Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXVCAPÍTULO XXXVIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXXVI

John Quincy Adams


La costumbre ha sancionado que se rindan ciertos honores fúnebres a quien ha sido Presidente de la República, honras que, como el saludo que se da a un oficial del ejército, no son una prueba de respeto para su reputación personal. Los honores que se tributaron a la memoria de Adams fueron, a pesar de todo, efusiones del corazón de un gran país. Se interrumpió la lucha de los partidos; la voz de los grupos políticos enmudeció por un momento y todo el pueblo americano reconoció que había desaparecido un patriota y lo deploró sinceramente. Es interesante y hasta puede ser útil, inquirir la causa. de esta maravillosa manifestación general, en medio a una época de excitación política muy exaltada, de la alta estima en que se tenían los méritos de ese hombre público.

Mr. Adams había pasado mucho tiempo dedicado a actividades políticas, pero su carrera, en su mayor parte, no la dedicó a la conquista del afecto popular. Se inició en el seno del Partido Federal. Allí ganó la profunda hostilidad del grupo, por haberlo abandonado en una coyuntura crítica e importante, y hasta se expuso a que se sospechara de los móviles de su conducta cuando aceptó un alto puesto que le ofrecieron sus antiguos adversarios. El Partido Demócrata, que lo recibió con gusto en su seno y le pagó liberalmente lo que se consideraba su apostasía, fue abandonado por él más tarde, cuando se convirtió en whig y se declaró enemigo acérrimo y muy activo del Partido Demócrata.

Gran parte de su vida la pasó en las cortes extranjeras, y si bien fue siempre hábil, no puede decirse que haya cosechado laureles inmeresibles en el campo de la diplomacia. Como nunca empuñó las armas, jamás la aureola militar rodeó sus sienes. En 1824, durante un período de desorganización singular de los partidos, fue Adams uno de los cuatro candidatos que surgieron a la Presidencia de la República. Recibió menos votos que alguno de sus competidores, pero como ninguno de ellos obtuvo mayoría absoluta, tocó a la Cámara de Diputados escoger al Presidente. Fue ese cuerpo el que designó a Adams, por la mayoría más pequeña posible, y el voto de uno de los Estados más grandes del país se decidió en su favor por una sola casilla.

Al momento el país entero lanzó estruendosos cargos en su contra acusándolo de una baja corruptela. Su administración, aunque limpia, no dio satisfacción general. Se presentó como candidato para el período siguiente y fue derrotado por una aplastante mayoría, y entonces se retiró a la vida privada como el más impopular de todos los políticos prominentes del país.

En 1831, con gran sorpresa para todos y no poca mortificación para muchos de sus amigos, John Quincy Adams aceptó una curul en la Camara de Diputados. Confesó que llegaba a la Cámara, según sus propias palabras, sin compromisos absolutamente con partido alguno, así fuese seccional o político (1). Así quedó desprovisto de toda autorización y apoyo que los partidos dan tanto a sus guías como a quienes les sirven de instrumento. Es verdad que confesaba ser whig; pero su conducta era tan independiente, que se le ridiculizaba a toda hora por salirse del carril y se le consideraba como un hombre en quien no podía confiarse. Ejerció muy escasa influencia en la Cámara y atrajo apenas la atención hasta cerca del año 1836.

Fue entonces cuando la agitación promovida por quienes luchaban contra la esclavitud levantó el ánimo de los dueños de esclavos hasta el colmo de una gran exasperación, y alarmó a los dos partidos políticos en la parte norte del país, por el temor de que su supuesta adhesión a la causa de la libertád humana pudiera debilitar sus relaciones amistosas con sus aliados respectivos de la parte sur del país, con lo cual quedarían sin la cooperación de esos aliados en la lucha por el poder. De aquí que tanto los whigs como los demócratas tratasen de superarse en eso de simular la mayor devoción posible a la causa del esclavismo y el celo más ardiente en la tarea de suprimir la libertad de prensa y la libertad de discusión.

Tanto los gobernadores whigs como los demócratas atacaban a los abolicionistas en sus mensajes oficiales, y los amenazaban con las sanciones señaladas por la ley. En las grandes ciudades se ponía en acción a numerosas chusmas gracias a los esfuerzos de los periódicos y los políticos de ambos bandos. Se destruían los talleres de los periódicos en esos motines; se asaltaba en las calles a los individuos; se saqueaban los templos, y la libertad del correo fue vergonzosamente restringida con la connivencia de un Presidente demócrata y de su gabinete, y se permitió que los administradores de correos se apoderaran de toda correspondencia que considerasen ofensiva para los dueños de esclavos. Sólo que resultaba inútil suprimir los trabajos y los periódicos antiesclavistas, ya que a unos cuantos miembros independientes del Congreso se les permitía pronunciar discursos abolicionistas en la tribuna de la Cámara, los cuales la prensa difundía en alas del viento como parte de los debates ordinarios.

Tales discursos se hacian a petición expresa de elementos partidarios de la abolición de la esclavitud. Así que llegó a ordenarse que quedaran abolidos el derecho de petición y la libertad de discutir en la Cámara toda materia relacionada con la esclavitud.

El 26 de mayo de 1836, la Cámara de Diputados aprobó sin discusión alguna ese celebrado decreto que recibió el nombre de su autor y se le conoce en la historia como la mordaza Pinkney. Desde ese momento, haciendo a un lado en lo absoluto todo interés en obtener o conservar influencia política, Mr. Adams se dedicó a la defensa de la libertad constitucional atacada por los esclavistas surianos y por sus aliados del norte (2).

Sobre la cuestión de esa ley de la mordaza que derogaba tanto el derecho de petición como la libertad de discutir en la tribuna del Congreso lo relacionado con la esclavitud, Mr. Adams, viéndose impedido por esa ley de hacer algún comentario, se rehusó a votar, y cuando al efectuar la votación normal se pronunció su nombre; exclamó: Yo considero que esta ley es una violación patente del reglamento de la Cámara, de la Constitución de los Estados Unidos y de los derechos de mis comitentes.

Después exigió que se hiciera constar en el acta de la sesión que él se había rehusado a votar y la razón que ofrecía. La audacia y la independencia de criterio que exhibió en esa ocasión, tan nuevas como inesperadas, tan opuestas a la sumisión usual entre los políticos del Norte a los dictados de los políticos del Sur, inmediatamente atrajeron sobre él las miradas de sus compatriotas, y no cesó el pueblo de observarIo, hasta que doce años mas tarde vió sus restos colmados de honores, reverentemente depositados en la tumba de sus antepasados.

El propio Adams declaró en presencia de los autores y partidarios de aquella ley de la mordaza, que era un decreto infame. Sin temor alguno la atribuyó a motivos incalificables y luchó contra ella en una campaña tan vigorosa como inflexible, por medio de discursos en la Cámara y ante el público y en cartas que dirigió por la prensa a sus propios comitentes y al pueblo de los Estados Unidos, hasta que por fin en diciembre de 1845, tuvo la gloria de obtener un acuerdo del Congreso en favor de la derogación de aquella ley.

A juicio de los miembros surianos del Congreso, no podía haber abominación ninguna. comparable al derecho que ellos negaban a los esclavos, de elevar peticiones al cuerpo legislativo nacional. Esto era a sus ojos una atrocidad, pues constituía un golpe fatal al principio de autoridad de los amos. Sin embargo de ello, Mr. Adams dijo a la cámara:

Si los esclavos estuviesen trabajando bajo injusticias y aflicciones ajenas a su condición de esclavos, pero propias de su naturaleza como seres humanos, nacidos para sufrir como las chispas nacen con tendencia a elevarse; y si tuviese la Cámara el poder y la capacidad para remediar su situación; y si la Cámara me lo permitiese, con toda seguridad que yo presentaría la petición de esos seres en tal sentido; y si confesar esto merece la censura de la Cámara, estoy dispuesto a recibirla. Yo no negaría el derecho de petición a los esclavos. Yo no le negaría ese derecho ni a un caballo ni a un perro, si esos seres pudieran articular palabra para expresar sus sufrimientos y estuviese en mi mano socorrerlos.

Cuando un miembro suriano del Congreso amenazó a Mr. Adams con consignarlo por su actitud antiesclavista, le contestó:

¿Y cree ese caballero que me asusta y me hace desistir de mis propósitos con su amenaza de someterme a un gran jurado? No soy el hombre que él se imagina. A mí no me apartará del deber la indignación de ese caballero ni la amenaza de todos los grandes jurados del universo.

Como el esclavismo exigía para su protección que se suprimieran el derecho de petición y la libertad de palabra, Mr. Adams se puso a preguntar por todas partes en los Estados libres, a todos los abolicionistas, si era justo que la esclavitud exigiera semejante sacrificio. Habló de ella como de una institución que reta a Dios. Mr. Clay había sostenido que el esclavo era una propiedad que las leyes habían consagrado. Pero Mr. Adams replicó:

El alma del hombre no puede convertirse por ley humana alguna en propiedad de otro hombre. Quien posee un esclavo es dueño de un cuerpo vivo, pero no es dueño de un hombre.

Y declaró además:

Mi oposición inflexible a la esclavitud alienta en cada latido de mi corazón. El aborrecimiento que me inspira, débil e ineficaz como puedan serlo los clamores de una voz desfalleciente, se escuchara mientras quede aliento en mí para expresarlo.

En presencia de los miembros esclavistas del Congreso confesó que en sus oraciones a Dios Todopoderoso diariamente le pedía la abolición de la esclavitud. El comercio de esclavos dentro del país no escapaba a su anatema:

Si el comercio de esclavos africanos es un acto de piratería, no tiene por qué considerarse inocente el tráfico de esclavos americanos, ni es posible negar el carácter más grave aún que reviste este último.

De la reconocida maldad del comercio de esclavos africanos, deducía Mr. Adams lógicamente la maldad de la esclavitud misma. Decía:

Si el comercio de esclavos africanos es piratería, la razón humana no podrá resistir ni los sofismas humanos podrán refutar la conclusión de que la esencia de este crimen no consiste en el tráfico, sino en la esclavitud. El tráfico no tiene por sí mismo nada de criminal según la ley de la naturaleza.

En una época en que los políticos y los falsos patriotas se empeñaban en impedir toda discusión respecto a la esclavitud con el pretexto de que sería fatal para la Unión, Mr. Adams pronunció el cuatro de julio un discurso en que declaraba que:

La libre e irrestricta discusión de lo justo y lo injusto de la esclavitud, lejos de poner en peligro la unión de estos Estados, es la condición única para que pueda conservarse y perpetuarse. ¿Vais a bendecir la tierra que está bajo vuestros pies porque rechace la pisada de un esclavo, y vais a contener la emisión de vuestra voz, por temor a que el sonido de la libertad sea reproducido por el eco desde las plantaciones de Palmetto, con las notas discordantes de la desunión? ¡No! ¡No!

En una carta que dirigió a sus comitentes, Mr Adams describió así el estado del país:

¿Qué vemos ahora? Multitudes de esclavistas que son unos bravucones empeñados en atacar la libertad, que desafían las leyes de la naturaleza y las leyes del Dios de la naturaleza; que restablecieron la esclavitud donde había sido ya extinguida (Texas), y que en vano sueñan con hacer de la esclavitud una institución eterna. En el nombre sagrado de la libertad, se hacen constituciones para normas de gobierno y se impide a la autoridad legislativa que goce de la facultad más bendecida de todas las que puede tener un grupo humano: la facultad de hacer libre al esclavo! Unos gobernadores de Estados se empeñan en que sus legislaturas conviertan el ejercicio de la libertad de palabra aplicada a difundir el derecho del esclavo a la libertad, en un acto de felonía sin ninguna defensa posible. Los ministros del evangelio, como el sacerdote de la parábola, vienen y miran a la víctima sangrante del salteador de caminos y siguen adelante sin detenerse; o lo que es mas bajo todavía, pervierten las páginas del Libro Sagrado para convertir en código de la esclavitud la palabra misma de Dios! Chusmas furiosas que asesinan al pacífico sacerdote de Cristo, con el fin de apagar la luz que irradia de una imprenta, y prenden fuego al templo de la libertad, al asilo de huérfanos, a la iglesia dedicada al culto de Dios! Y por fin, ambas cámaras del Congreso cierran los oídos a la petición de cientos de miles de ciudadanos y eluden el cumplimiento de su deber mediante inútiles alegatos acerca de si leerán y escucharán o se rehusarán a recibir y a leer o escuchar las quejas de sus compatriotas y de sus semejantes!

En otra carta que dirigió al pueblo de los Estados Unidos, Mr. Adams declaró que se sentía humillado al contemplar la ignominiosa transformación sufrida por el pueblo que comenzó su carrera con la Declaración de Independencia, para convertirse finalmente en una nación de esclavistas y de criadores de esclavos.

Habló también a los dueños de esclavos en la tribuna del Congreso y les dijo:

Yo sé muy bien que la doctrina expuesta en la Declaración de Independencia en el sentido de que todos los hombres nacen libres e iguales, es considerada en el Sur como una doctrina incendiaria y que merece el linchamiento; que la Declaración misma la tienen por un fárrago de abstracciones. Yo lo sé esto perfectamente bien, y esta es la razón por la cual yo quiero poner el pie sobre tal filosofía, y quiero volverla al lugar de su origen, su corrupto origen, y combatirla hasta hacer que desaparezca de este país y del mundo entero. Sí, señores, esta filosofía del Sur ha logrado ennegrecer más la reputación de nuestro país en Europa, que cualesquiera otras causas juntas. Se nos señala como una nación de mentirosos e hipócritas, una nación que proclama ante el mundo que todos los hombres nacen libres e iguales, y después mantiene a una gran parte de su población en la servidumbre.

Agregó después Mr. Adams:

Como la base única de la esclavitud es la fuerza bruta, sólo a esta fuerza recurrirá, no nada más para apoyar sus propias instituciones, sino hasta para atacar las instituciones de la libertad en otros territorios. Este propósito se ha manifestado ya en muchas formas: en el tratamiento brutal que han recibido los ciudadanos de los Estados libres, sólo porque se sospechaba que fuesen partidarios de la abolición de la esclavitud en los lugares donde existe; en las insolentes exigencias que se hacen a los Estados libres para que entreguen a sus ciudadanos cuando se les acusa de supuestos delitos contra las leyes esclavistas; en la conspiración fraguada por los dueños americanos de esclavos en un país extranjero contra la vida de un gran campeón de la libertad humana (3); en las amenazas rufianescas de asesinato que se lanzan a los miembros del Congreso cuando se atreven a presentar ciertas peticiones; al someter el servicio postal a la Ley Lynch; en el asesinato de Lovejoy; en el incendio del Pennsylvania Hall; en las convenciones comerciales surianas para desviar por la fuerza los canales nacionales del comercio del norte hacia el sur; en la combinación de empresas ferroviarias y banqueras del Sur con el fin de encadenar al dios Mammon del Oeste con el Moloch del Sur; y en la forma en que tratan de ejercer presión en favor de todos los sistemas de robar tierras, propios de los anglosajones, y su aversión virtuosa por las aduanas, embellecida por ganancias de fulleros y una gran puntualidad en el pago de sus deudas de honor.

Descartó por completo aquel bajo principio que dice nuestro país primero que todo, esté o no en lo justo, y atacó la política extranjera de la Administración cuando se rehusaba a reconocer la justicia de una reclamación hecha por la Gran Bretaña porque no se le permitía registrar unos barcos que llevaban izada la bandera nacional y eran sospechosos de dedicarse al tráfico de esclavos africanos, para descubrir si realmente tenían derecho a usar esa bandera.

Mr. Adams afirmó que se estaban tomando medidas sistemáticas que conducirían por fuerza a una guerra con Inglaterra, sólo paca proteger el tráfico de esclavos.

Bajo el pretexto de oponerse al derecho de registro, se han invocado los más falsos principios como preceptos del derecho de gentes. La Gran Bretaña jamás aseguró poseer el derecho de visita sobre los barcos americanos. Nada de eso; antes bien, explícitamente declaró no abrigar tales pretensiones, e hizo esto satisfaciendo toda posible demanda de nuestra parte. Pero nosotros le negamos el derécho de abordar embarcaciones piratas que navegaban con bandera americana; en realidad, quisimos impedir hasta que registrara barcos ingleses que habían sido declarados piratas por el derecho internacional, piratas según la propia ley de la Gran Bretaña, piratas según la ley de los Estados Unidos. Tal fue la demanda de nuestro último Ministro en Londres. Ahora bien, tras todo este celo excesivo contra el derecho de registro, está la cuestión que no se menciona, y que es el apoyo y la perpetuación del tráfico de esclavos africanos. Ese es el verdadero conflicto entre los ministros de América y de la Gran Bretaña: si los piratas que comercian con esclavos han de salvarse de que los capturen nada más porque enarbolen la bandera americana. Debo decir que si es verdad que la interferencia de nuestro Ministro en Francia, el general Cass, fue el motivo de que Francia se rehusara a ratificar el tratado quíntuple (para la supresión del comercio de esclavos africanos), no profeso admiración ninguna para ese procedimiento: se acerca demasiado al éxito en la realización del mal.

Se recordará que esta denegación del derecho de registrar un barco y la interferencia del general Cass, fueron sostenidas por el partido whig, por conducto de Mr. Webster, a la sazón Secretario de Estado.

Mr. Adams asombró a los miembros surianos del Congreso al insistir en un debate formal en que, en caso de guerra o de insurrección, el Gobierno general tenía la facultad discrecional de manumitir a los esclavos, y también por su audacia al pedir que se le permitiera proponer la siguiente reforma a la constitución, que debería someterse por el Congreso a todos los Estados:

A partir del 4 de julio de 1842 no habrá ya, en todo el territorio de los Estados Unidos esclavitud hereditaria, sino que en lo sucesivo, todo aquel que nazca en los Estados Unidos nacerá libre.

Como se presentó al Congreso un proyecto de ley que concedía el derecho de voto a todos los hombres blancos, desde la edad de veintiún años, y que hubieran residido por cierto tiempo dentro de los límites de Alejandría, Mr. Adams propuso a la Cámara que se suprimiera la plabra blancos, y pronunció en apoyo de su iniciativa un discurso muy hábil y sarcástico. Preguntaba Mr. Adams:

Si este principio del sufragio universaJ se adopta admitiendo el voto de los más pobres, los idiotas, los lunáticos y los que han salido de las prisiones, ¿por qué a un hombre cuya piel no es blanca pero que cumple con todos sus deberes de buen ciudadano, de buen marido, de buen padre y de vecino bondadoso, no se le ha de conceder también el derecho de votar como al hombre blanco? Yo pregunto: ¿qué es un hombre blanco? ¿Es el color del cutis lo que hace que se llame blanco a un hombre? Entonces hay veinte miembros de esta Cámara que no son blancos según ese criterio. Yo me comprometo a presentar aquí a cien hombres de color de esta ciudad, muy respetables, con su cutis más blanco que esos veinte miembros de la Cámara a qué acabo de referirme. ¿Diríais vosotros entonces, dirían los tribunales, que esta cuestión debe arreglarse investigando la genealogía de cada persona? En este país es una idea extraña esa de inquirir respecto al árbol genealógico de un hombre para saber si tiene o no derecho de voto. Decidme por qué insistís en conceder este privilegio a los peores elementos de vuestro propio color, en tanto que lo rehusáis a los mejores de esos hombres que tienen parte de su sangre de otra raza.

Los miembros surianos rechazaron con desprecio la idea de reconocer a la República de Haití, con motivo del color de sus ciudadanos; y Mr. Adams provocó la indignación de esos diputados porque sostuvo con mucha vehemencia que era un deber y un acto de buena política entablar relaciones diplomáticas con aquel país.

En 1839, unos treinta o cuarenta africanos que se habían importado de La Habana, en camino de aquel puerto a las plantaciones de los dos finqueros americanos que los compraron, se apoderaron del barco y llegaron a nuestras aguas trayendo a sus amos cautivos, pues los habían capturado. Todo el apoyo del Gobierno y de los esclavistas se puso inmediatamente de parte de aquellos dos amos, quienes, desdeñando la ley y los tratados, habían adquirido en propiedad a esos africanos, cuyo derecho legal a la libertad era el mismo de sus compradores.

Aquellos esclavistas habían tratado de impedir que los capturaran los cruceros británicos, valiéndose de pasaportes aduanales falsos y fraudulentos. El caso llegó a la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos y Mr. Adams ofreció a los negros espontaneamente sus servicios de abogado. Por cierto que aprovechó la ocasión para exhibir la sumisión abyecta del Gobierno a los intereses esclavistas y obtuvo un fallo por el cual se puso en libertad a los infelices africanos.

No necesito recordar a mis lectores la burla y el aborrecimiento con que eran vistos en esa época los partidarios de la abolición de la esclavitud, tanto en el Norte como en el Sur, ni cómo se consideraban patriotas todos los intentos que se hacían entonces de acallar a los abolicionistas con insultos y violencias. Uná de las agrupaciones más odiadas entonces, la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts, en momentos de alta excitación pública, invitó a Mr. Adams a concurrir a una de sus celebraciones. Y él contestó: Me daría gran placer aceptar la invitación; y después de excusarse con motivo de su mala salud y su falta de tiempo, agregó:

Me regocijo de pensar que la defensa de la libertad humana está pasando a manos más jóvenes y más vigorosas. Los campeones juveniles de los derechos de la naturaleza humana se han qprestado y se están ciñendo su armadura, y el capataz con su látigo, y el abogado que lincha y el sofista servil, y el escriba desleal, y el parásito sacerdotal, se desvanecerán ante ellos como Satanás ante la lanza de Ituriel. Tenéis por delante una gloriosa y ardua carrera, y entre los consuelos de mis últimos días de vida, cuento el poder alentaros en vuestra empresa y exhortaros a que seáis constantes e inflexibles.

Pero el crimen de los abolicionistas americanos que coronó su obra, fue el de haberse unido con los de Inglaterra en las convenciones antiesclavistas que se celebraron en Londres.

Un miembro norteño del Congreso, envió bajo su franquicia a Mr. Polk, que era entonces Gobernador de Tennessee, algunas actas de la Convención mundial. El gobernante las devolvió con una respuesta insultante que acababa así: Es cosa que lamento con toda sinceridad, que un ciudadano americano pueda incurrir en tan alta traición a los principios en que descansa la unidad de nuestros Estados.

Mr. Polk publicó esa carta, la cual sin duda contribuyó a su elevación a la presidencia. En mayo de 1843, cuando un delegado a la Convención Antiesclavista de Londres salía de Boston rumbo a la capital inglesa, recibió estas líneas:

Mi querido señor: Sólo tengo tiempo para decirle que Dios bendiga a usted y a su empresa, para la cual no tengo otra oración que hacer sino ésta: que su éxito pueda anunciar mi nunc dimittis.

J. Q. Adams.

Cuando Mr. Polk declaró que era delito de alta traición el que cualquier americano apoyase esas convenciones antiesclavistas extranjeras, no previó sin duda que pronto consideraría él conveniente referirse de manera oficial al autor de ese recado, llamándolo gran ciudadano y gran patriota.

Hemos notado ya la esforzada oposición de Mr. Adams a la anexión de Texas y su severa censura de la política largo tiempo seguida hacia México, y hemos encontrado su nombre unido a los de aquel pequeño grupo de legisladores que se atrevieron a votar contra la guerra mexicana, y que en lenguaje burlón pero profético, fueron conocidos con el mote de los catorce inmortales.

Pero si poner en duda la justicia de la guerra se consideraba como dar protección y ayuda al enemigo, ¡cuánto mayor era la traición en que se incurría en el proceso de la guerra, si se rehusaban elementos para sostenerla! Sin embargo de ello, unas cuantas semanas antes de su muerte, Adams dió su voto en favor de un proyecto de ley en el sentido de que se retiraran de México nuestras tropas, que se abandonaran o retiraran todas las reclamaciones por gastos de guerra y se estableciera un desierto entre el Río Nueces y el Río Grande, línea divisoria entre los dos países; y el último voto casi que formuló Mr. Adams, fue en favor de una adición a la ley que autorizó al Gobierno para levantar un empréstito de dieciséis millones, la cual decía así:

En la inteligencia de que ni una mínima parte del dinero que se reciba por obra de esta ley, se aplicará a gastos de cualquier orden en que se incurra de hoy en adelante para la prosecución de la guerra con México.

