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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO SÉPTIMO
La primavera del movimiento
(1928 -mayo a diciembre)
Capítulo cuarto

Luchar, sufrir y morir por Cristo.



LOS NIÑOS CRUZADOS

El grupo que directamente comandaba el coronel libertador Marcos Torres, estaba integrado -se dijo en capítulos anteriores-, en su parte principal, por jóvenes de 16, 17 y 18 años y aun de menor edad; pues había entre ellos, verdaderos niños. Entre éstos destacaron Merced Anguiano y Nicolás Araiza, chicos guerreros a quienes no amilanaba el peligro y que serenamente y aun con alegría, sufrieron hambres, desvelos y tras cualquier piedra de la montaña que les servía de fortín se parapetaban con su rifle en la hora de los combates, luchando con destreza, agilidad y ardor como guerrilleros consumados. También ellos tenían anhelos de luchar y de dar la vida por Cristo. Merced Anguiano M. -hermanito menor del jefe Anguiano Márquez- tenía, a su muerte, acaecida el 17 de mayo de ese año 1928, 13 años de edad. Nicolás era un poco mayor, de unos 14 o 15 años, y murió en combate el 20 de noviembre de 1927.

NICOLAS ARAIZA

Murió luchando contra los soldados callistas en el arroyo de La Idea, en la carretera de Colima a San Jerónimo, Col. Nicolás era de Comala, Col., en donde se formó cristianamente en la sección de Vanguardias de la A.C.J.M. Había entonces, en el grupo de A.C.J.M. de Comala, un grupo de chicos con especiales aptitudes para el canto, con quienes su Párroco formó un pequeño orfeón. Nicolás era de los niños cantores.

Comala, su tierra, fue singularmente cristera. Entre toda la gente adicta a su Religión ardía el deseo de cooperar a la Cruzada de Cristo Rey. De ahí, lo más natural, que en el chico se despertara el deseo de incorporarse a los cristeros.

Como el jefe libertador más popular en Copala era Andrés Salazar, Nicolás se incorporó a sus filas. Era entonces el primer año de lucha. El jefe cristero Salazar marchó a Cerro Grande y puso parte de sus fuerzas bajo el mando inmediato de José Ortiz que al fin fue desleal a la causa. En las cercanías de Armería, Col., fue atacado a la mitad de junio y desbandado por completo. Nicolás Araiza fue uno de los que conocieron aquella derrota y dispersión.

El Padre capellán, señor Ochoa, acompañando a los cristeros del Volcán que habían tenido que dejar Zapotitlán, Jal., estaba con ellos, en esos días, en La Añilera, en Cerro Grande. A ese lugar principiaron a llegar los dispersos.

El Padre se interesó, de una manera especial, por los muchachos que habían sido estudiantes o acejotaemeros, principalmente por los más chicos, los cuales, al fin, formaron un grupo que el general en jefe, Dionisio Eduardo Ochoa, puso bajo el mando de Marcos Torres. Nicolás fue de éstos. Era entonces el primer año de lucha: el 1927.

Nicolás, ya soldadito de Cristo, continuó chamaco ejemplar en su conducta; al par que muy limpio en su vida y muy piadoso, disciplinado, valiente, aguerrido.

Siempre en los actos religiosos litúrgicos, en la Santa Misa, sobre todo, cuando no había otro que le ganara la delantera, él, con mucho gusto, servía de acólito y dirigía, con buena y timbrada voz, aún de niño, los himnos litúrgicos o alabanzas populares. Era chico muy devoto.

La última vez que el que esto escribe lo vio, fue en Potrero Duro, cerca de Chiapa, el 14 de octubre de ese año 1927, en unión de su jefe inmediato, entonces capitán Marcos V. Torres y de sus compañeros. Siempre alegre, jovial, cristianito, valiente. En esa ocasión estaba ahí con los soldados cristeros de Marcos, en visita de inspección, el jefe general Dionisio Eduardo Ochoa. Un día antes, éste había recibido en Colima un donativo de $200.00: era una bolsa de tostones de plata. Aunque este dinero se empleaba generalmente, casi de una manera exclusiva, en la compra de parque, sin embargo, en aquella mañana, quiso Ochoa dar a los soldados aunque fuera un tostón de plata a cada uno. ¡De algo les serviría!

