Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXVIBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXXVII

La guerra y los medios de evitarla


Hemos tratado de dar a los lectores una idea de la enorme suma de crímenes y calamidades que resultan de nuestra guerra con México; pero esta lucha ofrece una imagen demasiado vaga de lo que es la guerra. Todas las tropas americanas enviadas a ese país no llegan al número de soldados muertos y heridos en un solo combate en otras guerras. Si todas las batallas de la guerra mexicana hubiesen ocurrido en una sola acción y en un mismo campo, apenas si habrían igualado a una simple escaramuza entre las avanzadas de dos ejércitos europeos. El número total de nuestros soldados que murieron en el campo de batalla, según el informe oficial, no llega a dos mil. Si queremos conocer los horrores de la guerra, no como se hacía en los tiempos antiguos, cuando naciones enteras empuñaban las armas con bárbaros instintos paganos, sino tal como es en tiempos que podemos recordar, entre pueblos cristianos, civilizados, cultos, nos bastará analizar los detalles siquiera de tres combates entre los muchos que se han registrado en la edad moderna (1).

En Jena participaron 200,000 hombres; muertos y heridos, 34,000.

En Eylau, tomaron parte 160,000 hombres; muertos y heridos, 50,000.

En Borodino combatieron 265,000; había 1230 cañones en el campo de batalla; muertos, 25,000; heridos, 68,000. Total 93,000.

Napoleón invadió a Rusia con 450,000 hombres, de los cuales se supone que perecieron 400,000 y sólo unos 50,000 pudieron regresar a su patria. Nos estremecemos de horror al reflexionar acerca de la espantosa desdicha acumulada y todos los crímenes que forzosamente fueron el resultado de esa enorme matanza. Recuérdese asimismo que los horrores en el campo de batalla forman sólo una partida, y muy pequeña relativamente, de la larga lista de calamidades que las guerras infligen a la especie humana.

Los límites de este capítulo no nos permiten detenernos a considerar la angustia experimentada por los amigos y parientes de los soldados muertos y heridos; las cuantiosas sumas que se sustraen al fruto del trabajo del pueblo para sufragar los gastos de las guerras; la ruina y la desolación que marcan el paso de los ejércitos hostiles y la corrupción de las costumbres engendrada por la licencia y las tentaciones inherentes a la profesión militar.

Tampoco disponemos de espacio suficiente para exhibir la ineptitud y lo incierto de las guerras como medios de defensa contra agravios inferidos o como instrumento para imponer la justicia. Pero solicitamos la atención del lector hacia un asunto rara vez estudiado y que posee sin embargo un interés imponderable: la locura y lo costoso de la preparación militar.

De todas las máximas falsas y anticuadas con que la humanidad ha sido engañada, quizá ninguna ha ejercido una influencia tan desastrosa sobre la felicidad del hombre como ese trozo de sabiduría falsificada: En la paz prepárate para la guerra.

El fin que se propone ese consejo es conservar la paz mediante una preparación adecuada para repeler cualquier agresión y aun para prevenirla. Este razonamiento lo contradice el testimonio de la historia y el carácter de la naturaleza humana.

Ninguna nación estuvo jamás mejor preparada para la guerra que Francia bajo Napoleón, y ningún país fue jamás atacado con mayor violencia, de modo más espantoso; y rara vez nación alguna fue tan humilada como Francia, a la que se obligó no sólo a recibir a un soberano que sus enemigos le nombraron, sino a pagar los gastos de un ejército extranjero a cuya custodia quedó sometida.

Una gran fuerza militar no tiende a promover en su poseedor una disposisión pacífica del ánimo. En tanto el carácter del hombre permane«e sin cambio alguno, su codicia, su inclinación a oprimir y a ser injusto, guardarán por lo común cierta proporción con sus posibilidades de entregarse a esas malas pasiones. De aquí que en todas las épocas las naciones que han estado mejor preparadas para la guerra hayan apurado más abundantemente ese vaso de sangre.

