatosa al Estado de México, que quemara el cuartel general de Genovevo de la O y que me hiciera acompañar del batallón de Blanquet, que ahora estaba encargado de las tropas en ese Estado, para que la prensa de oposición hiciera ruido a la excursión.

Le ordené a Blanquet que estuviera el 29° batallón cierto día en Malinalco, un hermoso pueblecito del Estado de México. Y estuvo allí, en efecto, juntamente con los carabineros de Coahuila. Afortunadamente para el pueblo (como se comprenderá después'), llegaron pocos minutos más tarde que las tropas de Morelos.

Se decía que ese pueblo era muy frecuentado por Genovevo. De la exactitud de esto adquirí la convicción por un acontecimiento que es pertinente referir.

Un rico señor de Malinalco, nos invitó a comer. Al tomar la copa de aperitivo, el teniente coronel Jiménez Riveroll, que era en realidad el que mandaba todas las expediciones del 29°, se empeñaba en aprehender a una señora que vivía en Malinalco. Al principio sólo me daba por razón (que seguramente era suficiente para su jefe Blanquet), que la señora era querida de Genovevo; pero como yo me reí de la razón, tuvo que suspender su empeño. A los postres volvió a insistir con nuevas razones, que apoyaba con el testimonio del anfitrión. Era una inmoralidad su presencia en la población, un motivo de disgusto para toda ella y una amenaza porque atraía frecuentemente a Genovevo y la sociedad deseaba su alejamiento.

Desde luego pensé que los nuevos motivos expuestos eran una invención del teniente coronel Riveroll, a quien apoyaba el dueño de la casa quizá por cortesía; pero yo seguía la conducta invariable en la tendencia de discutir sin chocar brutalmente con mis subalternos, a no ser que el caso imperiosamente lo exigiera. Así es que accedí a la petición de Riveroll, permitiendo que condujera a Toluca a la señora en cuestión. Mis enemigos verán en eso una falta imperdonable, porque exigen del contrario una conducta idealmente perfecta y toleran en el amigo las atrocidades más grandes.

Tengo la costumbre de visitar las iglesias en cada pueblo que no conozco bien, para observar el terreno desde las torres y tener la primera idea acerca de su configuración para establecer el servicio de seguridad. Acompañado de mi condiscípulo del Colegio Militar, el ingeniero Rafael Izquierdo (ahora bajo el mando de Riveroll), nos sentamos a platicar sobre las bóvedas de una iglesia muy interesante, situada en uno de los barrios de Malinalco. Por la conversación de Izquierdo sentía yo que un obtsáculo inmaterial nos separaba; tenía algo secreto que no podía decir, y sin embargo, el recuerdo de los días pasados juntos en Chapultepec lo impulsaba hacia mí. Si usted supiera, me decía, la conspiración que hay y quiénes son los comprometidos en ella, se asombraría usted.

No puedo ser más explícito en esto porque requeriría muchas páginas y no quiero tampoco hacer conclusiones sin el desarrollo cabal de mi pensamiento porque atraería ataques de mis enemigos, aun de los menos intransigentes; pero sí diré que después de la decena trágica entendí todo lo que Izquierdo no me pudo decir y algo, de ese todo, es lo siguiente: que Blanquet y los jefes del 29° batallón estaban, desde esa fecha, en conspiración contra el Gobierno del señor Madero.

Salimos al día siguiente para Ocuila, Riveroll con las tropas del Estado de México directamente y yo con las del Estado de Morelos, rodeando por Chalma. En Malinalco nos informaron que con seguridad encontraríamos a los zapatistas en Ocuila y tratamos de caerles de frente y por la espalda.

El camino que yo seguí es maravilloso. Los católicos podrían aprovechar muy bien el encanto de aquel camino cubierto de hermosos árboles y encajonado entre majestuosas montañas en prestigio del Señor de Chalma. Los creyentes infaliblemente sienten ahí la presencia de Dios.

Los pobres habitantes de aquellas regiones huían de nuestra vecindad y desde la cumbre de las montañas presenciaban el, desfile de las tropas.

Las soldaderas, al ver las siluetas de aquellas gentes proyectadas en el cielo, me pedían que las tropas tiraran sobre aquellos zapatistas suponiendo que cada uno de esos hombres o mujeres o niños eran un enemigo con una carabina, y al rehusarme, comentaban: ¡Ah qué mi general tan bueno, que no quiere que maten a los zapatistas!

Aquellas heroicas mujeres no sospechaban que esas gentes eran los habitantes de los pueblos que huían de nuestra vecindad por los infames atropellos de que habían sido víctimas; no comprendían que con ellas tenían causa común, y también pedían su exterminio. Pensaban lo mismo que Jiménez Castro, que se gloriaba de haber colgado de cada árbol de Morelos a un habitante del Estado; pero también, como en Jiménez Castro, trabajaba en ellas lentamente la nueva idea. Jiménez Castro, que había sido el más enérgico opositor de mi política, la imitó en tiempos de Huerta, cuando éste lo hizo Gobernador del Estado.

Desgraciadamente llegué a Ocuila después de Riveroll, que había inventado ya una batalla contra los habitantes del pueblo y colgado a algunos infelices.

Al llegar, pregunté a todos los que creí conveniente, del pueblo y de las tropas mismas: todas las informaciones eran concordantes.

La información de una linda muchacha de veinte años, una de la sección de prostitutas de Toluca que traían los oficiales de Riveroll, fue la más pintoresca.

De pie la muchacha, contaba accionando con todo su gracioso cuerpo, a la vez delgado, redondo y fuerte. Extendiendo los flexibles brazos, simulaba el arco de las tropas llegando en torno del pueblo. El fuego era nutrido, los habitantes asomaban la cara en las puertas y luego se escondían, tal vez se tiraban al suelo o se metían debajo de las camas; algunos salían despavoridos por las calles. Un infeliz salió con una pistola antiquísima en las manos, una pistola descompuesta; era probablemente un desequilibrado que al ser rodeado por los soldados exclamó tirando la pistola y levantando las manos: Estoy dado. ¿Sí, eh? Pues te vamos a colgar, le dijo alguno de los oficiales.

Se puso el pobre hombre muy descolorido, continuaba la muchacha, y dijo: ¡Oh mundo engañador! y le pusieron el lazo y lo izaron y estiró los pies y agachó la cabeza y sacó la lengua, una lengua muy larga.

Imitando la muchacha, sacaba también la lengua delgada y roja, agachaba la cabeza y se le llenaban de espanto los grandes ojos negros.

Yo pensaba: ¡Y esto pasa cerca de mí, casi en mi presencia!


Conducta de los defensores del orden

Acababa yo de visitar la iglesia que dominaba admirable y artísticamente aquel simpático pueblo de indios y de platicar con el curita y recorría yo los lugares en donde estaban acantonadas las tropas, cuando en la guardia del 29° batallón me encontré a una señora ya de edad, gruesa, con la dentadura imperfecta y hermosos colores en la cara, que estaba llorando abundante y silenciosamente.

- ¿Qué le pasa a la señora?, pregunté al oficial de guardia.

- No sé, mi general, contestó.

- ¿Qué le pasa a usted, señora?, le pregunté.

- Nada, respondió enfadada.

- ¿Quién es esta señora?, volví a preguntar al oficial de guardia.

- Es la querida de Genovevo de ia O.

- Bien, le dije al oficial, voy a buscar algo qué comer y como dentro de una hora estaré ahí, en esa casa que es en donde me alojo, mándeme usted entonces a esa señora.

Quería yo hablar a solas con ella para saber qué le pasaba.

- ¡Cómo no he de llorar!, me dijo, si lo que no me ha pasado con los zapatistas me pasó con las tropas de usted.

Cuando se convenció de que yo no había tomado participación en su desgracia me contestó, ya de buen modo, lo que le apenaba.

- Sí, es cierto, Genovevo tiene relaciones conmigo: ¿por qué no? Yo no pierdo nada; pero no me ha impulsado el amor sino el deber de defender (aunque sea con mis faltas) el honor de mis hermanitas. Y mi amistad con Genovevo protegió la virginidad de mis hermanas. Pero contra la perfidia de los oficiales de usted no he podido luchar. Fueron a mi casa y me dijeron que si yo no aceptaba estar con uno de ellos, me traerían presa; pero que si aceptaba me darían un salvoconducto y acepté y me encerré en un cuarto con un oficial y mientras, los demás violaron a mis hermanitas. Usted comprenderá ahora mi pena.

Siento mucho no seguir el curso de este asunto; esto basta para vergüenza nuestra. La exposición completa nos llevaría más adentro del infierno en que vivimos.


En el campamento del general De la O

Me informé de la situación geográfica de la ranchería, cuyo nombre he olvidado y que según supe servía de cuartel general a Genovevo; el camino desde Ocuila hasta ese cuartel general es descubierto, pasa por terrenos casi planos y el cuartel general estaba en la hondonada de un vallecito, situado un poco antes de Santiago Tianguistengo, en la boca de la sierra que termina en Huitzilac.

