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La conjuración de Martín Cortés

Juan Suárez de Peralta

CAPÍTULO SEXTO

Que trata de cómo se hizo justicia de Alonso de Avila, y su hermano, y de lo que más sucedió


No se vio jamás día de tanta confusión y que mayor tristeza en general hubiese de todos, hombres y mujeres, como el que vieron cuando a aquellos dos caballeros sacaron a ajusticiar: porque eran muy queridos y de los más principales y ricos, y que no hacían mal a nadie, sino antes daban y honraban su patria; especialmente Alonso de Ávila, que de ordinario tenía casa de señor, y el trato de ella, y había con muchas veras procurado título de sus pueblos, y si algo fue causa de su perdición o a lo menos ayudó, fue que era tocado de la vanidad, mas sin perjuicio de nadie, sino estimación que tenía en sí, por ser, como era, tan rico y tan gentil hombre, y emparentado con todo lo bueno del lugar. ¡Y todo sujeto a una de las mayores desventuras que ha tenido otro en el mundo! Pues en un momento perdió lo que en éste se puede estimar, que es vida y honra y hacienda; y en la muerte igual a los muy bajos sa!teadores, que se pusiese su cabeza en la picota, donde las tales se suelen poner, y allí se estuviese al aire y sereno a vista de todos los que le querían ver. No se niegue que fue uno de los mayores espectáculos que los hombres han visto, que le vi yo en el trono referido, y después la cabeza en la picota, atravesado un largo clavo desde la coronilla de ella e hincado, metido por aquel regalado casco, atravesando los sesos y carne delicada.

Aquel cabello que con tanto cuidado se enrizaba y hacía copete para hermosearse; en aquel público lugar donde le daba la lluvia sin reparo de sombrero emplumado, ni gorra aderezada con piezas de oro, como era costumbre suya traerla, y llevaba cuando le prendieron; aquellos bigotes que con tanta curiosidad se los retorcía y componía, ¡todo ya caído!: que me acaeció detener el caballo, pasando por la plaza donde estaba la horca y en ella las cabezas de estos caballeros, y ponérmelas a ver con tantas lágrimas de mis ojos, que no sé yo en vida haber llorado tanto, por sólo considerar lo que el mundo había mostrado en aquello que veía presente, que no me parecía ser cosa cierta, ni haber pasado, sino sueño y muy profundo, como cuando un hombre está fuera de todo su sentido. Y lo estaba sin duda, porque no había diez días que le hablé y le vi, con sus lacayos y tantos pajes, en un hermoso caballo blanco, con una gualdrapa de terciopelo bordada, y él tan galán, que aunque lo era de ordinario, lo andaba aquellos días mucho, con la ocasión del hijo que le había nacido al marqués; y hablé con él y traté de unos partidos del juego de pelota que se jugaba en su casa, sobre cuerda, y ¡verle de aquella manera hoy! Cierto, en este punto, me estoy enterneciendo con lo que la memoria me representa.

Lo que hicieron los dos hermanos cuando les notificaron las sentencias

Después de haberles notificado a Alonso de Ávila Alvarado y a su hermano Gil González las sentencias en revista, y mandado ejecutar, vieran andar los hombres y las mujeres por las calles, todos espantados y escandalizados que no lo podían creer; que fue necesario mandar la audiencia saliese mucha gente a caballo y de a pie, todos armados en uso de pelear, y la artillería puesta a punto; y así se hizo, que no quedó caballero, ni el que no lo era, que todos salieron armados y se recogieron en la plaza grande, frontero de las casas reales y de la cárcel, y tomaron todas las bocas de las calles, y de esta manera aseguraron el temor, que le tenían grande.

Los pobres caballeros, confesados y rectificados en sus dichos, y siendo ya como a las seis y más de la tarde, habiendo hecho un muy alto tablado en medio de la plaza grande (enfrente de la cárcel como una carrera de caballo), la cual estaba llena de gente toda, y era tanta que creo debía de haber más de cien mil ánimas (y es poco), y todos llorando, los que podían, con lienzos en los ojos enjugando las lágrimas.

Pusieron gente de a caballo desde el tablado hasta la puerta de la cárcel, de una parte y de otra, y luego gente de a pie, todos armados, delante de los caballos, y hecha una calzada ancha que podían caber más de seis hombres de a caballo: y sin atravesar ánima nacida. Y andaba por medio el capitán general don Francisco de Velasco, hermano del buen virrey don Luis, con sus deudos, a caballo todos, y yo iba con él, y nos pusimos a la puerta de la cárcel para ir con aquellos caballeros en guarda, los cuales bajaron con sus cadenas en los pies.

Cómo salieron los hermanos a ajusticiarles

Llevaba Alonso de Ávila unas calzas muy ricas al uso, y un jubón de raso, y una ropa de damasco aforrada en pieles de tiguerill0s (que es un aforro muy lindo y muy hidalgo), una gorra aderezada con piezas de oro y plumas, y una cadena de oro al cuello revuelta, una toquilla leonada con un relicario, y encima un rosario de Nuestra Señora, de unas cuentecitas blancas del palo de naranjo, que se lo había enviado una monja en que rezase aquellos días que estaba afligido. Con este vestido le prendieron, que acababa de comer, y estaba en una recámara donde tenía sus armas y jaeces, como tienen todos los caballeros en México, y allí le prendieron, y sin ponerse saya ni capa le llevaron; y le prendió el mayor amigo que tenía, y su compadre, que era Manuel de Villegas, que en aquella sazón era alcalde ordinario.

Salió caballero en una mula, y a los lados frailes de la orden del señor Santo Domingo que le iban ayudando a morir, y él no parecía sino que iba ruando por las calles.

Iba su hermano con un vestido de camino, de color verdoso el paño, y sus botas, y como acababa de llegar de su pueblo.

Sacaron primero a Gil González y luego a su hermano, y de esta suerte los llevaron derechos al tablado, sin traerlos por las calles acostumbradas: fue la grita de llanto la que se dio, de la gente que los miraba, que era grima oirlos, cuando los vieron salir de la cárcel.

Llegaron al tablado y se apearon y subieron en él, donde se reconciliaron y rectificaron en los dichos que habían dicho: y ya que estaban puestos con Dios, hicieron a Gil González que se tendiese en el tablado, habiendo el verdugo apercibídose, y se tendió como un cordero, y luego le cortó la cabeza el verdugo, el cual no estaba bien industriado y fue haciéndole padecer un rato, que fue otra lástima, y no poca.
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