Si examinamos la historia de Europa a partir de 1700, hasta la paz general de 1815, veremos que durante esos 115 años, la Gran Bretaña sostuvo guerras por 69 años; Rusia, por 68 años; Francia, por 63; Holanda, por 43; Portugal, por 40, y Dinamarca, por 28 años.

El orgullo, la arrogancia y el afán de conquista son los frutos naturales y amargos de la preparación militar, frutos que son fatales para el bienestar y la paz de las naciones.

Aunque parezca extraña esta afirmación, nosotros la tenemos por verdadera: tanto Europa como América han gastado más dinero preparándose para la guerra, que en el desarrollo mismo de las hostilidades.

En el Viejo Mundo, toda ciudad importante era en la antigüedad amurallada y fortificada, y aun en los tiempos que alcanzamos hemos visto al pueblo francés, ya agobiado por muchas deudas, derrochar millones de dólares en la construcción de una muralla de 30 millas alrededor de su capital (2).

Si examinamos las erogaciones hechas en tiempo de paz en preparativos militares, nos maravillaremos de los resultados estupendos, y difícilmente admitiremos el testimonio de las declaraciones oficiales.

Los hechos siguientes se espigan de una obra estadística inglesa. reciente (3).

En el sexenio que terminó en 1836, el promedio de gastos del gobierno inglés, sin incluir los pagos de intereses de la deuda nacional, montó a ... 17.101,508 libras.

De esta suma, se pagó por gastos del ejército, la marina y pertrechos de guerra (4) ... 12.714,289 libras.

Lo cual dejaba un promedio anual para gastos civiles, únicamente de ... 4.387.219 libras.

Se ve, pues, que las erogaciones anuales en preparativos militares durante ese período no fueron menos del 74% de los gastos ordinarios del gobierno, sin contar las 28.574,829 libras por intereses anuales sobre la deuda de guerra.

El presupuesto de 1848 contenía las siguientes partidas:

Para el ejército ... 7.540.405 libras.

Para la marina ... 8.018.873 libras.

Pertrechos de guerra ... 2.947.869 libras.

Total: 18.507.147 libras.

Habría uno creído que fuera demasiado exigir esta enorme suma del pueblo inglés en solo un año para preparativos en previsión de hostilidades futuras que no aparecían en el horizonte. Pero no es así. El Duque de Wéllington, en sus especulaciones sobre navegación de vapor, concibió repentinamente la idea de que un ejército francés podría, en el momento menos esperado, desembarcar en tierra inglesa, llevado de Francia a bordo de una flota de buques de vapor. Se apoderó de aquel venerable jefe el pánico y se puso a temblar pensando que el Imperio estaba amenazado de muerte. Las costas de Inglaterra debían fortificarse inmediatamente y desde luego había que organizar y sostener una gran ejército nacional para pelear con los franceses en caso de que llegaran con su flota a las costas inglesas.

La construcción de los fuertes suministraría por supuesto sustanciosos trabajos a innumerables contratistas, y el ejército nacional daría a sus hijos comisiones, puestos altos y emolumentos. No es de maravillarse que enormes multitudes de patriotas ingleses apoyaran tan absurdo proyecto. Si los ministros no recomendaron el plan del Duque al Parlamento, es de creerse que esto ocurrió únicamente por la firme oposición de los amigos de la paz.

A partir de entonces, en unos cuantos años, se calcula que los gastos de una preparación militar para la paz en que incurrieron las Potencias que enumeramos a continuación, guardaron con la totalidad de sus erogaciones, la siguiente proporción, sin incluir el servicio de sus deudas respectivas:

Austria ... un 33%

Francia ... un 38%.

Prusia ... un 44%.

La Gran Bretaña ... un 74%.

Nos agrada comparar nuestra propia sobriedad republicana. con la prodigalidad monárquica. La vanidad nacional, como la caridad, no sólo cubre una multitud de pecados, sino también una multitud de locuras.

El promedio de gastos del Gobierno federal durante seis años terminados en 1840, excluyendo los pagos de la deuda pública, ascendió a 26.474,892 dólares. Durante los mismos años, el promedio de erogaciones del ejército y la marina se elvevó a 21.328,903 dólares. ¡Lo que da un 80% del monto total! Una proporción mayor que lo erogado por cualquier monarquía de Europa en preparativos de guerra (5).