Di la orden de marcha, la caballería de los carabineros de Coahuila irían adelante, como caballería independiente (según decimos técnicamente) y dos compañías de las tropas de Morelos irían de vanguardia y el resto formaría el grueso, en donde, a la cola, iría el 29° batallón de Riveroll para que no pudiera volver a inventar batallas.

Cerca ya del cuartel general de Genovevo, yendo yo a la cabeza del grueso, vi que algunos carabineros de Coahuila corrían por nuestro flanco y se me figuró que iban en dirección del enemigo. Eso me deSagradó, creí que el enemigo caía sobre nuestro flanco y pensé desde luego detener las tropas para maniobrar a ese flanco; pero pronto me convencí que estaba yo equivocado; los carabineros de Coahuila no galopaban hacia el enemigo, sino hacia unos caballos que pacían en el potrero y que se querían robar.

Jiménez Riveroll me envió un oficial para solicitar que lo pasara yo a la cabeza y para advertirme que nos iban a sorprender y derrotar. Le contesté yo que no tuviera cuidado, que ya sabía yo que su batallón era muy bueno; pero que recordara que las buenas tropas, como la guardia de Napoleón, se reservaba para lo último, para el evenement, como decía ese gran capitán.

Al llegar finalmente a nuestro objetivo, los carabineros de Osuna dispararon algunos tiros, quizá sobre rezagados del campamento de Genovevo. La vanguardia, formada por tropas de Morelos, que ya fraternizaban conmigo y tenían el mismo espíritu que yo, entraron desplegadas; pero sin disparar un solo tiro. El grueso de las tropas entró en columna de viaje, al paso redoblado.

Se conoce que Riveroll no tragó los elogios que hice a su batallón, por conducto del oficial que me envió, porque estaba atufado y no se me acercó en todo el día.

En aquella ranchería, sin un solo habitante, cada casita tenía un cuarto habitación, una cocinita y una pequeña caballeriza. Parecía un campamento muy bien organizado. ¿Lo sería realmente?

En la noche, acurrucado de frío en mi catrecito de campaña, tenía yo los ojos muy abiertos en la obscuridad.

Los tiros de los centinelas del servicio de seguridad, se centuplicaban por el eco de las montañas y semejaban el sonido que produjera al ser rasgada una pieza larguísima de manta, de esa manta trigueña con que se hacen sus vestidos nuestros indios.

¡Nunca me habían producido más placer los tiros!

Sí, pensaba yo, que tiren, que tiren los soldados; aqui nadie los oye, aquí no sucede lo que en Cuernavaca; allá un tiro que se le sale a un soldado es transformado por los reporteros en una batalla que nos dan y nos ganan los zapatistas; aquí no los oye ningún repórter, aquí pueden tirar los soldados. El eco era muy largo y parecía continuo, seguramente no era sólo producido por los flancos de las estribaciones de los cerros, sino también por los troncos de los árboles, por las ramas y las hojas, y me dormí pensando en el maravilloso libro de Helholts Las sensaciones del tono, la primera base científica de la música.

Al día siguiente formamos la tropa y le hice saber a Jiménez Riveroll que daba yo por concluída la expedición y que él debería marchar a Toluca con las tropas que había traído. Nosotros regresaríamos a Cuernavaca por Santiago Tianguistengo, Jalatlaco y Tres Marías. Además, le ordené que mandara quemar el campamento. Sus ojos brillaron de alegría, como diciendo: ¡Vaya, hombre, hasta que empieza usted a ser sensato!

¡Qué espectáculo más salvaje el del incendio de un poblado! Se me figuraba ver al Presidente con sus ojos bondadosos y estuve seguro de que si hubiera estado allí, me habría ordenado: Mande usted que apaguen ese fuego; que lo apaguen a toda costa.

¡Qué final de excursión más desagradable!


Morbosa manía del incendio

Desde Santiago Tianguistengo, el camino asciende casi en línea recta, asciende alto, muy alto. Y desde la cumbre se ve el hermosísimo valle de Toluca, con la ciudad y los pueblos diluídos en la diafanidad del delgado aire a la gran altura sobre el nivel del mar de aquel valle y de aquella cumbre.

Es indecible la impresión de desagrado que experimenté al ver desde la cumbre el pavoroso aspecto con que se me apareció el valle aquella vez. Riveroll había ido quemando a su paso las cosechas hacinadas a la orilla del camino y aparecía éste delineado, desde Santiago Tianguistengo hasta Toluca, con hogueras neronianas.