Como nunca o casi nunca los soldados cristeros traían dinero y siempre se vivía propiamente sin un céntimo, aquel fue un buen regalo que les causó alegría.

El 20 de ese mismo mes, atacó el jefe cristero Marcos Torres, en el camino de Colima a Tonila, un camión con soldados callistas, en el arroyo de La Idea. El combate fue reñido entre ambos grupos, integrados por un número semejante de combatientes; pues los soldados cristeros eran sólo 22.

Los guerrilleros cristeros de Torres al fin lograron triunfar, haciendo huír en desbandada a los soldados callistas. Empero, a mitad del camino, con los brazos abiertos, cayó Nicolás. Los compañeros, aun en medio del fragor del combate, lo sacaron y lo pusieron a salvo tras el lienzo de piedra del camino. Momentos después, allí expiraba.

Los rancheros vecinos lo sepultaron bajo la sombra de un arbolito de mango que ahí había.

Años más tarde, el que esto escribe fue a exhumar sus restos, para llevarlos, en unión de los otros muchachos acejotaemeros muertos por la Causa de Cristo, a la Cripta de los Mártires.

En el nudo del ceñidor, no aún deshecho del todo, estaba todavía su tostón de plata que 6 días antes de su muerte recibiera como obsequio y, en una de las vértebras de la columna, incrustada, la bala que le arrancó de esta vida para llevarle a la eterna de Cristo.

EL NIÑO ANGUIANO MARQUEZ

Era nativo del pueblo de San Jerónimo, Col., hermano tanto del general Miguel Anguiano Márquez, como del teniente coronel Gildardo, del mismo apellido. Siendo él muy pequeño, sus padres se trasladaron a Cólima para fijar allí su domicilio. El niño Anguiano Márquez, por tanto, tuvo a Colima como su segunda tierra. Su mamá, doña María Márquez, era mujer cristiana, piadosa y buena y supo orientar debidamente a sus hijos.

Cuando el chico J. Merced tuvo sus 10 u 11 años de edad, ingresó a las Vanguardias de la A.C.J.M., dirigidas, en ese tiempo, por J. Trinidad Castro, que fue magnífico forjador de juventudes, así como se dijo cuando de él se trató en páginas anteriores.

Cuando se inició la campaña cívica de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, J. Merced era de la banda de chicos aguerridos que en todas partes se introducían para distribuir propaganda católica.

De aquí que, cuando Miguel su hermano se marchó a la montaña para unirse al jefe Dionisio Eduardo Ochoa, iniciador en Colima del Movimiento bélico de la Cruzada de Cristo Rey, el chico J. Merced principió con tenacidad a instar para obtener permiso de marcharse también.

Y tanto instó y luchó, no sólo con su padre, don Mariano, para que se lo permitiera, sino con Miguel su hermano para que lo admitiera, que al fin, un buen día, se le concedió lo que tanto anhelaba: traer su carabina, su carrillera a la cintura y echar bala en los combates, a los enemigos de Dios y de su Patria, conforme él lo consideraba. Ya en ese tiempo su mamá había muerto.

El ejemplo de aquel niño Anguiano Márquez fue seguido por otros. Y eran valientes, listos, audaces, disciplinados. En los combates eran de los que con más arrojo luchaban.

No fue mucho el tiempo que anduvo de guerrillero. En el mes de marzo, el teniente coronel Gildardo Anguiano Márquez, acompañando a su jefe inmediato, el coronel Marcos Torres, hizo una gira por el Sur del Estado, por las zonas de Ixtlahuacán, Tecomán y aun el limítrofe pueblo de Coahuayana, Mich.