Con no poca dificultad damos nuestro asentimiento a la exactitud de tan pasmosas revelaciones; pero nuestro escepticismo se desvanece cuando tomamos en cuenta las fortificaciones, los cuarteles, los almacenes, las armas, los pertrechos y los barcos de guerra que se construyen en su mayoría en tiempos de paz.

Y no es esto todo. También hay que considerar que tiene que ejercitarse e instruirse a muchos hombres en el arte de la matanza de seres humanos, y tenerlos listos para que pongan en práctica las lecciones que han recibido, en el momento que se les indique.

En 1828, época de paz general, los ejércitos de Europa se calcula que sumaban unos 2.265,500 hombres (6). Si al pago de haberes a estos hombres agregamos el importe de su alimentación, vestuario, su albergue, y el de las armas, municiones, cuarteles, etc., con que tenían que ser dotados, y el valor perdido de su trabajo, puesto que no podían servir a la comunidad, no exageraremos al decir que le costaban al Estado unos 500 dólares por hombre, lo que da un total de 1.132.750.000 dólares, cifra que la mente no puede concebir.

Pero antes de que demos rienda suelta a nuestra indignación contra los reyes y emperadores por dilapidar así el dinero ganado por sus súbditos, volvamos una vez más los ojos hacia nuestra propia patria.

Nuestra joven República, desde el día de su nacimiento, apenas si ha tenido un vecino hostil. Sólo cerca de dos años, el Canadá en el Norte y durante el mismo tiempo México en el Sur, han permanecido en actitud beligerante hacia nosotros.

Limitado nuestro territorio en su mayor parte por ambos océanos y por bosques interminables, no podíamos temer una invasión, y jamás, excepto en la guerra de 1812, ha pisado nuestro suelo ningún pie hostil, fuera de los indios salvajes. Pero a pesar de ello y de lo mucho que proclamamos nuestra economía, nos hemos dedicado a prepararnos militarmente en la misma forma en que lo hacen las monarquías.

Desde el principio del Gobierno federal hasta los primeros meses de 1848, aparte del costo tremendo de armar y ejercitar a la milicia, se han pagado del tesoro nacional estos gastos enormes:

Para el ejército y fortificaciones ... 366,713,209 dólares.

Para la marina y sus operaciones ... 209,994,428 dólares.

Lo que da un total de ... 576,707,637 dólares.

He aquí la mitad de un millar de millones de dólares arrebatada al pueblo, con su propio consentimiento, para preparativos de guerra.

A esta inmensa suma podría agregarse la cifra de 61.169,834 dólares que se gastan en pensiones militares.

Si todo el dinero que se prodiga en preparativos militares se destruyera, ni todas las minas del mundo podrían suministrar el caudal pecuniario que se necesita. Y no se le destruye, pero se le desperdicia, es decir, se le da a cambio de algo que no rinde beneficios, que no da comodidad ni dicha a la nación.

Supongamos que los dos millones de soldados que sostenía Europa en pie de guerra en 1828, hubieran sido empleados en construir pirámides a cambio de un salario ordinario. De seguro nadie negará que el dinero gastado en construir esas estructuras tan inútiles, se desperdiciaría en forma absurda, y nadie pondrá en duda que los pueblos tendrían buena razón para levantarse en armas contra los gobernantes que les robaran el fruto de sus esfuerzos para fines tan vanos y ridículos. Y sin embargo de ello, los tesoros que se dilapidaran en esos hacimientos de piedras, serían inferiores y se emplearían de un modo menos perjudicial a la moral pública y el bienestar del pueblo, que el dinero derrochado en la formación y el sostenimiento de ejércitos.

