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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO CUARTO
Los días de mayores penalidades
(Del 27 de abril, a los primeros días del mes de agosto de 1927)
Capítulo quinto

Por el deber hasta lo último. Despedida. Sale el General Ochoa.



SEPARACION PENOSA

En la misma tarde de aquel domingo, viendo por una parte el general Ochoa que era imposible pasar con la columna libertadora a la región que era necesario visitar, y, considerando por otra, que el viaje no podía aplazarse, determinó ir acompañado de unos pocos:

Dos o tres -decía- no llamamos la atención del enemigo; nos iremos a pie y pasaremos por donde se pueda.

Pero el problema principal era su separación de aquella gente que no podía aún prescindir de él; porque en esos primeros meses los libertadores del Volcán eran como niños que nunca se han separado del lado de su padre, sin el cual no saben qué hacer.

La separación era sin embargo necesaria y no había que vacilar: ¡Dios proveería!

Reunió Dionisio Eduardo Ochoa a todos, los exhortó vivamente a tener ánimo y les prometió volver pronto. Sin darles a conocer el fin especial del viaje, les manifestó que sería en bien de todos; que ellos procuraran ser igualmente fieles a su altísima misión de soldados de Cristo; que vivieran en santa armonía, como hermanos crIstianos.

Nosotros -decía- al ingresar al bendito Ejército Libertador, no tenemos más intereses que los intereses de Cristo, ni más padres gue Cristo Rey y Santa María de Guadalupe, ni más hermanos que los que en unión nuestra han ofrecido a Dios su sangre para lavar los pecados nacionales.

Los soldados escucharon la exhortación del jefe, tristes y meditabundos, pero ninguno dijo una palabra. Al terminar la reunión, hizo Ochoa particularmente algunas recomendaciones a Rafael G. Sánchez, quien, en unión de Antonio C. Vargas, quedaría al frente de la Jefatura, y partió luego, llevando por únicos compañeros, a Miguel Anguiano Márquez, Salvador Vizcaíno y un hermano del primero. Vizcaíno era un valiente joven del pueblo de San Jerónimo, Col., de unos 20 años de edad, perteneciente a la A. C. J. M. Y de toda la confianza de Ochoa.

PROPAGANDA FRUCTUOSA

A pie emprendieron el camino los cuatro jóvenes, sin llevar ninguna otra cosa que sus propias armas para su defensa y su gabán para guarecerse un poco del frío. La despedida fue un sonoro grito de ¡Viva Cristo Rey! que lanzó el joven jefe Ochoa y que fue contestado por todos sus soldados que cariñosamente le rodeaban. Más de alguna lágrima fue necesario reprimir entonces. Era una fe heroica la que hacía prorrumpir en exclamaciones jubilosas cuando tan hecho jirones se encontraba el corazón.

Al día siguiente, atravesando potreros y barrancos y en medio de la lluvia, pudieron llegar felizmente nuestros cuatro viajeros a la hacienda de Buena Vista, y dos o tres días más tarde, estuvieron en la hacienda del Naranjo, Jal.

Allí en la hacienda de Buena Vista había, como en la de San Marcos, otro caporal, excelente amigo de Dionisio Eduardo Ochoa -Ignacio González-, que prestó magníficos servicios a la causa de los cristeros. El inspeccionaba la región; veía si había o no enemigos y les ayudaba a encontrar solución al grande problema, sobre todo en el temporal de aguas, de pasar el río de El Naranjo, cuyos pasos frecuentemente estaban resguardados por escoltas militares.

Ya allí, en El Naranjo, Jal., Dionisio Eduardo Ochoa y sus compañeros encontraron al grupo de cristeros que bajo la dependencia de Gildardo Anguiano comandaba Ignacio Arceo, y eligieron a algunos soldados para que les acompañasen en aquella gira.

El primer problema, el que había movido al general Ochoa a ir a esa región del otro lado del río de El Naranjo, era ver a los hacendados para excitarlos a que contribuyesen con generosidad a aquel Movimiento.