No muy lejos, en una ranchería denominada Las Trancas, del Municipio de Ixtlahuacán, se encontraron las fuerzas del coronel Marcos V. Torres con los callistas, entablándose fuerte tiroteo, en el cual resultó herido el chamaco. Su hermano, el teniente coronel Gildardo, lo rescató y lo llevó, para ponerlo a salvo, a un lugar vecino denominado Huerta de las Haciendas; pero nuevamente, en cuanto llegaron, se repitió el ataque enemigo y los soldados cristeros del grupo tuvieron que batirse en retirada y huír. El chamaco logró ocultarse entre el boscaje y así escapó de los enemigos.

Con su espíritu inquieto de chamaco, y anhelando saber el resultado del combate, salió como pudo y subió a la cima de la loma, para desde ahí observar si el enemigo se retiraba y si acaso volvían sus compañeros. Ahí estuvo varios días sin comer y sin tener ninguna curación ni atención alguna, escondido entre las malezas. Sus compañeros, cuando lo buscaron, no lograron encontrarlo ni saber de él, y él, al fin, obligado por el hambre, con mucho trabajo bajó al quinto día a unos ranchos, en donde una mujer, al verlo herido y con sus ropas sucias y llenas de sangre, lo denunció a las fuerzas agraristas.

Y el niño J. Merced Anguiano Márquez fue golpeado brutalmente y matado. Era entonces el 17 de marzo de 1928.

EN HUERTA DE LAS HACIENDAS

Finalizando el mes de julio de ese año 1928, cuando los callistas dieron por terminada la campaña de la zona de los volcanes, se dedicaron a perseguir de una manera enconada y sistemática a las fuerzas del coronel Marcos V. Torres, en gira entonces por la parte sur del Estado.

Los combates fueron pocos; pero de tal gravedad para los cristeros, que sólo la mano de Dios pudo salvarlos, siendo sus víctimas relativamente escasas.

Uno de los hechos registrados en esta campaña, fue el ataque de sorpresa que el enemigo dio, en el mismo lugar de que arriba se habló, denominado Huerta de las Haciendas, al coronel Marcos V. Torres y sus hombres; hora terrible en la cual los salvó únicamente una muy especial providencia de Dios.

Dos días hacía que aquellos libertadores habían tenido que combatir cerca de Coquimatlán, Col., contra las fuerzas enemigas que sin cesar los perseguían. Largos días tenían de continuas jornadas y desvelos, cuando llegaron, el 4 de agosto, al citado lugar. Aunque sabían que el enemigo iba tras ellos, nunca estimaron que estuviera tan cerca, y entraron a la huerta, para tomar una poca de fruta, descansar algunas horas y luego continuar hasta un lugar a propósito para acampar y resistir al perseguidor, en caso de nuevo encuentro.

La Huerta de las Haciendas está colocada al pie de unas lomas áridas, llenas de zarzas, que aprisionan el paraje sin dejarle lugar de salida, no lejos de Ixtlahuacán, Col. Una vegetación exuberante de plátanos, mangos y palmas, forman un espeso bosque donde se encontraban descansando los libertadores, con sus caballos cerca de ellos, porque deberían partir luego, cuando el enemigo, sin ser advertido y amparado por la espesa arboleda, se introdujo hasta el lugar en que se encontraban los cristeros y puso su línea de fuego a unos cuantos metros de ellos para iniciar el ataque.

La victoria de los perseguidores era un hecho y el exterminio de los cruzados humanamente era seguro; porque descuidados, rendidos por el cansancio, dormían casi en su mayoría bajo la sombra, y quedaron totalmente copados, ya que la única salida era la ocupada por los callistas; además, el paraje estaba circundado por grueso alambrado de púas, y las lomas áridas que a la espalda quedaban, único punto por donde podrían escapar, pronto serían flanqueadas por una ala del enemigo.

