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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO CUARTO
Los días de mayores penalidades
(Del 27 de abril, a los primeros días del mes de agosto de 1927)
Capítulo cuarto

El incidente de la muerte del señor Schonduve.



DON ENRIQUE SCHONDUVE

En los últimos dias de la primera quincena de mayo el enemigo renovó sus actividades en la zona de los volcanes con particular empeño.

El motivo principal de este recrudecimiento fue la muerte de don Enrique Schonduve, dueño de la hacienda de La Esperanza, Jal., a unos pocos kilómetros al oriente de Tonila, Jal., en la mañana del 12 de ese mes de mayo.

El señor Schonduve, de origen alemán, aunque relacionado con la familia del Gral. Plutarco Elias Calles, había tenido, como ya se dijo, alguna amistad y cierta deferencia para con el jefe del movimiento cristero en Colima, Dionisio Eduardo Ochoa, sea por alguna simpatía sincera, sea por conveniencia únicamente. No en una, sino en varias ocasiones, dejando Ochoa a su gente cristera fuera de la hacienda, para no molestar, entraba él, acompañado únicamente de Miguel Anguiano Márquez o de su asistente, y era tratado por el hacendado con cortesía y aun invitado a su mesa; más aún, el Sr. Schonduve sí ayudó al Gral. Jefe del movimiento cristet:o, Dionisio Eduardo Ochoa, con dinero, aunque en cantidades modestas, y aun con algunas armas, entre ellas 5 excelentes máuseres nuevos, de 8 mm. de calibre, de manufactura alemana, con buena dotación de cartuchos.

Mas con el ataque de Caucentla, su preciosa casa de campo de El Fresnal fue invadida por las tropas del gobierno callista que la dejaron en estado lamentable; quemaron la planta de la luz y, en su afán de destruir, prendieron fuego al bosque del volcán, que principió a arder desde las cercanías mismas de El Fresnal, hacia arriba. Esto llenó de cólera al Sr. Schonduve y el coraje fue en contra de los cristeros, como causa, no efectiva, pero sí ocasional de aquellos destrozos. Todo ello se sumaba al enojo de un par de semanas antes en contra de Manuel Facio por haberle llevado los caballos. También le tenía especial mala disposición a J. Félix Ramírez, que era uno de los oficiales del grupo cristero que comandaba Andrés Salazar. J. Félix Ramírez, antes del movimiento cristero, había sido trabajador de la hacienda de La Esperanza, Jal. El Sr. Schonduve estaba resentido con él.

Así las cosas, ignorando tal estado de ánimo del patrón, estuvieron allí en la hacienda, en la noche del día 11, Dionisio Eduardo Ochoa y Miguel Anguiano Márquez, para entrevistarlo y saludarlo. Querían ver, además, si era posible algún donativo en dinero para el movimiento, pues se tenía el gravísimo problema, no únicamente de la miseria espantosa en que estaban los libertadores cristeros y sus familias, sino, de una manera muy principal, la falta de parque. Y este parque era necesario conseguirlo con dinero. Los soldados de la columna del Gral. Ochoa quedaron fuera, como de costumbre.

No hubo ningún altercado; pero inmediatamente Dionisio Eduardo Ochoa notó que algo grave ocurría. Ochoa era listo y muy atento; no sólo no era altanero, sino que, aun en situaciones difíciles, sabía abrirse paso y conquistarse las voluntades.

El Sr. Schonduve principió a dar sus quejas y sentimientos. Ochoa le concedió razón -la tenía en verdad-; pero explicando y razonando, fue haciendo entrar en razón al hacendado; los cristeros no eran culpables del destrozo de los bosques y de la hermosa quinta de El Fresnal. Pero quedaba el resentimiento contra Ramírez y contra Facio.

A este desgraciado -textual de la boca de don Enrique Schonduve- lo mato yo, personalmente, en cuanto lo vea, con la misma arma con que peleó mi hijo -excombatiente de la guerra mundial- en el combate de Verdun.