M. Bouvet, en reciente discurso que pronunció ante la Asamblea de Francia, refiriéndose a la partida de gastos por 583 millones para el ejército y la marina, cerca de un tercio del cálculo total, advirtió con todo acierto:

No me es dado expresar a ustedes con toda fuerza mi convicción de que se distribuyen irracionalmente nuestros recursos, cuando percibo el hecho de que damos poca importancia a la cultura y a la prosperidad, a juzgar por nuestros presupuestos de instrucción pública, del comercio y la agricultura, que apenas si llegan en total a 36 millones. ¿Qué pensarían ustedes de un padre de familia que teniendo un ingreso de 15 mil francos, gastara 5 mil en armas y caballos y dedicara únicamente 360 francos a la instrucción de sus hijos y a mejorar su casa? La guerra, que se funda en la fuerza y en la coacción, es contraria a la libertad. La guerra, al capacitar al fuerte para triunfar sobre el débil, resulta contraria a la igualdad. La guerra, al destruir la ley del amor que une a los individuos y las comunidades, es contraria a la fraternidad. De modo que la República, para que sea consecuente con su propia Constitución, debería esforzarse de aguí en adelante por suprimir el sistema militar y sustituirlo con un tribunal internacional de justicia. Este fin es tan honrado, tan generoso, tan importante para el bienestar público, que Francia no tendría por qué avergonzarse de convertirlo en el principal propósito de su existencia política.

El deseo expresado por M. Bouvet de que ese tribunal internacional sustituya el sistema militar, hallará respuesta cordial en el corazón de todo patriota verdadero, de todo discípulo fiel del Príncipe de la Paz. ¿Pero cuál sería una forma práctica y segura de establecer ese tribunal internacional? Se ha propuesto un Congreso de naciones integrado por diputados de varios países que formarían un tribunal para el arreglo de los conflictos que surgieran entre sus gobiernos respectivos.

No importa qué tan bueno pudiera resultar esto después en la práctica, no puede pasarse por alto el hecho de que se oponen a su pronta organización muy serias dficultades. Es preciso que prevalezcan por todas partes sentimientos pacíficos para que los gobiernos se sientan inclinados a emprender ese arreglo; y la erección del tribunal propuesto tiene forzosamente que ser precedido de negociaciones tediosas respecto a la representación en el Congreso de todos los países y las facultades de que se le investiría.

Al mismo tiempo persistiría sin duda el sistema militar, lo que haría más difícil y remoto el establecimiento del Congreso.

Por fortuna hay una especie de jurisdicción internacional más sencilla, rápida y práctica y de la que cualesquiera naciones pueden servirse en un momento dado sin esperar la cooperación de las demás. Este sistema está vagamente esbozado en nuestro tratado reciente con México, pero en términos que mantienen la palabra de promesa en el oído, pero la rompen en la esperanza.

El artículo 21 de ese tratado dice así:

Si por desgracia surgiere de aquí en adelante cualquier desacuerdo entre los gobiernos de las dos Repúblicas, ya sea respecto a la interpretación de cualquiera de las estipulaciones de este tratado, o sobre cualquiera otro punto que afecte las relaciones políticas o comerciales de las dos naciones, dichos gobiernos, en el nombre de esas naciones, se prometen recíprocamente que se esforzarán del modo más sincero y vehemente por arreglar las diferencias así surgidas y conservar el estado de paz y amistad en que los dos países se colocan ahora, recurriendo para ese fin a mutuas demandas y negociaciones pacíficas; y si por estos medios no logran llegar a un acuerdo, no recurrirán con ese motivo a represalias, agresiones ni hostilidades de ningún género los de una República contra los de la otra, hasta que el gobierno del país que se considere agraviado haya estudiado con toda madurez, con un espíritu de paz y de buena vecindad, si no será mejor que tal diferencia se ajuste mediante el arbitraje de comisionados que designen ambas partes o el laudo arbitral de una nación amiga; y si cualquiera de las partes contratantes hace una proposición en ese sentido, será aceptada por la otra parte, a menos que lo considere completamente incompatible con la naturaleza del conflicto o con las circunstancias del caso.

Esta estipulación, claro se ve, monta nada menos que a un reconocimiento de que hay una manera equitativa de impedir hostilidades futuras, y una promesa de adoptarla, a menos que cualquiera de las partes contratantes considere más ventajoso atenerse al arbitraje de la espada.