Si Mr. Adams irritaba a los dueños de esclavos por su lenguaje tan libre, no ponía mayor cuidado en no herir la delicadeza de sus propios aliados. Molesto por su sumisión abyecta y por los esfuerzos que hacían constantemente para entorpecer sus propósitos, exclamó en la tribuna de la Cámara:

No tienen fin las tretas y la ingeniosidad del grupo servil de esta Cámara en su empeño por suprimir el derecho de petición. Y cuando digo el grupo servil de esta Cámara, no me refiero a los miembros que son dueños de esclavos.

Otra vez afirmó:

La sumisión del Norte a los dictados del Sur es el precio pagado por una administración norteña (la de Mr. Van Buren), por el apoyo suriano. La gente del Norte apoya todavía con sus votos a los hombres que se han sometido a la dominación suriana. Creo imposible que esta subversión general de todo principio de libertad deba tolerarse por más tiempo por el pueblo de los Estados libres de esta Unión. Si estos Estados prefieren estar representados por esclavos, ya encontrarán suficientes personas serviles para que los representen y los traicionen.

En otra ocasión llamó a los demócratas norteños los eternos guardias suizos de la esclavitud suriana. Tampoco fue lisonjera su palabra para los whigs del Norte. Así los caracterizaba él:

Esos débiles y transigentes diputado5 del Norte que no oponen resistencia alguna, temerosos de contestar al necio según su necedad, y que al reto que les lanzan a la cara sus adversarios, responden con amenazas de bravucones, que están listos para reñir con ellos aquí o en cualquiera otra parte.

No conoció Adams el miedo al atacar a individuos ni al atacar a grandes grupos. El duelo entre miembros del Congreso le inspiraba especial aversión, tanto por la maldad que entraña, como porque, según él decía, los legisladores surianos recurrían al desafío con el fin de intimidar a los legisladores norteños. En una discusión relativa a este asunto, se refirió a la muerte de un diputado norteño que cayó en un duelo, y dijo que había sido un asesinato deliberado cometido en un miembro de esta Cámara, y aludió a un caballero que estaba presente en la sesión y que actuó como padrino en el duelo y se suponía que había sido uno de sus instigadores, diciendo que ese hombre llegaba a la Cámara con las manos y la cara chorreando sangre por el asesinato, cuyas manchas estaban frescas todavía.

Con idéntica independencia de criterio condenó lo que creía que era indebido en el carácter y la conducta de su país, tal como solía hablar en reuniones y en conversaciones indivuales. Declaró en la tribuna del Congreso:

Hacéis tratados con las tribus indias para luego violarlos siempre que hacerlos o deshacerlos conviene a los propósitos del Presidente y a la mayoría de ambas Cámaras del Congreso.

Otra vez:

En el trato que damos a las razas africana e india, hemos subvertido las máximas y hemos degenerado al abandonar las virtudes de nuestros padres.

En una carta suya que se publicó a propósito de la celebración de una proclama que manumitía a los negros en un lugar de las Indias Occidentales, declaró Mr. Adams que no había tomado parte en ella, por vergüenza de que el honor y el buen nombre de mi país se mancharan, ya que el Gobierno ha estado por varios años madurando y sosteniendo una política contraria al ideal de la emancipación universal, y organizando un sistema opuesto, para mantener y perpetuar la esclavitud en todo el mundo.

Después de referirse a varios aspectos desdichados de la conducta del Gobierno y del pueblo, agregaba Mr. Adams:

¡Oh, amigos míos, no tengo corazón para tomar parte en la festividad del 1° de agosto, aniversario inglés de la manumición de la humanidad, mientras todo esto y una infinidad de cosas más que yo pudiera decir pero que callo para ahorrar sonrojos a mi país, abaten mi espíritu ahora que me acercó a la tumba, con la incertidumbre de si mi patria estará condenada a figurar entre los primeros libertadores o entre los últimos opresores de la raza del hombre inmortal!

Hubiera sido una anomalía en la historia de la naturaleza humana, que un hombre público tal, que atacaba en esa forma casi todo prejuicio popular, que arrojaba su desdén sobre la bajeza y la corrupción política y desdeñaba las pruebas de patriotismo aceptadas por el vulgo; que lanzaba su reto a todos los demagogos del día, no hubiese excitado en su contra una honda y general repulsión. La verdad, la justicia, la virtud y el patriotismo condenarían por igual, como criminal y baja, la supresión del hecho histórico de que durante años, John Quincy Adams fue el hombre más odiado en la República americana.

Para el partido whig era un estorbo que interrumpía perpetuamente las armoniosas relaciones entre sus secciones del Norte y del Sur, por su empeño en abordar el tema de la esclavitud y proponer asuntos en que las razones políticas obligaban al partido a votar en su contra. Mofándose del dominio de la disciplina partidista y de los dictados de los corifeos, seguía Adams su propio camino sin pedir ni recibir permiso. Al organizarse la última Cámara de Diputados a la que él perteneció, se atrevió a votar contra un candidato whig para secretario, y al proceder en esta forma, casi provocó la reelección del candidato demócrata, que era fiel y eficiente servidor, pero no era de su partido. Los whigs de su propio estado no juzgaron conveniente cargar con la responsabilidad de su fanatismo enviándolo de nuevo al Senado de los Estados Unidos, como bien pudieron haberlo hecho; y los periódicos de ese partido en toda la Unión, con muy pocas excepciones, censuraban su conducta en el Congreso casi con tanto vigor como sus adversarios políticos.

Ya se comprenderá que los dueños de esclavos lo consideraban un incendiario del tipo más odioso y a la vez del mayor peligro, en tanto que los demagogos de todas las denominaciones y de todos los partidos se esmeraban por demostrar su patriotismo arrojando diatribas sobre aquel hombre que era a la vez tan distinguido y tan impopular. Los demócratas del Norte en particular, tenían buen cuidado de aprovechar toda oportunidad para hacer patente su devoción por la causa de la servidumbre humana, especialmente por medio de una hostilidad sin límites para su opositor más poderoso, que era Mr. Adams. El periódico Argus de Albany (órgano reconocido de los elementos serviles (4) de Nueva York), decía:

¡Cuánto desacredita al país que se permita a ese loco de Massachusetts no sólo atropellar todo orden y decoro en la Cámara, sino también promover por todo el país agitación y propósitos incendiarios.

La publicación Richmond Inquirer, que a la sazón era editada por la misma persona a quien Mr. Polk después escogió para hacerse cargo del periódico oficial de su administración, anunció que Mr. Adams era considerado como un positivo estorbo para el país, a quien la voz de la Cámara, si no la voz del pueblo, debería eliminar. La eliminación que se sugería era que se le expulsara del Congreso. Un periódico de Nueva York, aludiendo en términos aprobatorios a esta insinuación de que se expulsara a Mr. Adams, hizo extensiva la proposición a los otros miembros del cuerpo legislativo que estaban unidos a él y que eran muy pocos, y agregaba:

Pero mucho nos tememos que no haya firmeza ni patriotismo bastantes en el Congreso para adoptar un procedimiento tan severo y decisivo que pondría fin a la audacia de esos traidores mal nacidos.

Por su parte el periódico Charleston Mercury, el diario principal de Carolina del Sur, al referirse a la conducta de Mr. Adams en el Congreso, declaraba (1837):

La opinión pública en el Sur consideraría -estamos seguros de ello- perfectamente justificado que recurriéramos inmediatamente a la fuerza los miembros de la delegación del Sur (contra Adams), aun dentro del recinto del Congreso. Los ciudadanos de esa región, si estuviesen aquí presentes, cogerían y sacarían a rastras de la sala a cualquier hombre que se atreviera a insultarlos como ha tenido la audacia de hacerlo ese viejo excéntrico y exhibicionista, John Quincy Adams.

A su vez la publicación Washington Globe, órgano reconocido del partido demócrata en la ciudad que sirve de asiento al Gobierno, hablaba de Mr. Adams como de un viejo vulgar, que ha perdido todo derecho, por su malevolencia incorregible, al respeto que se le debería por su edad y su posición, y agregaba el periódico: todo su empeño, todas sus ideas, son contrarios a su propio país.

En un banquete que se efectuó en Virginia, los presentes bebieron tras este brindis: John Quincy Adams: una vez hombre, dos veces niño y ahora un demonio.