Lo peor del caso era que Riveroll podía decir que yo le había dado el ejemplo, quemando el campamento de Genovevo.

¡Qué elocuente relato! ¡Qué preciosos detalles los que contiene! ¡Qué colorido y qué verdades encierran las líneas que acabamos de copiar! ¡Qué fiel narración de lo presenciado y qué exacta descripción de los cuadros de horror de aquella época!

Ahora sí podemos localizar la gangrena social de que hablaron los periódicos de aquellos días al referirse a la Revolución. Estaba allí, donde la señaló el índice inflexible del general Felipe Angeles, y no en las filas de los revolucionarios que anhelaban justicia, que pedían libertad, que reclamaban un pedazo de tierra.

El salvajismo de que se acusaba a los rebeldes estaba en las fuerzas federales, porque sus jefes -salvo honrosas excepciones- las habían desviado del deber, haciendo de sus excursiones verdaderas orgías de sangre, de incendio y de perversidad; porque sus jefes y oficiales -con algunas excepciones hechas- se habían convertido en traficantes de los dolores del pueblo y a costa de ellos iban agregando entorchados a sus uniformes.

En esas tropas, capitaneadas por individuos con almas de sombra y sedientas de ascensos, estaban los verdaderos enemigos del Gobierno y de la sociedad.

Las llagas que con mano durísima exhibió el general Angeles, fueron juntándose, juntándose hasta hacerse una sola que se llamó la traición de febrero de 1913.


Reflexiones del general Angeles

¿Tiene derecho -continúa diciendo el general Angeles-, tiene derecho la sociedad que ampara los despojos de los privilegiados contra los pueblos y los desheredados; tiene derecho la sociedad que permite el asesinato ejecutado por los jefes militares en las personas de los humildes indios, víctimas de bajas y viles intrigas; tiene derecho la sociedad que tolera la explotación de la guerra que hacen los oficiales para progresar en su profesión a costa de la vida de las familias de esos pueblos; tiene derecho la sociedad que no ve con horror el incendio de las poblaciones, la conversión de los templos en cuarteles y caballerizas, que ve impasible que los indios sean expulsados de sus hogares y anden errantes por los bosques como fieras; tiene derecho esa sociedad a reprochar a los zapatistas que hagan una guerra sin cuartel a sus verdugos y que caigan a medianoche sobre un campamento de soldados ahogados por el alcohol y los sacrifiquen?

No tiene derecho la sociedad.

Es justificada la actitud de los zapatistas.

Las aspiraciones verdaderas de esos heroicos descendientes de Guerrero el insurgente, no son las de sus manifiestos ppr otros escritos. Sus aspiraciones son más altas y más justas: desean que el vergel de Morelos no sea para ellos el infierno, exigen que se les deje gozar el paraíso con que les brinda su encantadora Patria.

El culpable de que la anarquía se perpetúe, es el hombre de Estado que tiene helado el corazón y no entiende de amor. Ellos, que exigen justicia, quieren una mano. verdaderamente amiga y saben responder a ella con nobleza.

Debemos los mexicanos estar orgullosos de esos valientes y altivos indios y anhelar ardientemente la aparición de un Zorrilla de San Martín que cante sus epopeyas.

Así termina diciendo el general Angeles.

Desgraciadamente los luchadores surianos fueron incomprendidos, desoídos y combatidos, cada vez con más crueldad. La guerra justificada -con esa justificación que le reconoció el amplísimo criterio y el alma abierta del general Angeles- se prolongó por luengos años en los que se luchó desesperadamente por una causa noble, de cuyo fondo sacaron los defensores toda su tenacidad, toda su fe, tóda su firmeza.


LA SINCERIDAD DEL GENERAL ANGELES

Las operaciones militares

En el último bimestre de ese año las fuerzas zapatistas desplegaron inusitada actividad, atacando en toda la región que dominaban a los destacamentos federales, o defendiendo valientemente sus posiciones.

Fueron varios los combates de significación relativa, entre los que podemos citar el de Juchitepec, del Estado de México, el 20 de noviembre; el triunfo correspondió al rebelde Felipe Neri, quien se apoderó de la plaza; el de Villa de Ayala, sostenido el mismo dla y en el cual el general Zapata y Camilo Duarte rechazaron a las tropas de la guarnición de Cuautla; otro combate se efectuó en Temaxcaltepec, del Estado de México, que se prolongó por dos días durante los cuales los soldados de Pacheco, Ruiz Meza y Sámano, desplegaron toda su energía y tuvieron actos de verdadero valor. Para no enumerar otras muchas acciones, nos referiremos a tres de ellas porque ocuparon la atención pública y por el bombo que la premia metropolitana hizo a las tropas federales que, en las tres acciones sufrieron la derrota.