Todos tenemos que cooperar en esta empresa -decía- pues se trata de redimir a México de esta tiranía incalificable. Se trata de la Iglesia y de la Patria. Los que no tenemos recursos materiales, ofrecemos gustosos nuestras personas al sufrimiento y al trabajo y nuestras vidas mismas; pero el que puede cooperar con su dinero, que en un movimiento armado es de imprescindible necesidad, pues que ayude con su dinero.

Y predicando con ese fuego y amor la necesidad de ayudar a la Cruzada de Cristo, reunió, no los diez o doce mil pesos que él pretendía, pero sí cuatro o cinco mil que mandó a Guadalajara, Jal., para una compra arriesgada que la jefatura cristera de allí pretendía hacer.

Visitaron, además, los campamentos de El Cacao y Las Parotas, cuyos núcleos eran comandados, respectivamente, por Hermenegildo Maldonado y Gregorio Martínez.

En todas esas partes Ochoa reunía a los libertadores, les hablaba de su misión, de sus deberes y les pintaba patéticamente la protección de la Divina Providencia en la región del Volcán.

EL VALLECITO DE CRISTO REY

En esta región estaba refugiado el Padre don Octaviano Marín, de la Diócesis de Colima. Sobre una meseta, que se forma en las estribaciones de la alta sierra de La Ferrería, a corta distancia de la ranchería de Las Parotas, se había congregado una multitud de familias cristianas. El Padre Marín vivía allí; hizo una amplia capilla de tableta de pino en donde él celebraba a diario la Santa Misa y ejercía, con relación a los cristeros de la región, el piadoso oficio de capellán.

El lugar era,en verdad delicioso y se vivía en cierta relativa paz, sólo turbada de cuando en cuando, con ocasión de alguna incursión enemiga por la región. A este campamento cristero le llamaron los soldados libertadores el Vallecito de Cristo Rey.

ANTE EL ANCIANO SEÑOR OBISPO DIOCESANO

También, no muy distante de aquellos lugares, más allá de la sierra de El Tigre, en una cabaña de la montaña, habitaba por aquellos días el anciano Obispo de Colima, Excmo. señor Velasco. No tuvo lugar fijo en donde morar. De rincón en rincón de las serranías anduvo errante, viviendo en cada lugar por el tiempo que creía prudente. La Misa del Jueves Santo y la consagración de los Santos Oleos, la había efectuado en esa ranchería de El Tigre. Allí quedaron de recuerdo, incrustadas en el suelo, unas piedras lajas, como testimonio del acto allí celebrado.

Estando Dionisio Eduardo Ochoa con Miguel Anguiano Márquez y sus acompañantes, allí en el campamento del Vallecito de Cristo Rey, hablando con relación al Excmo. Señor Obispo, supo que se encontraba a no muy larga distancia de allí y, dado su cariño filial hacia él, quiso ir a verlo, más aún que supo cuáles eran los sentimientos que con relación a él y a sus soldados de la Cruzada tenía el egregio Prelado; cómo les encomendaba en sus oraciones y cómo prorrumpía, siempre que había ocasión, en frases de admiración y elogio por sus proezas cristianas.

Cuando Ochoa y sus compañeros llegaron a la cabaña del egregio Obispo, éste, al reconocerlo, se llenó de alegría, pues Dionisio Eduardo, desde niño, le había sido particularmente querido.

- ¡Cuán grande es Dios! ¡Cuán admirable es el Señor en sus caminos! -dice el Prelado-. Mira, yo siempre, cuando tú eras chico, con alegría esperaba ordenarte algún día sacerdote. Pero los designios de Nuestro Señor eran distintos: El tenía destinado para ti ser jefe en esta cruzada de Cristo Rey. El te ayude, El te bendiga.

Conversaron largo rato.

