Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXIVCAPÍTULO XXXVIBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXXV

Patriotismo


A raíz de la expulsión de los persas del territorio de Grecia, las flotas de los Estados que formaban la alianza con Atenas se concentraron en un puerto vecino. Temístocles compareció ante la asamblea ateniense y anunció que tenía un plan para asegurar el poder y la gloria de su patria; pero agregó que como el secreto era condición esencial para su éxito, no podría hacer público su plan y pedía instrucciones sobre el particular. Se le autorizó entonces para que se comunicara con Arístides, y con su aprobación, pusiera en práctica su idea. Pero cuando Arístides se enteró del plan de Temístocles, informó a la Asamblea que nada podría realmente asegurar mejor la grandeza y la prosperidad de Atenas, pero al mismo tiempo nada podría ser más inicuo. La asamblea, sin inquirir los detalles, ordenó que se abandonara desde luego la idea de Temístocles, cualquiera que fuese.

¿Quién dió pruebas del patriotismo más puro: la asamblea, que se rehusó a incrementar la fuerza de la Repúplica mediante un acto injusto, o el ilustre villano que propuso convertir a su país en amo absoluto de Grecia incendiando para ello las flotas de sus aliados?

Si esta cuestión hubiera de decidirse de acuerdo con la norma tan generalmente aceptada ahora por un pueblo cristiano -nuestro país primero, en lo justo y en lo injusto-, la decisión resultaría adversa a los paganos atenienses. Pero quizá se diga que esa norma sólo se aconseja cuando el país se halla en guerra, y que nada más cuando se han roto ya las hostilidades debemos sentirnos obligados a apoyar y vindicar todos los actos y las pretensiones del gobierno, así sean de lo más villano. No es fácil comprender cómo puedan los actos de un rey o de un congreso anular esas obligaciones de verdad, de justicia y de generosidad que el Creador ha impuesto a todas sus creaturas. Lo cual no obsta para que la violación y el desprecio de estas obligaciones en favor de supuestos intereses del público, parezcan a muchas personas una prueba de patriotismo.

De pocas virtudes se hace profesión pública de modo más universal y pocas hay que sean más imperfectamente comprendidas y raramente practicadas sin embargo, que el patriotismo. Desde los tiempos de Absalón hasta las últimas reuniones político-electorales, la profesión de fe patriótica ha sido el más barato material con que los demagogos tratan siempre de fabricar sus fortunas.

Toda falsificación implica la existencia de un original. Sí hay esa virtud llamada patriotismo, reconocida e inculcada tanto por la religión natural como por la revelada, y no es el patriotismo sino la expansión de ese sentimiento generoso que brota de la calidad moral.

Hacer bien a todos los hombres cuando tengamos ocasión de ello es un mandato que tiene autoridad divina. Por lo común nuestra capacidad de hacer el bien se limita a nuestras familias, nuestros vecinos y compatriotas; y la inclinación natural de nuestros corazones nos conduce a escoger a éstos de preferencia y no a personas más distantes de nosotros, como objeto de nuestros actos de bondad. Nuestro amor humano, cuando se inspira en la masa de nuestros compatriotas, constituye el patriotismo; y su ejercicio reconoce entonces exactamente las mismas leyes morales que cuando lo inspiran nuestros vecinos o nuestras familias.

Una voz celestial nos ha prohibido hacer el mal para conseguir el bien. La idea de que nuestro país es primero que nada, esté o no en lo justo, es tan impía y pecaminosa como lo fuera si la aplicásemos a nuestra iglesia o a nuestro partido.

Si resulta un acto de rebelión contra Dios el violar sus leyes para beneficio de un individuo, así sea muy caro para nosotros, no menos pecaminoso debe ser el realizar un acto semejante para provecho de cualquier número de personas. Si no nos es permitido, por bondad para con el salteador de caminos, ayudarlo a robar y asesinar al viajero, ¿qué ley divina nos permite ayudar a cualquier número de nuestros compatriotas a que roben y asesinen a otras gentes?

