Indice de Los cristeros del volcán de Colima de Spectator Libro sexto. Capítulo quintoLibro séptimo. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO SÉPTIMO
La primavera del movimiento
(1928 -mayo a diciembre)
Capítulo primero

El padre Emilio Pérez.
La acción de Manzanillo.



DESPUES DEL INVIERNO

Habían pasado los días duros de un crudo invierno, no propiamente para los cuerpos, sino sobre todo para los espíritus; pasiones y problemas de fuera que despertaron las pasiones de los de casa, esto es de Colima; dificultades y luchas internas que pusieron al borde de la ruina, la causa santa de la Cruzada de Cristo en el Estado, pero, después de la poda y de la prueba ruda, amaneció una hermosa primavera.

La sangre de los Mártires seguía enrojeciendo el solar de la Iglesia Colimense; pero la sangre de los Mártires, había dicho Tertuliano allá en los albores del Cristianismo, es semillero de cristianos.

NUEVA SANGRE SACERDOTAL

La tarde del 2 de mayo corrió otra vez en Ejutla sangre sacerdotal. El mártir fue un humilde sacerdote colimense llamado Emilio Pérez. El pueblo, debido a la humildad del sacerdote Pérez y a su espíritu infantil, le apellidaba con el cariñoso nombre de Padre Peritos. Varón de Dios, hombre completamente desprendido del mundo, apacible, modesto. Su vestido, al igual que todo lo suyo revelaba grande humildad. Siempre servicial y obsequioso, trataba a sus compañeros como si viese a su jefe o superior.

Hacía tiempo que, por disposición de la Superioridad Eclesiástica de Colima, prestaba en aquel pueblo de Ejutla sus servicios. Al iniciarse la persecución, continuó allí; pero cuando se acercaba el enemigo, tenía que huír a la montaña, al igual que algunos otros sacerdotes y gran parte del pueblo.

Fue muy devoto de la Santa Cruz, cuya fiesta, año con año, se esforzaba en celebrar con sus fieles lo más devotamente posible. Casi en todos los lugares en donde él ejerció su millisterio sacerdotal, colocó en algún sitio eminente y bello, alguna Santa Cruz, a donde iba muy frecuentemente a pie con objeto de venerarla, siendo estos sus paseos favoritos.

En sus últimos días -escribe un Sacerdote testigo de ello- se había extraordinariamente enfervorizado y, por su devoción a la Sta. Cruz, se preparaba devotamente a celebrarla el día 3 de ese mes de mayo, mas Dios le preparaba para el sacrificio, haciendo a su Ministro cada vez más digno de él; preparábale en premio la cruz del Martirio, la cual sufriría, no sólo en los días muy amados de su culto, sino a la sombra de una Santa Cruz, colocada en una de las lomas que circundan el pueblo de Ejutla, Jal.

(De una carta del Padre Emeterio C. Covarrubias, que durante los días de la persecución callista vivió en Ejutla, al que escribe estas líneas).

La tarde citada del 2 de mayo de ese año 1928, presentóse inesperadamente una columna militar al mando del general Juan B. Izaguirre, y el Padre Pérez, como de costumbre, quiso huír; pero en esta vez fue ya tarde; pues los perseguidores, descubriéndole en su carrera, dispararon sus armas sobre él, haciéndole caer herido.

En este estado pudieron los soldados callistas apoderarse de él, lo acabaron de matar, le quitaron cuanto llevaba y aun lo desnudaron casi del todo, pues no le dejaron sino sus calzoncillos. Cuando se recogió el cadáver del sacerdote mártir, tenía el pecho destrozado por las balas sacrílegas; todo él lleno de sangre, yaciendo en tierra casi al pie de la Santa Cruz, bajo los rayos ardientes de aquel sol de mayo.

Así desnudo, con sólo sus calzoncillos, se le llevó al pueblo, y así se le tendió en un banco, pues los hombres de la persecución callista no permitieron que se le vistiera, ni que se le llevara una flor o encendiese algún cirio. Hasta que los soldados de la persecución salieron del pueblo, se le vistió con sus ornamentos sacerdotales y se le dio cristiana sepultura.

Cuando algún tiempo después volvieron a Ejutla los soldados perversos del general callista Izaguirre, exhumaron los restos del sacerdote mártir Emilio Pérez, para sacarlos de allí y tirarlos en algún lugar desconocido o quemarlos, para así acabar con la devoción con que el pueblo visitaba su sepulcro. Y la admiración fue que el cuerpo estaba del todo incorrupto. Pero los soldados callistas no se inmutaron por ello ni frenaron sus instintos anticristianos; lo despojaron de sus ornamentos sacerdotales de Misa con que había sido sepultado y lo vistieron con un uniforme viejo de soldado federal y así lo tuvieron, recargado en el muro del cuartel, a un lado de la puerta de entrada, durante todo el tiempo que ellos estuvieron en Ejutla como guarnición. Cuando ellos se retiraron, de nuevo los fieles, quitáronle aquellos andrajos sucios de soldado, lo vistieron nuevamente de sacerdote y lo sepultaron en el templo.

