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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO CUARTO
Los días de mayores penalidades
(Del 27 de abril, a los primeros días del mes de agosto de 1927)
Capítulo tercero

El nuevo padre capellán. La suerte de los insepultos.



EN ACUERDO CON EL VICARIO GENERAL

Y esa misma noche el Padre don Enrique de Jesús Ochoa -hermano del jefe del movimiento cristero en Colima- se presentó con el Padre Pro-Vicario General Mons. Luis T. Uribe.

Largo conversaron sobre los sufrimientos de los soldados de la cruzada; le narró cuál era la tristeza mayor del jefe Dionisio Eduardo Ochoa, y le mostró la carta.

Monseñor Uribe quedó perplejo. Veía, por una parte, que no se podía obligar a ningún sacerdote a incorporarse como capellán en las filas de los cruzados. Por otra, él reconocía que sí era justo y del todo necesario que alguno se sacrificase y se incorporase como capellán del ejército cristero.

Para el Padre Ochoa, la solución era fácil: él se iría.

- Soy -decía- el más joven de los sacerdotes; creo que soy el que más fácilmente puedo adaptarme a su vida de sacrificios y trabajos. Yo entiendo que es sobre mí sobre quien pesa, de un modo particular, el deber de ser el capellán de esos insurgentes de Cristo.

Al Sr. Pro-Vicario General, aquello se le hacía imposible; no se animaba a cargar con esa responsabilidad, más aún que él no veía con claridad cómo fuese a juzgar más tarde este asunto el Excmo. Señor Obispo Velasco; pero hubo un momento en que, conmovido, dice:

- Mire, compañero, con su juventud y su entusiasmo yo ya estaría allá.
- Muy bien, Señor, gracias. Me voy. Yo contesto esta noche a mi hermano que cuenten conmigo, que me voy con ellos.
- Ellos se lo van a agradecer mucho, yo también. Que él diga dónde y cuándo me recogen. Además, yo le prometo que en la primera oportunidad, iré hasta donde el Excmo. Señor Obispo Velasco se encuentre, le narraré todo y que él diga la última palabra.

LA MISIVA

Y Angelita Gutiérrez llevó al Gral. Dionisio Eduardo Ochoa, unas breves letras del Padre su hermano en que le daba la nueva de que el Sr. Uribe -Pro-Vicario General- le había permitido irse con ellos de capellán. Que él dijera dónde y cuándo lo recogían.

Y el jefe cristero Ochoa saltó de contento; pues él sabía cuán necesario era el sacerdote en las filas de la Cruzada; porque el único sostén y consuelo en medio de tan atroces circunstancias, es Jesucristo, de quien es verdadero ministro el sacerdote.

Y sin demora ninguna, envió a decir al Padre su hermano que el sábado 7 de ese mismo mes, por la noche, estarían para recogerlo, en la hacienda de Buena Vista, en la casita de la Srita. Julia Ochoa, pariente de ellos. Y, cuando al día siguiente el Gral. Ochoa regresó a su cuartel, establecido provisionalmente en la Galera, entre la hacienda de San Antonio y el pueblo de San José del Carmen, Jal., y a hora y media de distancia de la Mesa de la Yerbabuena, donde había dejado a sus soldados días antes, les llevó la nueva:

El Padre, mi hermano, se vendrá con nosotros, vamos a ir por él.

A LAS PUERTAS DE COLIMA

Entre tanto, por mandato del mismo Ochoa, con objeto de llamar la atención del perseguidor en otras partes, para que aquellas innumerables familias que huían pudiesen tener reposo, y se pudiesen establecer en algún lugar adecuado, Andrés Salazar, al frente de sus valientes cristeros, haciendo un acto de arrojo, no obstante los sufrimientos de los días apenas transcurridos, se acercó el 3 de mayo a Colima y entró a Villa de Alvarez, pequeña población: a tal grado vecina de la capital, que el caserío ni siquiera llega a cortarse.

El pánico que se apoderó de los servidores y asalariados del callismo, al tener a los libertadores cristeros a quienes se creía por completo despedazados, a las puertas de la ciudad, fue terrible. Todos corrían de aquí para allá sin encontrar lugar seguro, buscando en dónde esconderse por si el avance continuaba. Se cerraron las oficinas públicas: el Palacio de Gobierno, los juzgados, etc. Sirvió esto, además, para desbaratar las mentiras de los enemigos que, proclamando a los cuatro vientos su victoria, declaraban haber acabado con la rebelión cristera.

También los libertadores de Telésforo Plasencia, con el mismo fin, abandonaron la zona del volcán y marcharon a sus regiones de Tuxpan, Jal.