El jefe Ochoa le explicó que Facio ya no estaba ahí en esa zona del volcán; que estaba por la región de El Naranjo y que había sido castigado.

Don Enrique el hacendado, al fin se calmó y terminó con la cordialidad antigua.

LA MUERTE DEL HACENDADO

Pero a la mañana siguiente, como verdadera desgracia, sin conexión ninguna con la columna. del Gral. cristero Dionisio Eduardo Ochoa y sin que éste tuviese el menor conocimiento, enviado por su jefe inmediato Andrés Salazar, se presentó en la hacienda de La Esperanza el oficial cristero J. Félix Ramírez para pedir a don Enrique Schonduve les facilitase un explosor, o aparato para hacer explotar la dinamita a distancia.

Ver a J. Félix Ramírez con su grupo de cristeros en el patio de su hacienda, oír su petición y montar él en cólera, fue cuestión de un segundo. Profirió dos o tres palabras de amenaza para Ramírez a quien dijo que habría de matar, dio media vuelta, entró a su cuarto y salió al momento con el arma en las manos.

Ramírez -el cristero-, al ver que el hacendado cortaba cartucho para disparar contra él, cortó él con más rapidez y, sin dar tiempo a que el hacendado disparase, le derribó de un balazo que le perforó el estómago. De un salto subió Ramírez al corredor de la hacienda y recogió el arma de manos del Sr. Schonduve, para que le fuera testimonio de que había obrado en legítima defensa.

J. FELIX. RAMIREZ, DETENIDO

Y mientras el personal de la hacienda se reunía en torno del patrón herido para prodigarle las atenciones del caso y se avisaba a Colima en demanda de auxilio médico, Ramírez salia de La Esperanza y se presentaba a su jefe inmediato Andrés Salazar. Este le oyó; oyó también el relato de los otros soldados cristeros que habían sido testigos del acto, desarmó y detuvo a Ramírez y, pidiendo instrucciones sobre el caso, puso un propio al Gral. Dionisio Eduardo Ochoa, que en esa mañana se encontraba con la gente de su columna, en El Fresnal. Salazar refería a su jefe Ochoa cuál era la declaración del reo y cuál la de los acompáñantes.

El jefe Ochoa contestó que el soldado cristero Ramírez permaneciese detenido y desarmado, en tanto que él hacía las averiguaciones. Ya él resolvería lo que debería hacerse.

BUSCANDO INFORMES FIDEDIGNOS

La información había necesidad de tomarla en la misma hacienda de La Esperanza, Jal., con los testigos del hecho. El, personalmente, no podría ir, ni siquiera con toda su columna de soldados cristeros que traía desde que salió del cuartel de La Galera, para ir a recoger a su nuevo capellán el Padre don Enrique de Jesús Ochoa. Porque ya, a esa hora, con seguridad, habían llegado o estaban llegando, fuerzas militares del gobierno callista, y aun de la gendarmería de Colima, para resguardar la hacienda de La Esperanza, Jal., en donde agonizaba don Enrique Schonduve. El señor Schonduve estaba muy relacionado con la sociedad y el gobierno de Colima y aun del centro, más aún, que se comentaba ya, como un hecho, el próximo matrimonio de su hijo Jaime con Cristina, hija de don Plutarco Elías Calles.

Decidió entonces el general cristero Dionisio Eduardo Ochoa trasladarse con los hombres de su columna, a la hacienda de San Marcos, Jal. Allí tenía él amigos que podrían ir a La Esperanza y levantar la información. Y por veredas no muy transitadas, procurando no acercarse a la zona de Tonila y La Esperanza, se llegó a la hacienda de San Marcos cuando caía la tarde.