ATAQUE AL PUERTO DE MANZANILLO

Ya hacía tiempo que el general Degollado llevaba la idea de un ataque al puerto de Manzanillo. De esta suerte, el día 10 de mayo llegó a los campamentos de Cerro Grande el general Manuel C. Michel, quien por esos días era Jefe de E. M. del general Degollado, trayendo la comisión de. hablar con los generales Anguiano Márquez y Andrés Salazar, y principiar a cambiar impresiones sobre el ataque a Manzanillo. El general Degollado tenía muchas esperanzas en el éxito de ese movimiento que se comenzaba a planear. Tomarían parte, no sólo las fuerzas de Colima, sino los diversos regimientos del sur de Jalisco y aun el del mayor Anatolio Partida que 'operaba en la sierra de Mazamitia, Mich.

Una semana más tarde -el día 18- el mismo general Degollado, acompañado de su Estado Mayor y escolta de la Jefatura, se presentó en Toxín, lugar estratégico en el Cerro Grande, para planear, ya de inmediato, el ataque al puerto de Manzanillo (Diario del P. Capellán, Sr. Ochoa).

Concurrieron a esa junta los generales Andrés Salazar y Carlos Bouquet, el general Anguiano no asistió, porque estaba en cama con una fuerte tifoidea o paratifoidea en cerro de Villa, con alta fiebre. Lo representó su Jefe de E. M. coronel Marcos Torres; además estuvieron el general Alberto B. Gutiérrez, el coronel Rodríguez, el mayor Rafael Covarrubias, y los capitanes Bernardo López C., Efrén Quezada y Andrés Bermejillo, estos cinco últimos del E. Mayor del general Degollado.

El general en jefe manifestó su plan. El ataque habría de realizarse, precisamente el 24 de ese mes de mayo.

Al efecto, ordenó que el general Salazar con sus fuerzas y las que le cediera el general Anguiano, que en el presente caso serían los soldados del coronel Marcos Torres, atacarían Colima y Villa de Alvarez a las primeras horas de la mañana del día veinticuatro, con el objeto de no permitir que las guarniciones de esas dos plazas se movilizaran en auxilio de Manzanillo.

Al general Alberto B. Gutiérrez se le ordenó con el mismo fin, que con una escolta procediera a dinamitar y destruir el Puente Negro, que se encuentra al sur de Coquimatlán, sobre la vía del ferrocarril.

Por último, ordenó que el general Anguiano dispusiera que el mayor Candelario B. Cisneros, con las fuerzas a su mando, se incorporara a las del general Michel, que tomarían parte en el ataque a Manzanillo.

Preparado así el ataque, en lo que a las fuerzas de Colima se refiere, llegado el día señalado, a las primeras horas del amanecer, el general Carlos Bouquet, jefe en esa primera fase del combate, lanzó sus tropas sobre la plaza, muy bien defendida naturalmente y que contaba con la artillería del Cañonero Progreso. Estas tropas estaban integradas por el Primer Regimiento, que mandaba el mismo Bouquet, el Regimiento del general Michel, parte del escuadrón michoacano, a las órdenes del mayor Anatolio Partida, fracción del Segundo Regimiento de Colima, al mando del mayor Candelario B. Cisneros, la misma escolta del general Degollado, al mando del mayor Rafael Covarrubias y algunas más.

Unas cuatro o cinco horas llevaban de rudísimo combate, cuando aquellos cristeros fueron auxiliados por el Quinto Regimiento al mando del general Lucas Cueva y el propio general Degollado con su E. Mayor que, haciendo derroche de valor, al igual que los primeros, fueron arrebatando, palmo a palmo, el puerto al enemigo, a pesar de la desesperada resistencia de éste y del continuo bombardeo del cañonero. Hubo un momento en que los callistas tocaron a rendición y el cañonero enfiló hacia la salida de la bahía. La plaza entera estaba en poder de los libertadores y el enemigo huía derrotado.

Y fue en estos precisos momentos cuando se presentó, sin esperarlo los soldados cristeros, un tren callista procedente de Colima, pletórico de soldados, al mando del general Heliodoro Charis, Jefe de Operaciones Militares en el Estado.

Entonces la situación de los cristeros fue en extremo terrible. Con la llegada del tren militar, quedaron divididos en dos partes y aislados los unos de los otros; más aún, un grupo considerable de soldados del general Lucas Cueva, quedaron completamente copados: los soldados callistas de Charis, que acababan de llegar, estaban a su frente; la laguna, por la derecha; el mar, por la izquierda y los callistas que habían huído y ahora retrocedían con nuevós bríos, por la espalda.