POR SU NUEVO PADRE CAPELLAN

El sábado 7, muy de mañana, se dio en el cuartel de La Galera la orden de salir de camino: iban por su nuevo Padre capellán, el hermano de su jefe Dionisio Eduardo Ochoa. No todos supieron el motivo de aquella caminata, sino sólo los jefes: con eso bastaba. Con regocijo se organizó la salida de unos 100 libertadores, hasta inmediaciones de la ciudad de Colima, a la hacienda de Buena Vista.

Era cerca de la media noche cuando se arribó a la hacienda. Los soldados cristeros quedaron por ahí afuera, diseminados un poco, en busca de alimentos. Aquella gente de Buena Vista, con gusto y aun con alegría ofrecía a los soldados de Cristo lo que tenía. Todos cenaron. Dionisio Eduardo Ochoa y Miguel Anguiano Márquez llegaron a la casita de Julia Ochoa, en donde el Padre don Enrique de Jesús Ochoa les esperaba, y después de cenar y de una breve y ferviente conversación, le montaron sobre el caballo que le habían destinado y marcharon con él.

EN PIRANES

Casi al oriente de la hacienda de Buena Vista, pasada la línea del ferrocarril, está Piñanes, lugar ameno, con grandes plantíos de limón, agua y muchos árboles bajo cuyas sombras acamparon. Se dio la orden de que allí se pasaría la noche y cada quien buscó su acomodo bajo aquella arboleda. Todavía existe el árbol de parota bajo el cual acamparon Dionisio Eduardo Ochoa y el Padre su hermano, Miguel Anguiano Márquez y su hermano Mariano, y el asistente del jefe Ochoa, J. Trinidad Trillo.

A la mañana siguiente todos reconocieron a su nuevo Padre capellán que les fue presentado.

El día 9 celebró el Padre, por vez primera, la Santa Misa entre aquellos heroicos guerrilleros. Los muchachos, desde la víspera, mientras el Padre confesaba a los que lo iban solicitando, limpiaron el lugar en donde la Misa habría de celebrarse, y con varas del campo formaron la Mesa del Altar.

Con ocasión de la celebración de aquella primera Misa de campaña, el Padre Ochoa habló a los insurgentes cristeros, ofreciéndose a sus órdenes como capellán:

- No vengo -les dijo- con intenciones de ser un nuevo soldado, empuñando el arma en contra de los enemigos, así como vosotros, porque soy sacerdote y esto no iría de acuerdo con las leyes santas de la Iglesia, menos aún el ser jefe, ni siquiera intelectual, de este movimiento armado. Vengo a ser vuestro capellán. Me sentiré dichoso al compartir con vosotros esta vuestra vida de trabajo, desvelos, pobreza, sufrimientos. Muy justo es que, ya que por Cristo y su Iglesia habéis abrazado esta vida de tanto afán y pena, que tengáis un sacerdote amigo a vuestro lado, sobre todo en el trance de la muerte. Bien sé que puedo correr la misma suerte de tantos de vosotros: ¡morir por Cristo! Dichoso aquel a quien el Señor escoja para que por El dé su vida.

Y siguieron los días de penosísima tribulación. Empezaron a caer las aguas bien nutridas, sin tener, las más veces, ni siquiera una cueva para resistir las continuas tormentas. Faltos de parque y perseguidos, casi a diario, por una multitud de enemigos, tenían el santo consuelo de verse acompañados en sus infortunios por un Sacerdote que quiso compartir sus penas. Y así nunca faltó a nuestros libertadores, en medio de sus tribulaciones sin cuento, la Santa Misa, los Sacramentos y las palabras de aliento y exhortaciones que casi a diario les dirigía.

VIDA RELIGIOSA EN EL CAMPO CRISTERO

¡Qué cuadros tan conmovedores eran aquéllos! A falta de templo, casa o rancho siquiera, tenían la sombra perfumada de los pinares, en lo alto de las sierras, o los bosques casi vírgenes de las faldas del Volcán, bajo sus laureles y jazmines, o el fondo umbrío de los barrancos: ahí se improvisaba en un momento una pequeña mesa con varas y ramas; tras de ella se colocaba un estandarte de la Reina de México, nuestra querida Madre de Guadalupe; se ponía sobre la mesa una diminuta ara, se extendían los manteles y quedaba así instalado el altar del Sacrificio. Una piedra de la montaña servía de confesonario y luego, de rodillas, los heroicos y nunca bien alabados cristeros, oían la Santa Misa y recibían a su Rey Sacramentado, y con El nueva vida y valor.