Y buscó el general cristero Ochoa gente competente de la hacienda de San Marcos que no infundiese sospechas en la vecina hacienda de La Esperanza y fuese y trajese informes fidedignos. Al efecto, escribió una líneas para uno de los empleados de allí mÍsmo de la hacienda en donde moría el señor Schonduve para que le mandase datos concretos.

Y el informe vino luego, confirmando lo mismo que al jefe cristero Andrés Salazar habían contado, tanto el soldado J. Félix Ramírez como sus acompañantes. Más aún, se decía que el mismo señor Schonduve, ya moribundo, reconocía y confesaba haber tenido él la culpa de lo que había pasado.

Y, con ocasión de la muerte y sepelio del hacendado don Enrique Schonduve, no sólo los familiares y amigos, sino muchos políticos de Colima y de la ciudad de México se dieron cita en La Esperanza. Para la seguridad de ellos, soldados en gran número y gendarmes de Colima fueron mandados para resguardar la hacienda. En todas las estaciones del ferrocarril, entre Colima y La Higuera, se puso escolta, así como en los cruzamientos y lugares estratégicos de los caminos que llevaban a La Esperanza.

EN BUSCA DE PROVISIONES

No obstante todo, Dionisio Eduardo Ochoa necesitaba acercarse, con táctica diplomática, a los hacendados de la región que controlaban sus hombres, de este y de aquel lado del Río Naranjo, para exponerles su urgentísimo e inaplazable problema: dinero, para comprar parque. Su método era persuadir y que, libremente, le diesen su ayuda.

- Mira, Nicho -le dice un día don Salvador Ochoa, el dueño de la hacienda de Buena Vista-, mientras continúes con tu táctica de pedir simplemente, por más que trates de persuadir, los hacendados, los ricos en general, no te darán sino muy poco. Así no saldrás a flote. Necesitas, por la fuerza, asaltar y llevarte los dineros de las rayas de las haciendas.
- Es que eso no es correcto, tío don Salvador. No debemos nosotros obrar como han acostumbrado obrar todos los revolucionarios que ha tenido México.

Replica don Salvador:

- Es que si tú pides y uno te da, lo llega a saber el Gobierno y nos amuela. Muchas veces hay voluntad de ayudarlos, pero por miedo a esta gente de Calles no se te ayuda. En cambio, si tú asaltas y te apoderas del dinero, nosotros aparecemos víctimas y de ninguna manera cómplices. Si quieres, comienza conmigo, asaltando y llevándote un sábado los dineros de las rayas de aquí de Buena Vista.

Pero Dionisio Eduardo Ochoa, no obstante esas razones, no se persuadió y optó por seguir su sistema de visitar, de hablar, de tratar conseguir por la buena.

EN LA BOCA DEL LOBO

El día 13 de mayo por la tarde se intentó salir de Caucentla para atravesar, ya al obscurecer, el camino carretero que va a Colima, y durante la noche, la vía férrea: paso el más difícil, pues era el más cuidadosamente guarnecido.

Ya el sol se había puesto y la luz del crepúsculo apenas alumbraba, cuando se llegó a las cercanías de la hacienda de Quesería, Col., en donde había que atravesar la carretera que lleva a Colima.

Con toda tranquilidad, y sin suponer nada adverso en aquellos momentos, empezaron nuestros libertadores a ver una larga polvareda que se acercaba, suponiendo que eran las carretas que, cargadas de caña de azúcar, llegaban a la hacienda después del trabajo del día, como sucedía regularmente. Lo obscuro ya de aquellos momentos, el color verdinegro de los uniformes enemigos, impidieron que los cruzados se dieran cuenta del peligro. En cambio los cristeros, con sus vestidos blancos -calzón y camisa de manta y en descubierto, pudieron ser vistos por los callistas con gran facilidad.

En previsión de algún peligro, los libertadores hicieron alto sobre una pequeña loma, a no larga distancia del camino.

Y principiaron a opinar: unos, que aquellos bultos que entre las sombras avanzaban, eran bestias; otros, que carretas de caña; otros, que eran los enemigos.