La carnicería fue horrible. En los primeros momentos de nueva y crudísima lucha perecieron muchos de los federales, pues éstos, al ir saliendo del ferrocarril, en gruesos grupos y precipitadamente, presentaban blanco con todo el cuerpo. Mas luego se adueñaron de la situación y se entabló formidable batalla que dejó las calles sembradas de cadáveres. Hubo escenas de muy alto heroísmo y de grandioso valor cristiano. El general Lucas Cueva, copado al pie de la montaña con unos 45 soldados, luchaba con bravura de león acosado. Alrededor de la casa que le sirvió de baluarte, quedaron los callistas muertos en gran número; pues iban pereciendo sin remisión a medida que se acercaban, hasta que se puso fuego a la casa, última morada terrena de aquellos bravos cristeros, pereciendo casi todos ellos. Entre éstos estaban los hermanos José y Luis Sahagún, teniente coronel y mayor, respectivamente, el mayor José M. González y el capitán Onésimo Ortiz.

Otros varios libertadores fueron tomados prisioneros y preferían y pedían la muerte, antes de que se les considerase como rendidos. Ante aquella fuerza inesperada y superior, y cuando ya era imposible la resistencia, el general Degollado ordenó la retirada, no sin haber dado, en aquella memorable jornada, una palpable prueba de intrepidez y fe.

Saldo del combate: de los enemigos, más de trescientas bajas. De los soldados de Cristo Rey, unos cincuenta y cinco, contando muertos y dispersos; pero de entre éstas, de los soldados pertenecientes a las fuerzas colimenses, solamente hubo tres muertos, a saber el capitán José Arandas, Maximino Ceballos y otro soldado.

Cuando después del combate, examinando el general Degollado y su E. Mayor la causa de la derrota, se encontró que había sido gravemente culpable, ante todo, el general cristero Alberto Gutiérrez, que tenía el encargo de interrumpir por completo la comunicación no sólo telegráfica, sino ferrocarrilera entre Colima y Manzanillo, y que no cumplió con su deber como era debido, porque sólo se limitó a mandar dinamitar -pues ni siquiera fue personalmente- un pequeño puente que fue reparado en breve tiempo, y que tampoco el general Salazar y, por consiguiente, ni el coronel Marcos Torres, que estaba a suS órdenes en esta ocasión, cumplieron con lo que se les había ordenado, de amagar a Villa de Alvarez y Colima al amanecer, por lo que las guarniciones de estas plazas pudieron moverse a sus anchas para auxiliar a Manzanillo, Col.

Algunos proponían, con grande disgusto, que se formase consejo de guerra y se fusilase cuando menos al general Gutiérrez.

Del general Andrés Salazar y del coronel Marcos V. Torres, esto escribe Degollado en sus Memorias:

Gravemente responsables fueron el general Salazar y el coronel Marcos Torres, que en vez de atacar al amanecer la ciudad de Colima, se presentaron allí hasta las cinco de la tarde (fue al oscurecer) cuando ya no había fuerzas que los pudieran molestar gran cosa. Yo, en parte disculpo al coronel Marcos, porque quedó subordinado a Salazar; pero Salazar sí merecía que se le hubiera formado un consejo de guerra y haberlo fusilado. Sin embargo, yo no quise hacer uso de mi autoridad para evitar mayores males, como los que pasaron en Los Altos cuando los altos Jefes mandaron fusilar al coronel Victoriano Ramírez (El Catorce). Yo, en lugar del coronel Marcos Torres, aun cuando estaba subordinado a Salazar, lo hubiera desobedecido para cumplir las órdenes superiores, máxime que las fuerzas que él comandaba pertenecían a su corporación y no a la de Salazar.

Por lo que ve al coronel Marcos V. Torres, que debía estar al mando del general Salazar, desde en la noche anterior durmió con sus soldados, según instrucciones que había recibido, en Potrero Duro, cerca de Chiapa, esperando órdenes, para movilizarse; pero las órdenes no llegaron sino hasta al caer la tarde de ese día 24.

De aquí que, hasta esa hora, ya oscureciendo, se acercaron a Colima las fuerzas del regimiento de Salazar, al mando del teniente coronel Víctor García, y combatieron en San Francisco Almoloya contra los callistas. El coronel Marcos Torres, sin encontrar resistencia, entró a la ciudad por el barrio de las Siete Esquinas. Las gentes, entusiasmadas, salían por las puertas y ventanas y vitoreaban a Cristo y a los cristianos luchadores.
Indice de Los cristeros del volcán de Colima de Spectator Libro sexto. Capítulo quintoLibro séptimo. Capítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha