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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO SÉPTIMO
La primavera del movimiento
(1928 -mayo a diciembre)
Capítulo quinto

Los cristeros del Borbollon.
Heróico espíritu de sacrificio.



EL CAMPAMENTO DE EL BORBOLLON

Parece que con este combate del 10 de agosto terminó la campaña enemiga en contra de las fuerzas libertadoras colimenses, que los callistas habían iniciado en la zona de El Naranjo en los primeros días de junio y habían continuado en la región de Montegrande, en el Volcán y, después, en contra de los muchachos de Marcos Torres tan duramente combatidos en el sur del Estado. Sin embargo, no habían sido atacados todos y cada uno de los campamentos libertadores, y así quedaron algunos grupos de cruzados sin ser batidos, entre ellos el del capitán J. Félix Ramírez en el cuartel de El Borbollón; pues el único intento de ataque que en esos días se tuvo en su contra, fracasó del todo; pues este campamento, como se ha dicho, estaba colocado en uno de los lugares más estratégicos: es una larga cuchilla delgada que se desprende del Volcán, colocada entre dos barrancos, cortados casi a pico, por lo cual es muy difícil que el enemigo pueda flanquearlo y, por ende, el ataque tiene que ser únicamente por el frente.

Los callistas, en uno de tantos días de esta campaña, determinaron subir al Nevado por el lado de la hacienda de El Jazmín, situada en sus faldas del norte, para luego descender por el poniente del Volcán de Fuego y atacar a los libenadores por la retaguardia, mientras que otra columna callista lo habría de hacer por el frente.

El auxilio de Dios no faltó tampoco aquí en favor de sus soldados cruzados: allá en las eminencias del Nevado, a casi cuatro mil metros de altura, cuando los callistas pasaban por un cañón árido y heládo que existe casi en la cima, y que los que aquellas cumbres transitan llaman La Calle, les cayó tan fuerte granizada, que los quebrantó sobremanera, pues los granizos eran de tamaño muy grande y su lluvia muy nutrida. Casi yertos de frío, pues esas alturas son horriblemente heladas aun sin lluvia ni granizo, continuaron los enemigos su camino en medio de densa niebla y llegaron al lugar donde, terminadas las arideces de la cima, empieza el bosque de la sierra y debían comenzar a descender. Mas por lo intrincado de la montaña, el cansancio, el fastidio y la niebla, después de tanto sufrir y caminar, erraron la vereda, tomaron otra y vinieron a bajar a un lugar muy distinto de El Borbollón, objetivo de su empresa, llegando a La Bueyada.

Entonces, fastidiados, disgustados después de algunos días de estar allí, continuaron hasta San José del Carmen, Jal., en donde se acuartelaron. Habían fracasado en su intento.

Pocas semanas más tarde fue cuando murió Alvaro Obregón a manos del formidable José de León Toral, y entonces fueron violentamente reconcentrados los federales de la guarnición de San José del Carmen, Jal., en la ciudad de Colima.

No queriendo los libertadores del cuartel de El Borbollón quedar sin parte en esta campaña, varias veces salieron a buscar al enemigo para combatir con él.

COMBATE DE NOGUERAS

De esos combates, el principal fue en las cercanías de la hacienda de Nogueras, a trece kilómetros de la Capital de Colima, la tarde del 13 de agosto.

La refriega estuvo fuerte y peligrosa en sumo grado para los libertadores. El lugar de combate era casi plano; los enemigos eran más de doscientos y los libertadores no pasaban de veinticinco. Se avistaron las dQs partes y empezaron a sonar los clarines de las fuerzas callistas dictando órdenes. Sonó también el clarín de los libertadores que se afortinaron tras de las piedras que tuvieron a su alcance y se rompió el fuego. Con gran valentía pelearon unos y otros; pero al fin de rudo combate y debido a la superioridad del enemigo, el clarín de los cristeros tocó a retirada y abandonaron el lugar, sin ser perseguidos.