- ¿Y tu hermano el Padre?
- Mi hermano el Padre está con nosotros, viviendo con nosotros como capellán. Lo dejé allá, en el volcán, con los soldados de Cristo Rey.
- ¡Cómo! ¿El Padre anda con ustedes?
- Sí, Ilustrísimo Señor. Nos quedamos solos, sin sacerdote ninguno, pues el Padre Ahumada ya no pudo continuar acompañándonos. Y no era posible que en medio de tantos sufrimientos. y peligros se viviese sin un sacerdote. Yo le escribí al Padre mi hermano, contándole nuestro gran problema. Yo no le decía, ni le insinuaba siquiera, que él se viniera con nosotros. Le contaba esa grande pena, como a hermano; pero él habló con el Sr. Pro-Vicario General. Sr. Uribe y, de acuerdo él, me escribió diciendo que estaba a las órdenes de los soldados de Cristo Rey. Y el día 7 de este mes fuimos por él; lo recogimos en la hacienda de Buena Vista. Desde entonces, incorporado a nuestra columna, anda con nosotros; viste al igual que todos, porque no es posible de otro modo, y duerme al igual que todos, en el suelo y, a veces, bajo la lluvia. Pero los soldados están muy contentos y él también. Diariamente tenemos la Santa Misa en el lugar en que acampamos; muchos comulgan todos los días.

El Excmo. Señor Obispo oía, sorprendido, esa noticia que no esperaba.

- ¡Ah! Pues que DIos cuide al Padre tu hermano. Dios bendiga y cuide a todos.
- Gracias, Señor. Mi hermano tiene pensado venir a ver a su Señoría Ilma., en la primera oportunidad. No lo traje en esta ocasión, porque estaba muy difícil la venida y, además, aquella gente no podía, por ahora, quedarse sin él. Necesitan la presencia del sacerdote.
- Está bien. Diariamente, aquí en el altar de la Misa, pido por Uds.
- Dios le pague, Señor.
- Mira: tú sabes que al Obispo le obliga celebrar la Santa Misa por su pueblo, esto es, por sus hijos, los domingos y demás días de fiesta, aún suprimidos. Pero ahora, para el Obispo de Colima son días de fiesta todos los días de la semana, porque todos los días ofrece la Santa Misa por su pueblo; y su pueblo, ante todo son ustedes, los que sufren y luchan por la causa de Cristo Rey.

Y el anciano Obispo, cuando Dionisio Eduardo Ochoa se despedía, elevó al cielo su frente coronada de canas y marcada con los signos del dolor; extendió sus manos y, en nombre de Dios, le bendijo. Dionisio Eduardo, de rodillas, con la frente inclinada y vivamente emocionado, recibió, en nombre suyo y de todos los nuevos abnegados y gloriosos macabeos, la bendición de su amado Pastor.

EL GENERAL CRISTERO DON FERMIN GUTIERREZ

De allí el Gral. Ochoa creyó oportuno, ya que estaban sobre el camino, pasar a Coalcomán, Mich., para conferenciar sobre asuntos de la defensa armada, con el Gral. libertador don Fermín Gutiérrez (Luis Navarro Origel), que era el jefe de aquellas zonas y con quien trabó firme y verdadera amistad. De él aprendió Ochoa a firmarse, humilde y piadosamente, en todas las comunicaciones, aunque fuesen oficiales, Recluta de María.

Don Luis Navarro Origel fue uno de los más ameritados y nobles católicos mexicanos.

Había nacido en Pénjamo, Estado de Guanajuato.

El ideal suyo fue siempre el reinado de Cristo en la Patria. Joven de elevada cultura, de posición social distinguida, de singular talento, se dedicó todo él a trabajar por Cristo, siendó uno de los más ardientes miembros de la A. C. J. M. En 1917 tomó esposa, pero la atención de su casa no le quitó el objetivo de su vida: trabajar por Cristo. Cuando la persecución callista comenzó, fue jefe de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa en Pénjamo, Gto., a cuyos trabajos se consagró con toda el alma. Por fin, cuando él vio que todos los medios pacíficos eran inútiles, fue uno de los primeros que se lanzaron a la guerra. No le importó su posición social, ni sus bienes, ni el abandonar a su esposa e hijos a quienes amaba tiernamente; el amor de Cristo estaba sobre todo. La prudencia, empero, para evitar la persecución sobre su familia, le hizo ocultar su nombre, y así fue conocido siempre con el nombre de Gral. Fermín Gutiérrez.