En estas circunstancias tan desiguales, se rompió el fuego por parte de los callistas, con una descarga uniforme. Los libertadores, sorprendidos, no pudieron organizar ninguna resistencia y su único intento fue escapar. Entre una horrible granizada de balas, en medio de un inmenso desconcierto, consecuencia de la sorpresa sufrida, con los enemigos que atacaban a un tiro de piedra y dejando entre las púas de los alambres del cercado que rodeaba el lugar, pedazos de la ropa y aun de la piel y la carne, lograron salir los cruzados de Cristo; pero abandonando casi toda la caballada.

Sólo dos o tres libertadores, rompiendo a machetazos los alambres, lograron sacar sus cabalgaduras. Luego siguió la huída; la subida era empinada y no había lugar para afortinarse y resistir. Sobre la marcha y a pecho descubierto, se iba haciendo fuego contra el enemigo que avanza por el flanco y a las espaldas.

EL TENIENTE J. REFUGIO SOTO

En este ataque murió el teniente libertador J. Refugio Soto. Había sido, en los últimos meses de la vida del general Dionisio Eduardo Ochoa, asistente de él, quien mucho lo quería por su singular honradez, serenidad en los peligros, lealtad y valentía. Era originario del pueblo de San Jerónimo, Col., en donde vivía su esposa; siempre en las circunstancias de mayor responsabilidad, en los pasos de mayor esfuerzo y peligro, Ochoa le llevaba consigo. Pocos meses después de la muerte de Dionisio Eduardo, el teniente J. Refugio Soto fue el jefe de la escolta de la Jefatura, en donde siguió distinguiéndose como digno soldado de Cristo.

No se supo en qué momento murió. Uno de los libertadores dijo haberlo visto subir, muy cansado, la empinada cuesta de la loma árida de Huerta de las Haciendas en aquellos difíciles momentos, y haberle oído repetir esta jaculatoria: Sagrado Corazón de Jesús, ayúdame a morir bien; pero no imaginó que estuviese ya herido.

Por parte de los callistas, hubo seis muertos y algunos heridos.

LOS CRISTEROS NO TEMIAN A LA MUERTE

Pocos días después de esta acción, fue de nuevo atacada la región del Cerro del Cacao. En estos . tiempos el cuartel principal de esa zona se encontraba en el Vallecito de Cristo Rey (Cerro de las Higuerillas), en donde estaba, desde hacía algunos meses, el ilustre general don Fermín Gutiérrez (Luis Navarro Origel), en unión de su Estado Mayor.

Era el 9 de ese mismo mes de agosto cuando se acercó el enemigo y se trabó el primer tiroteo; nueve soldados cristeros contra ciento cincuenta de Calles. Estos no avanzaron luego y determinaron esperar al día 10 para desarrollar el ataque formal.

La noche del día 9, mientras cenaban juntos el general don Fermín Gutiérrez, el Padre Marín, Capellán de aquellos grupos libertadores, el coronel don Teódulo Gutiérrez, hermano del general, y los oficiales del Estado Mayor; como el coronel dijese al general su hermano, que en el combate fuese más precavido, que no había que permanecer en la trinchera cuando ya los demás no podían resistir y tenían que retirarse, contestó el general que él no era soldado de Cristo para cuidarse, sino para pelear por El en contra del enemigo.

- Más aún: Yo le he ofrecido mi vida -dice- y hace tiempo que le pido la acepte; él no ha querido recibirla; pero, a fuerza de suplicarle diariamente, me concederá la gracia de morir por El.

Esta declaración fue muy semejante a otra que pocos días antes había hecho. Subían en esa ocasión a pie y con el calor del sol, la larga cuesta que lleva al campamento de El Vallecito. Iba el general lleno de fatiga, y un soldado que le acompañaba le dijo:

- Ahora vamos muy cansados, mi General; pero cuando en el día del triunfo vayamos en un coche, por la calle de Plateros, allá en la ciudad de México! ...
- Nunca he soñado llegar al triunfo -replicó el general Gutiérrez-, mucho menos gozar de él en la ciudad de México. Lo que sí he soñado es estar en el cielo.