En una comida que hubo el 4 de julio en Carolina del Sur, se brindó así: que nunca necesitemos un verdugo para preparar la soga de John Quincy Adams. No solamente agotaron los presentes sus copas por la realización de esa idea, sino que le tributaron nueve ruidosas ovaciones.

En 1842, el partido demócrata del Estado de Ohio, que contaba con la mayoría en la legislatura estatal, se aprovechó de una oportunidad que se le presentó para depositar una ofrenda en los altares de la esclavitud, declarando en nombre y representación del Estado, en una resolución conjunta de las dos Cámaras, que John Quincy Adams se ha hecho acreedor a las merecidas censuras y reprensiones de sus compatriotas; y agregaba: la Cámara de Diputados de los Estados Unidos debía sentirse obligada moralmente a poner término a las actividades de Mr. Adams, con las más severas demostraciones de su reprobación y la censura más rebosante de ira.

Pero el odio que se sentía por Mr. Adams no se manifestaba sólo en brindis indecentes, en artículos agresivos de los periódicos y una abyecta sumisión de los demócratas a los esclavistas. En un discurso que pronunció en la Cámara Mr. Adams el 21 de enero de 1839, observó lo siguiente:

He recibido cartas de varios lugares del país, con sellos del correo que demuestran que han sido depositadas en lugares muy distantes unos de otros, en las cuales se me amenaza de muerte con toda seriedad. En otras se me dan amistosos consejos y se me asegura que si sigo empeñado en presentar iniciativas semejantes a las que he sometido a la consideración de esta Cámara, mis días estarán contados y no acabaré con vida el presente período de sesiones.

Pero fue en la tribuna del Congreso donde la malignidad contra él se excitó hasta el punto más alto. En un discurso que dirigió a sus comitentes (1842) aludiendo al cargo que se le hacía de usar lenguaje áspero, comentó Mr. Adams:

Por cuanto a cualquier amigo o cualquier persona imparcial que puedan haberme creído culpable en ese sentido, yo les rogaría que tomaran en cuenta que los adversarios con quienes he tenido que contender cara a cara, me han perseguido con una violencia y un rencor sin paralelo en la historia de este país; que dos veces en el espacio de cinco años, por el único delito de persistir en afirmar el derecho de petición del pueblo y la libertad de expresión y de prensa, se me ha obligado a comparecer ante la Cámara en la cual era yo vuestro diputado, como acusado, para que se me condenara o se me expulsara; y cuando después de diez días de la persecución más enconada, he logrado escapar de la furia de mis persecutores, se me ha denunciado como causa de que se perdiera el tiempo dedicado a luchar en mi contra con el prupósito de aniquilarme. En ambas ocasiones la inquina de toda la masa de gente del Sur partidaria de la esclavitud se concentró sobre mi cabeza, con el fin deliberado de destruir el buen nombre que pudiera yo llegar a mis hijos; pensando que mi ordenada ruina pudiera sembrar el terror en el corazón de todos los demás representantes vuestros, para que quedara la esclavitud triunfante como amo y señor por toda la eternidad en el territorio de la Unión americana.

Con ánimo de ofenderlo, se le envió a Mr. Adams por correo una solicitud firmada diz que por esclavos, en que se promovía su expulsión del Congreso, para que él la presentara a la Cámara.

El seis de febrero de 1837, Mr. Adams informó al Presidente del cuerpo legislativo que tenía en su poder una solicitud que aparentemente procedía de unos esclavos, y preguntó si la Ley de la Mordaza se le aplicaría lo mismo que a todas las solicitudes de carácter antiesclavista. Inmediatamente resonaron los gritos de ¡expulsadlo, expulsadlo!, y Mr. Thompson, de Carolina del Sur, propuso a los legisladores esta resolución:

Que el honorable John Quincy Adams, por el intento que acaba de hacer de introducir una solicitud que aparenta proceder de esclavos, se ha hecho reo de una falta de respeto muy grave a la Cámara, y por lo tanto sea llamado al instante a comparecer ante la barra para recibir la censura más severa del Presidente.

En el discurso que pronunció este funcionario, expresó lo siguiente contra Mr. Adams:

Si los jurados de este distrito tienen, como no dudo yo que la tengan, la debida inteligencia y el espíritu que es propio, puede todavía hacérsele comparecer ante otro tribunal, y acaso podamos ver a un incendiario sujeto al condigno castigo .

Después de una discusión de tres días se abandonó el intento de degradar a Mr. Adams por haber hecho una pregunta en la Cámara, en virtud de que el fin que se preseguía resultaba claramente irrealizable.

En 1842, Mr. Adams fue insultado de nuevo mediante una petición procedente de Georgia que se le remitió por correo y en la cual se proponía su remoción del puesto de Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara en razón de su monomanía. La presentó Mr. Adams a la Cámara, y Mr. Hopkins, de Virginia, inmediatamente propuso que se turnara a la Comisión respectiva, con instrucciones para que designara a otro Presidente. Mr. Adams solicitó se le escuchara en defensa propia y declaró que el sentimiento hostil que prevalecía en contra suya era un sentimiento de dueños de esclavos, de traficantes de esclavos, de criadores de esclavos. Pero no se le permitió seguir hablando en su defensa, y la moción de Hopkins fue abandonada. El breve período de calma que siguió a este incidente no fue sino el anuncio de otra tempestad, porque tres días después Mr. Adams presentó una solicitud en que rogaba al Congreso tomara medidas para disolver la Unión, y propuso que se turnara desde luego su proyecto a una comisión encargada de dictaminar sobre las razones que pudiera haber para que esa súplica suya no fuese obsequiada o concedida.

La petición en sí era breve y no contenía ninguna alusión a la esclavitud, y de hecho, era la copia exacta de una iniciativa que algunos años antes había sido presentada por algunos miembros de la Cámara de representantes del Estado de Carolina del Sur y que pertenecían al grupo llamado los nullifiers (5). La verdadera paternidad de esa petición se desconocía en la Cámara, y los legisladores surianos, considerándola nada más como un documento abolicionista, se apresuraron a aprovechar la ocasión para atacar a Mr. Adams con el pretexto de la adhesión vehemente a la causa de la unidad nacional que deseaban simular.

Mr. Gilmer, de Virginia, gobernador hacía poco de ese Estado, propuso inmediatamente, que se adoptara una resolución declarando que al someter a la consideración de la Cámara una petición para que se disolviera la Unión norteamericana, el diputado por Massachusetts ha incurrido con toda razón en el desagrado de esta Cámara. El orador en su discurso declaró que estaba tratando de poner fin a la molesta música de ese hombre que en el espacio en que la luna da una vuelta, era estadista, poeta, violinista y bufón.

Esa misma noche, unos cuarenta o cincuenta miembros de la Cámara que eran esclavistas, se reunieron para discutir la política que habían de observar en este asunto. Mr. Marshall, de Kentucky, informó a los concurrentes que en la mañana siguiente debían adoptar una táctica más firme y resuelta que la que proponía en su proyecto de resolución Mr. Gilmer. Así que al otro día Mr. Marshall propuso a la Cámara, en lugar de la iniciativa de Mr. Gilmer, un proyecto de resolución precedido de extenso preámbulo en que se afirmaba que la petición de Mr. Adams invitaba de hecho al Congreso a incurrir en perjurio y traición, y después de ese preámbulo venía una larga serie de puntos resolutivos que terminaban así:

Se resuelve que el mencionado John Quincy Adams, por esta ofensa, la primera de ese género que se ha hecho jamás al Gobierno, y por el agravio que ha permitido se infiera a la Constitución, con la amenaza que esto implica para la existencia misma del país, para la paz, la seguridad y la libertad del pueblo de estos Estados, debe considerarse digno de que se le expulse de todos los curpos encargados de la dirección nacional, y la Cámara estima que es un acto de gracia y de misericordia el condenar a dicho John Quincy Adams únicamente a una severa censura por la conducta que ha seguido, completamente indigna de sus antecedentes, de sus relaciones pasadas con el Estado y su posición actual: y así lo hace la Cámara, por la presente resolución, para sostener su pureza y dignidad; por lo demás, lo entrega al juicio de su propia conciencia y a la indignación de los verdaderos ciudadanos americanos.