HURACAN Y METRALLA

De Coalcomán, Mich., regresó Ochoa a sus regiones de la hacienda del Naranjo y, de allí, a la del Cacao, a fin de completar la organización de las tropas libertadoras y empapadas del espíritu verdadero y genuino del movimiento cristero: espíritu de fe intensa, de piedad ferviente, de sacrificio heroico. También le seguía preocupado el imprescindible problema de fondos para comprar cartuchos; pues aunque el dinero conseguido ya se había mandado a Guadalajara, sin embargo, él sabía que el parque iba a tener que tardar, pues la tarea de obtenerlo, según se proyectaba, se creía segura, pero tardada y arriesgada.

En el campamento del cerro del Cacao le tocó pelear con los enemigos, el 24 de junio. Los libertadores de aquel campamento, que no llegaban a cincuenta, fueron distribuidos en tres pequeños grupos que colocó en los tres principales lugares por donde el enemigo tendría forzosamente que atacar para tomar las posiciones cristeras.

Toda la mañana estuvieron en sus puestos aquellos cruzados, esperando el combate; pero el enemigo permanecía sin avanzar. Pasado el mediodía, el cielo empezó a cubrirse de gruesas y negras nubes y, en medio de continuos y fuertes rayos, se desató una tormenta torrencial; las ramas de los árboles azotaban unas contra otras por la fuerza del viento y el agua caía con fuerza tempestuosa. Fue éste el momento que los perseguidores eligieron para el ataque, y, al estruendo del viento, del agua y los rayos, se unió el de las ametralladoras y la fusilería.

Los soldados enemigos que atacaban eran 400 y toda su fuerza la cargaron contra una sola de las posiciones libertadoras, que estaba defendida sólo por diez o doce cristeros que, como es claro, no pudieron resistir por mucho tiempo y tuvieron que retirarse precipitadamente, en condiciones muy desventajosas, pues el lugar es muy pedregoso y sin arboleda que pudiese cubrirlos en su retirada. Sin embargo, Dios los protegió y salieron ilesos.

En cambio, por parte de los callistas hubo 35 muertos, entre ellos dos artilleros y dos oficiales.

SOLO EN EL BARRANCO

Cuando los libertadores huían a través de los escabrosos pedregales, en medio del agua de la tormenta y bañados por las balas enemigas, Dionisio Eduardo Ochoa, sin que lo advirtieran sus compañeros, resbaló por entre las piedras mojadas y cayó entre los peñascos lisos y filosos, causándose algunas contusiones.

Esto fue providencial, pues los perseguidores, probablemente, pensaron que lo habían matado y siguieron tras los otros libertadores que iban adelante.

Cuando Ochoa se levantó y se encontró sin sus compañeros, torció tras unas altas peñas y, paso a paso, pues por los golpes no podía correr, empezó a descender hacia el fondo de un barranco. Empapado, sin ningún compañero, magullado por la caída y tiritando de frío, caminando riachuelo abajo. Cuando creyó que ya no sería imprudente salir, salió y tomó una vereda rumbo a la hacienda de El Naranjo.

Esa noche se rezó por él en el campamento del Vallecito de Cristo Rey. ¡También los cristeros lo creyeron muerto!

Cuando Dionisio Eduardo Ochoa se vio en esas condiciones y en la imposibilidad de volver al campamento de los cristeros de la región, por estar invadido el campo de enemigos y teniendo en cuenta que, en realidad, había terminado su misión en aquellas regiones, se decidió a pasar de una vez a su campamento del Volcán.