Si la referencia que se hace en ese artículo del tratado al arbitraje, hubiera sido imperativa en vez de discrecional, ese documento habría servido de mucho para atenuar las iniquidades de la guerra. Habría protegido a México contra futuras expoliaciones, y al garantizar nuestros propios derechos, habría eliminado todo pretexto para una preparación militar en nuestra frontera sur; más aún, con ello se habría puesto un ejemplo glorioso de cómo un país que ha triunfado, se priva a sí mismo de efectuar conquistas futuras, enseñando al mundo que las espadas pueden fundirse para hacer arados y las espuelas para hacer hoces.

Supongamos que en vez de ese artículo vacilante, confuso, impreciso, se hubiese puesto lo que sigue:

Ambas partes contratantes convienen en que, si por desgracia surgiere alguna desavenencia entre ellas respecto a la verdadera intención de las estipulaciones de este tratado o por cualquier otro motivo, en caso de que tal desavenencia no pudiere ser arreglada satisfactoriamente por medio de negociaciones, ninguna de las partes emprenderá hostilidades contra la otra, sino que la materia en disputa se someterá, por convenio especial, al arbitraje de una potencia amiga; y las partes que firman el presente tratado se comprometen a respetar el fallo que expida el árbitro designado de común acuerdo.

¿Qué objeción válida podría oponerse a un artículo concebido en estos términos? Sólo se haría referencia al arbitraje después de establecer la posibilidad de que las negociaciones fracasaran, de modo que se adoptaría una alternativa de la guerra. Ahora bien, cualquiera que fuese el fallo del árbitro, ambas partes saldrían ganando, puesto que se ahorrarían sangre y dinero. La parte favorecida por el fallo. habría asegurado sus derechos sin costo alguno, y la parte que perdiera podría aplicarse aquella frase de Franklin:

Cualquiera ventaja que una nación pueda obtener de otra, más barato será adquirirla con dinero en efectivo, que pagar por ella los gastos de una guerra.

Pero no faltará quien dude de que los fallos arbitrales se apegaran a la justicia. ¿Por qué tal duda? ¿Acaso un juez imparcial y desinteresado, escogido o aceptado por nosotros, y sobre el cual estaría fija la mirada de todo el mundo, seria menos capaz o menos inclinado a comprender y determinar los méritos de una controversia que se sometiera a su juicio, que el Gobierno de México o el de nuestro propio país, adoloridos por agravios reales o imaginarios, deseosos de ganar popularidad con alardes de patriotismo y de apego al honor nacional, asediados por políticos que buscan empleos y por aventureros necesitados, ansiosos de obtener comisiones, contratos y el botín de la guerra?

El pueblo en general no se interesa por la guerra; al contrario, sobre él pesan sus cargas y sobre él recaen todas las calamidades.

Hemos visto ya lo agobiador que es el peso de las contribuciones de guerra sobre la multitud, a pesar de lo cual la gente en su gran mayoría ignora por completo la verdadera causa de su pobreza y de su desgracia.

Engañados los pueblos por los demagogos, atribuyen sus padecimientos a los reyes y a los nobles y a los sacerdotes, en tanto rinden un tributo voluntario a los soldados, que son de hecho sus verdaderos opresores.

El pueblo francés, inquieto bajo la carga de los tributos, arrojó a su monarca al exilio y tomó en sus manos las riendas del gobierno, y lo primero que hizo fue aumentar su ejército, con lo que elevó sus contribuciones a niveles mucho más altos que durante la monarquía. Las masas agobiadas de Inglaterra claman a gritos contra las instituciones políticas de su país, y buscan alivio en parlamentos anuales y en el sufragio, etc., inconscientes al parecer de que lo que las aplasta es la guerra y la preparación militar. Que se liberten de esas plagas y verán cómo los impuestos que paguen para las erogaciones del Gobierno, inclusive las partidas de gastos para sostenimiento de la realeza en todo su esplendor, resultarán tan leves que hasta parecerán casi imperceptibles. ¿Provoca esto una sonrisa de incredulidad?