Quien se empeña en una guerra defensiva, con plena convicción de su necesidad y justicia, quizá lo haga obligado por el patriotismo, por un generoso deseo de salvar las vidas y los bienes y los derechos de sus compatriotas. Pero si cree que la guerra es una invasión con fines de conquista y carente de justicia, al tomar parte en ella carga con su responsabilidad y se hace culpable de todos los crímenes que implica.

Pero los soldados, según se dice, están obligados a obedecer las órdenes que se les dan sin ponerse a investigar si se apegan a la moral. Cuando el reclutamiento es voluntario, esa obligación la asume por sí propio el soldado, sin que nadie se la imponga; y cabe preguntar si hombre alguno está en libertad de hacer votos de obediencia incondicional a otros hombres. La obligación del soldado no afecta sus deberes como ciudadano. Estos deberes no están sujetos a las promesas que haga el soldado. El Gobierno ha declarado una guerra de invasión y de conquista que el ciudadano considera que es lo más inicuo. En tal supuesto, ¿está sujeto al deber -es decir, por mandato de Dios- de ayudar voluntariamente al Gobierno en el sostenimiento de semejante guerra, ofreciéndole su dinero y sus servicios? Si lo está, entonces todo pueblo se halla bajo la obligación divina de ayudar a su Gobierno en todas las guerras, aunque sean piráticas, cualquiera que sea el fin que persigan, así sea éste de lo más detestable. Tal es precisamente la idea que se formula en los versos siguientes:

Permanece siempre del lado de tu patria cuando luche, no importa cuál sea la causa de la contienda; ceñirá su frente con el laurel más fresco aquel que exhiba el más ardiente celo en la pelea.

Aquí tenemos a un poeta americano que se recrearía en la matanza de Glencoe, que cantaría himnos al duque de Alba. y coronaría con los laureles más verdes a los asesinos de los albigenses.

El lema nuestro país primero, esté en lo justo o no, es una franca rebelión contra el gobierno moral de Jeová y un acto de traición a la causa de la libertad civil y religiosa, de la justicia y de la humanidad.

Las acciones inspiradas sólo en el egoísmo, rara vez imponen respeto a la humanidad y el patriotismo que es todo renuncia y que cuesta sacrificios, con toda probabilidad es más genuino que el que produce ganancias. Sometidos a esta prueba, pocos serán relativamente los casos de patriotismo que veamos en el mundo. El demagogo que se hace eco de los clamores de la chusma y en esta forma se abre camino que lo conduce a la riqueza y al poder, da una prueba nada convincente de su patriotismo; en tanto que aquel que trabaja por alcanzar lo que considera que es el bien público y se expone a pérdidas y a la maledicencia, puede razonablemente considerarse que se rige por móviles desinteresados.

Una de las falacias populares más comunes, es la que atribuye patriotismo al soldado. Muy frecuentemente el hombre entra en guerras en que su país no tiene interés ninguno; y si bien algunas tropas mercenarias han desplegado destreza militar y valor de alto mérito, no tienen derecho seguramente sus componentes a que se les alabe su patriotismo.

Bien sabido es, además, que las multitudes adoptan la profesión militar como un medio de vida, con la expectativa de la paga, los ascensos y las distinciones. No es cosa comprobada que al escoger esa carrera, influya en ellas el deseo de hacer bien a su país en mayor grado que en el abogado, el médico, el sacerdote o el mecánico. Ningún grupo humano a través de la historia del mundo ha demostrado ser instrumento de opresión, de crueldad y tiranía más eficaz que el ejército; y rara vez habrán sido destruidas las libertades de un pueblo como no fuera por mano de los soldados.

En verdad no ha sido frecuente que los representantes de pueblos reunidos en senados o parlamentos, renunciaran a sus derechos en favor de un usurpador, a menos que se encontrasen aterrorizados y constreñidos a ello por la fuerza militar. Que los soldados se hayan regido a veces por un alto sentido de patriotismo, sería locura negarlo; pero locura mayor sin duda fuera afirmar que así ha sido siempre.

