Índice de Historia diplomática de la Revolución Mexicana (1910 - 1914), de Isidro FabelaPrimera parte El proyecto de salvación. El pesimismo del general Ángeles Primera parte El cuerpo diplomático ante el usurpadorBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DIPLOMÁTICA
DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
(1910 - 1914)

Isidro Fabela

PRIMERA PARTE

LA SEÑORA PINO SUAREZ VISITA A LOS PRISIONEROS



Pero continuemos con el relato del ministro Márquez Sterling:

A las diez de la mañana -del día 20 de febrero- todavía nos hallábamos en la intendencia del Palacio Nacional de México. El dormitorio acaba de recobrar sus preeminencias de sala de recibo; Pino Suárez, encorvado sobre el bufete, escribía una carta para su esposa, que ofrecí entregarle; y Madero, sumergido en el remanso de su dulce optimismo, formulaba planes de romántica defensa. Desde luego, no concebía que tuviese Huerta deseos de matarle; ni aceptaba la sospecha de que Félix Díaz consintiese en el bárbaro sacrificio de su vida, siéndole deudor de la suya. Pero, a ratos, la idea del prolongado encierro le inquieta; y sonríe compadecido de sí mismo.

Educado al aire libre, admirable jinete, gran nadador y, además, amante de la caza, la tétrica sombra del calabozo le amargaba. Pino Suárez, que concluye su tarea, declara que el peligro consiste en permanecer dentro de la intendencia y prefiere que les trasladen ...

Madero: ¿Adónde?

Pino Suárez: A la Penitenciaría. Estamos aquí a merced de la soldadesca ...

Y el poeta canta sus desventuras: Me persiguen los mismos odios que al Presidente, sin la compensación de sus honores, ni su gloria. Mi suerte ha de ser más triste que la de usted, señor Madero ...

Ambos callan dirigiendo los ojos, casualmente, al centinela. Y Madero, rompiendo el silencio, exclama:

Somos hoy simples ciudadanos y debemos buscar protección en las leyes. ¿No lo cree usted así, ministro?

Pino Suárez: La única protección eficaz sería la del cuerpo diplomático.

Y analizaron el problema. Pino Suárez opinaba que convendría prometer a Huerta, por medio de los ministros extranjeros, un manifiesto, suscrito en Veracruz a bordo del crucero Cuba, obligándose a no tomar parte en la política; mas, a juicio de Madero, Huerta recordaría que jamás cumplieron compromisos de este género los caídos que firmaron tales manifiestos.

Y añadió con altivez:

¡Pues, vaya! Que crea en nuestra palabra y ... en la suya!

Fácilmente llegaron a un acuerdo.

Madero: Pino Suárez escribirá a su esposa para que presente al juez recurso de amparo a su favor; y yo suplico a usted, ministro, que les diga a mis padres que presenten uno por Gustavo, y a mi señora que presente otro por mí ...

En ese instante apareció, ante nuestra vista, envuelta en tupido manto negro, la esposa de Pino Suárez. Al acercarse, descubrió el rostro y se arrojó deshecha en lágrimas a los brazos de su ilustre marido. Un caballero que la había guiado nos explicó aquel milagro:

En estos momentos cambian la guardia y casi de sorpresa hemos penetrado hasta aquí ...

En efecto, minutos después, el nuevo jefe saludaba con respeto a Madero, y le rogué que pidiese, por teléfono, para retirarme, el coche de la Legación de Cuba.

Madero: Usted gestionara con el cuerpo diplomático ... si lo considera prudente. Pero no queremos causarle otras molestias ... y lo relevo del recado a mi familia, que trasmitirá la señora de Pino Suárez.

Nos despedimos como quienes en corto plazo han de volver a verse; y el general Angeles, a la salida, nos apretó la mano fraternalmente.

EL CUERPO DIPLOMATICO RECONOCE A HUERTA

El patio era todo sol y alegría. Centenares de soldados, en amoroso deleite con sus mujeres, comían hartándose las clásicas tortillas de maíz, sentadas las parejas, unas, en los pretiles de las ventanas, las más en el suelo, y rodando en simpático desorden fusiles y mochilas. El coche atravesó lentamente los grupos de tropa y de curiosos. Los caballos, a paso de ceremonia, produclan ruido sordo, ondulante, retumbando arriba en los oídos de Huerta. Entre los arcos del patio contiguo, varias chisteras andaban de prisa.