Cuando se leyó este acuerdo estalló nutrido aplauso en las galerías, hasta el punto de que el Presidente de debates hubo de intervenir para acallarlo.

La malignidad de estos ataques lanzados contra Mr. Adams sólo fue igualada por lo absurdo y lo impúdico de tal actitud. Al presentar la petición que suscitó el incidente, él mismo había expresado su reprobación del objeto de ese escrito. Como el Congreso está autorizado por la Constitución para proponer cualquier género de reformas a esa ley fundamental, sin limitación alguna, todo ciudadano tiene el derecho constitucional de pedir al Congreso que proponga cualquier reforma que se le ocurra, aunque virtualmente pueda disolver la Confederación; y es absurdo además sostener que una unión formada con el consentimiento de las partes no pueda ser disuelta por la misma voluntad. Debe asimismo recordarse que los ataques que se hacían a Mr. Adams provenían de un partido seccional, el que durante muchos años había precisamente lanzado amenazas de disolver la Unión si no se le permitía gobernar el país. En vez de mofarse desde luego de esa persecución tan ridícula como malvada, la Cámara resolvió por un voto formal de ciento dieciocho diputados contra setenta y cinco, someter a la discusión de la Cámara los cargos que se hacían a Mr. Adams. Se le juzgó, pues, y Mr. Marshall y Mr. Wise, de Virginia, fueron los principales actores en la barra de la acusación. Mr. Wise absolvió al acusado del cargo que se le había hecho de locura y expresó su convicción de que era más depravado que débil; pero al mismo tiempo afirmó que Mr. Adams era un cadáver político, muerto como Burr, muerto como Arnold. El pueblo lo vería con asombro, se estremecería de horror y se alejaría de él.

Pero a pesar de todo, aquel culpable muerto probó poseer la vitalidad más asombrosa. De pronto el acusado se convirtió en acusador; la persecución misma de que era objeto apareció como una prueba de que había una conspiración contra las libertades del norte del país; y, abandonando la defensa de sí mismo, Mr. Adams hizo comparecer a los esclavistas ante el tribunal de la nación bajo el cargo de que estaban tratando de destruir el derecho de Habeas Corpus, el derecho de todo ciudadano a ser juzgado por un jurado y la libertad del correo, de expresión, de la prensa, de petición, y en resumen, todos los derechos constitucionles del Norte del país, enemigo de la servidumbre humana.

Los acusó igualmente de haber formado una coalición con los demócratas norteños con el fin de consumar todos estos atropellos, y afirmó que si los derechos del Norte no podían ser protegidos en otra forma, entonces los peticionarios que solicitaban que se disolviera la Unión tendrían toda la razón de su parte.

El público observaba con sumo interés el desarrollo de ese proceso formidable, y pronto pudo verse a qué lado se inclinaba la victoria.

Mr. Gilmer, ansioso de que se suspendiera un juicio que estaba causando serios daños a los intereses esclavistas, propuso una transacción: que se arreglara un nolle prosequi, siempre que el acusado retirara la petición que había presentado y que fue origen de la pugna. Pero esta proposición fue rechazada con indignación profunda. Mr. Adams declaró que no retiraría su petición porque de hacerlo así sancionaría la muerte del derecho de petición, que era el objeto único por el que se le había procesado; y afirmó que sólo había cumplido con su deber, y se enfrentó a la Cámara desdeñando la merced que le ofrecía.

Siguió adelante el proceso hasta el séptimo día, cuando un miembro suriano de la Cámara propuso que se abandonara la causa (6).

Al día siguiente se ofendió una vez más a Mr. Adams. Todos los diputados del Sur que formaban la Comisión de Relaciones Exteriores y que eran cuatro, incluyendo a los señores Gilmer y Hunter, de Virginia, y un diputado norteño de los que se asociaban servilmente a los surianos, renunciaron a sus puestos explicando que lo hacían porque no podían decender por más tiempo a verse asociados al Presidente de la Comisión (que era Mr. Adams). El Presidente de la Cámara nombró entonces a cinco caballeros del Sur para que cubrieran las vacantes de los que habían renunciado, y de estos caballeros surianos, tres, inclusive Mr. Holmes, de Carolina del Sur, rechazaron el nombramiento. Holmes mismo declaró expresamente en una carta que dirigió al Presidente de la Cámara, que le repugnaba prestar sus servicios al lado de Mr. Adams. Así que no menos de ocho miembros de la Cámara proclamaron que a juicio suyo era derogatorio de su dignidad ser miembros de una Comisión en que figurara John Quincy Adams. El objeto de todas estas maniobras era sin duda obligarlo a renunciar o compeler a la Cámara a que lo expulsara.

Pero este fue el último espasmo de la malicia impotente. Desde el principio de aquel juicio que se siguió a Mr. Adams, su reputación empezó a elevarse a los ojos del público y siguió subiendo hasta el punto de que, cuando murió, había llegado a una altura nunca sobrepasada por la reputación de ningún hombre en el Continente americano, con la sola excepción de Jorge Wáshington. La popularidad asombrosa de ese hombre que había sido difamado y perseguido hasta entonces, se revela por las alabanzas tan peregrinas y extraordinarias que obtuvo de los políticos de todas las filiaciones.

Cuando se anunció que había muerto, hombres muy prominentes aprovecharon la ocasión en la tribuna del Congreso para pronunciar discursos en su honor. Entre sus panegiristas figuraron no menos de tres caballeros del Sur. Todos los discursos se publicaron por orden de la Cámara en un folleto, y veinticinco mil ejemplares que lucían en la portada el retrato del difunto y su autógrafo, se distribuyeron gratuitamente por cuenta del Gobierno.

Si se hiciera un panegírico de Napoleón en el que se excluyese toda referencia a sus triunfos militares, se consideraría algo extraordinario.

Pues bien, cosa semejante fueron las oraciones fúnebres que se pronunciaron en el Congreso y se imprimieron en aquel libro. Los oradores hablaban en sus panegíricos, en términos generales, del talento, la virtud y el patriotismo de Mr. Adams, pero no hacían ni la menor referencia a los rasgos de su conducta que de hecho lo hicieron merecedor de tales elogios. Este monumento que el Congreso elevó en honor de Adams, no haría pensar a nadie que ese hombre fue campeón de la libertad constitucional, el restaurador del derecho de petición, el enemigo indómito de la servidumbre humana. Ninguna alusión se hizo a sus terribles luchas y sus gloriosos triunfos. En aquellas oraciones fúnebres no había una sola palabra que recordase al lector que había esclavos en el suelo de América; que una República esclavista (el territorio arrebatado a México) había sido agregada al área de la libertad, que una guerra se estaba desarrollando entonces, de la cual Adams dijo que tenía por objeto extender la esclavitud y a la cual había negado con su voto abastecimientos para llevarla adelante. Algunos de los oradores fueron minuciosamente exactos al especificar las fechas en que Mr. Adams recibió en tiempos anteriores a su lucha. diversas designaciones, pero todos por igual parecieron haber olvidado maravillosamente los servicios últimos que prestó al país.

Un caballero, prefiriendo la ficción a la verdad, proporcionó a la Cámara el deleite de un romance bello y emotivo. Dijo Mr. McDowell, de Virginia:

Jamás sér humano alguno entró en este recinto sin volverse hacia él (hacia Mr. Adams), y pocos salieron de aquí sin detenerse a bendecir el espíritu de consagración a su patria que trajo aquí a ese hombre y lo retuvo entre nosotros.

Si los señores Gilmer, Hopkins, Hunter y Wise hubiesen estado en ese momento en sus curules, quizás habrían sonreído ante la inexactitud del cuadro que presentaba su colega y hubieran negado que por su parte tuviesen los sentimientos y realizaran los actos que tan elocuentemente les atribuía a todos el orador McDowell. Al parecer, las aguas del Leteo habían bañado la memoria de aquellos oradores, pero si hemos de juzgar a la luz de este fenómeno, admitimos que quizá tales caballeros, en vez de contradecir al orador hubieran dado fe de la verdad de sus declaraciones.

Mr. Holmes, de Carolina del Sur, fue otro de los panegiristas. Se lamentó de que la muerte hubiese arrebatado de entre ellos a ese hombre que era el más grave, el más prudente y el más reverenciado de todos; ese hombre adornado por la virtud, el conocimiento y la verdad; y llegó Mr. Holmes a llamar a Mr. Adams el padre patriota, el sabio patriota.