Apelamos a los hechos:

El promedio de gastos del Gobierno Británico durante el sexenio que terminó en 1836, incluyendo los intereses de la deuda nacional, fue de ... 45.676,357 libras.

De esta inmensa suma, solo se pagaron por gastos civiles del Gobierno ... 4.387,214 libras.

De modo que la preparación militar y los intereses de la deuda de guerra consumieron el resto, o sea ... 41.289,143 libras.

He aquí el agente secreto de esos poderosos levantamientos que hacen que el mundo político se tambalee de un lado a otro como un ebrio.

Los hombres están desperdiciando sus vidas y sus energías en el trabajo, pero no llegan a gozar del fruto de su esfuerzo, porque se les arrebata para ofrecerlo en el altar de Moloch.

Nadie percibe la mano que lo despoja, y todos atribuyen su pobreza a instituciones políticas defectuosas. De aquí que ocurran revoluciones tras revoluciones en rápida sucesión, como las olas de un mar turbulento, sin que se encuentre alivio ninguno. La agricultura está abandonada; el comercio decaído, la industria paralizada, en tanto que los soldados y los impuestos se multiplican.

México, nuestro propio país y Francia, dan testimonio de que los monarcas y los nobles no son los únicos afectos a la guerra. Bajo cualquier forma de gobierno el Poder público ha sacrificado la riqueza, la moral y la dicha del pueblo, con el consentimiento de éste, nada más para satisfacer su loca admiración por la gloria y su idea tonta de que es necesaria la preparación militar.

Así pues, que se unan todos los amigos del progreso humano y de la paz pública, de la felicidad y la virtud; el patriota y el cristiano, y de todos unidos surja un clamor incesante en favor de los tratados de arbitraje. En esta bendita reforma cualquier nación puede tomar la iniciativa. Ojalá que nuestro propio país aprovechara la oportunidad que le ha ofrecido su experiencIa reciente.

Magnífico sería que el Congreso, por resolución de ambas Cámaras, expresara su deseo de que en todos nuestros futuros tratados internacionales se incluyera una cláusula de arbitraje, para iniciar así una obra inmensa.

Una resolución tal de nuestro cuerpo legislativo sería como el primer rayo de luz que rompe la obscuridad de la noche y se abrillanta más y más hasta llegar a la perfecta claridad del día, mientras en un proceso gradual se va esfumando la bruma de la gloria y la ambición militar, y se difunden la vida, la alegría, la abundancia entre los millones y millones de seres humanos adoloridos que pueblan el aturdido planeta.



Notas

(1) Véase Alisan.

(2) Esta obra de loco derroche se ha atribuido falsamente al rey recientemente muerto; pero la exigió el partido liberal o popular acaudillado por Mr. Thiers. La República francesa, en vez de disminuir las cargas del pueblo, aunmentó de hecho sus preparativos militares aunque no la amenazaba un solo Estado de Europa. El 1° de diciembre de 1848, las fuerzas efectivas del ejército francés llegaban 502,196 hombres y 10.432 caballos; a lo cual debe agregarse una gran armada con un número de marinos entre 20 y 30,000.

(3) El Progreso de la Nación, de Porter, Vol II.

(4) El promedio de estos seis años, por alguna razón, fue inusitadamente pequeño. La erogación total en el ejército, la marina y los pertrechos, desde la paz de 1815 hasta el año que terminó el 5 de enero de 1848, llegó a la cantidad de 484,231,985 libras, lo que da un promedio anual de 15.444,749 libras. Los pagos efectivos por gastos de preparación militar durante el año 1847, se elevaron a 18.503,146. Véase el opúsculo publicado por la Edinburg Finacial Reforma Association.

(5) Es verdad que durante una parte de estos seis años estuvimos combatiendo a los indios seminoles de la Florida. Si consideramos entonces el sexenio que terminó en 1836, un periodo de profunda paz, la proporción es de un 77%, todavía mayor que la de la Gran Bretaña. Véase el American Almanac de 1845, p. 143.

(6) Balance Politique du Globe, por M. Adrien Balbi.

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