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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO CUARTO
Los días de mayores penalidades
(Del 27 de abril, a los primeros días del mes de agosto de 1927)
Capítulo primero

La derrota de Caucentla.



LA PRUEBA QUE NO FALTA

Ya estaba plantada la obra y había arraigado. Cristo, con su mano omnipotente, había protégido la débil planta, y ésta había crecido prodigiosamente en medio de la borrasca. De no haber sido así, habrían perecido por completo los cristeros de nuestro Volcán colimense, en menos de media hora de lucha.

A treinta y cinco llegaban apenas, en los cuatro meses transcurridos, las bajas que los insurgentes habían tenido en sus combates, mientras que las de los perseguidores eran ya más de mil. Debía principiar la prueba e iban a seguir, después de cuatro meses de feliz desarrollo, otros cuatro de inmensas privaciones y terribles sacrificios.

EL ASALTO AL CUARTEL GENERAL

Los fracasos que el gobierno callista se había anotado, en el corto lapso de tiempo ~de enero a abril-, en La Arena, El Fresnal, La Joya, Cerro Carrillo, Montitlán, Higuerillas y Las Trementinas, además de otros descalabros de menor cuantía, pero no menos dolorosos, movieron las intenciones de aquellos que jugaban el ajedrez callista, en la región de Colima, a lanzar un ataque de fondo sobre aquel Cuartel General, para terminar, de una vez por todas, con lo que ellos llamaban los fanáticos cristeros.

Ya a esas fechas el Ejército Libertador contaba con algunos rifleS Mauser de 7 milímetros, que los callistas abandonaban cada, vez que, derrotados, se marchaban en desbandada, sin levantar el campo. Pero ni los rifles eran suficientes, pues todavía los libertadores estaban armados, en su gran mayoría, con las anacrónicas carabinas 44, 38, 32-20 y 30-30, ni el parque era abundante para ninguna de estas armas.

La escasez en muchos casos era desesperante; pero no obstante ello, los soldados cristeros llevaban bien prendida en el corazón, la confianza en Cristo Rey y en Santa María de Guadalupe, que les darían el triunfo si así convenía, aunque no tuvieran armas y parque en cantidad suficiente.

Sabedor el general cristero Dionisio Eduardo Ochoa, de que tarde o temprano, e! gobierno callista atacaría el Cuartel General, había tomado las precauciones del caso y, aprovechando las desigualdades características de los terrenos de Caucentla, tendió su línea de defensa, desde El Gachupín por e! extremo norte, hasta el arroyo de La Arena en el suroeste, pasando por la loma de El Zopilote en el noreste y aprovechando, por el sur, el lienzo del Camichín.

Ya el día 25 de abril por la tarde, se tenían noticias ciertas de que el enemigo se acercaba con muy gruesas columnas y artillería, por lo cual se ordenó redoblar la vigilancia y se tomaron las providencias necesarias.

El día 26, al amanecer, comenzaron a acercarse las fuerzas del gobierno. Sus soldados sumaban un efectivo de mil doscientos hombres, correspondientes a dos batallones de línea, que comandaban respectivamente los generales Manuel Avila Camacho, de la jefatura de Jalisco, y Talamantes, de la de Colima, más un muy numeroso contingente de agraristas de toda la región, al mando del corone! Buenrostro, militar que ya vivía retirado del servicio activo, en el pueblo de Tonila, Jal., pero que, desde el principio del Movimiento Cristero, quiso sumar sus'esfuerzos a los del gobierno, en contra de la causa de Cristo Rey.

No obstante la superioridad de los callistas, en efectivos y armamento, los cristeros, comandados por el propio general Dionisio Eduardo Ochoa, invocando como siempre el nombre de Dios y radiantes de júbilo, corrieron a tomar sus puestos para esperar al enemigo, según la posición que les había sido asignada.

La gente cristera, en esta acción, pertenecía a los grupos de Natividad Aguilar, Andrés Salazar y Telésforo Plascencia. Sumando sus efectivos, unos doscientos cincuenta hombres en total.

El sol entonces, magnífico, empezaba a aparecer allá, en el lejano horizonte, engalanando con sus rayos de oro los Volcanes, con sus rocas y pinares. Los soldados del callismo perseguidor, por el mismo lado oriente, se iban acercando en largas columnas, que casi ocultaba la polvareda que levantaban los caballos. Desde sus fortines contemplaban los cruzados los movimientos del enemigo; pues Caucentla está, respecto del lugar por donde el ejército callista iba avanzando, en una posición más elevada.

Lejos de aterrorizarse, al contemplar las evoluciones del enemigo, los cruzados, dando gritos de entusiasmo y distribuídos en las posiciones que habían de defender según habían sido colocados por el jefe Dionisio Eduardo Ochoa, se preparaban para la lucha. El ambiente era de combate: parecía que soplaban los vientos inflamados del inminente choque. Los caballos lanzaban sus estridentes y característicos relinchos, con que anuncian la proximidad de la cruenta lucha.

A las nueve de la mañana principió el fuego, terrible y nutrido como nunca. El estruendo era espantoso: los clarines enemigos tocaban sin cesar por el frente y el flanco oriente las ametralladoras callistas, dispuestas en los lugares más a propósito, no dejaban de funcionar haciendo un ruido ensordecedor; las descargas de fusilería eran continuas y los gritos de los combatientes apenas podían ser acallados por el formidable estruendo de la batalla. Todo esto anegaba el ánimo de una intensa y viril exaltación. Se hubiera podido decir que se estaba percibiendo con todos los sentidos, con toda el alma, la significación de aquel choque, entre dos fuerzas totalmente antagónicas. Pero lo que hacía más impresión, lo que revelaba toda la magnitud íntima, profunda, radical, de aquel antagonismo, eran los gritos de: ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva la Santísima Virgen de Guadalupe!, contestados por los roncos aullidós y soeces Vocablos proferidos por los soldados de la tiranía callista y, sobre todo, las horribles blasfemias lanzadas contra Jesucristo y la Santísima Virgen: ¡Viva el Demonio! ¡Viva el Diablo Mayor!, Que mueran Cristo y su Madre, y otras expresiones que no es posible consignar, porque parecía que brotaban de las entrañas del infierno.

Haciendo contraste con lo terrible de la escena, escuchábase de cuando en cuando, en medio de aquel fragor, el clarín de los libertadores, que tocaba el cristero J. Trinidad Trillo, que se mofaba del enemigo, dando las notas con que se anuncia la salida del toro en las lides, o tocando también la chusca canción popular denominada La Cucaracha.

Como a las 2 de la tarde, recorriendo el general cristero Ochoa la línea de fuego, tanto para infundir ánimo a sus soldados, como para dar las disposiciones necesarias, se encontró que los fortines de la loma de El Zopilote, que estaban en la parte alta del noreste, habían sido abandonados por sus defensores. ¿Acaso fue la falta de parque -que ya se dejaba sentir- la causa de este abandono? Porque ya a esas horas, algunos de los soldados cristeros eran simples espectadores en aquel furioso combate, precisamente porque sus armas ya no eran útiles.

Al darse cuenta el general Dionisio Eduardo Ochoa, del peligro que representaba aquel fortín sin defensores, se regresó con premura y escogiendo de otros lugares a cinco soldados, se los llevó a cubrir aquella brecha: Anastasio Zamora, J. Jesús Preciado y otros tres, formaron ese grupo, que para llegar a su destino, tenían que atravesar una zona enteramente a merced del enemigo. Seguramente que éste también se había enterado de que en aquel lugar no había luchadores y mandó a un teniente con un pelotón para que se apoderaran de él, pero, afortunadamente, los cristeros llegaron a tiempo de evitarlo.

Cuando el teniente callista entró en el campo que los libertadores dominaban con sus rifles, uno de ellos lo hizo blanco de certero disparo y aquel hombre, abriendo los brazos, cayó sin vida; igualmente cayeron otros cinco enemigos que quisieron auxiliarle y los restantes se declararon en retirada.

Ya por la tarde el clarín gobiernista tocaba reunión, por lo cual, uno de los cristeros de este grupo, que conocía algo de milicia, dijo:

- Ya ahora no vuelven a cargar; vamos por los rifles que nos dejaron estos guachos.
- Vale más esperar que obscurezca -dijo otro campañero cristero-.