J. JESUS SOLIS

Al salir del barranco y llegar al camino, se sentó en una piedra a esperar si acaso pasaba por ahí algún conocido. El deseaba seguir a la hacienda de El Naranjo, conseguir un caballo y un compañero y proseguir hacia el Volcán que ya, con satisfacción, allá en el horizonte, se dibujaba, pues a pie no era posible continuar, porque con dificultad caminaba por estar tan golpeado.

Empapado por el agua de la lluvia que ya en esos momentos había cesado, algo malhumorado, resentido porque sus compañeros lo habían abandonado, dejándole en poder del enemigo, esperó largo rato.

Al fin vio que montado sobre una bestia venía un muchacho, procedente de aquella regiÓn de El Cacao, por el camino que lleva a la hacienda de El Naranjo. Traía una arma larga -buena señal, pues quería decir que era de alguno de los grupos de soldados cristeros de aquellos lugares.

- Muchacho, llévame por favor en tu caballo, porque estoy golpeado y no puedo caminar. ¿Me conoces?
- Sí, usted es el jefe don Nicho ¿verdad? ¿Qué le pasó?
- Sí, yo soy. Me caí cuando terminaba el combate y rodé por entre las piedras lisas del cerro. Los compañeros, seguramente no me vieron y me quedé solo. Tú ¿a dónde vas?
- Voy a un mandado de mi jefe, a la hacienda de El Naranjo.
- Llévame, por favor. Si no crees que tu caballo nos pueda a los dos, bájate y déjamelo. Tú te vas a pie.

Y el muchacho, que era J. Jesús Solís, que aún vive, originario del pueblo de San Jerónimo, Col., acostumbrado a que los combatientes de esa zona tenían el sistema de resistir un poco y luego escapar y eso, sobre todo, por la escasez de parque, dice con cierta ingenuidad al Gral. Ochoa:

- Pero no me vaya a largar, don Nicho y a dejar solo, porque hay mucho enemigo y me agarran.

Dionisio Eduardo Ochoa, resentido como iba, contesta con cierta aspereza:

- ¡Cómo te he de largar yo! Mira, el que abandona a un compañero, dejándolo entre los enemigos, es un traidor. Y de aquí en adelante, así se le considerará. Y el traidor merece ser fusilado. Si teniendo enemigo al frente, yo corriera y te abandonara, yo sería un traidor y te autorizo para que me des un balazo.
- Don Nicho, dispense -dice Jesús Solís, arrepentido de lo que había dicho-; pero ¿cómo cree que sería yo capaz de matar a usted?
- Y ¿cómo crees tú que yo iba a ser capaz de abandonarte a ti en manos del enemigo? Nos moríamos los dos, pero yo no correría, dejándote en manos de ellos.

El muchacho se veía apenado. Dionisio Eduardo Ochoa se ablandó en un momento.

- ¿Le ayudo a subirse al caballo, don Nicho?
- Sí, ayúdame, por favor.

Y caminando despacio, Dionisio Eduardo Ochoa montado sobre la bestia y J. Jesús Solís a pie, llegaron a inmediaciones de la hacienda de El Naranjo. Entre tanto, había caído la noche.

- Mira -dice el jefe Ochoa a Solís-, entra a la hacienda y dices al administrador que necesito un caballo; que me haga o el favor de proporcionármelo; que voy un poco golpeado.
- Y ¿si no quiere?
- ¡Cómo que si no quiere! Mira, sí va a querer, él es amigo mío. Y aun suponiendo que no quisiera, en tiempo de guerra, sábetelo, cuando algo es imprescindiblemente necesario, más aún para salvar la vida que está en peligro, si con atención y por la buena no se obtiene, se toma a como se dé lugar. Tú sabes qué dices o qué haces para obligarlo, en caso de que resistiera. Y búscate también algún otro soldado libertador que te reemplace para que tú vuelvas y él siga conmigo hasta el Volcán. Se necesita uno que sea listo, no miedoso y que conozca bien los caminos.