SOLO, EN MEDIO DE LOS ENEMIGOS

El sol se había ocultado ya; sólo quedaba la luz amarillenta del crepúsculo. Uno de aquellos bravos libertadores del cuartel de El Borbollón, J. Trinidad Monroy, que aún vive, continuaba haciendo fuego tras unos restos de cerca de piedra que existían en aquel campo. Debido al fragor de la lucha y a que un grupo de callistas continuaban haciendo fuego contra él desde unas piedras que estaban a su frente, no advirtió que se retiraban sus compañeros y quedaba solo.

Como se cargaron más soldados callistas en su contra, mientras terminaba el tiroteo a su alrededor, y sólo en aquel lugar perduraba intenso el fuego, acabó por darse cuenta de lo que pasaba y trató de abandonar el campo cuanto antes; pero esto era en extremo difícil, porque había que atravesar una parte completamente descubierta. Sin embargo, no había otro recurso, hizo varios disparos, se levantó y corrió ... pero, a los pocos segundos, cayó herido: una bala había hecho' blanco en la parte superior de la pierna izquierda, fracturándole por completo el hueso. Los enemigos se avalanzaron sobre él, pero el herido, rodando por entre la maleza, cayó al fondo de una barranquilla de unos dos metros de profundidad, cubierta casi por las zarzas.

TRAGICAS AVENTURAS DE J. T. MONROY

Pasaron instantes de inmensa angustia, en que el herido esperaba que lo encontrasen y le matasen en el acto; con sus ojos veía que le buscaban a tres pasos de donde yacía y en sus oídos repercutía el vocerío insolente de los callistas. Sólo de cuando en cuando se oía ya el correr de algún caballo y el vocerío de la soldadesca enemiga que se alejaba.

Acabó de oscurecer y Monroy, desangrándose, continuaba oculto bajo aquellos matorrales, en terreno invadido de enemigos, sin su caballo y a más de treinta y seis kilómetros de su cuartel de El Borbollón. Pero no había término medio: salir y regresar por sí solo o resignarse a morir allí abandonado.

Cuando todo hubo quedado en silencio, se arrastró bajo las malezas y salió al lugar en donde haba sido herido; era ya de noche, pero por fortuna noche clara. ¿Cómo caminar? Se arrastró un poco más hasta el pie de un arbusto, se asió de él y se puso de pie. Las facciones de su rostro se contrajeron de dolor, un sudor frío le bañó y tuvo que recostarse en la yerba, casi desmayado. Restablecido un poco, hizo una nueva tentativa, se levantó, cogió su máuser a guisa de muleta, cortó una rama e improvisó un bastón. Luego intentó andar; pero era casi imposible; la pierna herida estaba por completo suelta, oscilaba a cada movimiento y pegaba contra todas las piedras y malezas del camino, causándole muy fuertes dolores y haciéndole desangrarse más y más.

En medio de aquella angustia ideó un recurso único, doloroso, sí, pero necesario si quería salvar su vida, e inmediatamente lo puso en práctica, pues no había tiempo que perder, ya que únicamente de noche podía caminar en aquella zona enemiga. Se acercó a otro pequeño árbol, se quitó su ceñidor, hizo a sus calzones por delante un nudo para que por sí solos se sostuviesen; se fajó su carrillera como de ordinario, y luego con el ceñidor ató por el tobillo el pie del miembro herido y, asido del árbol, comenzó a estirar por sobre el hombro la pierna destrozada, la cual principió a doblarse y a subir por detrás de su cuerpo.

LA VÍA DOLOROSA

El hueso fracturado rechinó, la herida se abrió más, la sangre empapaba los calzones y caía en gruesas y abundantes gotas; el dolor se recrudeció y Monroy sentía desfallecer, pero ... siguió estirando hasta que llegó el pie a la altura de los riñones. Entonces, dando dos vueltas a su cintura con el ceñidor, se lo ató allí. Descansó un poco recargado en el árbol y luego empezó, con su bastón improvisado en una mano y el máuser en la otra, dando muy pequeños pasos, aquella penosa marcha que duró toda la noche:

¡Dios le había de ayudar! ¡La Santísima Virgen le habría de socorrer en aquel trance! Así reflexionaba el cristero, en su corazón.