Dos de ellas se efectuaron contra las fuerzas del general Genovevo de la O y he aquí cómo las describe el general Angeles:

Mientras estuve encargado de la campaña del Sur, Genovevo fue el zapatista más activo. Tuvimos con él dos combates: uno en la hacienda de Miacatlán y el otro en el cerro de La Trinchera que voy a relatar.

La víspera del combate en la hacienda, un señor me informó que tenía noticia de que Genovevo preparaba el ataque para el día siguiente.

Llovía torrencialmente la tarde de esa víspera y me apenaba dar a los destacamentos circunvecinos al objetivo del enemigo, la orden de reconcentración. Vacilaba yo en darla porque hacía tiempo que había yo cambiado radicalmente la política de mi antecesor, el general Robles, y tenía, por ello, descontentos a mis oficiales. Si el ataque del enemigo no se verificaba, los oficiales no me perdonarían ¡que hiciera mover las tropas bajo la lluvia torrenda! Ordené finalmente que el movimiento de tropas se verificara en la noche a diversas horas, según la lejanía de cada destacamento. Al día siguiente, muy temprano, el empuje del capitán Galavís, que murió en el combate, casi derrotó al enemigo, acabado de destrozar por el regimiento de Triana.

Galavís y Reyes, un valiente revolucionario de Gómez Palacio, fueron los héroes de la jornada. Yo me empeñé en acreditar al coronel de Estado Mayor Alberto Bátiz, que mandé en un tren y con tropas numerosas, dándole el mando supremo; pero él evadió el combate yéndose cerca de Jojutla y resistiéndose después a hacer una .persecución a fondo, como se lo ordené repetidas veces.

Aclaremos que este combate tuvo verificativo el 16 de septiembre. Miacatlán estaba guarnecido por tropas del 32° batallón a las órdenes del capitán Félix Galavís y rurales del 44° cuerpo que comandaba Martín Triana. Esas fuerzas, en los primeros momentos del combate, fueron derrotadas por las atacantes del general Genovevo de la O, las que a su vez tuvieron que abandonar los puntos capturados al llegar en auxilio de sus compañeros el jefe Félix Villegas, con el 51° cuerpo rural.


El combate de La Trinchera

Debemos decir que el general Angeles estaba siendo objeto de ataques en los periódicos de México, por cualquier motivo. El general Angeles era uno de los poquísimos federales adictos al Presidente Madero y, además, no siguió, como hemos visto, la política de exterminio en la campaña.

La actividad del general De la O, dió lugar a que algunos periódicos atribuyeran a la participación de Blanquet en las operaciones de Morelos tales proporciones; que obligaron al general Angeles a enviar a uno de esos periódicos las siguientes declaraciones relacionadas con el combate de La Trinchera:

He sabido que los periódicos de México han publicado noticias alarmantes respecto al Estado de Morelos, hasta el grado de poner en duda si Cuernavaca había sido tomada o no por los bandoleros y creo conveniente relatar lo que ha pasado: El 31 de octubre avisaron algunas mujeres al destacamento de Cruz de Piedra, que habían sido robadas cerca de La Trinchera. Ese jefe envió treinta soldados al lugar del robo, los cuales fueron tiroteados por los bandoleros apostados en el cerro de La Trinchera, haciéndoles un muerto y tres heridos. Al día siguiente, en la mañana, mandé hacer en el mismo lugar un reconocimiento y fuí informado de que los bandoleros habían abandonado esa posición; pero el jefe del destacamento de Huitzilac me participó que allí estaban y que eran muy numerosos.

Por esta contradicción quise cerciorarme y a guisa de paseo, salí, recogí en el camino cincuenta y tres soldados y resultó que, efectivamente, allí estaban; eran numerosos y nos hicieron dos muertos y dos heridos. Al día siguiente, dos de noviembre, quise saber si los bandoleros dormían en su posición o lo hacían en los pueblos cercanos de Chamilpa, Ocotepec y Ahuatepec y envié un reconocimiento de ciento cincuenta soldados que se interpusieron entre esos pueblos y la posición anterior antes de que amaneciera.

Resultó que dormían en su posición de La Trinchera y proyecté una maniobra para desalojarlos de esa posición que es muy fuerte y muy importante; pero para ejecutarla, necesitaba un batallón y una batería que operaran en Huitzilac, en combinación con las tropas de Cuernavaca.