Entre tanto, venía la noche; los libertadores escuchaban que pasaban lista en el campo callista y eran muchos los que faltaban. Las voces se oían perfectamente, tanta era la proximidad. de unos y otros.

Y las sombras empezaron a cubrir el campo de batalla. Los crjsteros, aprovechando la hora, saltaron de sus parapetos y recogieron de los muertos enemigos, armas y parque; el grupo que defendía los fortines de la loma de El Zopilote, recogió la pistola del teniente y los rifles de los soldados callistas que allí cayeron, con sus dotaciones.

En este primer día, cerca de los fortines de El Camichín o sea la línea del frente, viendo a Tonila, se señaló infamemente un soldado callista por las blasfemias que no dejaba de gritar en contra de Cristo Rey y su Santísima Madre, blasfemias que no se pueden escribir por lo infernales; sobre todo contra la Virgen María; mas un balazo le perforó el estómago y el infeliz empezó a revolcarse con movimientos y gritos de desesperación en el trance de la agonía. Por fin la muerte cerró aquella boca de demonio. Y en un revolcadero de lodo y sangre quedó muerto aquel energúmeno que murió blasfemando.

SIN CARTUCHOS

A la mañana siguiente se reanudó la lucha; pero ya de los libertadores no peleaban ni siquiera la mitad, porque, como la mayor parte traía carabina y los cartuchos recogidos al enemigo sólo servían para los máuseres, únicamente los que traían éstos y unos cuantos de los que portaban otra clase de armamento, pudieron seguir combatiendo.

El gobierno cargó de nuevo toda su furia sobre los fortines cristeros, mas aquellos héroes, aunque mermados como estaban, contestaron con brío, logrando, con la ayuda divina, retener a los callistas en sus primitivas posiciones, por algún tiempo todavía. Pero esto no podía durar y, para el mediodía, no sólo la loma del Zopilote, sino la alta loma de El Gachupín, que estaba a la espalda, estaban en poder del enemigo que, guiado por Saturnino Ponce -un vecino de Tonila, reconocido antes como católico, que traicionó a los cristeros-, muy conocedor de aquellos terrenos, condujo a los callistas por una toma de agua, hasta llegar a aquella alta loma de la retaguardia, haciendo imposible ya toda defensa. No obstante esto, los libertadores pudieron efectuar un repliegue más o menos ordenado, sin sufrir bajas, pero la situación ya era insostenible.

De hecho, esta jornada fue un triunfo para las armas cristeras y si el gobierno callista se pudo apoderar de Caucentla, se debió a la traición de Ponce y a que los soldados libertadores no tuvieron el parque suficiente para derrotar al enemigo.

Viendo el Gral. cristero Dionisio Eduardo Ochoa que ya no se podía hacer más, y que era necesario poner a salvo no sólo a los soldados, ya en ese momento propiamente sin parque, pues la mayor parte de las armas no tenían un solo cartucho, sino a las innumerables familias, ordenó la retirada.

Fue entonces cuando todo cambió: habían llegado los tiempos de la desolación. Los valerosos y entusiastas cruzados que saltaban de contento a la primera noticia del enemigo, y que con sus pésimas armas corrían a su encuentro, estaban ahora tan abatidos, que temblaban y se llenaban de espanto al solo nombre de los guachos, y no pensaban sino en correr. Encontrábanse, además, tan cansados y rendidos por lo prolongado del combate y por el hambre, que muchos iban materialmente arrastrando su arma, por no poder con ella.

LA FUGA DOLOROSA

Al huír fue necesario que el coronel cristero Antonio C. Vargas se pusiera a la vanguardia con unos pocos soldados, por si se encontraba enemigo al frente. Dionisio Eduardo Ochoa tomó la retaguardia, por si los callistas continuaban la persecución. En medio, iban las familias que se habían refugiado en Caucentla. Sin contar hombres de guerra, eran más de tres mil las personas que huían: niños, ancianos, mujeres. Había allí algunos enfermos que eran llevados con gran trabajo por sus familiares. Los niños lloraban sin consuelo. Las mujeres, al igual que todos, temblaban de espanto, y la voluntad de todos era completamente incapaz para obtener lo que se hubiera deseado: correr, volar, desaparecer.

