Índice de Causas y consecuencias de la guerra de 1847 entre Estados Unidos y México de William JayCAPÍTULO XXXIICAPÍTULO XXXIVBiblioteca Virtual Antorcha

CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA DE 1847
ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO

William Jay

CAPÍTULO XXXIII

Adquisición de territorio


Una vez que hemos analizado retrospectivamente los sacrificios morales, políticos y pecuniarios que hizo el pueblo americano en su guerra con México, veamos qué recibió en cambio. Es difícil imaginar las ventajas obtenidas si no se incluyen el territorio y la gloria que se han ganado. El valor de estas adquisiciones es lo que procedemos a examinar ahora.

En un documento presentado al Congreso por la Secretaría de Guerra y la Oficina de Tierras, aparece que dentro de los supuestos límites de Texas hay unas 325,520 millas cuadradas; y los límites de Nuevo México y California, tal cpmo fueron cedidos esos territorios en el tratado, abarcan unas 526,078 millas más, lo que hace un total de 851,590 millas cuadradas. Sólo valiéndonos de una comparación podremos formarnos idea de la asombrosa extensión que se ha adquirido. El Estado de Nueva York contiene menos de 50,000 millas cuadradas. Por lo tanto, la adición hecha a nuestras posesiones equi vale a 17 veces el Estado Imperial; es cuatro veces el territorio total de Francia y cinco veces el territorio de España (1).

Es verdad que Texas fue adquirido por otros medios, no por guerra franca. Pero no menos de 125,520 millas cuadradas que se incluyeron en sus límites supuestos, en rigor de verdad pertenecían a México y nuestro derecho sobre tal territorio se basa, no en que Texas así lo acordara, sino en que lo conquistamos, y esto se confirmó en el tratado de paz. Si se le agrega a Nuevo México y California, tenemos 651,591 millas cuadradas, casi la mitad de lo que le quedó a México después de la rebelión de Texas -nuestro botín de guerra. Tal fue la magnánima tolerancia que tuvimos hacia México según las palabras de Mr. Polk, quien se ufanó de ello en el mensaje que dirigió al Senado comunicándole la firma del tratado por el cual se nos cedían todos estos enormes territorios.

Claro está que la magnanimidad de nuestra tolerancia hacia México no fue nunca más allá de los motivos que reconociera en cada caso. Ya hemos visto que los insurgentes de Texas, después de alguna vacilación, se negaron a incluir a California dentro de sus territorios.

Este caso de magnanimidad no tiene relación ninguna con la razón ni con la justicia; obraron así los texanos nada más porque ya habían tomado todo el territorio que apetecían, y apoderarse de mayor extensión no les parecía por entonces conveniente. Es difícil discernir en qué aspecto nuestra tolerancia fue más magnánima que la de nuestros hermanos de Texas. Nosotros tomamos precisamente aquello por cuya adquisición hicimos la guerra; y un territorio con el cual se podrían hacer trece grandes Estados esclavistas, era suficiente para dar al poder esclavista un dominio completo sobre el Gobierno federal. Más aún, México ha quedado tan débil y empobrecido, que lo que le queda de su territorio puede ser absorbido por la poderosa República en cualquier momento en que se considere ventajoso tomar posesión de él.

Pero ya que México estaba abatido y nos hubiera sido fácil anexarnos todo su territorio, ¿fue magnanimidad de parte nuestra pagarle por lo que le quitamos? Es verdad que México se hallaba postrado, pero no sometido. No podría resistir nuestras armas, pero tampoco podía ser ocupado y gobernado como territorio americano, como no fuese por la fuerza de las armas. Ya la guerra iba siendo cada día más impopular y la Administración se tambaleaba, en tanto que el sector popular del Congreso se había declarado en su contra. Era de dudarse que el cuerpo legislativo nacional aprobara nuevos gastos para realizar mayores conquistas. Pero de cualquier manera, nada podría esperarse de la prolongación de la guerra aparte de lo que ya se había alcanzado: la ocupación militar de México.

Sostener esta ocupación por un solo año más, costaría el doble o el triple de la suma que pagamos a los mexicanos. Era sin duda más prudente y más barato pagar una suma modesta por un finiquito sobre las tierras que queríamos adquirir, que prolongar un litigio costoso y de peligro.