Estaba el señor general Blanquet en víás de salir para el Norte con su batallón y una sección de artillería, cuando hice al señor Secretario de la Guerra la petición de un batallón y una batería y tuvo a bien enviarme esas tropas más una sección de artillería. Llegó el señor general Blanquet a Huitzilac el día seis por la mañana; inmediatamente hicimos la maniobra proyectada, algo interesante desde el punto de vista técnico; pero casi sin mérito porque se hacía contra ignorantes e indisciplinados bandoleros.

Felipe Ángeles.


Cómo fue ese combate

Fracciones de los batallones 8° y 34° que mandaban respectivamente los capitanes Rodríguez, Gumersindo Ortega y teniente coronel Luis G. Cartón; el 29° batallón de Blanquet que contaba con ochocientas plazas y una batería; el 19° irregular que era a las órdenes del jefe Zuazua y fracciones del 1° y 11° regimientos, amén de una sección de ametralladoras y la batería que acompañó a las tropas de Angeles, tomaron participación activa en el combate de La Trinchera, que más tarde sinceramente describió el general Angeles en la siguiente forma:

El combate de La Trinchera fue el más honorífico para Genovevo, porque en él no tuvieron real éxito las tropas del Gobierno.

La Trinchera es un cerro que está entre Santa María y Huizilac; ese cerro domina, en casi toda su extensión, el camino entre los dos pueblos mencionados y está separado del camino por el hondo y pedregoso lecho de un arroyo.

Así pues, para atacar La Trinchera desde el camino por un combate de frente, se necesita una superioridad numérica muy grande. Detrás de La Trinchera hay una escabrosísima serranía que termina en una ranchería que era el cuartel general de Genovevo, cerca de Santiago Tianguistengo, del Estado de México.

Quiero relatar este combate con más detalles que el anterior, porque la importancia que le dimos y la fuerza que desplegamos hace honor a Genovevo.

Un día había salido a pie de Cuernavaca a México el capitán Gonzalitos y a poco recibí la noticia de que los zapatistas -en la mañana de ese mismo día- habían matado a un muchachito vendedor de periódicos en el camino, frente a La Trinchera. Creímos que también a Gonzalitos lo habían matado; pero a poco, por teléfono supimos que, internándose al bosque, había escapado y que, sin novedad, Gonzalitos proseguía su camino hacia México.

Un día después supimos que, en el mismo lugar del camino, frence a La Trinchera, los zapatistas habían detenido y robado a una soldadera. Mandé al destacamento de Cruz de Piedra, que era el más inmediato (estaría como a tres kilómetros de La Trinchera) para que despejara el camino y persiguiera a los zapatistas y me informó el jefe del destacamento que había derrotado al enemigo; pero por lo que supe después, eso era falso, pues sólo se había titoteado el destacamento con el enemigo y en seguida retirado a Cruz de Piedra.

Por el jefe del destacamento de Huitzilac fuí informado de la falsedad del parte del de Cruz de Piedra y por ello mandé en seguida al capitán Osorno, que se había distinguido con frecuencia en persecuciones al enemigo, para que con una compañía lo batiera y arrojara de La Trinchera. Osorno dió parte de que había desalojado al enemigo.

Un día después volvió a informarme el jefe de Huitzilac, coronel Viruegas, de que los zapatistas continuaban en su puesto y de que eran muy numerosos.

Me resistí a creer que un oficial tan valiente y caballeroso como Osorno diera un parte talso; pero me indujo fuertemente a cerciorarme de la veracidad de la información de Viruegas, el hecho de que Gonzalitos debía regresar a pie de México, la tarde de ese mismo día. Así es que, después de comer, pensé en ir a hacer personalmente un reconocimiento con sólo los oficiales de mi Estado Mayor. Ya en camino, reflexioné que si acaso nos atacaban los zapatistas y mataban a alguno de mis oficiales, la prensa de México recibiría la noticia con inmensa alegría y gritaría a voz en cuello mi impericia y mi tonto espíritu de aventura y decidí escoltarme con tropas del destacamento de Buenavista (fábrica inmediata a Cuernavaca); pero las tropas de ese destacamento habían salido a algún servicio y sólo pudieron darme trece soldados. Eso era peor que nada, porque sin soldados de infantería podríamos muy fácilmente escapar del enemigo en caso de encontrarlo numeroso, mientras que con una pequeña escolta de infántería no podíamos escapar. A esos trece soldados agregué cuarenta que encontré en Cruz de Piedra: total, cincuenta y tres soldados.