Quizá no se le ocurrió a ese caballero pensar que, como apenas unos cuantos años antes se había rehusado desdeñosamente a asociarse con ese padre patriota, sabio patriota, en la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara, podría el público interesarse ahora en saber cómo había podido, por qué medios, descubrir que Mr. Adams era el más grave, el más sabio y el más reverenciado entre los cerebros del Congreso. El mismo caballero (Mr. Isaac E. Holmes) representante de la veneración que Carolina del Sur sentía por el gran campeón de los derechos humanos y el luto de ese Estado por la muerte de Mr. Adams, acompañó sus restos desde la ciudad de Wáshington hasta el sitio de su final reposo en Massachusetts. Una vez que lanzó abundantes elogios para el gran abolicionista y rindió el último tributo a su memoria, Mr. Holmes regresó al Congreso, en el cual, al mismo tiempo que siguió trabajando afanosamente por extender la esclavitud hasta el Pacífico, pronunció las siguientes palabras con todo énfasis: Yo considero que la esclavitud es la más grande bendición de Dios concedida jamás a los hombres.

A ningún miembro del Congreso se le aplicó el cargo de dar protección y ayuda al enemigo con más empeño que a Mr. Adams; y a pesar de ello, Mr. Polk, en un acuerdo presidencial, lo declaró gran ciudadano y gran patriota, y el periódico oficial vistió de luto y le rindió elogios llamándolo patriota y estadista ilustre y venerable, aunque se trataba del mismo hombre a quien el editor había llamado antes un positivo estorbo para el país.

Claro está que toda la prensa, de todos los partidos y todos los matices, tuvo elogios para el patriota desaparecido; y uno de los más disolutos miembros de ese gremio, que había siempre arrojado desdeñosas frases sobre las cosas más amadas de su corazón, tuvo por conveniente en aquellos días expresar estos conceptos:

Mr. Adams fue siempre, a juicio nuestro, un alma abierta, pura e incontaminada, tan sencilla como un niño o como un ángel.

Los ciudadanos americanos que se hallaban en la Gran Bretaña fueron invitados públicamente por el Ministro americano, que había estado recientemente encargado de la dirección de la guerra contra México como miembro del Gabinete de Mr. Polk, para que rindieran honores a la memoria de John Quincy Adams: un patriota que amó siempre a su país por encima de todo el mundo, y esto a pesar de que fue un Mexican Whig. Honores públicos se tributaron a Mr. Adams hasta por el ejército que se hallaba en México, aunque si hubiera de tomarse como verdad lo que aseveraban algunos de sus oficiales, Adams sólo fue un necio y un traidor en el fondo de su corazón.

Una comisión nombrada por la Cámara de Representantes, que se integró con un miembro por cada Estado, acompañó al cadáver desde el Capitolio de Wáshington hasta la tumba de Quincy. El cortejo fúnebre recibió en todo el trayecto el homenaje de grandes masas de ciudadanos, regidores y destacamentos de la milicia. Todo el pueblo americano con una sola voz, anunció y lamentó la desaparición de ese gran patriota lleno de virtudes.

Cuando se recuerda que Mr. Adams no cambió jamás una sola de las muchas opiniones suyas que lo expusieron al odio; que no se apartó en un ápice del curso recto que con tanta frecuencia lo llevó a chocar con los demócratas del Norte y los esclavistas del Sur, y que en sus últimos días había contrariado el patriotismo popular al oponerse a la guerra que a la sazón se desarrollaba contra México, hasta el punto de tratar en la Cámara de impedir que se enviaran abastecimientos a nuestros victoriosos ejércitos, no puede uno menos de considerar que fue maravilloso y sin paralelo el cambio de la opinión pública en su favor.

¿De dónde provino que el mismo hombre invariable, inflexible e impertérrito que desafió y menospreció el parecer de los demás y lo desdeñó y lo combatió hasta exhalar su último aliento, y que hasta el fin fue objeto del odio general, que provocó que los representantes del pueblo se pasaran toda una semana urdiendo la manera de consignarlo a la indignación de los verdaderos ciudadanos americanos, adquiriera una popularidad tan grande, y que los políticos rivales suyos se apresuraran a arrojar flores sobre su tumba y a pregonar ante el mundo entero cuánto lo amaban ellos y cuánto lo admiraban?

El origen de esta transformación debe buscarse primero en la confianza absoluta que todo el pueblo tuvo en su integridad y la admiración que inspiraron su talento y su valor moral; y en segundo término, en la forzosa sumisión de los políticos a la opinión pública, justa o injusta.

El magnífico espectáculo que ofreció Mr. Adams cuando él solo, sin ayuda de nadie y sin contar con simpatías en su favor, recibió y repelió gloriosamente el asalto combinado de los miembros del Partido Demócrata de la parte Norte del país y de los intereses esclavistas, le ganó el corazón de las multitudes (7).

Veían en él a un fenómeno moral, un hombre público que jamás lisonjeó al pueblo y a menudo lo censuró; un político que obraba según su deber sin reparar en su conveniencia política; que temía a Dios y no a los hombres; que predicaba aquello en cuyo favor votaba y votaba en favor de aquello que predicaba; que se puso del lado de su país y de su partido cuando encontró que estaban en lo justo y en contra de ellos cuando no estaban en lo justo; que fue lo suficientemente audaz para ser honrado y lo suficientemente honrado para ser audaz.

El sentimiento que esta conducta inspiró al pueblo, pronto se puso de manifiesto. Al año de haber sufrido aquel ruidoso proceso, hizo un viaje de Boston a Cincinnati, y su travesía fue una marcha triunfal. Aun en los Estados esclavistas había cambiado la marea, y cuando se le esperaba en Wheeling, se reunió una gran multitud, pero no para insultarlo, sino para tributarle honores. El adversario honrado, franco, valeroso, era visto con un respeto sin igual, nunca sentido por los dueños de esclavos hacia los mercenarios aduladores del Norte del país. Mr. Adams se había convertido en el hombre del pueblo, y era reverenciado y amado por la gente como su campeón, el abogado de sus derechos. Su popularidad tan grande y reconocida le aseguraba por fin un tratamiento respetuoso en la sala del Congreso; y cuando toda la nación lloró su muerte, los políticos de todas las denominaciones y de todas partes del país consideraron que lo debido era unirse para erigir su tumba.

Los hechos que acabamos de exponer acerca de Mr. Adams, aunque sean interesantes por sí mismos, no habrían encontrado lugar en estas páginas si no sirviesen para ilustrar algunas grandes verdades que tienen una relación directa y muy importante con muchos de los sentimientos que se exponen en este libro. Esos hechos repiten la lección enseñada hace mucho tiempo, en el sentido de que la opinión pública carece por completo de valor como norma de lo justo y de lo injusto. Los gritos demoníacos de ¡Crucificadle, crucificadle! fueron precedidos por los ¡Hosana al Hijo de David!, y el cambio de actitud que venimos analizando demuestra que la naturaleza humana es hoy la misma que era en la primer centuria. Las multitudes que en 1848 rindieron homenaje al padre patriota y sabio patriota, se habrían regocijado diez años antes si lo hubiesen capturado dentro de la región esclavista.

Se nos ha enseñado en la forma más impresionante cuán excesivamente faltos de sentimientos y opiniones propios son la mayoría de nuestros hombres públicos. Si Adams fue un traidor abominable o un gran ciudadano y un gran patriota, punto es éste que ha de determinarse, no precisamente sujetando su conducta a una prueba de carácter moral, sino según los sentimientos actuales de la multitud.

Cuando se suponía que Mr. Adams era impopular, no había vituperio que fuese demasiado crudo para aplicárselo; cuando se supo que era muy popular, ningún elogio pareció demasiado vehemente, aunque fuese ridículamente falso.