En la prosecución de este litgio habíamos gastado ya veinte mil vidas y más de cien millones de dólares. Así que los medios para entrar en posesión pacífica de los territorios que habíamos tomado, era asunto de cálculo político y pecuniario, y el resultado ofrece una prueba en realidad pequeña de magnanimidad.

La pregunta de si este territorio no vale lo que nos ha costado, se contestará en diversas formas. Aquellos que consideran la esclavitud como la piedra angular de nuestras libertades políticas; que la creen una institución divina que demuestra la sabiduría y la bondad del Creador y un instrumento por el cual quienes lo posean estarán capacitados para gobernar todo el país y dar forma a su política según sus propios intereses, dirán que la adquisición de un territorio que era de esperarse daría a la esclavitud una extensión sin límites, una perpetuidad asegurada, y una preponderancia política abrumadora, es de un valor inestimable. Pero por otra parte, este territorio, en caso de que se le usara para los fines que se perseguían al adquirirlo, no podría considerarse sino como una terrible maldición por cuantos estiman que la esclavitud es contraria a los designios de Dios y un obstáculo para la felicidad del hombre.

En las páginas anteriores hemos ofrecido abundantes pruebas de que no hubiera habido empeño en adquirir ese territorio si no hubiese sido por la idea de extender la esclavitud; y por lo tanto es justo y equitativo, al calcular su valor y compararlo con su costo, tener presente el objeto que se perseguía al incurrir en semejante gasto.

Lo futuro se esconde a nuestros ojos; pero poca razón hay para dudar de que no sólo Texas, sino ese territorio y todo Nuevo México quedarán por un largo período condenados a la ignorancia, a la degradación y la miseria que son inseparables de la servidumbre. Ciertos acontecimientos no esperados y completamente imprevistos al concluir la guerra, que se han desarrollado desde entonces, quizás libren cuando menos una parte de California de esa maldición que es la esclavitud. En cambio es de temerse que esa comarca se vea sometida a otra especie de maldición por efecto del oro que en ella acababa de descubrirse. La riqueza mineral que se dice abunda en California, será repartida entre una multitud promiscua procedente de países extranjeros, así como entre conciudadanos nuestros. La bÚsqueda ansiosa de oro en las minas en que yace oculto, se ha visto siempre que es hostil a la industria regular y a los hábitos de la virtud y la frugalidad. Son fundados sin duda nuestros temores de que la población atraída por aquella región, no sea del tipo moral que contribuiría a fortalecer nuestras instituciones republicanas ni a elevar en forma alguna el carácter nacional.

Cualesquiera que sean las riquezas que se encuentren en las minas de California y las consecuencias resultantes de su adquisición, debe recordarse que tales minas no figuraban entre los móviles de la guerra, no son parte del valor que se pensó que tenían los territorios de que nos apoderamos. La verdadera cuestión que debe resolverse es ésta: ¿no habremos pagado en sangre y dinero, y en males políticos y morales resultantes de la guerra, un precio más alto que el valor real que atribuimos a esos territorios?

Ya éramos dueños de suficiente extensión territorial, como lo hemos demostrado, para satisfacer las necesidades de muchas generaciones futuras; y si se exceptúa el empeño de propagar la esclavitud, no se ve ningún motivo plausible para ganar otros territorios. Ningún Presidente se hubiese atrevido a negociar un tratado de cesión al precio de cien millones de dólares y ningún senado hubiera tenido la audacia de ratificar un tratado tan absurdo en caso de que se le hubiese sometido a su consideración. Tampoco es concebible que México se rehusara a aceptar una oferta tan espléndida y tan liberal, en caso de que se le hubiese hecho. Hemos visto ya que Mr. Polk ofreció por conducto de Slidell 25.000,000 de dólares por el mismo territorio que nuestro país ha adquirido a un precio cinco veces mayor en dinero, aparte de la sangre y la desdicha y el crimen que nos ha costado.

El puerto de San Francisco era la única parte del territorio adquirido que realmente necesitábamos, por ser útil para el desarrollo de nuestro comercio en el Pacífico. De seguro hubiéramos podido adquirirlo a un precio moderado, o quizá pudimos negociar un tratado que nos permitiera su uso sin costo alguno.



Notas

(1) Véase el Almanaque Americano de 1842, pág. 270.

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