Una casualidad nos salvó de haber sido derrotados.

Consistió la casualidad en detener a mis soldados para simular una maniobra por vía de ejercicio, en un lugar que, sin saberlo yo, estaba oculto de la vista del enemigo. Seguramente éste, que nos había visto venir, estaba esperando que pasáramos del lugar donde, por casualidad, nos habíamos detenido, para romper el fuego. Si hubiéramos pasado un poco más adelante, el enemigo hubiera matado a casi todos mis soldados en unos cuantos segundos y hubiera dispersado a los pocos que hubieran quedado, porque estábamos como a doscientos metros del enemigo y éste era, por lo menos, de quinientos hombres, según supe después. Aposté bien a mis soldados parapetándolos en el borde del camino y quince de ellos, mandados por un sargento, iban a servir como exploradores, que tenían por misión marchar hacia La Trinchera bajo el amparo de los demás que quedaban apostados, con el objeto de cerciorarse de si efectivamente el cerro había sido ya abandonado. Apenas avanzaron los exploradores unos cuantos pasos, quedaron a descubierto y fueron recibidos por un nutrido fuego, cuya intensidad hacia comprender lo numeroso del enemigo. Afortunadamente, si era imposible para nosotros llegar a La Trinchera por encontrarse de por medio la barranca del río y por inferioridad numérica, era difícil para el enemigo atravesar sin peligro ese obstáculo. Repuestos de la sorpresa pudimos apreciar bien la situación y estimar que, mientras hubiera bastante luz, el enemigo no podría pasar el obstáculo.

El tiroteo orientó a Gonzalitos (que regresaba a pie de México) para saber qué camino debería seguir y con una escolta de doce hombres que tomó en Huitzilac, llegó a nuestro auxilio en el momento preciso en que los zapatistas nos anunciaban que nos iban a cortar la retirada por una vereda que Gonzalitos conocía muy bien. Apostamos la escolta de Gonzalitos en la salida de esa vereda y cuando los zapatistas avanzaban por ella, los hicimos retroceder. Había yo ido con tropas para salvar a Gonzalitos y éste a su vez nos salvaba con sus tropas y su conocimiento del terreno.

Tan cerca estuvimos los combatientes, que se oían claramente las voces de los zapatistas que decían: Vendidos de Madero, vengan por su peso. Y nuestros soldados contestaban: Ahí les van sus tierritas.

En la noche nos retiramos a Cuernavaca y di la orden para que, al día siguiente, fuera todo un batallón que había en la ciudad disponible para expediciones contra las partidas zapatistas que pudieran aparecer en cualquiera región del Estado de Morelos y lo mandé a las órdenes de su jefe, el coronel Tamayo. Nunca creí que todo el batallón fuera insuficiente para batir a los zapatistas de La Trinchera; pero sí desconfié de la pericia de su jefe, por lo cual le di a un valiente oficial de mi Estado Mayor, el teniente San Román, que me había acompañado en el reconocimiento referido y que, por consiguiente, estaba en aptitud de evitar al coronel Tamayo cualquiera sorpresa del enemigo. A pesar de esto, el coronel desplegó su batallón enteramente a descubierto, bajo el fuego cercano de los de La Trinchera y después de breve combate tuvo que retirarse al amparo del fuego de dos ametralladoras, una de ellas manejada por el mismo San Román, quien fue herido mortalmente. El fracaso del coronel Tamayo fue de importancia, porque desmoralizó a la única tropa disponible para expediciones. Me habría sido fácil relevar con ese batallón algunos destacamentos y tomar parte de otros para tener tropas frescas y suficientes para emprender otro ataque; pero no quise debilitar las fuerzas de los destacamentos y guarniciones de los pueblos y haciendas, para no infundir alarma y pedí a México que se me enviara un batallón y una batería. Pasaba a la sazón por la capital el 29° batallón y me lo enviaron. El general Blanquet, que mandaba ese batallón, tardó una semana en llegar y mientras se esparció la noticia entre los zapatistas de que no habíamos podido desalojar a Genovevo de La Trinchera y ésto, naturalmente, constituyó un triunfo moral para los zapatistas de todo el Estado.


El plan de ataque

Cuando el general Blanquet se puso en comunicación conmigo desde Tres Marías, lo enteré de las operaciones que íbamos a emprender y que consistían, esencialmente, en que yo fijaría al enemigo por un combate de frente, con un batallón y una batería y que mientras el enemigo estaba entretenido conmigo, Blanquet bajaría de Huitzilac y caería por la espalda.