Y el coche, pesadamente, asoma a la vida de la calle por la inmensa puerta del Palacio. Rodeé el Zócalo, que guardaba su gesto de locura; y marché por la avenida de San Francisco. Estaba de fiesta el gran mundo mexicano. Lucían damas y magnates, en magníficos trenes, el júbilo de una victoria funesta. De extremo a extremo saludos inefables como caricias. Y mientras Madero iba al suplicio envuelto en el sudario de Gustavo, los elegantes, los ricos, los dueños del latifundio, regresaban del ostracismo en el alma de Portirio.

Mi familia era presa de honda angustia. Circulaban, por la ciudad, noticias espeluznantes de la suerte de los cautivos; y habían informado a mi esposa de que Madero y Pino Suárez murieron en súbita refriega, con riesgo de sus acompañantes; falso rumor que fue personalmente a desmentir el señor Lascuráin, y que desvaneció en seguida el telefonema desde Palacio pidiendo el coche del señor ministro.

De la Legación pasé a la casa del ex-canciller, donde encontré a la familia del señor Madero, quien me refirió los tormentos y zozobras de la noche anterior. Dispuesto el convoy para emprender viaje a Veracruz, familiares y amigos ocuparon los vagones. Transcurren inútilmente las horas; el señor Lascuráin y nuestro colega de Chile van a Palacio, sin conseguir entrada; y a las dos de la mañana, cuando los prisioneros dormían, resignados al infortunio, sus deudos abandonaban la Estación, refugiándose, conscientes de la inmensidad de su desgracia, bajo la noble bandera japonesa ...

Finalizaba el doloroso relato, hecho simultáneamente por muchas voces, al entrar el señor Lascuráin profundamente emocionado. Las circunstancias le habían discernido, en el drama, el trance más difícil, y sólo el tiempo será escrupuloso depurador de su conducta, limpia de la falta que sus adversarios le atribuyen. Uno tras otro, llegan varios colegas; y se proyectan gestiones desesperadas; hablar a Huerta, conmover a Wilson ... Luego desfilaron poco a poco ministros, damas, parientes y amigos, cada cual a mover algún resorte de piedad.

Las nueve de la noche. Al frente de la Embajada americana se detienen varios automóviles. Los grupos que charlan en torno del pintoresco edificio dejan franco el peso de la verja. Y unos caballeros de aspecto grave suben la escalinata y hablan y se saludan. Son todos ministros extranjeros y acuden a la invitación de míster Wilson, el decano, que les recibe cortésmente. Yo, de una mirada, reconozco el lugar donde Huerta y Félix Díaz, queriendo devorarse, en homenaje a la dura conveniencia, se abrazaron, y precisamente a la derecha de la mesa que conmemora el famoso Pacto de la Ciudadela, en realidad Pacto de la Embajada, ocupó hermosísima butaca el insondable diplomático, enemigo férreo del blando Madero. Una docena de potencias de todos tamaños en las personas de sus enviados formaron, en círculo, sobre la alfombra verde y roja, el tendido del próximo torneo. Míster Strong, ministro inglés, cierra los párpados y respira fuerte por las narices. Cólogan, el de España, en un sofá, cruza sus largas piernas, frota con ambas manos su barba gris y conversa, a un lado, en buen francés, y al otro, correctamente, en la lengua de Shakespeare. Junto a Cólogan el señor Cardoso, del Brasil, mi amigo desde Petrópolis. Más allá el de Alemania, un contraalmirante chico, redondo, lampiño, amable por hábito, que llega el último y ríe, con el de Noruega, una gracia germánica. El embajador abre la sesión y dice en castellano:

- Señores ministros ...

Podía escucharse con sus palabras el vuelo de una mosca. El objeto principal de aquella junta lo proporciona la nota del subsecretario de Relaciones Exteriores en que participa, al decano, la ascensión del general Victoriano Huerta a la Presidencia de la República, por ministerio de la ley, y su propósito de recibir, al siguiente día, a las once, en el Palacio Nacional, donde estaban presos todavía Madero y Pino Suárez, al honorable cuerpo diplomático.