El toque del clarín y las primeras balas los sacó de la duda: tenían a los soldados callistas en toda la línea del camino, apoderándose de la cerca de piedra que les serviría de trinchera; estaba también ganado el flanco y el enemigo trataba de cercarlos. Había pues que salir de allí precipitadamente, antes de que éste lograse su intento.

A todo correr, en medio de una lluvia de balas y entre los matorrales y piedras de la montaña, lograron los cruzados salir de aquel peligro.

Serían las 8 de la noche cuando los cruzados llegaron de nuevo a las ruinas de su viejo campamento de Caucentla, de donde habían salido aquella tarde.

La luna en esos momentos estaba un poco arriba del horizonte; sus rayos penetraban apenas por entre las frondas del bosque, dando al cuadro un aspecto solemne y fantástico. Ahí, en la semioscuridad, junto a las viejas trincheras, se hizo alto un momento; todos estaban en completo silencio y se mantuvieron sobre sus caballos, esperando una orden del jefe. Entre tanto éste, montado, igualmente, conferenciaba casi en secreto, con dos o tres de sus compañeros de más confianza que se acercaron a él y, un minuto más tarde, se trasmitían los soldados, unos a otros y en voz baja, la orden de continuar adelante.

En efecto, había necesidad de pasar a la región de Pihuamo, Jal., cuanto antes, y por donde posible fuera.

AUN EN MARCHA

Si atravesando por las proximidades de la hacienda de Quesería, Col., había fracasado el intento, ahora debería intentarse la salida por el camino de Tenaxcamilpa y cruzar después la vía del ferrocarril, cerca de la estación de Villegas, Jál. El plan debería ponerse en ejecución inmediatamente, pues según todas las probabilidades, al día siguiente, si pernoctaban allí en Caucentla, serían atacados por el enemigo que había quedado atrás, a unos cuantos kilómetros.

Largo rato se caminó por veredas montuosas y extraviadas, atravesando oscuras barranquillas donde no penetraban aún los rayos de la luna; pues intencionalmente se dejaron los caminos ordinarios para evitar nuevos encuentros con el enemigo. Los cruzados iban en completo silencio y extendidos en larga hilera, de uno en fondo, cubiertos con sus gabanes obscuros, para no hacer blanco, en los lugares descubiertos, donde la luz de la luna los bañaba, y aun absteniéndose de fumar para mayor cautela.

Al fin, hubo de llegarse al ancho camino carretero que lleva a la hacienda de Tenaxcamilpa, por el cual tenían por fuerza que pasar.

Eran ya pasadas las 12 de la noche. Hacía ya una semana que casi no habían dormido aquellos abnegados libertadores, pues había sido un continuo caminar de aquí para allá; estaban por tanto, agotados por el cansancio, los desvelos y también por el hambre.

La noche era singularmente diáfana, y el ancho y polvoriento camino estaba completamente iluminado por la luz argentina del astro apacible que resplandecía en el cenit. A uno y otro lado de aquel ancho sendero había una gruesa cerca de piedra, y, tras de ella, también de ambos lados, se levantaba la maleza obscura y espesa.

Para entrar al camino había que pasar por una gran puerta de golpe. Los que iban a la vanguardia se acercaron a ella, no advirtieron ningún peligro y la abrieron. La puerta rechinó pesadamente y empezaron los soldados a desfilar, uno tras otro. Gran número de aquellos cruzados iba dormitando en su mismo caballo; algunos iban a pie, llevando de las riendas a la bestia, tanto para combatir el sueño, como para aligerarle el trabajo al animal, pues el trayecto era demasiado largo.

Cuando la columna acabó de pasar por la puerta, cerróla cuidadosamente el último soldado cristero, evitando hacer ruido. Rechinaron, empero, sus goznes agudamente. La columna continuó su marcha por en medio del camino, amplio y descubierto, iluminado con esplendidez por la luna que brillaba magnífica.