Nos gusta mucho ponderar el patriotismo de los soldados de la Revolución; y sin embargo de ello podríamos basarnos en eminentes autoridades para demostrar que, en una infinidad de casos, no tenía base firme su pretensión de que les asignáramos esa virtud.

Wáshington, en una extensa carta que dirigió al Congreso el 24 de septiembre de 1776, ofrece un cuadro bien triste de la desmoralización del ejército:

Treinta o cuarenta soldados suelen desertar al mismo tiempo, y últimamente se ha establecido una costumbre en verdad alarmante, y que si no se contraría con eficacia resultará fatal, así para el país como para el ejército. Me refiero a la práctica infame del saqueo; porque bajo la idea de la propiedad tory o propiedad de la que puede adueñarse el enemigo, ningún hombre tiene segura su posesión de lo que le pertenece, y apenas si puede considerarse dueño de su propia persona. Para apoderarse de bienes ajenos, hemos visto casos en que los soldados asustan a los ciudadanos y los obligan a abandonar sus casas con el pretexto de que se han recibido órdenes de quemarlas, y esto hace la gente armada nada más con el propósito de apoderarse de los bienes ajenos. Más aún, paro que esa villanía quede oculta del modo más efectivo, algunas casas realmente han sido incendiadas, de modo que no pueda descubrirse el robo. He tenido que apelar a todos los medios posibles para poner coto a esta costumbre abominable; pero siendo tan general ahora el ansia de robar y no teniendo leyes para castigar a los delincuentes, mis esfuerzos resultan completamente inútiles, como si pretendiera mover la montaña Atlas.

Después el libertador norteamericano entra en detalles respecto a las dificultades con que tropezó para conseguir que una corte marcial sentenciara a un oficial acusado de robo.

Nuevamente el 3 de mayo de 1777, escribió Wáshington al Congreso:

Las deserciones han sido muy numerosas en nuestro ejército últimamente.

El mismo año, el general ayudante Reed escribió por su parte al Congreso:

Cuando la prisa de una retirada o de otra acción de guerra dificulta el detenerse a sustanciar procesos, los soldados no reconocen freno ninguno. Prevalece entre todo el ejército un espíritu de deserción, de cobardía, de robo y nadie quiere cumplir con sus deberes al verse acosado por la fatiga y el peligro (1).

Es verdad que todo soldadó pone en riesgo la vida; pero otros hombres hacen lo mismo por dinero, sin relación ninguna con el bien de su patria. Decía Wáshington al Congreso el 9 de febrero de 1776:

Tres cosas compelen a los hombres al desempeño regular de sus deberes en medio de la acción bélica: la valentía natural, la esperanza de un premio y el temor al castigo. Los dos primeros incentivos son comunes al soldado que carece de instrucción y al que tiene disciplina; pero el último, el temor al castigo, distingue de modo más obvio a unos de otros. El cobarde, cuando se le enseña a creer que si rompe sus filas y abandona su bandera será castigado con la muerte por sus propios compañeros de armas, preferirá morir lanzándose contra el enemigo.

Wáshington conocía bastante bien la naturaleza humana y era demasiado adicto a la verdad para atribuir el valor militar al patriotismo.

El de nuestros soldados en México es un tema invariable de elogio en boca de los políticos deseosos de popularizarse; pero de un reporte del Secretario de la Guerra rendido el 8 de abril de 1848, se deduce que las deserciones en México hasta el 31 de diciembre de 1847, en cuanto era posible deducirlo de los partes bastante imperfectos que se recibían, llegaron a muy cerca de cinco mil, casi la dieciseisava parte del número total de las tropas enviadas a ese país. Los periódicos decían que las deserciones a principios de 1848 eran muy numerosas.

La historia, así como la diaria observación de los hechos, nos enseña que el patriotismo es una virtud tan poco común entre los políticos como entre los soldados. Esa máxima que ahora aprueban los partidos americanos en el sentido de que al vencedor le pertenece el botín, revela el verdadera objeto que persiguen las multitudes empeñadas en proclamar ruidosamente su devoción por la causa del interés público.