El embajador: Dos cuestiones plantea el despacho del señor subsecretario. El cuerpo diplomático ¿asiste a la recepción? El cuerpo diplomático ¿reconoce al general Huerta, Presidente de la República?

Para el señor Cólogan no pueden los ministros extranjeros negarse a reconocer el gobierno provisional, producto de la Constitución mexicana, igual que lo fue el señor De la Barra, al renunciar Porfirio Díaz. Míster Wilson asiente, el inglés abre los ojos, el alemán parece que dice algo de importancia. Me dispongo a prestarle atención. Pestañea; nervioso y sonriente frunce los labios imitando con ellos un adorno de trapo; y, mudo, gana la delantera, por discreto, a las demás potencias. Míster Wilson, satisfecho y dando por resuelto con el segundo el primer extremo de la consulta, recupera la palabra:

- El acto será solemne y de rigor; debo leer en él un discurso que ahora convendría confeccionar.

El embajador se detiene y con la mirada interroga a diestra y SImestra. Algunas cabezas afirman. Otras, a semejanza de la del centinela de la intendencia, se mantienen como talladas en mármol. Propuso entonces el afanado embajador una comisión redactora, que supiese el habla de Cervantes.

Y a renglón seguido pronunció tres palabras:

- España, Inglaterra, Alemania.

Jamás le ocurría, y es de observarse, a míster Wilson, que en las comisiones de ese carácter figurasen ministros latinoamericanos, el de Chile o el de Brasil, por lo menos, en materia diplomática doctísimos y no inferiores, en saber, a los europeos allí presentes. La cuestión mexicana afectaba directa y hondamente a la diplomacia continental; a la política y a los intereses de las naciones latinoamericanas; y debieron siempre hallarse representadas por sí mismas, en la constante labor del cuerpo diplomático.

Retiráronse a deliberar los tres personajes, y en cuatro rasgos interpretaron la expresa voluntad y el manifiesto anhelo de mister Wilson. Cólogan es hombre inteligente. avezado a los empeños diplomáticos, bondadoso, hidalgo. El embajador lo quiere, y nunca estorba al embajador en sus designios.

- ¡Muy bien! -exclama míster Wilson a cada sílaba que lee ufano el ministro de España; y Cólogan disfruta de una gloria deleznable, es cierto, efímera, sin duda, pero intensa: la gloria literaria.

El documento circula de aquí para allá, lo examinan muchas gafas de oro; y su autor, complaciente y animoso, lo traduce al francés, al inglés, al alemán, al italiano, al noruego, al portugués, al ruso, a más idiomas que lo hayan sido las novelas de Pérez Galdós, los dramas de Echegaray, las comedias de Benavente y los versos de Núñez de Arce ...

El honorable cuerpo diplomático rubrica y sella, con sus sellos particulares, en espíritu, el convenio del reconocimiento. Ahora toca el turno a la suerte de Madero y Pino Suárez.

El embajador (amable, señalándome con la hoja de papel escrita por España, Inglaterra y Alemania): El señor ministro de Cuba acompañó a los prisioneros; y yo le ruego que nos ilustre con sus informes.

El cubano: Señores ministros ...

LOS DIPLOMÁTICOS DELIBERAN

Pero el señor ministro de Chile había presenciado el acto en que firmaron los prisioneros la renuncia de sus cargos, y le cedimos el turno en provecho de mejor infbrmación.

El señor Hevia Riquelme es un diplomático de brillante ejecutoria; y andaba, con paso firme y seguro, en terreno conocido. Ojos pequeños, vivaces; nariz recortada; y, sobre la fina perilla, copo pendiente del labio, erguidos y largos los bigotes blancos. Era su silueta la de un noble de los tiempos de Felipe IV: aristócrata por el gesto, los modales y el generoso arranque. Habla con lentitud y refiere, detalle por detalle, el singular proceso. Reproduce con minucioso encanto el escenario; y cita nombres, retrata personajes, describe situaciones. El auditorio escucha con respeto. Míster Wilson mueve pausadamente la cabeza; y de nuevo nos brinda la palabra apenas concluye el chileno su relato.

Las miradas vuelven sobre el ministro de Cuba, que explica cuanto no ignora quien haya leído estas notas, y algunos colegas le interrumpen con preguntas que en seguida responde:

El ministro H. (europeo): ¿Es cierto que al señor Madero le maltratan?