FATAL SORPRESA

Ya la vanguardia había llegado al final de la carretera; un cristero se había bajado de su caballo para abrir otra puerta que existe al principiar a bajar la barranca, en cuyo fondo corre el río de Tuxpan, que habían de atravesar por un puente, y la vía del ferrocarril, que va casi paralela al río. Ahí está la estación de Villegas.

De pronto e inesperadamente, se oye un tiro; al instante, un segundo, y un momento después, era una lluvia de balas: los libertadores habían caído en una emboscada.

Se quiso organizar la defensa, pero era imposible: los cristeros estaban en medio del ancho camino, completamente al descubierto, sin defensa ninguna y bañados por la luz de la luna llena. En cambio, los enemigos estaban afortinados tras la cerca de piedra y en los riscos de la montaña, defendidos por la obscuridad de la maleza, y de ellos no se veía otra cosa que los continuos fogonazos rojizos de sus descargas. Hubo por tanto que retroceder y, en su carrera precipitada y tumultuosa, los libertadores formaron una masa compacta que llenaba totalmente el camino.

Ahí debió de haber un milagro: un ciego, apostado al lado de aquel amplio sendero, como lo estaban los enemigos, hubiera hecho blanco en cada descarga, pues para hacer víctimas en aquella ocasión, no se necesitaba ninguna puntería. Más aún, al llegar a la pesada puerta de la entrada, la multitud se agolpó como efecto de su carrera tumultuosa y, con el enemigo a la espalda, teniendo, forzosamente, que hacer alto, pues difícilmente, en aquellas circunstancias, se logró abrirla y pasar adelante.

Por fin, gracias a la Providencia, se logró salir de la terrible boca de lobo en que se había caído. Menos mal que los callistas no continuaron la persecución.

Con mayor agotamiento aún, tomó de nuevo y con inmenso desaliento, aquella columna de libertadores el camino hacia el Volcán, desandando lo que horas antes habían recorrido.

Cuando empezaba ya a amanecer, cuando el ancho disco de la luna se ocultaba frente a ellos, allá entre los pinos de la montaña, llegaron los libertadores al Ojo de Agua, pequeña ranchería que había existido a inmediaciones de donde había sido Caucentla. Se hizo alto un momento y luego se continuó hacia el abrupto recodo de la montaña, tras la hacienda de San Marcos, donde en mejores días estuvo la ranchería de El Durazno. Allí creyeron los cristeros estar seguros para poder descansar un poco y en buenas posiciones para resistir si era necesario; allí también resolverían lo que había de hacerse en tan difíciles circunstancias.

Ya de día, se pasó revista ¿Cuántos libertadores habían muerto aquella noche? ¡ninguno; ningún herido siquiera! Solamente algunos sombreros resultaron agujerados. Todos decíamos alabando y bendiciendo a Dios:

¡Milagro! ¡Milagro!

INMUTABLE PIEDAD CRISTIANA

El día siguiente era domingo -era el 15 de mayo-. La Misa se celebró en la cima de una pequeña montaña coronada de pinos. Sobre una brusca piedra, el Padre Capellán de los cristeros se sentó para oír en confesión a los que quisieron hacerlo. Casi todos aquellos sufridos hombres comulgaron en aquella mañana. ¡Qué cuadro tan sublime! Las milicias angélicas debían batir con mayor magnificencia sus alas, al contemplar tan férvida piedad, tánta abnegación, tánto amor a la libertad, a la patria y a la Iglesia en corazones de tal manera probados por todas las amarguras.

No había qué comer; esa mañana no había absolutamente nada. Todos aquellos días se habían pasado con una poca de carne; muy insuficiente la ración que a cada quien tocaba y ésa se tomaba una sola vez al día, asada únicamente, sin nada de pan, ni tortilla, ni sal siquiera que la condimentase. Con todo, no había quien se lamentara o profiriera palabras de desaliento.
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