El político militante que no desempeña un alto puesto ni tiene la expectativa de alcanzarlo, es un personaje que rara vez se encuentra en nuestra República. Seguir procedimientos que se supone que son populares, no demuestra con toda certeza que quien tal hace reconozca móviles elevados y nobles. Parece imposible que pueda haber una persona sincera y conocedora del origen y las causas de la guerra con México, que insista en afirmar que la necesidad y la Justicia de esa lucha eran tan patentes, que no dejaban lugar a duda; o que de veras se imagine que la afirmación en el sentido de que los mexicanos iniciaron la guerra invadiendo a los Estados Unidos y derramando sangre americana en nuestro propio suelo, tiene por base testimonios de tal manera irrefutables, que ningún hombre bien informado puede honradamente negar esa verdad.

Muchos de los miembros demócratas del Congreso; aunque reprochaban a los del partido whig por haber votado en favor de una guerra que ellos calificaban de injusta, por su parte reconocieron que tal guerra era el más grande de los crímenes y que quienes la hicieron son reos de homicidio en grande escala. Hasta el órgano periodístico de Mr. Polk insultó así a los whigs por haber dado un voto de gracias a los generales victoriosos:

A nadie más que a los whigs se les ocurriría recompensar a los voluntários por sostener una guerra iniciada inconstitucionalmente por un hombre y llevada hasta su término con total desprecio del honor nacional (2).

Y sin embargo, ese órgano, ese mismo instrumento de expresión de Mr. Polk, había lanzado pródigamente cargos de traición contra todos los que se oponían a la guerra, cualquiera que fuese su opinión en conciencia respecto al carácter de la contienda. Pero si una guerra injusta es de hecho un crimen que hace dignos a sus autores y partidarios del cargo de asesinos, es en verdad notable que ni un solo demócrata miembro del Congreso en dos legislaturas sucesivas sintió que pesara sobre su conciencia la terrible cuestión de si la guerra mexicana era o no justa.

Probable es que no haya habido dos de esos caballeros que tuviesen precisamente la misma opinión respecto a las grandes verdades de la Sagrada Escritura; y sin embargo, ni un solo miembro de ese partido vio otra cosa más que verdades en los mensajes de Mr. Polk.

Cuando recordamos la gran diversidad que hay en las mentes humanas y los testimonios complicados y contradictorios relacionados con el origen de la guerra, y las profundas diferencias de opinión a ese respecto en toda la nación, tenemos que considerar que la fe unánime e inquebrantable de esos caballeros es un fenómeno moral. Pero su fe, a pesar de todo, si no se explicó como fruto de su rectitud, sí como resultado de su obediencia cuando menos, y les abrió la puerta que conducía a los altos puestos y al poder. En tales circunstancias, el apoyo que dieron los caballeros demócratas a la guerra no puede considerarse como prueba irrecusable de su patriotismo. Ni es de carácter más concluyente como prueba del patriotismo de sus adversarios el voto que dieron en favor de una causa que ellos reconocían que era falsa, y de su aprobación a que se suministraran hombres y dinero para hacer una guerra que ellos proclamaban que era inicua. Los demócratas, de acuerdo con la regla ortodoxa, revelaron su fe por medio de sus obras, en tanto que los whigs, careciendo de la fe, basaron su justificación nada mas en sus obras. A la vez que negaban la necesidad, la conveniencia y la justicia de la guerra, así como la prudencia y la honradez de Mr. Polk, le entregaban sin embargo el ejército y la marina y una fuerza adicional de cincuenta mil hombres y todo el dinero que deseara para llevar el fuego y la espada a México y desmembrar esa República.