LAS BENIGNISIMAS CONCESIONES DE LA SANTA SEDE

Ya en este tiempo estaban en vigor las magníficas concesiones que, en derroche de bondad, había hecho el Papa Pío XI en favor de México, a fin de que los fieles no careciesen de los Sacramentos, sobre todo en la hora de la muerte:

El sacerdote podía ser autorizado por su Obispo, para celebrar la Santa Misa, cuando hubiese necesidad de ella, aun sin los ornamentos sagrados litúrgicos, bastando solamente sobrepelliz, y estola, si podía tenerse cómodamente; aun sin el ara del altar y sin los manteles requeridos, con tal que se tuviese al menos un trozo de lino, un crucifijo y, si era posible, dos velas; sin necesidad siquiera de observar todas las partes rituales de la Misa, sino sólo las substanciales. Además el que, a falta de sacerdote, la Sagrada Comunión del Viático pudiese ser llevada por un seglar.

Más tarde estas concesiones fueron más amplias: los fieles, aun los sanos, podían por sí mismos, a falta de sacerdote, tomar con su propia mano la Sagrada Comunión, en la mañana, en la tarde o en la noche, aun sin estar en ayunas.

Así había obrado la Iglesia, allá hace veinte siglos, en tiempo de las catacumbas de Roma, a fin de que los Mártires pudieran recibir la Sagrada Comunión. Así también había sido concedido en Francia a los cristianos fieles, cuando la era de terror y de persecución de la Revolución Francesa. Y así fue concedido a México, la nación de los Mártires de Cristo Rey.

EN LAS RUINAS DE CAUCENTLA.
EL PERRO MISTERIOSO

De la hacienda de Buenavista pasó la columna cristera al lugar que había ocupado su viejo campamento de Caucentla, del cual sólo quedaban las cenizas. Fue en estos días cuando pudo darse sepultura a los cadáveres de los cuatro libertadores cristeros que habían muerto en el combate anterior y los cuales estaban ya en horrible descomposición; pero íntegros, lo cual causó sorpresa, porque en esas regiones, apenas queda al descubierto algún cuerpo muerto, inmediatamente comienza a ser devorado por los perros, los cerdos o al menos los zopilotes que nunca faltan. Ahí había un singular custodio: un pequeño perro que corría de aquí para allá sin cesar, ladrando y abalanzándose sobre todo aquel animal que pretendía acercarse a los cadáveres de los soldados de Cristo.

Cuando los libertadores llegaron, el perrito los recibió con mil halagos, corría y saltaba meneando la cola lleno de contento. Sepultados los cadáveres, el animal se retiró. Una circunstancia: aquel perro no había comido en aquellos días, estaba completamente flaco y' a pesar de su hambre verdaderamente canina, ni comió de aquellos cuerpos, ni los abandonó para ir en busca de alimento.

De aquellos cuatro cadáveres insepultos, uno, como ya se dijo, era el de Carlos Zamora, quien, con su hermano Juan, militaba en las filas cristeras de Caucentla. Otro de ellos era de un chofer de Colima, vulgarmente conocido con el apodo de Cajetas.

LOS CHOFERES DEL SITIO INDEPENDENCIA

Algo más de un mes hacía que Cajetas era cristero del Volcán. Mas él no era el único chofer: un buen día, comentándose en el sitio los desmanes de los perseguidores, la grandeza de la causa cristera, la bravura de las huestes del Volcán nunca hasta entonces vencida, algunos muchachos choferes decidieron marcharse: ¡también ellos cooperarían en aquella lucha épica!

Entre éstos estuvo Ignacio Velasco, por sobrenombre La Chiva, otro de apodo Cajetas, un tercero a quien en el sitio llamaban Patas Fritas y dos más.

¿Cómo marcharían?

Para ellos no fue problema; en un coche viejo subió el grupo de voluntarios arriesgados y, sin. medir consecuencias, ni propias ni ajenas, tomaron la carretera que lleva a Tonila. En Quesería se desviaron hacia La Arena y llegaron, montaña arriba, hasta donde pudieron. Cuando ya no pudieron marchar en coche, éste fue abandonado y continuaron su camino a pie: ¡Caucentla -la meta- estaba ya a dos o tres kilómetros de distancia!

¿Para presentarse?

La chiva era conocido, viejo amigo de infancia de Dionisio Eduardo Ochoa, como que las casas de ambos, situadas en la misma calle, no distaban mucho la una de la otra. El haría cabeza en aquel grupo al presentarse con el jefe cristero. En realidad así fue.

Desde entonces Cajetas, La Chiva, Patas Fritas y los otros dos choferes, fueron soldados cristeros en las faldas del Volcán, y supieron serlo; porque fueron bravos y porque su conducta la supieron amoldar a aquella vida de fe y heroísmo cristianos.

La Chiva fue el más perseverante: él saboreó lo que fueron estos tiempos de la mayor angustia; tiempos de desnudeces, hambre, frío, huídas y derrotas, incertidumbres y horas terribles de perplejidad. Y no perdió su carácter festivo.
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