Tres o cuatro kilómetros había andado solamente, cuesta arriba, cuando empezó a clarear la luz primera del alba. Había caminado con demasiada lentitud; pero la necesidad le compelía a proseguir. Lívido, rendido de cansancio, agotado por la pérdida de sangre, la fatiga y el dolor, se internó un tanto en el bosque, para no ser descubierto por los núcleos enemigos que por ese camino transitaban diariamente.

Por entre la arboleda y casi paralelamente al camino siguió el herido su penosa peregrinación. A veces, exhausto de fuerza, descansaba un poco; pero no podía hacer más. Así iba transcurriendó aquel día de dolor, sin ninguna curación, sin ningún vendaje, con la herida abierta, la pierna atada a la cintura y en completo ayuno.

En una de las veces en que, agobiado del todo, reposaba el cristero bajo la sombra de un árbol, oyó a lo lejos ruido de caballos y murmullo de voces. Se puso de pie, preparó su máuser por si fuese algún enemigo, y cubierto tras el tronco del árbol, observó. Vio que eran dos hombres únicamente los que venían. Su corazón latió de contento:

- Si son enemigos, puedo combatir contra los dos, con la ayuda de Dios, se dijo, y si gano, me hago de dos armas más y de caballo para mi viaje y, si son conocidos o amigos, alguno hará la caridad de conducirme al lugar en que pueda curarme, comer y descansar un poco.

Efectivamente, la Providencia le mandaba quien le ayudase; tras tantas penas, el Señor no lo había de abandonar: uno de aquellos dos era conocido de Monroy y, dando voces el cristero en solicitud de auxilio, salió de la maleza para hacerse ver.

¡SALVADO!

Fue de allí conducido caritativamente a una choza oculta en la barranca, donde se le lavó y vendó la herida y pudo rehacerse un poco. Además, se mandó aviso a sus compañeros del cuartel de El Borbollón, de lo que había pasado, del estado del enfermo y del lugar en que se encontraba.

Al punto salió una comisión de los cristeros de El Borbollón para recogerlo y transportarlo al pequeño hospital de Cristo Rey; pero en eso una nueva turba de callistas invadió la zona de Suchitlán y San Antonio, donde el herido se encontraba, y fue preciso no sólo esperar, sino andar transportándolo en hombros continuamente, de aquí para allá, en el fondo de las barrancas, a fin de librarlo de las manos de los enemigos. Después de más de una semana, quienes cuidaban de él lograron sacarlo de ahí y llevarlo al hospital cristero. Caminaron casi durante toda la noche, él montado sobre una bestia, soportando intensos dolores; los compañeros, entre ellos un hermano suyo, de pie a uno y a otro lado, atendiéndolo. Ya con luz de día subían una pequeña pero agria cuesta, que hay para llegar al paraje en donde se había instalado el puesto de socorros, cuando el animal resbaló y cayó sobre el mismo cristero herido, que quedó casi por completo bajo el cuerpo de la acémila. Nueva sangre, nuevos terribles dolores y volviéronle a subir a la bestia. Momentos después llegaba ¡por fin! y pudo descansar con tranquilidad. Tenía la pierna completamente suelta y deformada, se le enderezó y se le hizo la primera curación. Un mes después, habían cerrado las heridas; dos meses más tarde había soldado el hueso y daba el paciente los primeros pasos.

Casos semejantes se repetían con frecuencia; el Señor proporcionaba siempre la fortaleza a la medida de la prueba, y la Providencia de Dios brillaba cada vez con más fulgentes destellos. La sola enumeración de esos casos sería interminable.
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