Esa sería la operación principal, completada por las dos siguientes secundarias. Seguramente que los dispersos de Genovevo escaparían por la sierra hacia la ranchería que les servía de cuartel general, por lo cual ordené al general Velázquez (quien mandaba las tropas del Estado de México) que mandara con anticipación fuerzas que los batieran. Por otra parte era de esperarse que las diversas partidas zapatistas acudieran al auxilio de Genovevo, hostilizando por la espalda al batallón del coronel Tamayo que fijaría de frente al enemigo de La Trinchera. Para impedirlo, los destacamentos que estaban por esa región, El Fuerte, La Herradura, etcétera, fueron movidos ligeramente y puestos en comunicación para obrar como el caso requería.

El combate en La Trinchera duraría tres horas. Desalojado el enemigo tomamos posesión del cerro y establecimos ahí un destacamento en un cuartel y fortificación muy confortable.

El triunfo fue celebrado por la prensa y otorgado, naturalmente, a Blanquet, el enemigo latente del Gobierno. Este general fue fotografiado por sus reporters en unión mía; yo, muy limpiecito y de pie, como quien no ha trabajado gran casa (y esta era la realidad para ambos) y Blanquet a un lado, dormido en el suelo, muerto de fatiga.

Mis oficiales estaban muy orgullosos del éxito de mis previsiones, pues al tomar el cerro de La Trinchera vimos el combate de nuestros destacamentos que, por el lado de La Herradura, rechazaban a las partidas zapatistas que imentaron hostilizarnos por la espalda.


De quién fue el triunfo

Pero en realidad, el triunfo era de Genovevo que, por diez días, había desafiado desde la altUra de La Trinchera a las tropas del Gobierno y que, finalmente, se iba casi intacto, según voy a explicar.

El destacamento, que del Estado de México había enviado el general Velazquez, había caído en una emboscada y fue rechazado en Ocuila, antes de llegar a su destino para batir a los dispersos zapatistas.

Nuestro fuego de frente debe haber hecho muy poco efecto. Esta impresión tUve desde luego y la confirmé después por rumores que me venían de nuestros enemigos.

El general Blanquet, que debía caer por sorpresa por la espalda del enemigo, en lugar de acercarse silenciosamente, desplegó su batallón y maniobró a toques de corneta, como diciendo al enemigo: Allá vamos por tu espalda, tú sabes si nos esperas. Y el enemigo dijo: Mil gracias, hasta luego.

El tercer combate tuvo por escenario otra zona distinta: la ocupada por las fuerzas de los generales Zapata y Francisco Mendoza. Fue en los primeros días de diciembre. El objetivo de las fuerzas federales era desalojar a los zapatistas de las alturas de San Miguel Ixtlilco y de la serranía que se extiende hasta Huautla. Con ese objeto salieron de la ciudad de Cuautla, tropas federales que ascendieron por Teotlalco; una fracción del 34° batallón, al mando del capitán Ignacio Noriega, que siguió por la vía del ferrocarril que va de Cuautla a Matamoros, y de Jonacatepec salió el teniente coronel Manuel Saviñón al frente del 18° regimiento. Estas fracciones llevaban ametralladoras y cañones Schneider-Cannet.

Atacaron simultáneamente a las tropas del general Mendoza, muy de mañana, y todavía en la noche se oían los disparos de los perseguidores de las fuerzas federales que tuvieron que replegarse a Jonacatepec después de haber llegado una parte del 18° regimiento hasta San Miguel Ixtlilco, en donde, afirmaron, entonces, habían logrado hacer prisioneros a 16 soldados zapatistas, los que fueron pasados por las armas inmediatamente.

Días después, el presidente municipal de Tepalcingo presentó formal acusación en contra del capitán Emilio Guillemín, quien fue el que ordenó esos fusilamientos, por haberse comprobado que los infelices ejecutados eran pacíficos habitantes de Ixtlilco, que ninguna participación tomaban en el movimiento revolucionario.

¡La cobra cruel y exterminadora de Juvencio Robles contaba con muchos continuadores, no obstante los esfuerzos del general Felipe Angeles!

Índice de Emiliano Zapata y el agrarismo en México del General Gildardo MagañaTOMO II - Capítulo XI - Lo que dijeron un revolucionario y un periódico porfiristaTOMO II - Capítulo XIII (Primera parte) - El ideal agrario durante el gobierno del señor MaderoBiblioteca Virtual Antorcha