COMBATE DEL PUERTO DE LOS ENCINOS

Amaneció la mañana del día 10; los soldados de Cristo Rey estaban en sus posiciones y el enemigo se preparaba para el ataque. Pronto se avistó aquél y empezó a ascender a través de la arboleda. El primer choque fue en el Puerto de los Encinas, donde unos pocos libertadores formaban una primera avanzada; éstos pronto fueron desalojados y los callistas continuaron avanzando hasta la parte superior, en donde Gutiérrez se había hecho fuerte. Estaban allí, al lado del general, entre otros, el coronel su hermano y el mayor Rafael Alvarado, y el mayor Filiberto Calvario y el capitán Bernardino González, de las fuerzas de Colima.

Cuando las fuerzas enemigas se aproximaban, el general Gutiérrez y sus compañeros se pusieron de pie e invocaron, como siempre lo hacían antes de los combates, el Santo Nombre de Dios y suplicaron la ayuda y protección del Arcángel San Miguel; se hizo el signo de la cruz y se principió a luchar.

MUERTE DEL GENERAL GUTIERREZ

El combate fue crudo. El general con sus compañeros peleaban por el frente; pero el enemigo cargó por el flanco con fuerza y los libertadores fueron desalojados de sus trincheras.

Aunque el general mismo y sus compañeros vieron a tiempo oportuno que el enemigo tomaba el flanco, quisieron resistir hasta lo último, confiando en que podrían fácilmente escapar; pero cuando quisieron hacer la retirada, era ya tarde, y mientras subían la pesada cuesta, una bala atravesó el pecho del ilustre soldado de Cristo.

Al momento le sostuvieron sus compañeros por los brazos, pues sus piernas vacilaron. Cuando el coronel advirtió lo que pasaba y se encontraron las miradas de los dos hermanos, con el rostro iluminado por inmensa dicha sobrenatural, dijo el héroe:

- Mira, hermano, mira lo que Dios me ha dado -y le hacía ver la herida abierta, de la cual manaba un borbollón de sangre que él mismo recibía en sus propias manos y mostraba y contemplaba con satisfacción indecible-. Por fin me concedió el Señor -dijo transportado de celestial consuelo- la gracia de morir por El como tanto se lo había pedido.

Casi en peso, y mientras unos cristeros hacían fuego desde un alto peñón para detener un poco el avance de los callistas, fue conducido el ilustre herido hasta colocarlo detrás de una roca, en donde cayó moribundo; hizo brevemente algunas últimas recomendaciones a su hermano y le entregó algunos documentos que había que mandar a los jefes supremos de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa en México.

Momentos después, mientras él expiraba, los enemigos lograron subir hasta aquel lugar, porque no había sido posible contenerlos. Entonces todos huyeron de allí; quién se interna en la arboleda, quién tras alguna peña, porque no hubo lugar para hacer otra cosa.

Por la tarde, cuando los perseguidores se retiraron, fue recogido el venerable cadáver. En la opinión de todos sus cristeros aquel hombre era un santo: hombre sin miedo y sin tacha, fue un ciudadano ilustre, hijo, hermano, esposo y padre sin igual; gloria y honra de la Patria, noble presea del laicato católico de México. No era sólo un soldado o jefe de armas, pues había sido designado, hacía algunos meses, por la L.N.D.L.R., jefe supremo civil en el Movimiento Nacional Libertador. El Sacerdote Capellán, don Octaviano Marín, en la capilla del vecino campamento del Vallecito, entonó ante su cadáver el Te Deum: se trataba de la muerte de un héroe, de la victoria suprema de un cruzado de Cristo Rey.

Saldo del combate: por parte de los cristeros, la muerte del ilustre general Gutiérrez y la de un soldado raso. Por parte de los callistas, cincuenta y cinco muertos, entre ellos un coronel y tres oficiales.
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