Haber hecho todo esto nada más con el deseo de beneficiar a su propio país, habría sido cuando menos un acto discutible de magnanimidad y un caso bastante ambiguo de patriotismo. Mr. Clay, el distinguido y amado caudillo del partido whig, en un discurso público que pronunció en Kentucky, declaró que el preámbulo del decreto que autorizó la guerra atribuía falsamente el principio del conflicto a actos de México, Agregaba Mr. Clay:

No dudo de que reconociera motivos patrióticos la conducta de aquellos qúe luchando por suprimir del decreto ese error tan flagrante, se encontraron forzados a votar en su favor; pero debo decir que ninguna consideración terrena hubiera logrado jamás tentarme a votar en favor de un decreto que llevaba en sí tan patentes falsedades. Yo que amo la verdad casi hasta la idolatría, jamás, jamás pudiera haber votado en favor de esa ley.

Claro está que el patriotismo de Mr. Clay difiere tanto del de aquellos caballeros a que antes aludimos, que no podría conducirlo a él al sacrificio de la verdad en aras de la patria.

Agregó Mr. Clay que la guerra de 1812 contra la Gran Bretaña fue de un carácter muy diferente de la guerra actual, por haber sido justa, como lo reconocieron sus opositores, quienes por razones de política se rehusaron a apoyarla, a causa de lo cual perdieron, con toda justicia, la confianza pública, es decir, perdieron su ascendiente político. Luego hace Mr. Clay la siguiente pregunta muy significativa: ¿El temor a correr una suerte semejante en un caso del todo diferente, no ha movido a varios de nuestros hombres públicos a reprimir la expresión de sus verdaderos sentimientos?

Esta pregunta tiene toda la fuerza de una afirmación. ¿A qué hombres públicos se refiere? De seguro no se referirá a Mr. Polk y a su partido. Sus expresiones limitan irresistiblemente la pregunta a algunos whigs del Congreso, quienes por miedo de perder su popularidad, como les había ocurrido antes a los federalistas, votaron en favor de una falsedad patente y de la guerra y del suministro de recursos. Si trataba de insinuar que estos whigs votaron como lo hicieron por motivos egoístas y su lenguaje resulta inteligible nada más a base de esta suposición, es de lamentarse profundamente que un hombre que casi idolatraba la verdad, haya aventurado la declaración de que no dudaba de sus motivos patrióticos.

Hemos mencionado ya el hecho de que la publicación American Review, órgano whig, reconoció francamente que en el caso de que se trata, los miembros de este partido parecían cuidarse más de la popularidad personal que de la causa de la verdad y el derecho.

Acontecimientos posteriores han confirmado abundantemente las insinuaciones de Mr. Clay y de la revista. Se ha demostrado con las declaraciones de ciertos whigs del Congreso que aparecieron en los periódicos, que el día que se declaró la guerra se les urgió a que votaran en favor del proyecto de ley, porque sería mala política oponerse a ese proyecto, y que esta opinión se basaba en una referencia a la suerte política que corrieron los que trataron de oponerse a la guerra de 1812 contra la Gran Bretaña. No es fácil descubrir esos motivos patrióticos que Mr. Clay atribuye muy cortés y sin mostrar dudas de ningún género, a los miembros de su partido que votaron en favor de la guerra, cuando todo lo que se advierte en ellos es que consintieron deliberadamente en sacrificar la paz de su país, dilapidar sus tesoros y su sangre, pisotear la verdad y la justicia, todo ello tomando sólo en cuenta la política de su partido y el afán de adquirir popularidad personal y con ella, altos puestos y los emolumentos respectivos.

El 13 de mayo de 1846, el Congreso declaró que por actos de la República de México existe un estado de guerra entre ese país y los Estados Unidos.

El 31 de enero de 1848, la renovada Cámara de Diputados declaró que esta misma guerra era inconstitucional e innecesariamente iniciada por el Presidente de los Estados Unidos. Entre quienes votaron por la afirmativa en esta segunda declaración, encontramos los nombres de quince miembros whigs que habían pertenecido a la cámara anterior y cuyos nombres figuran tambien al calce de la primera afirmación en cuyo favor votaron. La última, así sea veraz, se consideraba sin duda tan apegada a una buena política como la primera, puesto que se aproximaba una elección presidencial y era conveniente concitar el odio para el partido rival y particularmente para Mr. Polk, su cabeza visible.