Por ahí fuera, cubierto por la noche, esperó Dionisio Eduardo Ochoa el retorno de Jesús Solís. Por fin llegó con el caballo que se había pedido al administrador de la hacienda, Ochoa le envió las gracias por el favor.

En cuanto al nuevo compañero que se deseaba, encontraron allí en la ranchería de El Naranjo, a Jerónimo Zamora, uno de los libertadores del Volcán, el cual vive aún también. Dionisio Eduardo Ochoa tuvo que despertarlo, pues a esas horas ya Zamora dormía, y, en compañía de él, después de cenar y descansar unos breves momentos, prosiguió su camino hacia el Volcán, no sin antes escribir unas líneas que llevaría Jesús Solís al jefe cristero de aquella región, comunicándole su resolución de marcharse, dándole además algunas instrucciones y órdenes para que las comunicase a Miguel Anguiano Márquez.

A la mañana siguiente, después de aquella noche tremenda, estuvieron nuestros dos viajeros cerca de la vía del ferrocarril que, bordeando el río de Tuxpan, corre por toda esa región. ¡Había que atravesar la vía y el río! ¡Otra vez el problema de hacía algo más de un mes! La vía estaba custodiada. Y, huyendo de los enemigos, descubiertos y perseguidos en más de una ocasión durante aquella mañana, viéndolos aquí, viéndolos allá; así como iban, rendidos de fatiga, hubieron que desviarse, río arriba, hasta cerca de la estación Tonilita, evitando el caer en sus manos.

Hubo un momento en que Dionisio Eduardo no pudo más: los golpes y fatigas del día anterior durante el combate del Cerro del Cacao, la huída penosa, el camino de toda la noche y las dificultades de la mañana le habían extenuado.

- Mira, hermano -dice a Jerónimo Zamora-, me vas a dejar dormir veinte minutos. Con veinte minutos tengo para poder seguir.

Era como el mediodía. Ambos, Dionisio Eduardo y Jerónimo Zamora, se encontraban en una hondonada cubierta por el bosque y la maleza. Arriba, a cortísima distancia, a pocos pasos, se encontraba el enemigo.

- Mientras yo duermo un momento, tú vigila. Fíjate en mi reloj. A los veinte minutos me hablas. Luego continuaremos.

Y el jefe cristero de alma heroica se tendió bajo la maleza e inmediatamente quedó dormido.

Largos fueron para Jerónimo aquellos instantes. Estaban, en realidad, a un paso de los soldados callistas de quienes durante toda la mañana habían estado huyendo. Se oían las voces de ellos.

- Don Nicho, ya son los veinte minutos.
- Vámonos. Ya fue bastante -contestó Ochoa, incorporándose.

Cuando cayó aquella tarde y llegó la noche, Dionisio Eduardo Ochoa y Jerónimo Zamora estaban en terrenos de la hacienda de Buena Vista; pero como por una parte, no iban por los caminos, para no ser sorprendidos por el enemigo, y, por otra, la noche estaba muy oscura y lluviosa, se perdieron a tal grado en aquellos grandes terrenos, entonces sembrados de arroz, que no sabían ni en dónde estaban, ni en qué dirección quedaba el caserío.

Con el fango a la rodilla, cayendo y levantando, anduvieron y desanduvieron los arrozales. Al fin, mareados por la oscuridad y el cansancio y viendo que era inútil continuar, porque no sabían ni la dirección que habrían de tomar, se sentaron sobre el fango y el agua.

Ya ahí iban a pie, pues los caballos habían quedado al otro lado del río. Por fin, en la madrugada, el cantar de los gallos y el ladrar de los perros los orientó un poco y continuaron su marcha, llegando al cabo de tanta aventura, a la casa humilde de un señor don Aniceto Valle, de la ranchería de Buena Vista, Col., que siempre daba albergue a nuestros cruzados, cuando por allí pasaban.

Después de unos dos días de descanso, que se aprovecharon en comunicarse con Colima y despachar algunos asuntos urgentes, los dos cruzados siguieron su camino hacia el volcán.
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