El pueblo americano ha proclamado unánimemente a John Quincy Adams como patriota, y ningún político se ha atrevido a negar ese juicio, cualquiera que fuese su filiación. Este fallo nulifica, condena y repudia casi toda prueba de patriotismo que señalen los demagogos de la época. Un tribunal que esos hombres reconocen que es infalible, ha decidido ya que cualquiera puede ser un patriota, y hasta un patriota ilustre, según la gaceta oficial, aunque repudie abiertamente ese concepto que dice: Nuestro país primero, esté o no en lo justo (8); asi sea un hombre que, en cuestión de derecho internacional, se pone de parte de un gobierno extranjero en contra del suyo; que da protección y ayuda al enemigo, al denunciar como injusta la guerra que se le hace, y lucha por retener los abastecimientos para el ejército enviado a combatir a ese enemigo; un hombre que públicamente llora por la degeneración de su país y duda si deberá incluírsele entre los primeros libertadores o entre los últimos opresores de la raza del hombre inmortal; un hombre que, a pesar de la tolerancia que figuraba en la Constitución, denunció la servidumbre humana como un crimen contra Dios y propuso que se reformara la Constitución para implantar la inmediata abolición de la esclavitud hereditaria en todo el territorio de la Confederación americana, y, proclamando su desdén para la falsa democracia de la época, reclama para los negros el mismo derecho de voto concedido a sus conciudadanos de raza blanca.

Tal es el carácter de un patriota, según lo establece la decisión final del público americano; decisión en que cada miembro de ese vasto tribunal, desde Mr. Polk hasta el más humilde abastecedor de la guerra y de la gloria, tuvieron que convenir. Es una decisión que, al aplicarse a otros, será desechada ciertamente cuando las razones políticas o la pasión requieran que se derogue; pero de cualquier manera es de suma importancia.

Esa decisión ha cambiado muchos fallos corrompidos dictados anteriormente; alegrará y dará ánimo a muchos patriotas de corazón débil, y quizá haga comprender a algunos políticos que es posible adquirir popularidad sin apartarse del deber, tan fácilmente como se le adquiere ateniéndose a los dictados de la conveniencia política.

Hemos visto a Mr. Adams, si bien ocupado constantemente en la vida pública, romper a su gusto los vínculos de partido, condenar a la opinion pública y aparentemente provocar su derrota y el odio general.

Impávido, entre una multitud de hombres falsos;
inconmovible, inmune a la seducción y al terror,
siempre conservó su lealtad, su amor, su celo.
Ni el número de sus contrarios ni el ejemplo de los demás
lo indujeron nunca a desviarse de la verdad,
a cambiar sus opiniones que siempre tuvo fijas

.

Debe de haber habido sin duda algún principio poderoso de acción que lo impelía a seguir un camino tan divergente del que por lo común escogen los aspirantes políticos; un camino que según las apariencias lo conducía muy lejos del aplauso popular, y que sin embargo de ello, al fin lo llevó al pináculo de la fama. Había tal principio ciertamente, y proyecta su sombra en la moraleja con la cual Mr. McDowell adornó su cuento. Aquel panegirista de Mr. Adams, representante del Estado de Virginia, dijo lo siguiente acerca de él:

Su vida ha sido un ejemplo continuo y bello de esta gran verdad: que en tanto el temor de los hombres es el colmo de la necedad, el temor de Dios es el principio de la sabiduría.

Es una desgracia para nuestro país que el reverso de esta verdad sea la máxima que gobierna la conducta de muchos de nuestros hombres públicos. ¿Pero cuál fue el secreto de la enorme fuerza de este Sansón moral? Después de su muerte han sido dadas a la prensa algunas cartas de Mr. Adams para su hijo y en ellas encontramos la respuesta a nuestra pregunta. Resulta que mientras se hallaba en la Corte de San Petersburgo en 1811, empezó él escribir una serie de cartas a su hijo ausente, sobre el estudio de la Biblia, -la Revelación Divina, como él la llamaba-.

En esas cartas decía Mr. Adams:

Durante muchos años he tenido la costumbre de leer toda la Biblia una vez al año. Me he esforzado siempre por leerla con el mismo espíritu y la misma actitud mental que ahora te recomiendo, es decir, con la intención y el deseo de que contribuya a que yo mejore en punto a prudencia y virtud. Mi costumbre consiste en leer cuatro o cinco capítulos cada mañana, tan pronto como me levanto. Toma cerca de media hora esa lectura y creo yo que es el modo más adecuado de empezar el día.

El siguiente consejo que da a su hijo parece indicar a la vez el curso que seguiría su vida en lo futuro y el anuncio profético de la forma gloriosa en que terminaría:

Nunca cedas a los impulsos de la imprudencia, de la obstinación, de la hosquedad, que te conducirían o te empujarían lejos de los dictados de tu propia conciencia y de tu propio sentido de la justicia. No permitas que te abandone la integridad mientras vivas. Erige tu casa sobre roca, y deja después que la lluvia caiga y el diluvio venga y los vientos soplen y batan contra ella; no se derrumbará. Así lo promete tu bendito Señor y Maestro.

De la manera más maravillosa se cumplió esta promesa en su propio caso, aquí mismo en el mundo. Pero llegará un día en que los secretos de todos los corazones se revelen y los hombres todos sean llamados a juicio. Y aquellos que durante su vida prefirieron la conveniencia al deber, aprenderán entonces, cuando sea ya demasiado tarde, que la sabiduría mundana es sólo torpeza a los ojos de Dios.



Notas

(1) Había división seccional, o regional, en los Estados Unidos por la lucha entre esclavistas del Sur y antiesclavistas del Norte, independientemente de la división de los partidos políticos: demócratas y whigs.

(2) De los setenta y nueve demócratas del Norte que eran miembros del Congreso, sesenta y dos votaron con los esclavistas, y sólo uno de los cuarenta y cuatro whigs del Norte hizo lo propio.

(3) Se refiere al intento que hicieron Mr. Stevenson, de Virginia, y Mr. Hamilton, de Carolina del Sur, en la ciudad de Londres, para obligar a Daniel O'Connel a batirse en duelo.

(4) Llamaban serviles a los políticos whigs que se sometian a la influencia de los esclavistas surianos.

(5) Se llamó nullifiers a unos diputados que, en defensa del esclavismo, habían propuesto mucho antes que Adams y en los términos que este diputado tomó para burlarse de la Cámara, que se disolviera la Unión. Las razones invocadas por los nullifiers en la genuina petición de ellos, eran las siguientes:

Primera, porque ninguna unión puede ser grata o permanente si no ofrece perspectivas de beneficios recíprocos; segunda, porque una enorme parte de los recursos de una sección del territorio norteamericano, se están extrayendo anualmente para sostener las opiniones y los sistemas adoptados por otra sección del país. Tercera, porque a juzgar por la historia de algunas naciones antiguas, si se persiste en una unión indebida, según el curso actual de los acontecimientos, toda la nación se verá un día abrumada por sus efectos, que no son sino la destrucción total del país.

(6) Veinticinco de los miembros surianos de la Cámara y todos los whigs del Norte se unieron en esta votación; pero toda la delegación de los demócratas del Norte, con excepción de seis miembros, se rehusaron a liberar a la victima que ellos habían escogido y que estaban ansiosos de ofrecer en sacrificio en el altar de la esclavitud, como prueba patente de su propia lealtad a la causa. Los señores Thompson, Wise y Gilmer, que se habían distinguido por su empeño en lanzar oprobios sobre Mr. Adams, recibieron honores en forma de importantes puestos, por concejo y con la aprobación de un Senado whig. A los dos primeros se les encomendaron misiones diplomáticas en el extranjero y al último se le dió el puesto de Secretario eb la Marina.

(7) El siguiente fragmento tomado de un periódico de Pittsburgh aparecido en 1843, nos ofrece una ilustración muy impresionante de e3ta declaración:

Como prueba de respeto para Mr. Adams, todas las fábricas de la ciudad se cerraron ayer para que los obreros tuvieran la oportunidad de ir a darle la bienvenida. El silencio de los motores, de la maquinaria y de las herramientas de trabajo fue un magno tributo a Mr. Adams, más conmovedor que lo hubiera sido el rugir de los cañones, 100 acordes de la música o el discurso más elocuente.

(8) En unos versos escritos por Mr. Adams poco antes de su muerte y que intituló El Congreso, la esclavitud y una guerra iniusta, aparecen estos renglones:

Y no digas tú mi país, justo o injusto,
ni derrames tu sangre por una causa impía
.

Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXVCAPÍTULO XXXVIIBiblioteca Virtual Antorcha