Uno de los caballeros que votaron en favor de ambas declaraciones, expresó así su opinión acerca de la misma guerra:

Como tengo estas ideas respecto al origen y los propósitos de la guerra, no puedo considerarla de otra manera más que como un crimen nacional; pero independientemente de esto, es un agravio al espíritu moral de nuestra época, un paso atrás en el movimiento de la humanidad, una violenta desviación de nuestrá energía nacional y nuestros recursos, hacia fines antinaturales y malvados. No deseo en lo absoluto que una sola mujer mexicana quede viuda, que un solo niño mexicano quede huérfano; y mejor querría que mi paIs permaneciera sumido en una vergüenza honrada, que comprar, a precio de rapiña y de lágrimas, y de sangre, la injusta gloria de enarbolar su bandera sobre todo el ancho continente que se asienta desde el Atlántico tempestuoso hasta las orillas del mar tranquilo:

Quien mata a un hombre es un villano;
Quien mata a miles es un héroe. (3)

Un poco de reflexión oportuna habría podido hacer que este caballero se percatara de que los cincuentá mil hombres que él votó en el Congreso que se pusieran a la disposición de Mr. Polk para realizar un crimen nacional, podrían acaso producir muchas viudas y huérfanos mexicanos, adquirir por conquista gloria injusta y consagrar a más de un héroe.

Solamente quien se gobierna por las leyes de Dios obra consecuentemente, mientras que quien sólo sigue las variadas indicaciones de la política de su partido, se encontrará a menudo vagando por veredas tortuosas.

La historia y la diaria observación crean por fuerza la convicción de que es más frecuente la profesión de fe del patriotismo que su ejercicio, y que muchas actitudes que ostentan ese nombre y que el mundo admite como genuinas, son absolutamente falsas. Sin embargo de ello, también es verdad que el patriotismo que busca el bien público, en obediencia a la voluntad divina y de acuerdo con los preceptos de la Escritura, lejos de ser imaginario es una virtud real y activa. Se le encuentra de hecho en los campos y en los senados, pero no son esos sitios su morada exclusiva ni su asiento favorito. Este patriotismo inspira muchas oraciones por la paz, la virtud y la felicidad, de la nación, y produce innumerables esfuerzos y costosos sacrificios de tiempo y de dinero por el bien temporal y espiritual de nuestros conciudadanos.

Si se nos permitiese relacionar los efectos con sus causas en el gobierpo moral del mundo, sin duda encontraríamos que una gran parte de nuestra prosperidad como pueblo es fruto de los esfuerzos de pastores llenos de fe, de instructores religiosos humildes y resignados, de hombres y mujeres que son cristianos sinceros, fervorosos y sencillos.

Es principalmente por obra de un patriotismo semejante, suave y callado como el rocio del cielo, que nuestro país está cubierto de verdura y de belleza moral, y aquellos que se sientan bajp su propia parra sin que nada los acobarde, le son deudores de la páz y la seguridad de que disfrutan.

El patriotismo que nace de la obediencia a Dios y se guía por sus leyes, y ejercido en los altos puestos oficiales tiende a asegurar el bienestar de la nación, sin reparar en la pérdida segura y voluntaria del favor popular y de las ventajas personales, es el más perfecto y el de mayor excelsitud.

La historia de tiempos recientes de nuestro propio país ofrece un caso ilustre de patriotismo de esta calidad. Emprendemos en seguida el estudio de la carrera de John Quincy Adams, porque encontramos en ella una sanción para casi todo sentimiento moral y político preconizado en estas páginas; y también porque su ejemplo es muy oportuno para exaltar y purificar el amor a la patria e impartir a todos lecciones de virtud y de verdadera sabiduría.



Notas

(1) Life of Reed, Cap. 1, p. 240.

(2) Los whigs atacaron a los partidarios de la guerra, afirmando que ésta era obra exclusiva del Presidente Polk: la guerra de un solo hombre.

(3) Discurso de Mr. Marsh, el 18 de febrero de 1848. Cong. Globe.

Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXIVCAPÍTULO XXXVIBiblioteca Virtual Antorcha