El ministro de Cuba: ¿Maltratarle? Según lo que se entienda por maltrato.

El ministro H.: Entiendo por maltrato una residencia incómoda, mala comida, falta de servidumbre.

Otro ministro (también europeo): Se dice que no han proporcionado al señor Madero cama en que dormir ...

El cubano: Los señores Madero y Pino Suárez no se quejan de la comida, ni es incómoda la habitación. Sólo les falta lecho en que acostarse ... y más prudencia de centinelas.

El ministro H. (señalado por su enemistad al gobierno y a la persona de Madero): Oh, eso es impropio. No se puede olvidar que el señor Madero ha sido hasta ayer el Jefe de la nación.

El ministro X.: Yo no creo que peligre la vida de Madero y Pino Suárez.

El embajador: El Presidente Huerta no consintió la salida del tren que había de conducirles a Veracruz, por razones de orden político.

El chileno: Todos los ministros convinimos en recomendar personalmente al señor Huerta el trato más benigno para ambos presos.

Y uno por uno fue preguntando a cada colega si había gestionado en favor de los caídos.

Míster Wilson: El señor ministro de Alemania me acompañó a entrevistar, con ese fin, al Presidente.

El de España dio pormenores de su conferencia con el general Huerta; y otro tanto el del Brasil. Uno sólo no quiso unir sus votos a los nuestros. Lo declaró con tono solemne, con frase intencionada, corta, maciza.

Al despedirme míster Wilson, regocijado, sostuvo conmigo, a media voz, un diálogo sugestivo y trascendental:

El embajador: ¿Piensa usted, ahora, ir allá?

El cubano (sonriendo y procurando leer en el alma de míster Wilson): ¿Adónde?

El embajador: Allá ... al Palacio, con el señor Madero ...

El de Cuba: No, señor embajador. Nadie me lo ha pedido ... Yo fui anoche, porque así lo concertaron los señores Huerta y Madero. Me quedé porque, a última hora, una de las partes, Huerta, faltó al compromiso y hubiera sido repugnante que yo abandonara en ese momento a la otra parte, al señor Madero, que me consideraba su única garantía, y como tal garantía fui llamado, en acuerdo con el propio Huerta.

El embajador: Se condujo usted noblemente, ministro; y al general Huerta no le ha disgustado su proceder, porque usted es ahora buen testigo de que nada sufre el señor Madero. De ayer a hoy las circunstancias han variado por modo extraordinario. El jefe del ejército sublevado contra el señor Madero, a quien pudo fusilar, se ha convertido en Presidente de la República y tiene ante los Estados Unidos, y ante el mundo, la responsabilidad de la vida del señor Madero.

El cubano: Usted cree, embajador ...

El embajador: Sería una desgracia para Huerta el matar al señor Madero. Anoche, estando usted a su lado, no se hubiese atrevido Huerta a tocarle; pero hoy la vida del señor Madero corre menos riesgo que la de usted y la mía. Su único peligro (añadió riendo) es un terremoto que lo sepulte bajo los escombros del Palacio Nacional ... El señor Madero no necesita ya de que usted le ampare. Todo se ha hecho para salvarle y está salvado ... (míster Wilson se detuvo como reflexionando y continuó): al general Huerta le han dicho que el señor Madero daba anoche muestras de completa demencia y que esto decidió a usted a no dejarle ...

Para el embajador, la solución del problema consistía en encerrar a Madero en un manicomio, y me produjo honda alarma la idea de que esa cruel medida se adoptase, dando yo la falsa prueba.

El cubano: Han engañado al general Huerta. Jamás he visto al señor Madero tan sereno y tan lúcido ...

Míster Wilson es hombre flaco, estatura mediana, nervioso, impaciente, impresionable; facciones duras y semblante seco; bigote gris, caído, mirada penetrante, y los cabellos, en gran pobreza, divididos en raya sobre la mitad de la frente ...

- ¡Oh! -interrumpe-. ¿Es cierto eso?

El cubano: Sí, embajador; Madero guardó anoche tranquila compostura; y más en calma que ahora estamos nosotros. En todo el tiempo que estuve junto a él no habló mal de nadie, ni siquiera de sus peores enemigos, de Huerta, de Félix Díaz, de Mondragón ...
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