El Gral. Ochoa, como padre de aquel pueblo perseguido por su fe, iba detrás de todos, ya ayudando a los más inútiles a continuar su camino, ya alentando a los más decaídos, multiplicándose por doquiera para atender a todo lo que se fuese necesitando. Muy pocos soldados iban con él, porque en aquel maremágnum, presos todos del espanto, nadie atendía sino a escapar y salvar a los suyos, y sólo unos cuantos, los más valientes, se decidieron a ser compañeros de su jefe en aquella jornada de amarguras.

A poco llegó la noche, y fue preciso caminar durante toda ella. El frío era intenso y hacía temblar a todos. El hambre, el pavor y el cansancio; el llanto de los chicos que aun yendo en unión de sus padres o de sus hermanos mayores, rodaban a cada momento por los precipicios, deteniéndose como podían entre los matorrales y las piedras, y todo ello envuelto en una obscuridad completa, hacían de aquella huída algo terriblemente dantesco que sólo quien de estas cosas sepa, puede siquiera imaginarlo.

Y aquí, y entonces, empezó la serie no interrumpida de desnudeces, fríos, desvelos, peligros, zozobras, hambres, miserias inauditas y carencia casi total de elementos de guerra.

INMUNIDAD PRODIGIOSA

Como saldo final de este combate, el más rudo de todos los del primer año de lucha, se tuvieron, por parte de los enemigos callistas, trescientas setenta y cinco bajas, entre muertos, heridos y dispersos. Por parte del ejército libertador, cuatro muertos solamente: Carlos Zamora, Felipe Radillo Nava, Epigmenio Ramirez y Juan Bravo (alias) el Cajetas.

CARLOS Y JUAN ZAMORA

Carlos Zamora -uno de los caídos- había sido originario del pueblo de S. Jerónimo, Col., y uno de los miembros del grupo de la A. C. J. M.; contaba unos 20 años de edad. Tenía un hermano de unos dieciocho años, que también pertenecía a la misma Asociación, llamado Juan, y como él, soldado de Cristo en el grupo de Caucentla; el cual, por haber estado combatiendo en una posicióp distinta, no se había dado cuenta de la muerte de aquél.

Al partir, cuando en unión de sus compañeros dejaba la trinchera, tuvo que pasar por donde quedaba abandonado el cadáver de Carlos.

- ¡Ah ... es mi hermano! -dijo en voz baja.

Dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos, que secó con la manga de su camisa y, siguiendo adelante, volvió una vez la mirada para verle por último, mientras sus labios murmuraban un ¡Sea por Dios!, empapado en santa resignación. ¡Así eran los cristeros!

EN LA ESPESURA DEL BOSQUE

A la madrugada del día siguiente ya no fue posible seguir caminando con un anciano enfermo que llevaban en aquella huída trágica, porque con el frío, el hambre, el sobresalto y los sufrimientos físicos de aquella noche, se fue agravando momento por momento, no obstante que lo llevaban en una camilla que con varas y bejucos habían improvisado.

Alrededor del moribundo hicieron alto sus familiares y algunas personas amigas; en un recodo de la vereda, de la larga y penosa bajada del Cordobán, en un pequeño espacio arenoso, cubierto por la tupida y casi virgen arboleda, antes de llegar al plan de la hacienda de La Joya, expiró el anciano, rodeado de sus hijos y sus yernos. De rodillas, recitaron los deudos algunas oraciones con voz queda, y, en aquel mismo lugar, se dio al cadáver sepultura. Sobre su tumba se colocó una cruz que hicieron con dos ramas atadas con un bejuco ... y se prosiguió la penosa peregrinación.

Cerca del medio día del 28, o sea más de veinte horas después de haber partido de Caucentla, llegó aquella extraña caravana a la Mesa de la Yerbabuena, situada en las faldas occidentales del Volcán de Fuego.

La muchedumbre pudo descansar, saciar un poco el hambre y reponerse de la zozobra.
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